Discurso que dirigi? en Chimbote el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado, a los miembros de la Conferencia Episcopal peruana con motivo de su visita oficial a Per?, el 25 de agosto de 2007.
Se?or cardenal;
queridos hermanos obispos:
Antes de iniciar mi discurso, deseo recordar a las v?ctimas, a los heridos y a cuantos se encuentran en situaciones de gran dificultad por el terremoto que recientemente ha afectado a su pa?s. S? que ha causado ingentes da?os y que muchas familias se encuentran en condiciones muy precarias. El Santo Padre, que ya desde las primeras noticias llegadas a Castelgandolfo ha seguido continuamente el desarrollo de la situaci?n, me ha pedido expresamente que me haga int?rprete de sus sentimientos de espiritual y material solidaridad. A ustedes, queridos pastores de una porci?n del reba?o del Se?or tan duramente probado, el Sucesor de Pedro manifiesta su cordial cercan?a para que, a su vez, ustedes la transmitan a todos los que sufren en este momento, invit?ndoles a confiar siempre en el Se?or. Dios, tambi?n cuando nos prueba, nunca deja de manifestarnos su amor, as? como su paternal y amorosa providencia.
Les agradezco de coraz?n su cordial acogida; con afecto les saludo a todos. Con gran alegr?a he querido corresponder a la invitaci?n que se me hizo para transcurrir algunos d?as en su hermoso pa?s, y vengo movido por el deseo de poder conocer a?n mejor su realidad espiritual y social. En los pr?ximos d?as tendr? ocasi?n de participar en acontecimientos lit?rgicos de gran relevancia eclesial como son el Congreso eucar?stico nacional y la ordenaci?n episcopal de don Gaetano Galbusera. Adem?s, podr? visitar las obras humanitarias que se realizan gracias a la colaboraci?n de voluntarios de otros pa?ses, de modo particular italianos, los cuales vienen a ofrecer su profesionalidad al servicio de las comunidades locales en el ?mbito de la operaci?n Mato Grosso, impulsada por mis hermanos salesianos.
Agradezco al Se?or la posibilidad que me ofrece hoy de reunirme con ustedes, queridos hermanos en el episcopado, responsables del pueblo de Dios que vive y trabaja en esta regi?n del continente latinoamericano. A cada uno de ustedes manifiesto mis m?s sinceros sentimientos de fraternidad; sobre todo me hago int?rprete de los sentimientos del Santo Padre. Hace algunos d?as, al recibirme para informarlo de mi viaje al Per?, me encarg? transmitirles a ustedes su afectuoso saludo y su cercan?a espiritual, as? como a sus comunidades. ?l conoce bien la situaci?n de la Iglesia en el Per? y les anima, pastores de esta escogida porci?n del reba?o del Se?or, a continuar con entusiasmo en su misi?n al servicio del Evangelio, esforz?ndose por ser gu?as firmes y padres afectuosos de las comunidades confiadas a sus cuidados, custodios de la doctrina y promotores incansables de obras de justicia y caridad. Su Santidad les apoya siempre y les acompa?a con la oraci?n, y les recuerda especialmente en la celebraci?n cotidiana de la santa misa. ?l sigue con particular atenci?n la vida de la Iglesia en el continente latinoamericano donde vive una gran parte de los cat?licos, con una importante presencia de j?venes.
