Mi?rcoles, 12 de abril de 2006
Venerados hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas:

La celebraci?n de la pr?xima Jornada mundial de oraci?n por las vocaciones me brinda la ocasi?n para invitar a todo el pueblo de Dios a reflexionar sobre el tema de "La vocaci?n en el misterio de la Iglesia". El ap?stol san Pablo escribe: "Bendito sea Dios, Padre de nuestro Se?or Jesucristo (...).
En ?l nos ha elegido antes de la creaci?n del mundo, (...) predestin?ndonos a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo" (Ef 1, 3-5). Antes de la creaci?n del mundo, antes de nuestra venida a la existencia, el Padre celestial nos eligi? personalmente, para llamarnos a entablar una relaci?n filial con ?l, por medio de Jes?s, Verbo encarnado, bajo la gu?a del Esp?ritu Santo.
Muriendo por nosotros, Jes?s nos introdujo en el misterio del amor del Padre, amor que lo envuelve totalmente y que nos ofrece a todos. De este modo, unidos a Jes?s, que es la Cabeza, formamos un solo cuerpo, la Iglesia.

El peso de dos milenios de historia hace dif?cil percibir la novedad del misterio fascinante de la adopci?n divina, que est? en el centro de la ense?anza de san Pablo. El Padre, recuerda el Ap?stol, "nos dio a conocer el misterio de su voluntad seg?n el ben?volo designio (...) de hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza" (Ef 1, 9-10). Y a?ade con entusiasmo: "Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados seg?n su designio. Pues a los que de antemano conoci?, tambi?n los predestin? a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera ?l el primog?nito entre muchos hermanos" (Rm 8, 28-29).

La perspectiva es realmente fascinante: estamos llamados a vivir como hermanos y hermanas en Jes?s, a sentirnos hijos e hijas del mismo Padre. Es un don que cambia radicalmente toda idea y todo proyecto exclusivamente humanos. La confesi?n de la verdadera fe abre de par en par las mentes y los corazones al misterio inagotable de Dios, que impregna la existencia humana. ?Qu? decir, entonces, de la tentaci?n, tan fuerte en nuestros d?as, de sentirnos autosuficientes hasta tal punto de cerrarnos al misterioso plan de Dios sobre nosotros? El amor del Padre, que se revela en la persona de Cristo, nos interpela.

Para responder a la llamada de Dios y ponerse en camino no es necesario ser ya perfectos. Sabemos que la conciencia de su pecado permiti? al hijo pr?digo emprender el camino de regreso y experimentar as? la alegr?a de la reconciliaci?n con el Padre. Las fragilidades y los l?mites humanos no constituyen un obst?culo, con tal de que nos ayuden a tomar cada vez mayor conciencia de que necesitamos la gracia redentora de Cristo. Esta es la experiencia de san Pablo, que afirmaba: "Con sumo gusto seguir? glori?ndome en mis flaquezas, para que habite en m? la fuerza de Cristo" (2 Co 12, 9).

En el misterio de la Iglesia, Cuerpo m?stico de Cristo, la fuerza divina del amor cambia el coraz?n del hombre, capacit?ndolo para comunicar el amor de Dios a los hermanos. A lo largo de los siglos numerosos hombres y mujeres, transformados por el amor divino, han consagrado su vida a la causa del Reino. Ya a orillas del mar de Galilea muchos se dejaron conquistar por Jes?s: buscaban la curaci?n del cuerpo y del esp?ritu, y fueron tocados por la fuerza de su gracia. Otros fueron elegidos personalmente por ?l y se convirtieron en sus ap?stoles. Encontramos tambi?n a personas, como Mar?a Magdalena y otras mujeres, que lo siguieron por su propia iniciativa, solamente por amor, pero, al igual que el disc?pulo Juan, tambi?n ellas ocuparon un lugar especial en su coraz?n.

Esos hombres y mujeres, que conocieron a trav?s de Cristo el misterio de amor del Padre, representan la multiplicidad de las vocaciones que desde siempre est?n presentes en la Iglesia. El modelo de quienes est?n llamados a testimoniar de manera especial el amor de Dios es Mar?a, la Madre de Jes?s, asociada directamente, en su peregrinaci?n de fe, al misterio de la Encarnaci?n y de la Redenci?n.

En Cristo, Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo, todos los cristianos forman el "linaje elegido, sacerdocio real, naci?n santa, pueblo adquirido por Dios, para anunciar sus alabanzas" (1 P 2, 9). La Iglesia es santa, aunque sus miembros necesitan purificarse para lograr que la santidad, don de Dios, resplandezca plenamente en ellos.

El concilio Vaticano II pone de relieve la llamada universal a la santidad, afirmando que "los seguidores de Cristo han sido llamados por Dios y justificados en el Se?or Jes?s, no por sus propios m?ritos, sino por su designio de gracia. El bautismo y la fe los ha hecho verdaderamente hijos de Dios, participan de la naturaleza divina y son, por tanto, realmente santos" (Lumen gentium, 40).

