Mi?rcoles, 27 de agosto de 2008

Extracto de DOSSIER FIDES “La figura del mujer  en la vida de la Iglesia” publicado por Agencia Fides el 12 de Agosto de 2008.

 

  

Del Concilio Vaticano II a la Mulieris Dignitatem

 

La “Gaudium et spes”

 

El Concilio Vaticano II es hasta el momento el último Concilio de la Iglesia católica. Se inició con el Papa Juan XXIII el 11 de octubre de 1962 y terminó tres años después con el Papa Pablo VI, el 7 de diciembre de 1965. El Concilio se caracterizó, sobre todo, por ser realmente ecuménico. Para la Iglesia fue una ocasión única para reunir realidades eclesiales provenientes de todo el mundo que hasta ese momento se habían mantenido un poco al margen de la Iglesia. Un Concilio que no quiso afirmar nuevos dogmas sino que buscó una Iglesia más sólida y abierta, en sus formas particulares, en la situación del tiempo moderno y más capas de afrontar las instancias de la modernidad.

 

En el mensaje final del Concilio encontramos, entre otras muchas, esta afirmación: “Pero llega la hora, ha llegado la hora en que la vocación de la mujer llega a su plenitud, la hora en que la mujer ha adquirido en el mundo una influencia un peso, un poder jamás alcanzado hasta ahora. Por eso, en este momento en que la humanidad conoce una mutación tan profunda, las mujeres llenas del espíritu del Evangelio pueden ayudar tanto a la humanidad a no degenerar”.

 

Fue el primer reconocimiento importante del rol de las mujeres a favor de la Iglesia y de la sociedad y prácticamente un resumen de lo que se había dicho en otros documentos conciliares como la Constitución Pastoral de la Iglesia para el mundo contemporáneo Gaudium et spes y  el Decreto sobre el Apostolado de los Laicos, Apostolicam actuositatem, en el que se alentaba a los laicos a ser testimonios de la propia fe y de difundir a Cristo en el mundo también a través de las asociaciones católicas. En la Constitución Gaudium et spes los Padres conciliares concentraron su atención sobre todo en la necesidad de un nuevo diálogo entre la Iglesia y la cultura moderna, principalmente a través de los hombres y mujeres de buena voluntad con los que la Iglesia sentía y siente la necesidad de establecer relaciones aún más sólidas para trabajar juntos por la paz, la justicia y la libertad.

 

La Constitución inicia con la afirmación absoluta de la dignidad del ser humano. Una dignidad puesta a dura prueba por los continuos y repentinos cambios debidos a las innovaciones que la investigación y la inteligencia del hombre han sabido realizar. Cambios que tienen consecuencias en el modo de actuar y de pensar y, por lo tanto, también en la vida religiosa de los creyentes. Nunca como en este periodo el hombre ha conocido, al mismo tiempo, una profunda libertad —lenta, después de los conflictos mundiales— y grandes formas de esclavitud psicológica y social. Además, la perfección de un sistema temporal, como bien señalaba el Concilio, no supone necesariamente una dimensión espiritual igualmente digna. Por eso el hombre actual se siente desorientado, inquieto y busca comprender con todas sus fuerzas el tiempo actual, sin perderse a si mismo y su propia fe. En ese sentido el Concilio se presentaba como una ayuda a cuantos percibían esta urgencia.  

 

La velocísima evolución y la dificultad de conjugar conocimiento técnico y saber, crea profundos desequilibrios y hondos cambios en las familias, debido a la brecha generacional, a las dificultades demográficas y económicas así como a una nueva relación entre el hombre y la mujer. Además, a nivel global, comienzan a ser particularmente evidentes la disparidad entre los países ricos y los países pobres. Por todas partes se percibe la exigencia de un orden social y político que exalte las conquistas del hombre, pero que brinde la base para que cada hombre y cada grupo pueda reivindicar y afirmar su propia dignidad. También las mujeres, como las poblaciones en vías de desarrollo, comenzaron a reivindicar una igualdad de oportunidad y de trato, con la convicción de que los beneficios y las innovaciones propias de la nueva civilización construida después de la guerra son para compartir con todos. Un momento en el que novedad e inquietud conviven y luchan en continuación, pero con la conciencia de que la inquietud y el desequilibrio son, de todas formas, características que anidan antes que nada en el corazón de los hombres.  

 

El Concilio considera que la fe es una respuesta a los interrogantes de los hombres y se propone reafirmar los valores fundamentales de la humanidad refiriéndolos a quien es su raíz y sustento, Dios.  “La fe todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Por ello orienta el espíritu hacia soluciones plenamente humanas” está escrito en la Constitución. El hombre ha sido creado por Dios a su imagen y semejanza, necesitado de socialización, al punto que Dios le da a la mujer. El pecado, que el hombre comete, supone la disminución de su ser hombre y lo obstaculiza para llegar a su plenitud introduciendo en la historia la eterna lucha entre el bien y el mal. Dios mismo ha venido a liberar al hombre fortaleciéndolo frente a las tentaciones del mal. Los elementos materiales y morales del hombre lo reconducen a Dios, es por eso que el cuerpo y el alma no pueden ser despreciados o maltratados. Además, la inteligencia con la que Dios lo ha dotado, y por la que el hombre participa de la luz de la mente de Dios, lo hacen superior a todos los otros seres del universo.

