Martes, 18 de marzo de 2008

Artículo publicado en el Boletín MISIONEROS JAVERIANOS ENERO-FEBRRO 2008, Número 439 en la sección "La Misión: Gozo y Esperanza".


AUTOESTIMA Y ESPERANZA

P. Carlos Collantes

 

 

 

El diálogo es un servicio al hombre y a la sociedad, servicio que todas las re­ligiones están llamadas a realizar y que en nuestros días se hace más nece­sario o urgente a causa de los conflictos y desequilibrios de nuestro mundo a cuya solución las religiones pueden contribuir con actitudes y prácticas de diálogo entre ellas. El concilio Vaticano II valoró de forma positiva, siempre con matices, las religiones no cristianas poniendo de esa manera las bases para la práctica del diálogo interreligioso.

 

«Todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la faz de la tierra y tienen también un fin último, que es Dios, cuya providencia, mani­festación de bondad y designios de salvación se extienden a todos, hasta que se unan los elegidos en la ciudad santa...» (Nostra Aetate 1) Venimos de Dios y hacia El caminamos. El amor en el origen, la comunión plena al final del recorrido. La unidad de la familia humana —de origen y de destino— tiene para la Iglesia un fundamento teológico. Jesús venido para «reunirir a los hijos de Dios disper­sos» rehace y renueva —con la ofrenda de su vida— la unidad de todos; la fe funda una nueva fraterni­dad y en la raíz el gesto de Jesús que entrega su vida. Dentro de este de­signio de amor y de unidad encuen­tran su lugar las culturas y las religio­nes. Unidad en la diversidad históri­ca, caminos distintos que nos llevan al mismo y único Dios, aunque nuestros corazones, nuestras tradiciones religiosas lo perciban de manera diferente, con luces distintas, con imágenes variadas, en la penumbra, entre luces y sombras. Los cristianos oírnos una voz alentadora y atractiva que nos dice: “yo soy la luz del mundo, el que me sigue no camina en tinieblas”

 

Dios dialoga

 

La religión responde a esa doble ne­cesidad de identidad —quienes somos

y de orientación —ha­cia donde vamos—. Si el evangelio dialoga con las culturas —lo hemos visto en los últi­mos números— ¿,cómo no va a hacerlo con las religiones, ya que és­tas constituyen el «alma» de la cultura misma, el secreto de la visión y del sentido de la vida de un pueblo?

 

La Iglesia —«sacramento universal de salvación»— enviada al mundo, dialoga con él, quiere hacerlo aunque ¡cómo nos cuesta! Dialoga con sus gentes, con sus culturas y religiones, en situaciones so­ciopolíticas marcadas con dolorosa fre­cuencia por la injusticia. La misión ad gentes es anuncio y es testimonio, y am­bos se viven en contextos diferentes e in­cluyen actividades variadas. Hemos abordado las relaciones entre la misión y la justicia, entre el evangelio y las culturas, existe además otra actividad im­portante y muy necesaria en nuestros días: el diálogo interreligioso.

La revelación de Dios tiene un carác­ter dialoga]. «Y dijo Dios...» nos recuer­da el libro del Génesis. Dios crea con la Palabra y establece un diálogo de amor con el ser humano, creado libre y res­ponsable, capaz de escucha y respues­ta. El diálogo es el modo, el estilo como Dios comunica y ofrece su sal­vación. Dios nunca impone o ejerce violencia para que aceptemos su vo­luntad. Respetuoso, se insinúa, sugie­re, invita... a veces, como el viento libre e impetuoso, remueve, trastoca, con-mueve, aunque tal vez esto último sólo suceda a los profetas, a quienes de ver-dad se dejan conducir por el Viento, por su Espíritu.

 

Sólo Dios salva

 

Estamos viviendo cambios profundos a nivel socio-cultural, que marcarán toda una época. A nivel eclesial también hemos vivido cambios significativos —teológicos— que afectan a la forma como la Iglesia se ve y ve su misión en el mundo. En el concilio Vaticano II la Iglesia repiensa y redefine su relación con la sociedad, con el mundo y se sitúa en él en actitud de apertura, diálogo, servicio. Del conci­lio sale una Iglesia que quiere vivir en el corazón de la historia, por eso se abre a perspectivas distintas, a nuevas sensibi­lidades. No nos encontramos con Dios al margen de nuestras circunstancias y la gente vive inmersa en un contexto, en una cultura, en una religión concreta.