La visita que realiz? al Brasil el pasado mes de mayo, durante la que inaugur? la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe, ha dejado un eco profundo en su coraz?n. Hace dos meses precisamente, y mirando con esperanza a sus Iglesias j?venes y prometedoras, ha escrito una carta a los hermanos en el episcopado de Am?rica Latina y el Caribe, con la que aprobaba la publicaci?n del Documento final, que recoge las reflexiones y las directrices pr?cticas fruto del encuentro de Aparecida. Yo tambi?n tuve la dicha de poder participar en la sesi?n inaugural de dicha Conferencia general, lo que represent? una experiencia extraordinariamente ?til para m?. Ya de vuelta en el Vaticano, he seguido con inter?s los trabajos de la Asamblea a trav?s de las informaciones de la Comisi?n pontificia para Am?rica Latina, las relaciones del nuncio apost?lico y las noticias de los medios de comunicaci?n. Despu?s he le?do con atenci?n el documento que se ha elaborado; un texto program?tico, que mira al futuro de la Iglesia, y deja traslucir claramente una preocupaci?n compartida, la de que todos los miembros de la Iglesia se sientan llamados a ser disc?pulos y misioneros de Jesucristo. En efecto, este fue precisamente el tema del encuentro de Aparecida: "Disc?pulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en ?l tengan vida. "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14, 6)". Partiendo del impulso prof?tico del concilio Vaticano II y en "continuidad creativa" con las anteriores Conferencias de R?o de Janeiro (1955), Medell?n (1968), Puebla (1979) y Santo Domingo (1992), el Episcopado latinoamericano en su conjunto ha querido trazar unas l?neas comunes para dar un renovado impulso a la nueva evangelizaci?n en cada regi?n del continente. Se trata ciertamente de un gran desaf?o pastoral, que llama a cada bautizado a dar un testimonio coherente de la propia fe, as? como de la propia pertenencia al ?nico pueblo de Dios. Esto presupone, como condici?n indispensable, una permanente conversi?n interior a Cristo, un encuentro personal y comunitario con ?l, ?nico Redentor nuestro.
En verdad, el Documento final de Aparecida va dirigido en primer lugar a suscitar en los cristianos una renovada fidelidad a Cristo, con el objetivo de promover y apoyar una vasta "misi?n" continental. En efecto, es indispensable que cada creyente acoja personalmente a Cristo, que ha venido al mundo para que los hombres "tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10). ?Que Cristo, s?lo Cristo, sea pues el coraz?n y el centro de la tan deseada y aut?ntica renovaci?n pastoral y misionera de la Iglesia en Am?rica Latina! Con raz?n este importante texto program?tico, que traza las l?neas pastorales para los pr?ximos diez a?os en Am?rica Latina, presenta ante todo una amplia visi?n cristol?gica, que parte de una profunda reflexi?n sobre la vida de Cristo, el Hijo unig?nito que ha recibido del Padre la misi?n de ser Sumo Sacerdote, Maestro y Pastor. La Iglesia, consciente de la promesa de su Esposo y Se?or: "He aqu? que yo estoy con ustedes todos los d?as, hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20), desde el d?a de Pentecost?s no deja de cumplir su misi?n entre los pueblos, fiel a sus ense?anzas y d?cil a la acci?n de su Esp?ritu, el Esp?ritu de la verdad y del amor.
Queridos hermanos en el episcopado, este impulso de una renovada evangelizaci?n debe tener en cuenta los grandes desaf?os que caracterizan el mundo moderno y que afectan tambi?n a su pa?s. Aqu? me limitar? tan s?lo a se?alar algunos de ellos: por ejemplo, la tendencia a la globalizaci?n, que es una caracter?stica del mundo contempor?neo. Este complejo fen?meno afecta al campo de la econom?a con vastas repercusiones sociales, pero afecta tambi?n al ?mbito cultural donde los medios de comunicaci?n social "imponen nuevas escalas de valores por doquier, a menudo arbitrarias y en el fondo materialistas, frente a las cuales es muy dif?cil mantener viva la adhesi?n a los valores del Evangelio" (cf. ?Ecclesia in America", 20). Est? luego la creciente tendencia a la urbanizaci?n, que establece nuevas fronteras a la acci?n pastoral de la Iglesia, ya que ella tiene que hacer frente al desarraigo cultural de la gente, al deterioro de las costumbres familiares, al alejamiento de las propias tradiciones religiosas, lo que frecuentemente conlleva la p?rdida de la fe, privada de aquellas manifestaciones que contribuyen a sustentarla. Y tambi?n la corrupci?n, un grave problema que se debe considerar con atenci?n porque "favorece la impunidad y el enriquecimiento il?cito, la falta de confianza con respecto a las instituciones pol?ticas, sobre todo en la administraci?n de la justicia y en la inversi?n p?blica, no siempre clara, igual y eficaz para todos" (ib., 23). Una seria amenaza para las estructuras sociales de los pa?ses latinoamericanos es el comercio y el consumo de sustancias estupefacientes. Se advierte adem?s una seria preocupaci?n por la ecolog?a, el respeto y la conservaci?n de la creaci?n. A este prop?sito se debe pensar en la devastaci?n de la selva amaz?nica, inmenso territorio que, junto con las dem?s naciones, afecta tambi?n al Per?. Y, adem?s, la crisis de la familia, contagiada por modas culturales de Occidente, los j?venes que han de enfrentarse a no pocas dificultades para construir su futuro debido a la crisis del trabajo, la desigualdad entre grupos sociales, el peligro de la violencia, la aparici?n de sociedades en que los poderosos se ense?orean, marginando y hasta eliminando a los d?biles. Me refiero aqu? "a los ni?os no nacidos, v?ctimas indefensas del aborto; a los ancianos y enfermos incurables, objeto a veces de la eutanasia; y a tantos otros seres humanos marginados por el consumismo y el materialismo" (ib., 63). S? tambi?n que en su pa?s la actividad de las sectas y nuevos grupos religiosos constituye un grave obst?culo para la evangelizaci?n. A este respecto, el venerado Papa Juan Pablo II, en la citada exhortaci?n post-sinodal ?Ecclesia in America", del 12 de enero de 1999, afirmaba: "A nadie se le oculta la urgencia de una acci?n evangelizadora apropiada en relaci?n con aquellos sectores del pueblo de Dios que est?n m?s expuestos al proselitismo de las sectas" (n. 73).