 

En la Constitución es importante la toma de conciencia de la Iglesia sobre la propagación del ateismo. La dignidad del hombre encuentra su realización más grande en la comunión con Dios que lo ha creado y continúa a generarlo con amor y por amor. Esta relación con Dios es, sin embargo, muchas veces ignorada y sustituida por un ateismo sistemático en el que Dios no existe o no tiene nada que decirle al hombre y éste no puede entrar en relación con Él. La falta de una relación con Dios y de la esperanza en la vida eterna causan una grave lesión en la dignidad humana. Sobre este aspecto la Gaudium et spes es extremadamente clara: “La Iglesia afirma que el reconocimiento de Dios no se opone en modo alguno a la dignidad humana, ya que esta dignidad tiene en el mismo Dios su fundamento y perfección. Es Dios creador el que constituye al hombre inteligente y libre en la sociedad. Y, sobre todo, el hombre es llamado, como hijo, a la unión con Dios y a la participación de su felicidad”.

 

Dios ha creado a los hombres para que sean una única familia y, considerándose hermanos, tiendan al mismo fin —Dios mismo— y al bien común. Por eso el Concilio promueve la colaboración entre los hombres y el respeto al prójimo, cualquiera que sea el prójimo —también el distinto o el adversario— y el amor hacía lo que está fuera de uno. Además, es fundamental reconocer la igualdad entre todos los hombres, que comparten un mismo destino, y superar una ética individualista muy difundida. La actividad humana, en sus formas individuales y colectivas, “corresponde a las intenciones de Dios”. Los hombres y las mujeres a los que se les ha confiado la creación, reconociendo a Dios Creador, con su trabajo y con su esfuerzo no sólo procuran el sustentamiento para ellos y sus propias familias sino que, en algún modo, contribuyen a perpetuar la obra del Creador.

 

La Constitución se pregunta, evidentemente, sobre el aporte de la Iglesia al crecimiento del hombre: “El que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre”.  A la Iglesia se le ha confiado el Evangelio de Cristo, el único instrumento que le asegura una justa libertad y una sana dignidad al ser humano. La Iglesia se coloca como defensora y promotora de los derechos humanos y de cuantos, en todo tiempo, luchan para que estos sean reconocidos. El Espíritu del Evangelio alienta a todos los hombres a hacerse cargo plenamente de sus propios deberes. Esto crea un movimiento y una relación dialogal entre la Iglesia y el mundo contemporáneo, que recíprocamente se reconocen la ayuda y los aportes recibidos uno del otro.

 

Dado que para la Iglesia nada de lo humano le es ajeno, la Constitución se ocupa también de cultura, trabajo y economía, así como de la importancia de la familia, definida en el documento ‘escuela del más rico humanismo’ y del matrimonio. Sin una situación familiar y conyugal feliz no es posible el bien para el individuo ni para la sociedad de la que forma parte. A la instancia de la familia está íntimamente unido el respeto de la vida y del crecimiento sereno de los hijos, a los que hay que ofrecerles una sana educación. Es necesario que toda la sociedad civil —es el mensaje de la Constitución y cuarenta años después sigue plenamente actual— se dedique con esmero a favorecer el matrimonio y la institución familiar.

 

 

La “Mulieris dignitatem”

 

Con ocasión del Año Mariano, el 15 de agosto de 1998, Juan Pablo II promulgó una Carta sobre a dignidad de la vocación de la mujer. Un paso ulterior, respecto a la “revolución” de concepción ya realizada por el Concilio, en el que la Iglesia empezó a mirar y a reconocer una renovada cuestión relativa a la presencia de las mujeres en la sociedad y al rol que con el cambio de los tiempos estaban poco a poco asumiendo. “La Iglesia desea dar gracias a la Santísima Trinidad por el ‘misterio de la mujer’ y por cada mujer, por lo que constituye la medida eterna de su dignidad femenina, por las ‘maravillas de Dios’, que en la historia de la humanidad se han cumplido en ella y por medio de ella”, escribe el Pontífice, reconociendo la gran importancia del Concilio y de sus momentos previos y sucesivos, así como la del Sínodo de Obispos del año precedente (octubre de 1987), durante el cual, en una reflexión sobre el compromiso de los laicos, se había puesto en relieve la dignidad y la vocación de las mujeres.

 

El impulso para tratar estas temáticas fue dado también por la Encíclica Redemptoris Mater, la cual continuaba profundizando en los puntos fundamentales ya expresados en el Concilio. Se reconocía como esencial la figura de María, Madre de Dios, presente en el Misterio de la Iglesia y, por ello, profundamente ligada a la humanidad. Cristo “revela el hombre al hombre” y en esta tarea la Madre tiene un lugar especial; en la carta papal, como sucederá también en otros documentos pontificios, el Antiguo y el Nuevo Testamento están en la base de una recta comprensión y consideración del rol y de la dignidad femenina. La unión del hombre (y de la mujer) con Dios dota a todo ser humano de una inmensa dignidad y vocación, de la que María, la mujer de la Biblia, la Madre de Dios, encarna la expresión más completa y plena. La realización del ser humano, en efecto, creado a imagen y semejanza de Dios Creador, no puede de ninguna manera darse fuera de esta relación privilegiada con Dios.

