La vida religiosa no es una teoría que tiene su unidad en la cohesión de sus principios —como pasa en tantas agrupaciones económicas, políticas…- sino que es un hecho de vida que brota, en unas concretas circunstancias, de la vida y santidad de la Iglesia; no es, por tanto, vivir al margen de la Iglesia, sino vivir más radicalmente lo que a ella es esencial: el Evangelio anunciado por Jesús y encamado en su persona. Los miembros de las instituciones religiosas están llamados a renovar y permanecer, con sus vidas en el mundo, el modo de existencia que el hijo de Dios asumió a fin de hacer la voluntad del Padre. Con este espíritu nacieron y nacen todas las instituciones religiosas en su propia misión, como la Orden de S. Juan de Dios. Por eso, el Concilio Vaticano II invitó a todos los religiosos y religiosas a que reflexionaran sobre la dimensión histórica de su pro¬yecto de vida, a fin de que pudieran adaptarlo a las cambiantes condiciones del mundo y de la Iglesia. La vida religiosa, así entendida, no es una pura elocución mental, sino una experiencia de vida que, como cualquier organismo viviente, nace, crece, decae y puede incluso morir. Y esta última realidad se da siempre, en el momento que los miembros van perdiendo vitalidad apostólica y la misión de la propia Institución la va dejando sin más valor que lo estrictamente humano y económico.