Comentario al Evangelio (Mt 8, 23-27) del martes de la décimo tercera semana del Tiempo Ordinario publicado en el libro "Enseñama tues caminos" de Guillermo Gutiérrez.
¿Por qué teméis?
Los antiguos atribuían fácilmente las catástrofes naturales a fuerzas personificadas de la naturaleza que llamaban «dioses». El poder de Jesús es superior a esas fuerzas y si él lo ordena incluso el mar y los vientos le obedecen.
Nada carece de sentido. ¿Por qué se desencadenó la tormenta mientras Jesús dormía o por qué se quedó dormido si sabía que iba a venir la tormenta? ¿Por qué sigue profundamente dormido a pesar de los bandazos de la barca y sólo despierta a los gritos desesperados de los suyos?
Los apóstoles tenían fe, de lo contrario no hubieran acudido a él. Pero tenían poca fe, de lo contrario no hubieran tenido miedo. Si la fe verdadera es capaz de trasladar las montañas, la fe débil de los apóstoles no pudo ni permanecer serena ante el alboroto del mar. Hay en este pasaje varios elementos superpuestos que completan el episodio en toda su dimensión.
Hay en primer lugar una lancha de pescadores que cruza el lago y peligra mientras Jesús duerme y los suyos se angustian. Hay otra barca -la Iglesia, desde los tiempos de Tertuliano— donde los remeros temen mientras el Señor de la barca vela. Los remeros no siempre están de acuerdo sobre la dirección de los vientos o gravedad de la amenaza. Hay discrepancias dentro que agravan los embates de fuera.
Importa sentar que el miedo es más psicológico que real. La reacción de Jesús en el lago no calma primero los elementos amenazantes para instruir luego a los atemorizados discípulos. Lo más urgente es corregir su falta de fe, infundir confianza en su presencia poderosa y vigilante aunque parezca que duerme. «¿Por qué teméis, hombres de poca fe?». Restablecida la calma exterior, es el momento de imponer silencio al viento. Navegar en la Iglesia a través de las tormentas del tiempo significa haberse enrolado con Jesús siguiendo su misma suerte. No hay que temer, fluctuar nec mergitur: No puede hundirse, pero la seguridad no exime del esfuerzo.
Las tormentas pueden desencadenarse en cualquier momento y los vientos adversos pueden soplar de todas las direcciones. Jesús vive en su Iglesia esperando actuar por sus compañeros de singladura que no pueden esperar pasivos.