No quiero extenderme en un an?lisis de la situaci?n, que por lo dem?s la reciente Conferencia general del Episcopado latinoamericano ha desarrollado ampliamente. Sin embargo, se puede observar c?mo a veces un difuso secularismo cerrado a la trascendencia parece transformar nuestro mundo en un desierto "grande y espantoso" (Dt 8, 15), donde se reduce, hasta casi desaparecer, el espacio entre las personas para la atenci?n a las necesidades espirituales y hasta materiales. En otras palabras, la humanidad parece rechazar el proyecto de Dios para construir con sus propias manos un mundo sin, o incluso, contra Dios. Los efectos de esta dram?tica opci?n saltan a la vista. Es como si el hombre rechazara "el pan" de Dios para llenarse con otro alimento, que nos recuerda aquel del que Jes?s habla en el Evangelio: "Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron" (Jn 6, 58). La verdad es que solamente la Iglesia, tanto hoy como hace 2000 a?os, puede ofrecer a los hombres el pan de la salvaci?n; s?lo la Iglesia es portadora de un proyecto de salvaci?n que no es simplemente humano. La Iglesia anuncia y ofrece a Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, Redentor del hombre y de todo el hombre. En la larga controversia con los jud?os en la sinagoga de Cafarna?m, despu?s de la multiplicaci?n de los panes, Jes?s afirma: "Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el man? y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de ?l y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivir? para siempre. Y el pan que yo dar? es mi carne para la vida del mundo" (Jn 6, 48-51). Al final de esta larga disputa, con un tono incluso hasta dram?tico, y cuando no pocos disc?pulos lo abandonan porque su lenguaje es "duro", el evangelista narra la profesi?n de fe de Pedro. A la provocaci?n que Jes?s dirige a los Doce: "?Quieren marcharse tambi?n ustedes?", este ap?stol contesta: "Se?or, ?a qui?n vamos a acudir? T? tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que t? eres el Santo de Dios" (Jn 6, 67-69). Las palabras de Jes?s y la respuesta de Pedro nos permiten entender que la adhesi?n a Cristo exige siempre una elecci?n, elecci?n a veces dram?tica pero indispensable. Esta p?gina del evangelio nos presenta efectivamente una escisi?n entre los disc?pulos del Se?or: algunos se van; otros, en cambio, permanecen y siguen con ?l. La Iglesia es estar en "compa??a" de Cristo: ella no se puede entender a s? misma si no es a partir de Cristo, con el que est? ?ntimamente unida. La Eucarist?a es icono y realidad de esa ?ntima uni?n entre la Cabeza y el Cuerpo.
