Mensaje del Padre Giovanni Salerno, msp>
Queridos amigos:
Con este número navideño de nuestra Circular concluye el año 2007, un año que para todos nosotros los Misioneros Siervos de los Pobres del Tercer Mundo ha si-do repleto de regocijo y gratitud hacia Dios.
Son de veras innumerables las razones que nos invitan a entonar cánticos de alabanza: la inauguración de la Ciudad de los Muchachos; los primeros pasos de la Comunidad Contemplativa; la ordenación sacerdotal del diácono Jérome Gouallier (francés) y la diaconal de Louis-Marie Sallé (también francés); la llegada a Ajofrín de dos nuevos jóvenes mexicanos (Emanuel y Rafael), que se han añadido al grupo de nuestros seminaristas después de haber concluido su año de discernimiento en el Perú; el crecimiento de la comunidad de nuestras Hermanas Misioneras Siervas de los Pobres del Tercer Mundo y la de las jóvenes parejas de esposos misione-ros, y finalmente los progresos del Movimiento en Hungría. Se trata de puros dones de Dios, inmerecidos de parte nuestra; dones que hemos acogido con trepidación por la responsabilidad que conllevan y, al mismo tiempo, con la esperanza cristiana alimentada por las palabras mis-mas de Jesús: «He aquí que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).
En estos últimos meses han sido numerosas las cartas de agradecimiento que desde nuestras casas han sido enviadas a
diferentes partes del mundo, pero segura-mente nos hemos olvidado de alguien, y que por medio de estas pocas líneas quiero agradecer.
Vosotros, que nos seguís con tanto cariño, sabed muy bien que el agradecimiento de nuestros niños y muchachos huérfanos, de nuestros jóvenes misione-ros, es la incesante oración que dirigimos a Dios para que os guíe y proteja, bendiga vuestras familias y acompañe vuestros enfermos.
El período litúrgico del Adviento, período de la espera silenciosa, dirige ahora mi gratitud, la de los miembros del Movimiento y, sobre todo, la de los numerosos niños y niñas acogidos en nuestras Casas, hacia nuestros colaboradores y colabora-doras que, aunque ausentes físicamente, han sido y serán siempre nuestra columna dorsal. Me refiero a todas aquellas al-mas contemplativas claustrales que, des-de sus monasterios, ofrecen en silencio su vida, sus sacrificios y su oración por la santificación de los misioneros.
El Santo Padre, en diversas ocasiones, nos ha hecho recordar que el verdadero misionero es el santo; y nos ha explicado cómo sólo la santidad convierte; sólo la santidad sana; sólo la santidad transforma los corazones de piedra en corazones de carne.
Nuestra experiencia diaria en el maravilloso y delicado servicio a los más pobres nos lleva a ser conscientes de la necesidad urgente de esta santidad, y por consiguiente de la necesidad urgente de que estas almas contemplativas sigan alimentando fielmente su vida en favor de los numerosos misioneros dispersos en todo el mundo.
Sin estos nuestros especiales colaboradores toda nuestra actividad correría el serio riesgo de agotarse en una amplia –pero estéril– acción social. Gracias a
ellos nuestras visitas a las familias pobres de la Cordillera y nuestros esfuerzos por una educación integral de tantos niños y niñas necesitados se transforman en dulces y saludables caricias de la Iglesia que, por mandato de Cristo y con su Gracia, sana y da vida.
El Espíritu Santo, que obra de una manera que nosotros sólo parcialmente podemos percibir, transforma la ofrenda cotidiana de las almas orantes en ríos de gracias, que nosotros algunas veces tenemos el don de ver concretadas en extraordinarios milagros, como en diversas ocasiones he podido confiar a muchos de vosotros. La propia construcción de la Ciudad de los Muchachos es el último, en orden cronológico, de estos milagros.
Por este motivo consideramos como a verdaderos misioneros, y no sólo como a importantes colaboradores, a estos amigos nuestros que saben vivir en el silencio y en una aparente soledad para que la Buena Nueva sea anunciada en todos los rincones de la tierra.
Cuando se habla de acción misionera, automáticamente nuestra mente corre a aquellos numerosísimos y encomiables pioneros que con la cruz sobre el pecho han abierto nuevos caminos a la evangelización, muchas veces pagando este es-fuerzo con el precio altísimo de su propia vida.
Pero debemos siempre recordar que la evangelización es antes que nada un encuentro personal que, en cierto sentido, exige una predisposición de parte del corazón humano para poder reconocer y acoger a Dios que se hace presente.
Sólo se pueden leer y comprender correctamente las heroicas gestas de muchos misioneros cuando se toma en consideración su vida de oración, su docilidad en permitir al Espíritu Santo transformar su corazón en un receptáculo capaz de acoger las gracias y los dones necesarios a la actividad apostólica.
Justamente por este motivo estamos más que nunca convencidos de que la evangelización, el anuncio de la Buena Nueva a aquellos que aún no lo han oído predicar, en pocas palabras, aquella que tradicionalmente se llama mistan «ad gentes», nace de la oración.
La misión «ad gentes» no es el fruto de una acertada planificación pastoral, si-no que es un don de Dios, un don que debemos aprender nuevamente a pedir, un don que, una vez acogido, se concreta en una planificación pastoral acertada.
No debemos olvidar nunca que el protagonista de la misión sigue siendo el Espíritu Santo, y que su acción es eficaz en la medida en que halla en su camino corazones dóciles, dispuestos a aceptar sus exigencias, y corazones abiertos, dispuestos a contagiar a otros con el anuncio de sus maravillas.
Si no hay esta predisposición, si no hay corazones conscientes del hecho de que la misión es un regalo que la Iglesia necesita y que debemos pedir, entonces nuestra acción, aunque pueda aparecer humanamente eficaz, será, como nos lo ha recordado varias veces el Santo Padre, estéril.
Por este motivo, nuestro corazón se llena de alegría sabiéndonos acompaña-dos de tantos bienhechores silenciosos que desde sus monasterios alimentan, sostienen y acompañan nuestros pasos y nuestras palabras.
Esta certeza, fundada en la constante experiencia del poder de la oración, es la que no sólo nos mueve a agradecer a Dios por el don de tantos preciosos amigos, sino que también nos impulsa a transformar nuestra propia vida en oración.
Este inolvidable 2007 tiene que dejar en todos nosotros esta convicción: mi compromiso misionero, en la vocación que Dios me ha dado, debe redescubrir en la oración su verdadera fuente.
Este debe ser el compromiso para el nuevo año: transformar nuestra vida, la vida de nuestras familias, de nuestras parroquias y de nuestros grupos misioneros en vidas orantes, que incesantemente le piden al Señor santos y numerosos misioneros.
Este es nuestro programa pastoral para el año 2008. A cada uno de vosotros y a cada Misionero Siervo de los Pobres del Tercer Mundo dejo la tarea de descubrir la forma y los tiempos para realizar este proyecto.
Deseo a todos vosotros una Feliz y Santa Navidad.
Que el Divino niño traiga paz y esperanza en vuestros corazones y en vuestras familias.
Padre Giovanni Salerno, msp