En el marco de esta llamada universal, Cristo, Sumo Sacerdote, en su solicitud por la Iglesia llama tambi?n, en cada generaci?n, a personas que cuiden de su pueblo; en particular, llama al ministerio sacerdotal a hombres que desempe?en una funci?n paterna, cuyo manantial est? en la paternidad misma de Dios (cf. Ef 3, 15). La misi?n del sacerdote en la Iglesia es insustituible.

Por tanto, aunque en algunas regiones exista escasez de clero, es necesario tener siempre la certeza de que Cristo sigue suscitando hombres que, como los Ap?stoles, abandonando cualquier otra ocupaci?n, se dediquen totalmente a la celebraci?n de los misterios sagrados, al anuncio del Evangelio y al ministerio pastoral.

En la exhortaci?n apost?lica Pastores dabo vobis, mi venerado predecesor Juan Pablo II escribi? al respecto: "La relaci?n del sacerdote con Jesucristo, y en ?l con su Iglesia, en virtud de la unci?n sacramental se sit?a en el ser y en el obrar del sacerdote, o sea, en su misi?n o ministerio. En particular, "el sacerdote ministro es servidor de Cristo, presente en la Iglesia misterio, comuni?n y misi?n. Por el hecho de participar en la unci?n y en la misi?n de Cristo, puede prolongar en la Iglesia su oraci?n, su palabra, su sacrificio, su acci?n salv?fica. As? es servidor de la Iglesia misterio, porque realiza los signos eclesiales y sacramentales de la presencia de Cristo resucitado"" (n. 16).

Otra vocaci?n especial, que ocupa un lugar de honor en la Iglesia, es la llamada a la vida consagrada. A ejemplo de Mar?a de Betania, que, "sentada a los pies del Se?or, escuchaba su palabra" (Lc 10, 39), muchos hombres y mujeres se consagran a un seguimiento total y exclusivo de Cristo. Aun prestando diversos servicios en el campo de la formaci?n humana y de la solicitud por los pobres, en la ense?anza o en la asistencia a los enfermos, no consideran estas actividades como el objetivo principal de su vida, pues, como subraya bien el C?digo de derecho can?nico, "la contemplaci?n de las cosas divinas y la uni?n asidua con Dios en la oraci?n debe ser primer y principal deber de todos los religiosos" (can. 663, 1).

En la exhortaci?n apost?lica Vita consecrata, Juan Pablo II afirm?: "En la tradici?n de la Iglesia la profesi?n religiosa es considerada como una singular y fecunda profundizaci?n de la consagraci?n bautismal en cuanto que, por su medio, la ?ntima uni?n con Cristo, ya inaugurada con el bautismo, se desarrolla en el don de una configuraci?n m?s plenamente expresada y realizada, mediante la profesi?n de los consejos evang?licos" (n. 30).

Recordando la recomendaci?n de Jes?s: "La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Due?o de la mies que env?e obreros a su mies" (Mt 9, 37), sentimos vivamente la necesidad de orar por las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. No sorprende que, donde se ora con fervor, florezcan las vocaciones. La santidad de la Iglesia depende esencialmente de la uni?n con Cristo y de la apertura al misterio de la gracia que obra en el coraz?n de los creyentes. Por eso quisiera invitar a todos los fieles a cultivar una ?ntima relaci?n con Cristo, Maestro y Pastor de su pueblo, imitando a Mar?a, que guardaba en el coraz?n los misterios divinos y los meditaba asiduamente (cf. Lc 2, 19). En uni?n con ella, que ocupa un lugar central en el misterio de la Iglesia, oremos:

Oh Padre, haz surgir entre los cristianos
numerosas y santas vocaciones al sacerdocio,
que mantengan viva la fe
y conserven el grato recuerdo de tu Hijo Jes?s
mediante la predicaci?n de su palabra
y la administraci?n de los sacramentos,
con los que renuevas continuamente a tus fieles.

Danos ministros santos de tu altar,
que sean custodios
atentos y fervorosos de la Eucarist?a,
sacramento del don supremo de Cristo
para la redenci?n del mundo.

Llama a ministros de tu misericordia, que,
mediante el sacramento de la Reconciliaci?n,
difundan la alegr?a de tu perd?n.

Haz, oh Padre, que la Iglesia acoja con alegr?a
las numerosas inspiraciones
del Esp?ritu de tu Hijo
y, d?cil a sus ense?anzas,
promueva las vocaciones
al ministerio sacerdotal
y a la vida consagrada.

Sost?n a los obispos, a los sacerdotes,
a los di?conos, a los consagrados
y a todos los bautizados en Cristo,
para que cumplan fielmente su misi?n
al servicio del Evangelio.

Te lo pedimos por Cristo, nuestro Se?or. Am?n.

Mar?a, Reina de los Ap?stoles,
?ruega por nosotros!

Vaticano, 5 de marzo de 2006
Publicado por verdenaranja @ 23:51  | Habla el Papa
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