El Papa Juan Pablo II, en su ?ltima enc?clica, ?Ecclesia de Eucharistia", escrib?a: "La Iglesia vive de la Eucarist?a. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en s?ntesis el n?cleo del misterio de la Iglesia. Esta experimenta con alegr?a, de m?ltiples formas, c?mo se realiza continuamente la promesa del Se?or: "He aqu? que yo estoy con vosotros todos los d?as hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20); pero en la sagrada Eucarist?a, por la conversi?n del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Se?or, se alegra de esta presencia con una intensidad ?nica (...). Con raz?n proclam? el concilio Vaticano II que el sacrificio eucar?stico es "fuente y cima de toda la vida cristiana" (Lumen gentium, 11)... Por tanto, la mirada de la Iglesia se dirige continuamente a su Se?or, presente en el Sacramento del altar, en el cual descubre la plena manifestaci?n de su inmenso amor" (n. 1). Toda comunidad cristiana crece alrededor de la Eucarist?a y experimenta su acci?n eficaz y santificadora, especialmente cuando se re?ne en el d?a del Se?or, el domingo, Pascua semanal. Parece oportuno subrayar aqu? que, desde los primeros tiempos de la Iglesia, los pastores han recordado continuamente a los fieles la importancia de santificar el d?a del Se?or, as? como la necesidad de participar en la asamblea lit?rgica. "D?jenlo todo en el d?a del Se?or y corran con diligencia a su asamblea, porque se trata de vuestra alabanza a Dios. De otro modo, ?qu? justificaci?n tendr?n ante Dios los que no se re?nen en el d?a del Se?or para escuchar la palabra de vida y nutrirse con el alimento divino que es eterno?" (Doctrina de los Ap?stoles, II, 59, 23). El llamado de los pastores ha encontrado generalmente la adhesi?n convencida y cordial de los fieles que, en muchas situaciones de peligro, afrontaron incluso la persecuci?n con verdadero hero?smo. Baste recordar, entre otros muchos, a aquellos cristianos que, en tiempos del emperador Diocleciano, desafiaron el edicto imperial que prohib?a las asambleas cristianas y aceptaron la muerte con tal de no faltar a la Eucarist?a dominical. Es c?lebre la respuesta que una m?rtir de Abitina, en ?frica proconsular, dio delante de sus acusadores: "Nosotros no podemos estar sin la cena del Se?or. (...) S?, he ido con mis hermanos a la asamblea y a la cena del Se?or porque soy cristiana" (?Acta SS. Saturnini, Dativi et aliorum plurimorum martyrum in Africa?, 9, 10).
Habr?a que preguntarse si hoy nuestras comunidades viven con la misma intensidad el sentido de la celebraci?n eucar?stica dominical. Frecuentemente se advierte la exigencia pastoral de recobrar la conciencia gozosa de una celebraci?n sin la cual se debilita la identidad cristiana. Y esto no deja de suponer un compromiso nuevo por parte de todos, empezando por los presb?teros, para hacer que las celebraciones de la Eucarist?a sean cada vez m?s transparencia fiel de aquel misterio de la fe en que "anunciamos la muerte del Se?or, proclamamos su resurrecci?n, esperando su venida". Esto conlleva que se preste atenci?n a la acogida cordial de las personas en las iglesias, al cuidado y la belleza del canto sagrado, a la valorizaci?n de los gestos lit?rgicos y de la oraci?n de los fieles. A los sacerdotes, en particular, se les pide que cuiden el arte de la celebraci?n con religiosa dignidad, y una catequesis m?s profunda sobre el misterio eucar?stico, incluso con la preparaci?n atenta de la homil?a dominical. En la misma enc?clica ?Ecclesia de Eucharistia", Juan Pablo II exhorta a toda la Iglesia a vivir un verdadero y real "asombro eucar?stico". Todos tenemos una gran necesidad de este asombro. El asombro ante el don de Dios, que se ofrece a s? mismo por la vida del mundo. Un don del que somos no solamente destinatarios maravillados y felices, sino en el que tambi?n estamos implicados para convertirnos en sus testigos por los caminos de nuestro mundo. Hacer esta experiencia en la misa dominical significa experimentar la comuni?n que nos une a todos ?ntimamente con Jesucristo y alimentar en nosotros el deseo de la misi?n, para que el mundo crea y pueda compartir con nosotros la alegr?a de la salvaci?n.
