Le? no hace mucho un comentario interesante sobre el cuento de Caperucita Roja. Ven?a a decir que los ni?os de ahora reaccionan de forma distinta cuando escuchan la narraci?n de aquel viejo cuento, o cuando lo presencian en el gui?ol.
Los ni?os de hoy piensan que la familia de Caperucita Roja no era nada ejemplar. Una madre que tiene a la suya, con tantos a?os, viviendo a muchas leguas de su casa es, para empezar, una mujer poco cari?osa. Una madre que permite que su hija, en este caso Caperucita, se adentre sola en el bosque para llevar a la abuelita abandonada una cesta con un surtido de productos caseros, es una madre ego?sta y poco responsable. De haber tenido algo m?s de sentido com?n, habr?a acompa?ado a su hija en tan larga y arriesgada traves?a. El lobo feroz hace lo que tiene que hacer. Recibe la informaci?n, se adelanta a Caperucita, se come a la abuela que vive sola porque su hija no la quiere tener en casa, se viste con el camis?n de la abuela, se ajusta su redecilla en la cabeza y se mete en la cama en espera de esa tontita que le ha dado todas las pistas. Y llega Caperucita y no reconoce a su abuela, y se cree que el lobo es la abuelita, lo que demuestra lo tonta que era la ni?a y lo poco que visitaba a su abuelita. Y el lobo se la come, porque se lo tiene merecido. Por eso, cuando el lobo se zampa a Caperucita, los ni?os de hoy aplauden a rabiar, hasta el punto que en los gui?oles suelen eliminar del cuento la figura del cazador que salva a ambas, porque no resultar?a nada popular.
Se ve que a los ni?os de ahora les mueve poco el ternurismo o la moralina, y esperan sobre todo coherencia y sensatez. Los ni?os de hoy no perdonan a la fresca de la madre de Caperucita lo mal que se portaba con la abuela, porque a una madre no se la tiene enferma y sola en el bosque. Y tampoco perdonan el despiste de Caperucita, incapaz de distinguir entre una abuela y un lobo metido en la cama con el camis?n y la redecilla de la abuela.
Cuando los ni?os crecen Todo ni?o es en principio un poco psic?logo, que juzga a sus padres, y, en general, a todos los mayores. Los estudia y tantea sin cesar, y pronto determina cu?les son los l?mites de su poder y su libertad. Usa a este efecto todas sus peque?as armas, principalmente las l?grimas o los enfados. Una criatura de seis meses, por ejemplo, sabe ya leer en el rostro de su padre o de su madre para discernir lo que debe hacer o no, su aprobaci?n o su desaprobaci?n. Y cuanto m?s se mima al ni?o, m?s indefenso se le deja, como hac?a aquella mujer que dejaba a su madre en mitad del bosque y enviaba a su hija sola a visitarla.
Con el paso del tiempo, los hijos juzgar?n con dureza el abandono que supone haberles mimado, ese haberles ahorrado todo sacrificio, tantas oportunidades de robustecer su voluntad. Por eso es tan importante no confundir lo que es objeto de nuestro cari?o con lo que puede ser nuestra perdici?n. Los padres que por amor ciego, por comodidad o por ingenuidad han procurado satisfacer siempre los caprichos de sus hijos, pronto se encuentran con que no pueden con el caballo que no fue domado cuando era potro. Y lo peor es que entonces los hijos tienen ya edad para advertir el da?o que les han hecho sus padres con tanta condescendencia.
Por fortuna, tambi?n tienen edad entonces para valorar que se les haya educado en el esfuerzo y la exigencia personal, y lo agradecen a sus padres como un gran tesoro que les han dejado.