 

Durante siglos —desde el punto de vista de su salvación— hemos tenido una visión pesimista de los no cristianos. El anuncio cristiano, seguido de la confesión de Cristo y de la recepción del bautismo, era totalmente necesario para tener acce­so a la salvación eterna. El encuentro sin-cero con creyentes de otras religiones hizo evolucionar algunas ideas o mentali­dades. Los teólogos, por su parte, fueron elaborando explicaciones que nos ayuda-rían a superar el pesimismo salvífico. Si la voluntad salvífica universal de Dios es real y de ello no podemos dudar, ¿podía-mos seguir pensando que se condenaban por no haber sido bautizados? Si la Igle­sia no se identifica con el Reino de Dios ni tiene el monopolio de la salvación —es Dios quien salva— ¿podíamos reducir la voluntad salvífica divina a la vía «oficial» que representa la Iglesia? Se fue llegando al optimismo salvífico.

 

Presencia de Espíritu

 

En un primer momento se afirma la posibilidad de salvación de las personas singulares. Quienes no conociendo el evangelio, sin culpa propia, se esfuerzan por actuar conforme a su conciencia, re­ciben la gracia de Dios y pueden alcan­zar la salvación por caminos conocidos y ofrecidos por Dios, Padre de todos (LG 16. GS 22). Se da un paso más, inevita­ble, en forma de preguntas: los no cris­tianos consiguen la salvación en sus reli­giones ¿gracias a ellas o a pesar de ellas? ¿Son, éstas, caminos y vías de salvación? ¿Tienen un sentido positivo en el plan de Dios? Las religiones, dirán algunos teólogos, son un camino positivo para una relación correcta con Dios, caminos de salvación, no se encuentran al margen de la providencia de Dios, de la acción de su gracia. Son consideradas, por tanto, como positivamente queridas por Dios, como «vías de salvación». Caminos de salvación, los hombres se salvan en ellas, pero siempre por Cristo, es él —media­dor universal— quien comunica la gracia, la misericordia, la salvación de Dios.

 

La actitud hacia las religiones ha ido cambiando. Son percibidas y valoradas como intentos de responder a los grandes interrogantes que anidan en el corazón humano

y se puede descubrir en ella destellos o «semillas» del Verbo de Dios. No hay que ignorar o rechazar lo que contienen de verdadero, de santo. Sin embargo, el con-cilio nos recuerda que han de ser ilumi­nadas, sanadas, purificadas, elevadas y consumadas por el cristianismo.

 

El pluralismo religioso caracteriza la situación permanente, el contexto en que viven muchas iglesias particulares, sobre todo en Asia. La interdependencia de pueblos y culturas favorece el im­pulso, la necesidad, la actitud de diálo­go con las religiones por parte de la Iglesia. El Espíritu Santo actúa en todo tiempo y lugar, y está presente en las personas y en la sociedad, en culturas y religiones. 

 

«La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Conside­ra con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, por más que discre­pen en mucho de lo que ella profe­sa y enseña, no pocas veces refle­jan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. Anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es «el Camino, la Verdad y la Vida (Juan 14, 6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios re-concilió consigo todas las cosas». (Nostra Aetate n° 2 Vaticano II)

 

«La cuestión de las relaciones entre las religiones adquiere cada día ma­yor importancia. Varios factores contribuyen a dar actualidad a este pro­blema. Ante todo la creciente interdependencia entre las diversas partes del mundo, que se manifiesta en diversos planos: la información a la que accede un número siempre mayor de personas en la mayoría de los países; las migraciones están lejos de ser recuerdo del pasado; la tecnología y la industria modernas han provocado intercambios hasta ahora desconoci­dos entre muchos países. Es claro que estos factores afectan de manera diversa a los diferentes continentes y naciones, pero en una u otra medi­da ninguna parte del mundo puede considerarse ajena a ellos». («El cris­tianismo y las religiones» u° 1. Comisión Teológica Internacional, 1996)


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