Comenterio a las lecturas del domingo quinto de Cuaresma - A, publicado en el Diario de Avisos el día 9 de Marzo de 2008 bajo el epígrafe "el domingo, fiesta de los cristianos".
¡Betania, dulce
refugio!
DANIEL PADILLA
Ante el relato de la resurrección de Lázaro, los creyentes avivamos nuestra fe y nuestra esperanza en Cristo, "Señor de la vida y de la muerte". Lo hacemos muy a menudo. Pero, hoy, no quiero detener mi reflexión en el relato, sino en su entorno, en el marco en que ocurrió, en Betania: ese triángulo formado por Marta, María y Lázaro, en el que Jesús se encontraba "como en su casa".
Yo no sé si habrán reparado en ello. Pero, desde que Jesús dejó Nazaret, y en Nazaret a su madre, su quehacer lo fue llevando a unas relaciones interpersonales muy extrañas: todo un mosaico humano. Por una parte, sus discípulos; y las piadosas mujeres. Nada del otro mundo: "iletrados y plebeyos", elegidos al azar sin ningún baremo; "tardos y duros de corazón", incapaces de entender las más sencillas parábolas; "hombres de poca fe", como lo demostraron muchas veces. Y luego estaban los demás: los enfermos y los niños, los saduceos y los zelotas. Eran interlocutores ocasionales e interesados, que le buscaron desde su mira particular y concreta. Unos, para beneficiarse: "aunque sea, como los perritos, de las migas que caen de la mesa de sus señores". Otros, para observarle: "Se sienta a comer con los pecadores". Otros, para probarle: "¿Es lícito pagar tributo al César?" Otros, para condenarle: "Es necesario que uno muera por el pueblo".
Pero, pensándolo bien, Jesús fue un solitario, un incomprendido, alguien que, aunque se rodeó de multitudes, a la hora de la verdad, estuvo solo. Le abandonaban siempre. O por inmadurez afectiva, o por miedo, o por malicia. ¿Con quién dar rienda suelta a sus confidencias?
Betania era otra cosa. En Betania Jesús encontró a tres amigos. María, que le escuchaba embelesada, porque sabía, igual que Pedro, que Jesús tenía "palabras de vida eterna". Marta, la atareada de la casa, que, nada más verle, desplegaba sus sentimientos maternales: prepararle cena caliente, cepillarle la ropa, ofrecerle un refresco de zumo de uvas con agua. Y Lázaro: el amigo por excelencia. Betania fue para Jesús un oasis. Allá recuperaba fuerzas, templaba sus ilusiones, dejaba que el corazón se le desbordara. Betania era hogar, amistad, descanso, afecto y paz.
Y me urgía diseñar esta viñeta. Porque muchos han tachado a los cristianos de "deshumanizar la religión", de sembrarla de consignas pesimistas. Nieztsche dijo de los curas: "Ensombrecen el cielo, extinguen el sol, hacen sospechosa la alegría, desvaloran la esperanza, paralizan las manos activas". Y no, amigos. Es verdad que el hombre, cada hombre, sobre todo este hombre "amontonado" de nuestras modernas urbes, está abocado a la soledad. Pero es verdad, también, que nuestra religión nos ha programado para el amor y para todas sus hermanas menores: el afecto, la comprensión, la amistad, la cordialidad, la ternura. Por eso, a fuerza de ser sinceros, hemos de reconocer que nuestra vida está jalonada de inestimables "betanias", que, nunca agradeceremos bastante. Hagan por favor su propia lista. Y verán: su madre, allá en la frágil infancia; aquel profesor, que les comprendió en los días difíciles; aquel sacerdote; aquel médico; aquellos amigos, que, en las fechas tristes, les levaban a su casa a cenar.
Jesús iba a Betania. Y cada visita se convertía en una fiesta. Allá se dejaba querer, porque lo necesitaba. Y allá abría el tarro de sus afectos. Un día de tremendo dolor, ya lo saben, allá revivió a Lázaro, su amigo, "muerto de cuatro días". Y, desde entonces, Betania es esperanza grande para los cristianos. Y, además, ¡un dulce refugio! ¡El Evangelio no sería tan Evangelio sin Betania!