Como ya sabemos, con motivo del dos mil aniversario del nacimiento del Apóstol San Pablo, Benedicto XVI ha promulgado un año de espiritualidad paulina, cuyo arco se despliega del veintinueve de junio del presente año hasta la misma fecha del dos mil nueve. Recordemos que el veintinueve de junio la Iglesia celebra la festividad de los Apóstoles Pedro y Pablo.
Como aportación a este año de gracia, quiero haceros partícipes de esta semblanza con el deseo e intención de que nuestro corazón y nuestro espíritu puedan acercarse más entrañablemente a este hombre, cuya mayor pasión y gloria consistió en llegar a ser discípulo y anunciador de nuestro Señor Jesucristo
Antonio Pavía
PABLO, ¿ME AMAS?... APACIENTA MIS OVEJAS
De todos es conocida la triple pregunta que Jesús Resucitado hizo a Pedro a orillas del mar de Tiberíades: "Pedro, ¿me amas?" Podemos suponer el desconcierto y estupefacción del curtido pescador ante tal pregunta. Todavía resuenan en su corazón y en todo su cuerpo las tres veces que juró y perjuró que no conocía, que nada tenía que ver con ese tal Jesús al que habían detenido y llevado atado como un malhechor para ser sometido a juicio.
Su perplejidad viene motivada porque, como todo hombre, lleva en su sangre y en su corazón grabada la ley del Talión: "ojo por ojo, diente por diente". No le cabe en la cabeza que Jesús, pasando por alto esta "calidad de justicia", se dirija a él con una pregunta tal que parece como si no hubiera ocurrido nada. Aun sin creerse lo que sus oídos acaban de oír, y apenas con un hilo de voz, acierta a responder: ''''Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo". Como si fuera la cosa más normal y natural del mundo, Jesús le dice: Entonces... "¡apacienta mis ovejas!" Apaciéntalas porque en este ministerio de evangelización que te propongo y ofrezco, tendrás ocasión de manifestar al mundo no tres veces, sino infinidad de ellas que sí, que me conoces.
San Agustín, comentando este pasaje evangélico, afirma que, al proponer Jesús a Pedro que apacentase sus ovejas, le estaba señalando que el dar la propia vida en función de predicar el Evangelio, constituía la más excelente prueba y expresión de amor tanto a Dios como a los hombres. Puesto que la Palabra de Dios se cumple, de una forma u otra, en todo aquel que la recibe y acoge, en todo aquel que cree y se apoya en ella, vamos a imaginamos a Jesús haciendo la misma pregunta, esta vez a Pablo.
Imaginemos al apóstol bajo la tutela de Ananías (Hch 9, 17 ... ss), abriendo poco a poco los ojos de su espíritu a la fe en Aquel que hasta ahora había combatido con todas sus fuerzas. Si grande fue el desconcierto de Pedro, nos podemos hacer una idea de la enorme magnitud de la de Pablo ante la misma pregunta: ¿me amas? No estoy exponiendo un caso hipotético. Todo discípulo de Jesucristo escucha en lo más profundo de su corazón con palabras escogidas por Dios, tan misteriosas como originales, la misma interpelación evangélica.
¿Cuál creemos que fue la respuesta de Pablo? Tenemos motivos y datos más que suficientes para afirmar que su vida, a partir de su encuentro con Jesús en Damasco, es una gesta lírica, un himno majestuoso de amor a Aquel que "se fió de él, le hizo capaz y le confió el ministerio de evangelizador" (lTm 1,12). Algo de este su inaudito asombro podemos percibir cuando, a continuación del pasaje que acabamos de citar, nos hace esta confidencia: "A mí, que antes fui un blasfemo, un perseguidor y un insolente ... , la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí, juntamente con la fe y la caridad en Cristo Jesús. Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo" 1 Tm 1,13-15).
Releyendo y saboreando sus cartas, constatamos que son numerosos los testimonios en los que este hombre, aparentemente hosco, impenetrable y violento, confiesa su amor incondicional a su Señor Jesucristo. Es evidente que encontró en Él el tesoro escondido del que se nos habla en los Evangelios: "El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrado un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo" (Mt 13,44).
Una vez que cae en el camino de Damasco, Pablo empieza su andadura de amor a Aquel que tuvo misericordia con él. No había que hablar tanto de que se entregó a Jesucristo, sino más bien de que se dejó amar y acoger por Él. Es más, es consciente de que ha sido Jesús quien se le ha entregado y le ha concedido un nuevo vivir en Él: " ... No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gá 2,20).
A la luz de estas constataciones, reconocemos en Pablo al hombre del que nos habla san Mateo. Encontró el tesoro oculto, escondido en un campo, y colmado por una alegría desbordante y, sobre todo, tan única y original, no le importó en absoluto vender todo lo que tenía para poder hacerse con el campo cuyas entrañas contenían el Tesoro de todos los tesoros: Jesucristo y su santo Evangelio.
Pablo, con esta opción, es consciente de que ha salido ganando: ha recibido a cambio una riqueza incalculable; la permuta ha supuesto para él una ganga: su vida por la Vida, sus bienes por el Bien, su amor por el Amor. De ahí su alegría que, podríamos decir, casi raya en la locura porque "el negocio" le ha salido redondo.
Sopesando unos bienes
Quizás sea en su carta a los Filipenses donde expresa mejor la distancia abismal entre lo vendido para apropiarse del tesoro y el beneficio que éste le ha reportado. Nos parece verle sopesando las dos alternativas en los platillos de una balanza, todo con el fin de hacemos ver lo afortunado que ha sido al fiarse de Jesucristo.
