Comentario a las lecturas del domingo de la Solemnidad de Pentecostés - A publicado en el Diario de Avisos el domingo 11 de Mayo de 2008 bajo el epígrafe "el domingo, fiesta de los cristianos"
La casa encendida
DANIEL PADILLA
El Espíritu es el que da la vida; las palabras no sirven para nada". Lo decía Jesús en aquella discusión sobre el "pan de vida". Sí, amigos. El Espíritu es el que ha puesto en marcha todas las obras de Dios. Hizo Dios al hombre de barro. Pero aquel barro no fue nada hasta que Dios le infundió "su espíritu". María prestó sus entrañas, su carne y su sangre al Hijo de Dios. Pero en aquellas entrañas surgió la vida, cuando "el Espíritu Santo la cubrió con su sombra". Del mismo modo, Jesús, a lo largo de tres anos, puso las coordenadas de un pueblo nuevo, de una sociedad nueva, de un cuerpo destinado a horizontes trascendentes. El mismo Jesús iba a ser la cabeza de ese cuerpo. Pero la conexión vital entre esa cabeza y ese cuerpo, y la unión vivificante entre todos esos miembros sólo fue una realidad en movimiento con la venida del Espíritu. El Espíritu Santo es, por tanto, el alma de la Iglesia. El hace que la Iglesia, de ser un cuerpo muerto pase a ser un cuerpo vivo y en continuo crecimiento. Antes de la llegada del Espíritu estaban, sí, todas sus células preparadas, todas sus arterias, todos sus sistemas, todo su aparato óseo. Los apóstoles y los seguidores de Jesús formaban ese conjunto variado. Pero, si no hubiera venido el Paráclito, la Iglesia, Cuerpo de Cristo, no hubiera tenido vida.
Pensemos en un químico trabajando en su laboratorio. Allá tiene, perfectamente señalados, los componentes del cuerpo humano: calcio, sodio, magnesio, potasio, fósforo, hierro... Conoce al detalle las cualidades y reacciones de todos esos componentes. Pero... no puede crear al hombre. ¿Por qué? Porque no posee un principio unitivo, un alma, que conexione y vitalice todos esos componentes.
Cuando los apóstoles estaban reunidos en el Cenáculo, cuando los hombres de Frigia y Pamfilia, de Cilicia y de los límites de Cirene, estaban en los alrededores de ese Cenáculo, eran todavía elementos aislados, sin conexión vital entre sí. Pero cuando, con el viento y el fuego de Pentecostés, reciban el Espíritu, habrá nacido, desde la entraña de la humanidad, el cuerpo "vivo" de la Iglesia. Hacía 33 años, de la misma manera, de "las entrañas de Maria" y "por obra del Espíritu Santo", nació Jesús, la cabeza de la Iglesia. Ahora también, "por obra del Espíritu" surge el cuerpo que se une a esa cabeza y que forma el Cristo total. Y tengámoslo presente, amigos: tanto el Cristo total, como cada uno de sus miembros, han de parecerse a aquel Jesús que era la imagen de Dios invisible. Esa es justamente la tarea del Espíritu. Igual que un artista, encerrado en su estudio, trata de llevar a la piedra, a golpe de cincel, el ideal que lleva en su mente, siguiendo su inspiración; así el Espíritu trata de plasmar en todo el edificio de la Iglesia y cada una de las piedras que somos nosotros, el ideal que ha traído del Padre. Ese ideal, ya lo saben, es Jesús. La Iglesia ha de parecerse por tanto a Jesús. Y yo, miembro suyo, he de ser "otro Cristo". A veces, somos piedras duras que no nos dejamos pulir. Por eso, nuestra oración:
"Haz, Señor, que sea dúctil y maleable, como el barro del alfarero, en las manos de tu Espíritu. Que, igual que María, me "deje cubrir con su sombra". Que no ponga obstáculos a mi artista interior. Y que El riegue mi tierra seca. Que sane mi corazón enfermo. Que lave lo que está manchado. Que incendie el cielo de mi alma. Que venga, en fin, ese "dulce huésped del alma". Y que sea mi descanso y mi consuelo".