Pero esto exige por parte de todos conversi?n y renovaci?n. Si la misi?n es parte esencial de la Eucarist?a y si la Eucarist?a es vivida en su "verdad", quien participa en la misa tiene que salir de la iglesia con una renovada pasi?n misionera. En mi primera carta pastoral como arzobispo de G?nova, retomando una expresi?n de mi predecesor, el cardenal Dionigi Tettamanzi, actualmente pastor de la gran arquidi?cesis de Mil?n, escrib? que el entusiasmo y la eficacia del "pod?is ir", o sea de la misi?n, son directamente proporcionales a la "calidad" personal de la misa, a la intensidad de la participaci?n espiritual y lit?rgica con que los fieles individualmente y las comunidades cristianas celebran la Eucarist?a. Est? claro, pues, que para una participaci?n fructuosa en la celebraci?n eucar?stica dominical se requiere una intimidad cada vez m?s profunda con la palabra de Dios, la cual constituye un momento insustituible de la celebraci?n. En efecto, en la asamblea eucar?stica el encuentro con el Se?or resucitado tiene lugar a trav?s de la doble participaci?n en la mesa de la Palabra y del Pan de vida. La escucha de la Palabra es la que introduce a la comprensi?n del misterio del Pan de vida y, m?s profundamente, a la comprensi?n de la historia de la salvaci?n que el mismo Jes?s, resucitado de la muerte, concedi? a sus disc?pulos. No se debe olvidar que es ?l quien habla cuando en la Iglesia se escucha y se lee la sagrada Escritura. De aqu? se deriva un serio empe?o para una escucha atenta de la Palabra y una educaci?n para comprenderla y vivirla de manera cada vez m?s profunda.
Volviendo de nuevo al documento de Aparecida, me parece que en ?l se subraya bien la centralidad de la Eucarist?a en la vida de la Iglesia, al mismo tiempo que indica oportunamente c?mo la dimensi?n eucar?stica es el elemento central en la misi?n de cada comunidad eclesial en todo el continente americano. Eucarist?a, celebraci?n y misi?n son tres objetivos unidos entre s?, y especialmente concretos para una acci?n evangelizadora que quiera poner en el centro de todo proyecto a Cristo, realmente presente en el Sacramento del altar. La celebraci?n del Congreso eucar?stico nacional de estos d?as ser? ciertamente una ocasi?n propicia para la Iglesia que est? en el Per?, para reafirmar esta fe en Cristo Eucarist?a, centro y cumbre de la vida de cada creyente y de todo el pueblo de Dios. Tambi?n ser? una oportunidad para consolidar la comuni?n entre todos sus miembros, pastores, sacerdotes, di?conos, religiosos y religiosas, fieles, familias. En efecto, la Eucarist?a es el sacramento de la unidad. Como dijo el Santo Padre Benedicto XVI, hace dos a?os, en la homil?a para la clausura del Congreso eucar?stico italiano: "Aqu? tocamos una dimensi?n ulterior de la Eucarist?a (...). El Cristo que encontramos en el Sacramento es el mismo aqu?, en Bari, y en Roma; en Europa y en Am?rica, en ?frica, en Asia y en Ocean?a. El ?nico y el mismo Cristo est? presente en el pan eucar?stico de todos los lugares de la tierra. Esto significa que s?lo podemos encontrarlo junto con todos los dem?s. S?lo podemos recibirlo en la unidad. (...) Escribiendo a los Corintios san Pablo afirma: "El pan es uno, y as? nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan" (1 Co 10, 17). La consecuencia es clara: no podemos comulgar con el Se?or si no comulgamos entre nosotros. Si queremos presentarnos ante ?l, tambi?n debemos ponernos en camino para ir al encuentro unos de otros. Por eso, es necesario aprender la gran lecci?n del perd?n: no dejar que se insin?e en el coraz?n la polilla del resentimiento, sino abrir el coraz?n a la magnanimidad de la escucha del otro, abrir el coraz?n a la comprensi?n, a la posible aceptaci?n de sus disculpas y al generoso ofrecimiento de las propias. La Eucarist?a ?repit?moslo? es sacramento de la unidad" (L'Osservatore Romano, edici?n en lengua espa?ola, 3 de junio de 2005, p. 7). Y de nuevo, en la homil?a de la fiesta del Corpus Christi del a?o pasado afirm?: "La Iglesia primitiva tambi?n encontr? en el pan otro simbolismo. La "Doctrina de los Doce Ap?stoles", un libro escrito en torno al a?o 100, refiere en sus oraciones la afirmaci?n: "Como este fragmento de pan estaba disperso sobre los montes y reunido se hizo uno, as? sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino". El pan, hecho de muchos granos de trigo, encierra tambi?n un acontecimiento de uni?n: el proceso por el cual muchos granos molidos se convierten en pan es un proceso de unificaci?n. Como nos dice san Pablo, nosotros mismos, que somos muchos, debemos llegar a ser un solo pan, un solo cuerpo. As?, el signo del pan se convierte a la vez en esperanza y tarea" (L'Osservatore Romano, edici?n en lengua espa?ola, 23 de junio de 2006, p. 7). Queridos hermanos obispos, que su compromiso sea siempre el de construir la comuni?n y conservarla, en primer lugar, entre ustedes mismos y luego entre sus comunidades. En algunos casos, esto exigir? de nosotros, pastores, ?nimo y firmeza; otras veces ser? necesario recurrir a la paciencia y a la indulgencia; siempre tenemos que revestirnos de mansedumbre y de paciencia. Sobre todo tenemos que estar unidos a Cristo y aprender de ?l, el buen Pastor, a ser buenos pastores del reba?o que ?l mismo nos conf?a.
