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Ya lo escribía Juan Pablo II°: «La familia es el objeto fundamental de la evangelización y de la catequesis de la Iglesia, pero es también su sujeto creativo. Precisamente por esto, para poder ser este sujeto, no sólo para poder perseverar en la Iglesia y sacar de sus recursos espirituales, sino también para constituir la Iglesia en su dimensión fundamental, como una «pequeña Iglesia», la familia debe de manera particular ser consciente de la misión de la Iglesia y de su propia participación a esta misión».
Las directrices del Papa son significativas. Después de decir que la familia cristiana es un sujeto «indispensable e insustituible» de la evangelización y de la catequesis, añade que es «el sujeto creativo», lo que hace referencia al sujeto institucional: papa, obispos, sacerdotes. En la Iglesia hay un sujeto con el deber propio de continuar la evangelización y de mantener la fidelidad a los orígenes. Es garantía de verdad y de unidad. Y hay un sujeto con el preciso deber de encarnar el mensaje en el momento histórico en el que vivimos: la familia. Si la familia cristiana no cumple con su compromiso de «evangelización creativa», la misión de la Iglesia no tiene gancho, el Evangelio se separa del mundo y se transforma en algo que no es actual y no interpela casi nada. Esto es lo que, desde hace unos siglos, ocurre en la Iglesia.
Primera evangelización
Por lo tanto hay que devolver a la familia su «don propio», que es el de la escucha y la transmisión de la Palabra de Dios. La Iglesia doméstica es el principal lugar donde la Palabra debe ser escuchada de forma metódica y habitual, en familia y como familia. Es un punto de partida fundamental, el motor de toda renovación pastoral. Sólo a través de esta escucha familiar, que se hace obediencia de fe y elección de vida, la Palabra pasa de generación a generación. Es a la familia a la que le corresponde la misión de la primera evangelización y de la catequesis de los hijos, no sólo en su niñez sino a lo largo de todo su crecimiento, hasta la juventud. La más amplia comunidad cristiana con sus ministerios específicos es quien debe sostener a la familia, sin sustituirla en este deber.
La acción de los pastores de la Iglesia debe buscar que se mantenga en la familia la conciencia y la habilidad de comunicar la Palabra. Por lo tanto, la primera acción pastoral no debe ir dirigida tanto a los niños como a las familias de los bautizados. El compromiso de las familias respecto a la Palabra debería ser una condición para poder administrar el bautismo a los niños.
La relación entre Iglesia doméstica e Iglesia universal y su misión en el mundo se entiende mejor si estudiamos el dinamismo interno que lleva a cada familia a tejer una relación de comunión que se ensancha en círculos concéntricos, alcanzando en primer lugar a las demás familias cristianas de su entorno y, después, a las demás comunidades cristianas, para terminar con los cristianos de todo el mundo y de la humanidad entera.
Deber constante
Con el Vaticano II hemos redescubierto que la misión es un deber constante no sólo del Papa sino de todo el Colegio episcopal y que debe encontrar raíces y expresiones en cada comunidad local: «Viviendo el pueblo de Dios en comunidades, sobre todo diocesanas y parroquiales, en las que de algún modo se hace visible, pertenece a ellas también dar testimonio de Cristo delante de los gentiles. La gracia de la renovación en las comunidades no puede
crecer si cada una no expande los campos de la caridad hasta los confines de la tierra y no siente por los que están lejos una preocupación semejante a la que siente por sus propios miembros» (Ad Gentes 37).
Hoy debemos tomar conciencia de que hay una misión de evangelización que hay que realizar entre nosotros, ya que los cristianos somos minoría en un inundo que está volviendo al paganismo. Pero esta misión local no debe disminuir la urgencia de la misión en el mundo. Misión en nuestra tierra y misión fuera de ella no deben ir por caminos diferentes sino complementarse, deben ser estímulo la una de la otra.
La misión
En esta misión, en su doble dimensión, se integra la familia cristiana por la razón de siempre: su naturaleza eclesial. Si la familia es Iglesia y la Iglesia es misionera, también lo es la familia.
