Martes, 10 de junio de 2008

Artículo publicado en el Boletín "Misioneros Javerianos", número 442 - MAYO 2008.

LAS SENDAS DEL SEÑOR SON MISERICORDIA

 

P. Carlos Collantes

 

 

«Te compadeces de todos, porque todo lo puedes, cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepien­tan. Amas a todos lo seres y no odias nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías cre­ado... Pero a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida. En todas las cosas está tu soplo incorrupti­ble». (Sabiduría 11, 23-12, 1)

 

Palabras cargadas de esperanza, Dios amigo de la vida ha puesto en nosotros un soplo incorruptible. Al principio Dios sopló —puso su Espíritu— en nuestro ser más profundo. Nuestras flaquezas o pecados pueden oscurecer pero no apagar esa pre­sencia divina, esa llama, ese soplo. Y cuan-do los pecados lo ocultan, Jesús sopla de nuevo para que vuelva a brillar esa imagen, esa presencia. Es lo que hace con frecuen­cia en el evangelio: Mateo, la mujer adúlte­ra, el paralítico, Zaqueo y otros. Sobre todos ellos Jesús sopla e infunde vida y espe­ranza porque para Dios, amigo de la vida, nadie está perdido.

 

Puerta abierta

 

Tras dejarlo todo cumplido, Jesús des-de la cruz exhaló su espíritu y la tierra que­dó santificada, desde entonces la miseri­cordia de Dios acompaña y vivifica la his­toria. Y al final del evangelio de Juan, Je­sús Resucitado vuelve a soplar sobre los discípulos: «Recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonéis los pecados les que-darán perdonados...» Da a la comunidad eclesial un espíritu de perdón porque él mismo es el perdón permanente de Dios.

 

Con frecuencia vemos a Jesús participando en comidas acompañado de gente poco «recomendable», comidas que se convierten en lugar de revelación de un Dios misericor­dioso. «No tienen necesidad de médico los sanos sino los enfer­mos», dirá Jesús a quie­nes se extrañan de verlo comer con publicanos y pecadores. Un argumen­to de sentido común que Jesús utiliza contra la mentalidad religiosa do­minante: los puros no pueden comer juntos con los impuros so pena de contaminarse, mentalidad que establece un apartheid reli­gioso peligroso, una discriminación inaceptable, porque supone la negación del rostro misericordioso de Dios. Por ello el argumen­to más fuerte de Jesús no se apoya en el sen­tido común sino en el modo de ser de Dios que él mismo encarna, un Dios que no excluye a nadie de su amor-perdón-bondad y que va en busca de la oveja perdida. Jesús derri­ba muros, discriminaciones y fronteras levantadas por los hombres, lo llamativo es que al­gunas han sido levantadas por hombres reli­giosos, pretendiendo hablar en el nombre de Dios. Por eso Jesús que conoce mejor que nadie a ese Dios con quien vive en diálogo per­manente se rebela y desmonta el discurso ofi­cial y ortodoxo que los «expertos sobre Dios» habían construido. Jesús encontró una clara resistencia entre los piadosos, los que se consideraban a sí mismos rectos y justos, mientras encontró una acogida favorable en­tre los «indeseables». Su mensaje de miseri­cordia les hizo entrever una puerta abierta, la del corazón misericordioso de Dios, al­guien que no les condenaba.

 

Amor incansable

 

Jesús es exigente —pensemos en lo que dice sobre el matrimonio— y al mismo tiem­po comprensivo —salva a la mujer adúltera que querían lapidar— perdona con demasia­da «facilidad», tanta bondad escandaliza y no se entiende, el hermano mayor de la parábo­la del hijo pródigo encarna bien esta incom­prensión. Y sin embargo el perdón ofrecido nunca significa la banalización del mal, es una oferta divina de una nueva oportunidad fruto de un amor incansable. Frente a cualquier rechazo o condena humana la perso­na siempre podrá confiar en la misericordia y el amor insondable de Dios hecho visible en Jesús. Siempre hay una salida, una puer­ta abierta —la de la misericordia— a cual­quier situación humana, porque nada ni nadie puede separarnos del «amar de Dios manifestado en Cristo Jesús». Ojalá nues­tra Iglesia sea expresión visible de este amor misericordioso e infatigable de Dios, tam­bién porque está formada por pecadores perdonados. El mal no está únicamente fue­ra, también está dentro en nuestras estruc­turas y comunidades, en nuestras divisiones y omisiones. Tendríamos que meditar con frecuencia esa frase del evangelio: «tanto armó Dios al minuto que entregó su propio Hijo...» ese Hijo magnánimo que nunca con­denó a nadie porque vino «para que nadie se pierda». Nuestra sociedad necesita una Iglesia misericordiosa y servidora, samarita­na, menos «gruñona» y más cercana.