He querido extenderme un poco hablando sobre la Eucarist?a porque efectivamente para nosotros los cristianos, tanto en la vida y en la misi?n de la Iglesia, como tambi?n en las vicisitudes del mundo, todo converge y encuentra su sentido m?s verdadero en el Cristo eucar?stico. Por consiguiente, todo el desarrollo de la pastoral ha de estar orientado hacia ?l y ha de partir de ?l. Alrededor de Jes?s, Pan de vida, herencia de eternidad para cuantos se acercan a ?l, se realiza la verdadera identidad del pueblo nuevo, aquel que Dios se ha escogido: quien se acerca a esta mesa realiza la Iglesia, la "familia" del Redentor del hombre. Y esta familia tiene que crecer en la conciencia de su propia identidad, de sus propias responsabilidades y de su misi?n en el mundo a trav?s de una intensa vida lit?rgica, sacramental y caritativa. La Iglesia en el Per?, por cuanto he podido conocer, es muy activa en este esfuerzo a trav?s de un constante compromiso de anuncio del Evangelio y catequesis, as? como de formaci?n permanente del clero y dem?s operadores pastorales. La formaci?n, que incluye en primer lugar una educaci?n a la oraci?n personal y lit?rgica, es hoy particularmente necesaria para que los cristianos est?n preparados a fin de responder de modo maduro y consciente al desaf?o de las sectas. Estos movimientos religiosos, que est?n tan presentes aqu? en Am?rica Latina y atraen con su mensaje a muchas personas que pertenecen a vuestras comunidades, parecen en algunos casos tener como objetivo la disgregaci?n del pueblo de Dios, destruyendo y como narcotizando las comunidades, las familias, las sociedades. Es necesario, por tanto, una acci?n catequ?tica y una educaci?n cristiana que forme un laicado s?lido y convencido. Hace falta, adem?s, que la Iglesia no sea percibida como una simple organizaci?n humanitaria, sino en su realidad m?s aut?ntica, como familia de Dios animada por el amor de Cristo, cuyo objetivo es hacer llegar a cada hombre y mujer de la tierra el mensaje ?ntegro de la salvaci?n, es decir, la salvaci?n de todo el hombre, cuerpo y alma. Las obras de promoci?n humana, que son realizadas con gran generosidad, ser?n entonces el testimonio visible del amor de Cristo, que quiere que todos los hombres lleguen al conocimiento de la verdad y experimenten la fuerza renovadora de su Esp?ritu. No debemos olvidar que nuestra verdadera y definitiva morada es el cielo, como nos ha recordado tambi?n la reciente solemnidad de la Asunci?n de Mar?a. Y es al cielo a donde nosotros mismos, y cuantos han sido confiados a nuestros cuidados, estamos destinados.
