Discurso que dirigi? Benedicto XVI a los participantes en la Conferencia internacional organizada por el Consejo pontificio para la Pastoral de la Salud el 24 de noviembre de 2006.
Queridos hermanos y hermanas:
Me alegra encontrarme con vosotros con ocasi?n de la Conferencia internacional organizada por el Consejo pontificio para la pastoral de la salud. Dirijo mi saludo a cada uno y, en primer lugar, al cardenal Javier Lozano Barrag?n, al que agradezco sus amables palabras. La elecci?n del tema ?"Los aspectos pastorales de la curaci?n de las enfermedades infecciosas"? brinda la oportunidad de reflexionar, desde diversos puntos de vista, sobre patolog?as infecciosas que han acompa?ado desde siempre el camino de la humanidad.
Es impresionante el n?mero y la variedad de los modos como esas patolog?as amenazan, a menudo mortalmente, la vida humana incluso en nuestro tiempo. Palabras como lepra, peste, tuberculosis, sida o ?bola evocan dram?ticos escenarios de dolor y temor. Dolor para las v?ctimas y para sus seres queridos, a menudo agobiados por un sentido de impotencia ante la gravedad inexorable de la enfermedad; y temor para la poblaci?n en general y para cuantos se acercan a estos enfermos por su profesi?n o por opciones voluntarias.
La persistencia de enfermedades infecciosas que, a pesar de los efectos ben?ficos de la prevenci?n realizada gracias al progreso de la ciencia, a la tecnolog?a m?dica y a las pol?ticas sociales, siguen ocasionando numerosas v?ctimas, pone de manifiesto los l?mites inevitables de la condici?n humana.
Sin embargo, no hay que rendirse en el empe?o de buscar medios y modos de intervenci?n m?s eficaces para combatir estas enfermedades y para reducir las molestias de quienes son sus v?ctimas.
En el pasado, numerosos hombres y mujeres han puesto su competencia y su generosidad humana a disposici?n de los enfermos con patolog?as que producen repugnancia. En el ?mbito de la comunidad cristiana han sido muchas "las personas consagradas que han sacrificado su vida a lo largo de los siglos en el servicio a las v?ctimas de enfermedades contagiosas, demostrando que la entrega hasta el hero?smo pertenece a la ?ndole prof?tica de la vida consagrada" (Vita consecrata, 83).
Con todo, a tan laudables iniciativas y a tan generosos gestos de amor se contraponen no pocas injusticias. No podemos olvidar a las numerosas personas afectadas por enfermedades infecciosas que se ven obligadas a vivir segregadas y a veces marcadas por un estigma que las humilla. Esas deplorables situaciones resultan a?n m?s graves a causa de la desigualdad de las condiciones sociales y econ?micas entre el norte y el sur del mundo. A esas situaciones es preciso responder con intervenciones concretas, que fomenten la cercan?a al enfermo, hagan m?s viva la evangelizaci?n de la cultura y propongan motivos inspiradores de los programas econ?micos y pol?ticos de los Gobiernos.
En primer lugar, la cercan?a al enfermo afectado por enfermedades infecciosas es un objetivo al que la comunidad eclesial debe tender siempre. El ejemplo de Cristo, que, rompiendo con las prescripciones de su tiempo, no s?lo dejaba que se le acercaran los leprosos, sino que tambi?n les devolv?a la salud y su dignidad de personas, ha "contagiado" a muchos de sus disc?pulos a lo largo de m?s de dos mil a?os de historia cristiana.
El beso que san Francisco de As?s dio al leproso ha encontrado imitadores no s?lo en personas heroicas como el beato Dami?n de Veuster, que muri? en la isla de Molokai mientras asist?a a los leprosos; como la beata Teresa de Calculta; o como las religiosas italianas que murieron hace algunos a?os a causa del virus del ?bola; sino tambi?n en muchos promotores de iniciativas en favor de las personas afectadas por enfermedades infecciosas, sobre todo en los pa?ses en v?as de desarrollo.
Es necesario mantener viva esta rica tradici?n de la Iglesia cat?lica para que, a trav?s de la pr?ctica de la caridad con quienes sufren, se hagan visibles los valores inspirados en una aut?ntica humanidad y en el Evangelio: la dignidad de la persona, la misericordia, la identificaci?n de Cristo con el enfermo. Ser?a insuficiente cualquier intervenci?n en la que no se haga perceptible el amor al hombre, un amor que se alimenta en el encuentro con Cristo.
A la insustituible cercan?a al enfermo va unida la evangelizaci?n del ambiente cultural en el que vivimos. Uno de los prejuicios que entorpecen o limitan una ayuda eficaz a las v?ctimas de enfermedades infecciosas es la actitud de indiferencia e incluso de exclusi?n y rechazo con respecto a ellas, que se da a menudo en la sociedad del bienestar. Esta actitud se ve favorecida entre otras cosas por la imagen, que transmiten los medios de comunicaci?n social, de hombres y mujeres preocupados principalmente de la belleza f?sica, de la salud y de la vitalidad biol?gica. Se trata de una peligrosa tendencia cultural que lleva a ponerse a s? mismos en el centro, a encerrarse en su peque?o mundo, a no querer comprometerse al servicio de los necesitados.
En cambio, mi venerado predecesor Juan Pablo II, en la carta apost?lica Salvifici doloris, expresa el deseo de que el sufrimiento ayude a "irradiar el amor al hombre, precisamente ese desinteresado don del propio yo en favor de los dem?s hombres, de los dem?s hombres que sufren". Y a?ade: "El mundo del sufrimiento humano invoca sin pausa otro mundo: el del amor humano; y aquel amor desinteresado, que brota en su coraz?n y en sus obras, el hombre lo debe de alg?n modo al sufrimiento" (n. 29).
Por eso, hace falta una pastoral capaz de sostener a los enfermos que afrontan el sufrimiento, ayud?ndoles a transformar su condici?n en un momento de gracia para s? y para los dem?s, a trav?s de una viva participaci?n en el misterio de Cristo.
Por ?ltimo, quisiera reafirmar la importancia de la colaboraci?n con las diversas instituciones p?blicas, para que se ponga en pr?ctica la justicia social en un delicado sector como el de la curaci?n y la asistencia a las personas afectadas por enfermedades infecciosas. Quisiera aludir, por ejemplo, a la distribuci?n equitativa de los recursos para la investigaci?n y la terapia, as? como a la promoci?n de condiciones de vida que frenen la aparici?n y la difusi?n de enfermedades infecciosas.
En este ?mbito, como en otros, a la Iglesia compete el deber "mediato" de "contribuir a la purificaci?n de la raz?n y reavivar las fuerzas morales, sin lo cual no se instauran estructuras justas, ni estas pueden ser operativas a largo plazo", mientras que "el deber inmediato de actuar en favor de un orden justo en la sociedad es m?s bien propio de los fieles laicos (...), llamados a participar en primera persona en la vida p?blica" (Deus caritas est, 29).
Gracias, queridos amigos, por el empe?o que pon?is al servicio de una causa en la que se hace realidad la obra sanadora y salvadora de Jes?s, divino Samaritano de las almas y los cuerpos. Dese?ndoos una feliz conclusi?n de vuestros trabajos, os imparto de coraz?n a vosotros y a vuestros seres queridos una bendici?n apost?lica especial.