Desde muy antiguo se pens? que eran malos aquellos sentimientos que disminuyeran o anularan la libertad. ?sta fue la gran preocupaci?n de la ?poca griega, del pensamiento oriental y de muchas de las grandes religiones antiguas.
En todas las grandes tradiciones sapienciales de la humanidad nos encontramos con una advertencia sobre la importancia de educar la libertad del hombre ante sus deseos y sentimientos. Parece como si todas ellas hubieran experimentado, ya desde muy antiguo, que en el interior del hombre hay fuerzas centr?fugas y solicitaciones contrapuestas que a veces pugnan violentamente entre s?.
Todas esas tradiciones hablan de la agitaci?n de las pasiones; todas desean la paz de una conducta prudente, guiada por una raz?n que se impone sobre los deseos; todas apuntan hacia una libertad interior en el hombre, una libertad que no es un punto de partida sino una conquista que cada hombre ha de realizar. Cada hombre debe adquirir el dominio de s? mismo, imponi?ndose la regla de la raz?n, y ?se es el camino de lo que Arist?teles empez? a llamar virtud: la alegr?a y la felicidad vendr?n como fruto de una vida conforme a la virtud.
Arist?teles comparaba al hombre arrastrado por la pasi?n con el que est? dormido, loco o embriagado: son estados que indican debilidad, no saber controlar unas fuerzas que se apoderan del individuo y que son extra?as a ?l.
Hay sentimientos que
disminuyen nuestra libertad
y sentimientos que la refuerzan.
Porque, aunque es cierto que el hombre arrastrado por la pasi?n puede realizar acciones excelsas, tambi?n sabemos que puede cometer toda clase de barbaridades.
Como ha se?alado Jos? Antonio Marina, hay valores que sentimos espont?neamente, pero hay otros que, para reconocerlos, necesitamos pensarlos. Por ejemplo, el sediento percibe de modo inmediato lo atractivo, lo deseable y lo valioso del agua: es un valor sentido; sin embargo, el enfermo renal, que tambi?n necesita ingerir grandes cantidades de agua, ha de esforzarse por beber, y act?a pensando en un valor cuya val?a quiz? no siente: se trata de un valor pensado.
Y esto se repite de continuo en la vida diaria. Muchas veces, las cosas que antes hab?amos percibido como valiosas se nos presentan despu?s como una realidad fr?a y poco atractiva, despojada de esa viva implicaci?n que otorgaba el sentimiento. Pero el valor permanece id?ntico, aunque se haya oscurecido el sentir.
Sucede entonces que nuestro deseo de buscar el bien pone l?mites a los dem?s deseos. Y as? entran en escena toda una serie de normas ?ticas que deben regular nuestros deseos.
? O sea, es como una especie de limitaci?n autoimpuesta, una restricci?n de unos deseos por otros de orden superior.
S?, aunque los valores ?ticos no han de entenderse habitualmente como limitaci?n; las m?s de las veces ser?n precisamente lo contrario: un vigoroso est?mulo que generar? o impulsar? otros sentimientos (de generosidad, de valent?a, de honradez, de perd?n, etc.), que en ese momento ser?n necesarios o convenientes.
La ?tica no observa con recelo
a los sentimientos.
Se trata de construir sobre el fundamento firme de las exigencias de la dignidad del hombre, del respeto a sus derechos, de la sinton?a con lo que exige su naturaleza y le es propio. Y el mejor estilo afectivo, el mejor car?cter, ser? aqu?l que nos sit?e en una ?rbita m?s pr?xima a esa singular dignidad que al ser humano corresponde. En la medida que lo logremos, se nos har? m?s accesible la felicidad.