Una segunda razón es que la familia es una comunidad abierta, crea-dora de una comunión siempre nueva y más amplia. El horizonte último de esta comunión es el mundo, porque el amor que circula en las familias cristianas es el mismo amor que circula en Dios; el mismo amor con el que el
Padre «tanto ha amado al mundo que ha mandado a su Hijo Unigénito para que el mundo se salve por El» (Jn 3,16.17).
Un tercer motivo hay que buscarlo en el hecho de que la familia está siempre en los confines del mundo, incluso podríamos decir que ella misma es mundo. En ella y a través de ella, el Evangelio se adapta a la vida en todos sus aspectos terrenos.
Como comunidad intrínsecamente misionera, la familia debe educar a sus hijos en la vocación misionera y, también, debe aceptar el mandato que la comunidad podría conferirle, enviándola a los no creyentes.
Familias misioneras
El tema de las familias misioneras no es un capítulo aparte dentro de la visión global de Iglesia: supone un nuevo modelo de Iglesia que debe conducir a una renovación. No es un simple fenómeno numérico, sino un cambio sustancial dentro de la Iglesia.
Puede sorprender que sólo en es-tos últimos tiempos se haya empezado hablar de familias misioneras, después de siglos en los que el término «misionero» había sido reservado a los miembros de congregaciones religiosas. ¿Cómo pudo ser esto? Pues porque se había olvidado la naturaleza misionera de todo el pueblo de Dios. El mismo pueblo de Dios había sido dividido en dos categorías: la primera, comprometida con el Reino (los sacerdotes y los religiosos y religiosas); la segunda, activa en los asuntos temporales y encargada de proporcionar los medios a la primera. Además, se olvidó la naturaleza eclesial, y por tanto misionera, de la familia. Si reestablecemos estos tres términos (Iglesia-misión-familia), la Iglesia cambia de forma radical y recobra su dinamismo evangelizador.
Se puede comprobar que, antiguamente, la misión entre los no creyentes exigía una dedicación total, con situaciones de incomodidad y peligros, un partir sin previsión de volver. Es decir, algo que difícil-mente podía conjugarse con la vida de una familia normal. También hoy hay —¡y las habrá siempre!— situaciones que piden una particular consagración para la misión. La misión ad gentes, ad extra y ad vitam, como consagración especial, será siempre algo actual pero esto no quita que una parte importante de la misión pueda ser asumida por las familias. Dios concederá a las parroquias y a las diócesis también vocaciones específicas, como las de los misioneros y de las misioneras consagradas, pero el envío de familias debería llegar a ser la forma más habitual de la misión: familias conectadas entre ellas y con sacerdotes, con religiosos y religiosas misione-ras, en un horizonte más amplio del que ofrece la parroquia. n
Francisco Grasselli
La Iglesia que vive en el tiempo es misionera por naturaleza (AG 2): o es misionera o no es Iglesia porque ha sido constituida por el Se-ñor Jesús «sacramento universal de salvación» (LG 48). En nuestras comunidades está muy presente un pecado del que nunca nos confesamos: el pecado de «no misión». Obedecemos de forma repetida al mandamiento de Jesús: «Haced esto en conmemoración mía»; también notamos la urgencia de otro mandamiento: «Amaos como yo os he amado»; pero no tenemos la menor percepción de la fuerza obligante de sus últimas palabras a los apóstoles: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”. (Mc 16, 15)
Hay que tomar conciencia de que una parroquia sin misioneros en sentido estricto (sacerdotes, religiosas, seglares, familias...) no ha alcanzado su madurez. No es suficiente, aunque puede ser un buen primer paso, enviar donativos o hacer apadrinamientos o hermanamientos. Hace falta que la parroquia, dependiendo de la diócesis, sea comunidad «que envía». Puede haber enviados (familias o personas individualmente), pero es la comunidad entera la que debe enviar, asumiendo solidariamente la responsabilidad de la misión entre los no creyentes.