La Iglesia es una gran familia, a la que Jes?s nos llama y nos inserta; a trav?s de ella nos hace vivir con los dones que ?l nos ofrece; nos llama a participar en su misi?n mediante una riqueza de ministerios. Hoy, como ayer, Cristo es plenitud de sentido en un mundo que est? buscando su sentido perdido. M?s a?n, ?l no s?lo da un sentido a la condici?n humana en su conjunto, sino que ilumina tambi?n los problemas concretos de esta condici?n. Estos problemas, en fin de cuentas, surgen de las relaciones del hombre con el mundo (ambiente, trabajo y progreso), con los otros (alteridad bajo forma de justicia, de amistad, de amor y de caridad), consigo mismo (soledad, sufrimiento, enfermedad, muerte), y con Dios (pecado del hombre y misericordia-salvaci?n a trav?s del Hijo encarnado, Cristo crucificado y resucitado). Quien participa en la Eucarist?a, especialmente la dominical, se da cuenta de que, en el momento en que recibe el Cuerpo y la Sangre del Se?or, asume toda su humanidad: la sufriente, la abierta a Dios, la que manifiesta el rostro de todos nuestros hermanos. Eso lleva a los cristianos a experimentar que el disc?pulo de Jes?s no sigue a un personaje de la historia pasada, sino al Dios vivo, presente en el hoy y ahora de nuestra historia. Cristo es el Viviente que camina a nuestro lado, revel?ndonos el sentido de los acontecimientos, del dolor y de la muerte, de la alegr?a y de la fiesta, entrando en nuestras casas y qued?ndose en ellas, aliment?ndonos con el Pan que da la vida. Por eso, como dec?a antes, la Eucarist?a es fundamental en la Iglesia y la celebraci?n eucar?stica dominical tiene que ser el centro de toda vida cristiana.
El encuentro con Cristo en la Eucarist?a suscita el compromiso de la evangelizaci?n y el impulso a la solidaridad; despierta en el cristiano el fuerte deseo de anunciar el Evangelio y de testimoniarlo en la sociedad para hacerla m?s justa y humana. De la Eucarist?a ha brotado a lo largo de los siglos una inmensa riqueza de caridad, de compartir las dificultades de los dem?s, de amor y de justicia. Y esto es as? porque Cristo revela plenamente el hombre a s? mismo, lo descifra, lo interpreta, lo transfigura. Es bello recordar en este contexto las palabras llenas de amor y sabidur?a pronunciadas por el Papa Pablo VI en su hist?rica peregrinaci?n a Manila, el 28 de noviembre de 1970: "Jes?s es el centro de la historia del mundo. ?l es el que nos conoce y quien nos quiere. ?l es el compa?ero y el amigo de nuestra vida... ?l es la luz, es la verdad, m?s bien ?l es "el camino, la verdad y la vida"... Jesucristo es el principio, el alfa y la omega. ?l es el rey del nuevo mundo, ?l es el secreto de la historia. ?l es la clave de nuestro destino".
Adem?s, el misterio de Cristo que la Iglesia proclama, celebra y vive, se hace visible de un modo privilegiado all? donde una comunidad concreta tiende a la santidad. Como gusta repetir a nuestro Papa Benedicto XVI, ser santos es en el fondo ser amigos fieles y verdaderos de Cristo, reconocerlo y amarlo de modo concreto en los hermanos. Cada comunidad deber?a reflejar esta luz de santidad y alegr?a. Pienso en este momento en la parroquia, aquel conjunto de bautizados que, como un peque?o cosmos, re?ne en cierto modo a todos los miembros de la Iglesia: sacerdotes, religiosos, fieles laicos (familias, ni?os, j?venes y ancianos). Es aqu? donde nacen y maduran las vocaciones al servicio del reino de Dios. En mi ?ltima carta pastoral escrita como arzobispo de G?nova se?al?: "Si la liturgia, con confiada energ?a, dice que Dios siembra a manos llenas semillas de vocaciones en el campo de la Iglesia, (cf. Misal Romano), la comunidad parroquial desempe?a un papel fundamental para su individuaci?n y para su crecimiento". En efecto, lo que es de la Iglesia nace en la Iglesia. De esta constataci?n se pueden sacar importantes consecuencias: si las vocaciones al ministerio ordenado y a la vida consagrada est?n disminuyendo efectivamente, eso quiere decir que las comunidades parroquiales no est?n en buenas condiciones de salud. La situaci?n es evidente bajo muchos aspectos; y es por eso que Juan Pablo II, en la exhortaci?n apost?lica postsinodal ?Pastores dabo vobis", afirma: "Es muy urgente, sobre todo hoy, que se difunda y arraigue la convicci?n de que todos los miembros de la Iglesia, sin excluir ninguno, tienen la responsabilidad de cuidar las vocaciones. El concilio Vaticano II ha sido muy expl?cito al afirmar que "el deber de fomentar las vocaciones afecta a toda la comunidad cristiana, la cual ha de procurarlo, ante todo, con una vida plenamente cristiana" (?Optatam totius", 2)" (n. 41).