 

El hombre y la mujer, en su relación con el Creador, son expresión de unidad en la humanidad compartida, que indica no sólo una comunión entre ellos, sino una cierta semejanza con la comunión en Dios. El hombre y la mujer, en efecto, son las únicas criaturas que Dios creador “ha querido por sí mismas”, las ha hecho personas y, en cuanto tales, deseosas de realizar su propia humanidad: y este cumplimiento puede realizarse exclusivamente a través de la donación de sí mismas. “Grandes cosas ha hecho en mí el Omnipotente”: esta es la frase de María que nos ayuda a comprender cómo María había descubierto claramente su riqueza y humanidad femenina, en el modo como Dios la había diseñado; María se convierte en el símbolo de la eterna originalidad de la mujer, que se alimenta con el don. El don, en primer lugar, es el otorgamiento por parte de Dios de aquel don que por la llegada del mal en el Paraíso terrenal, había sido ofuscado: por ello la figura de María hace redescubrir a Eva la dignidad y la humanidad de la mujer, un descubrimiento que, escribe el Papa: “debe continuamente llegar al corazón de cada mujer y dar forma a su vocación y a su vida”. Pieza fundamental en la concepción de la dignidad de la mujer es la misión redentora de Cristo: la palabra redención, para la mujer, asume un significado lleno de riqueza, ya que Jesús es el primero que, mirándola en lo profundo de su ser, ama y respeta el ‘ser mujer”. En el encuentro con la Samaritana este profundo respeto alcanza su punto culminante: “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: ‘Dame de beber’, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva” (Jn 4,10). El don de Dios, creador y redentor, es confiando a cada mujer, que solo en el Espíritu de Cristo se hace capaz del don de sí a los demás, único que puede hacerle redescubrir su dimensión de mujer, a sí misma.

 

La mujer madre o virgen, esposa o consagrada, activa en el trabajo, la familia y en la sociedad, es la mujer en toda la riqueza de sus facetas, a la que la Iglesia, a través de este espléndido documento de Juan Pablo II, desea agradecer: “por las madres, las hermanas, las esposas; por las mujeres consagradas a Dios en la virginidad; por las mujeres dedicadas a tantos y tantos seres humanos que esperan el amor gratuito de otra persona; por las mujeres que velan por el ser humano en la familia, la cual es el signo fundamental de la comunidad humana; por las mujeres que trabajan profesionalmente, mujeres cargadas a veces con una gran responsabilidad social; por las mujeres «perfectas» y por las mujeres «débiles». Por todas ellas, tal como salieron del corazón de Dios en toda la belleza y riqueza de su femineidad, tal como han sido abrazadas por su amor eterno; tal como, junto con los hombres, peregrinan en esta tierra que es «la patria» de la familia humana, que a veces se transforma en «un valle de lágrimas». Tal como asumen, juntamente con el hombre, la responsabilidad común por el destino de la humanidad, en las necesidades de cada día y según aquel destino definitivo que los seres humanos tienen en Dios mismo, en el seno de la Trinidad inefable”.

 

Un agradecimiento a todo aquello que forma parte y caracteriza aquello que el Papa Wojtila define “genio femenino”, que en la historia se ha encargado de intervenir por pueblos y naciones, por todos los “frutos de la santidad femenina”, entre los que se cuentan numerosos carismas que el Espíritu Santo otorga a las mujeres. Pero como dirá el Pontífice en su Carta a las mujeres, agradecer no basta: es necesario que las instituciones civiles y religiosas se encargan de valorar el rol de la mujer en la sociedad, una sociedad cada vez más necesitada de faros que muestren el camino, pues a ellos la fe lo ha ya mostrado; una sociedad que en la humanidad femenina puede encontrar abundante bien y provecho.   

 


Comentarios (3)  | Enviar
Comentarios
Publicado por leopldocruzr
Jueves, 28 de agosto de 2008 | 21:17
El alimento para los catolicos es el cuerpo y la sangre de Jesus y el se alimento con la sangre,cuerpo de Maria veamos la igualdad por la que debemos valorar a nuestras santas mujeres, para poder alcanzar conocimiento avanzado debe de ser al lado de ellas
Publicado por leopldocruzr
Jueves, 28 de agosto de 2008 | 21:20
La humanidad sea ha demorado en avanzar espiritualmente por que no le a dado el valor a decuado a la mujer, con ella atravez del hombre descubrimos el verdadero sentido de la creacion,el agua viva para el hombre es la mujer.
Publicado por leopldocruzr
Jueves, 28 de agosto de 2008 | 21:24
hay es donde debemos trabajar con la sagrada familia por que lo mas grandioso que nuestro Dios a hecho para el hombre es concedernos compartir con el verdadero proposito de la creacion que es la mujer, benditas todas las santas mujeres.