 

Jesús, amigo de los pobres y marginados que encuentran en él un mensaje de acogi­da y de misericordia frente a desprecios re­ligiosos o sociales, es capaz de acercarse —libre de prejuicios— a Zaqueo, un rico, para ofrecerle su salvación, la salvación de su injusticia, la salvación de la condena de su entorno que le aprisiona, negándole la po­sibilidad de cambiar. Jesús sorprende a todos, sobre todo a los bien pensantes, a los seguros de su propia bondad, de su ortodo­xia, de sus clasificaciones y etiquetas. El en­cuentro con Jesús realiza el milagro: Zaqueo cambia, restituye, comparte; la misericordia implica una urgencia de justicia a favor de los empobrecidos. Lo que no habían conse­guido las severas condenas de la gente lo consigue la misericordia de Jesús, porque es capaz de ver tras la etiqueta pública de pe­cador a un hijo de Dios que hay que salvar.


Amor pródigo


Somos más de lo que hacemos, podemos hacer el mal, lo cual no quiere decir que se-amos malos. Jesús sopla con su misericor­dia para avivar el soplo divino oculto en el corazón de todos los zaqueos. La misericor­dia —lo vemos en Jesús— al liberarnos de juicios estrechos y precipitados nos hace li­bres, porque ayuda a traspasar barreras.

 

¿Hay mayor misericordia que la del sama­ritano? Contemplemos a ese Jesús, buen sa­maritano, inclinado sobre nosotros derraman-do aceite y vino, vino que cura y alegra, acei­te que fortalece y embellece. Ojalá fuera siem­pre así nuestra Iglesia, samaritana, inclinada, derramando aceite y vino, gozo y esperanza, inclinada sobre los heridos de la vida. Hay ciertamente muchos cristianos que se incli­nan, aunque a veces oímos más otras voces, las de quienes a toda costa quieren poner los puntos sobre las ies de la ortodoxia. ¿Hay ma­yor ortodoxia, mayor verdad que la misericor­dia? ¿Cómo ser firmes sin caer en la intransigencia? ¿Cómo hacer un anuncio gozoso de la bondad-mi­sericordia de Dios sin ol­vidar la crítica legítima, la demencia social de todo aquello que oscurece el rostro de Dios?

 

Si nuestros contem­poráneos nos sienten mi­sericordiosos, cercanos tal vez nos pregunten: ¿cómo es vuestro Dios? En el fondo el verdadero pródigo no es el hijo que se va de casa, sino el Padre, porque sólo él derrocha amor. El Padre recibe al hijo sin echarle en cara nada, no le pide un imposible certificado de buena con­ducta, le acoge porque le ama, su gesto es novedoso y desconcertante. Si Jesús se sienta a la mesa con los pecadores ¿con quién se sentaría hoy? ¿A quién invitaría a su mesa? ¿Sólo a los «cumplidores», a los amantes del «orden y la ley», a los seguros de su ortodoxia? Claro que el que se sienta con él no sale indemne, sale nuevo, otro. La misión hoy transita también por los caminos de la misericordia.

 

«Hay que salvar al rico,

hay que salvarlos de la dictadura

de su riqueza,

porque debajo de su riqueza hay un

hombre

que tiene que entrar en el reino de los

cielos,

en el reino de los héroes.

Pero también hay que salvar al pobre

porque debajo de la tiranía de su po­breza

hay otro hombre

que ha nacido para héroe también.

Hay que salvar al rico y al pobre...»

(León Felipe)

 

 

«Lo que hacía de Jesús alguien distinto y fascinante era la forma en que se acercaba a las personas y la fe que ponía en ellas. Jesús está convenci­do de que todas las situaciones humanas por las que atraviesa una perso­na, por muy contrarias y alejadas que puedan estar de la dinámica en la que Dios quiere que se desarrolle, son convertibles y educables. Basta con que se abran a la acción de la divinidad que permanece escondida en ellas. La fe que Jesús ponía en todas las personas, sobre todo en las más margi­nadas de su tiempo, era la que les incitaba a enfrentar y confrontar sus parálisis, sus cojeras o su vida torcida; la que les llevaba a cambiar de rumbo, a convertirse». (S LÁZARO PÉREZ, Sal Terrae febrero 2008, 157)


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