La comunidad parroquial necesita revitalizar los canales de comunicaci?n que la hacen mediadora entre Cristo, que llama continuamente, y las personas potencialmente llamadas, las cuales a veces podr?an no encontrarse demasiado motivadas a causa del r?gimen de vida mediocre de algunas Iglesias locales. S? cu?nto les preocupan a ustedes, queridos hermanos obispos, las vocaciones y el acompa?amiento formativo y espiritual de los candidatos al sacerdocio y a la vida consagrada. Quisiera recordar aqu? algunas l?neas esenciales para una mayor fecundidad vocacional de la parroquia seg?n las indicaciones de Juan Pablo II, gran ap?stol de la juventud: "Las vocaciones de especial consagraci?n ?escribi? en el Mensaje para la XXVII Jornada mundial de oraci?n por las vocaciones de 1990? son una explicitaci?n de la vocaci?n bautismal: ellas se alimentan, crecen y se robustecen mediante un serio y constante cuidado de la vida divina recibida en el bautismo y, usando de todos los medios que favorecen el pleno desarrollo de la vida interior, conducen a opciones de vida enteramente dedicadas a la gloria de Dios y al servicio de los hermanos. Dichos medios son: la escucha de la palabra de Dios, que ilumina tambi?n las opciones que hay que adoptar para un seguimiento de Cristo cada vez m?s radical; la participaci?n activa en los sacramentos, sobre todo, en la Eucarist?a, que es el centro insustituible de la vida espiritual, fuente y alimento de todas las vocaciones; el sacramento de la Penitencia, que, favoreciendo la continua conversi?n del coraz?n, purifica el camino de adhesi?n personal al proyecto de Dios y refuerza el v?nculo de uni?n con Cristo; la oraci?n personal, que concede el vivir constantemente en la presencia de Dios, y la oraci?n lit?rgica, que incorpora a todo bautizado en la oraci?n p?blica de la Iglesia; la direcci?n espiritual, como medio eficaz para discernir la voluntad de Dios, cuyo cumplimiento es fuente de maduraci?n espiritual; el amor filial a la sant?sima Virgen, que constituye un aspecto particularmente significativo en el crecimiento espiritual y vocacional de todo cristiano; por ?ltimo, el empe?o asc?tico, pues las opciones vocacionales a menudo exigen renuncias y sacrificios que s?lo una sana y equilibrada pedagog?a asc?tica puede favorecer" (n. 3: ?L'Osservatore Romano?, edici?n en lengua espa?ola, 4 de marzo de 1990, p. 1).
Queridos hermanos obispos, llegando al final, quisiera agradecerles su atenci?n. Al dirigirme a ustedes, he tenido muy presente las conclusiones de la Conferencia general de Aparecida, centr?ndolo todo a partir de la Eucarist?a. Igualmente, he querido hacerme int?rprete de la constante solicitud de Su Santidad Benedicto XVI por las comunidades eclesiales de Am?rica Latina. En su nombre quisiera animarles a caminar hacia adelante. "Duc in altum!". Esta invitaci?n, que el Papa Juan Pablo II lanz? al final del gran jubileo del a?o 2000, ha sido retomada por su sucesor precisamente al inicio de su ministerio como Pastor de la Iglesia universal.
Queridos hermanos, vayan mar adentro con confianza y entusiasmo. Que no nos turben las dificultades ni nos asusten las pruebas y los sufrimientos. Cristo est? vivo y nos acompa?a. Esta certeza ser? para nosotros vi?tico incesante de esperanza y alegr?a. Mar?a, a la que el pueblo peruano se dirige con confianza, invoc?ndola con muchos y bellos t?tulos, nos sostenga y nos gu?e en el camino. Que los santos y santas que veneran como patronos en sus respectivas di?cesis protejan su ministerio cotidiano. Entre estos invoco de modo especial la intercesi?n de santo Toribio de Mogrovejo, segundo obispo de Lima y patrono del Episcopado latinoamericano. Por lo que a m? respecta, les aseguro mi recuerdo en la oraci?n y con afecto renuevo a todos la expresi?n de mi estima, unida a un cordial est?mulo y aliento.