En uno de los platillos va colocando sus "haberes, logros y realizaciones". La verdad es que en una sociedad teocrática como era la de Israel, en la que la religión estaba omnipresente en todas las áreas de la sociedad, incluida la política, no le ha ido nada mal. Le damos voz para que nos informe: "Si algún otro cree poder confiar en la carne, más yo. Circuncidado al octavo día; del linaje de Israel; de la tribu de Benjamín; hebreo e hijo de hebreos; en cuanto a la Ley, fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia de la Ley, intachable" (Flp 3,4-7).
Junto con este "currículum", podemos también añadir que era hombre de confianza del Sumo Sacerdote, hasta el punto de ser enviado por él a la ciudad de Damasco a fin de detener a una especie de sectarios que no eran otros que los discípulos del Señor Jesús: "Saulo, respirando todavía amenazas y muertes contra los discípulos del Señor, se presentó al Sumo Sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, para que si encontraba algunos seguidores del Camino, hombres o mujeres, los pudiera llevar atados a Jerusalén" (Hch 9,1-2).
Una vez que nos ha descrito detalladamente el contenido, sin duda valioso, del primer platillo, a continuación nos hace ver el del segundo. Vamos a ir entresacando lo más representativo del tesoro que ha encontrado. Su exposición o alegato no puede ser más demoledor. Da la impresión de que ha echado una mirada a todas sus maravillosas realizaciones sólo para hacemos saber que todas ellas son polvo que se lleva el viento, al lado de Jesucristo: "Pero lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo" (Flp 3,7).
Al oírle decir que considera de una excelencia sublime el hecho de conocer a Jesucristo, alguien podría pensar que nuestro hombre está exagerando. Pero no; nos está confesando una interioridad que revela la inmensidad de la riqueza de su espíritu.
Procuremos entenderle penetrando en su mentalidad hebrea. Para un judío, conocer apunta a la intimidad en su sentido más profundo, hasta el punto de que, cuando el conocimiento de alguien alcanza su grado culminante, se identifica con un "estar en". Me explico, es un conocer cuyo dinamismo alcanza hasta "estar en la persona". El mismo Jesús nos lo dice al explicar a sus discípulos su relación con el Padre. Afirma que le conoce y que guarda su Palabra (Jn 8,55). Su conocerle es de tal intensidad y calidad que le da autoridad para proclamar que está en Él: "Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí" (Jn 14,11).
A esta realidad, inabordable en su grandeza, se está refiriendo Pablo cuando califica de sublime su conocimiento del Hijo de Dios. Lo considera sublime porque está en Él al mismo tiempo que Él está en Pablo. La comunión que experimenta con Jesucristo es sobrecogedora; por ello y partiendo de su propia experiencia, llega incluso a la audacia de proclamar: "El que se une al Señor, se hace un solo espíritu con Él" (lCo 6,17).
Es tanto lo que ha recibido de su Señor, que comprendemos perfectamente que considere y llame basura a su primera acumulación de valores y bienes, a los que ya ni siquiera se digna mirar. Sus ojos están decididamente fijos en Jesucristo, quien le llamó y a quien quiere alcanzar... Esto partiendo del hecho de que ha sido alcanzado por Él porque Él le amó primero: "No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús" (Flp 3,12).
A la luz de estas ricas y bellísimas confesiones, no nos extraña que el apóstol rebosara de una alegría inexplicable, original, semejante a la que experimentó el hombre que se vació de todo para tomar posesión del campo que había encontrado. Esto es lo que ha hecho Pablo y nos lo ha contado a su manera, con la fogosidad y vehemencia que le caracteriza, tal y como hemos podido comprobar.
¿Me amas?.. ¡Anuncia mi Evangelio!
¿Qué decir de Pablo como anunciador del Evangelio, como pastor? Intentar detallar la ardiente pasión que le devoró y que le llevó a abrazar con entrañable amor el Evangelio y las ovejas a él confiadas, sería tarea interminable. Por ello y como botón de muestra, nos vamos a remitir a su experiencia apostólica en Éfeso siguiendo la fuente que nos ofrece el libro de los Hechos de los Apóstoles.
Sabemos que estuvo en esta ciudad alrededor de dos años ejerciendo su ministerio pastoral, habiéndonos sido posible penetrar en sus sentimientos partiendo de la catequesis que, al despedirse, impartió a los presbíteros que había designado para guiar a todos los hombres y mujeres que habían abrazado la predicación evangélica. Su exposición es una verdadera antología de lo que podríamos denominar el pastoreo o el apacentar según el espíritu del Buen Pastor: Jesucristo.
A lo largo de su discurso, que todos los asistentes escuchan con lágrimas en los ojos, Pablo, entre otras cosas, les dice: "Mirad que ahora yo, encadenado en el espíritu, me dirijo a Jerusalén, sin saber lo que allí me sucederá; solamente sé que en cada ciudad el Espíritu Santo me testifica que me esperan prisiones y tribulaciones" (Hch 20,22-23).
El apóstol tiene interés en señalar cuál es el sello de distinción que marca y acompaña a todos aquellos a quienes Jesús ha conferido el don y la misión de apacentar: la persecución. Sello que les identifica con su Maestro y Señor, tal y como Él mismo anunció a sus discípulos: "Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros... Acordaos de la palabra que os he dicho: el siervo no es más que su señor. Si a mí me han perseguido también os perseguirán a vosotros; si han guardado mi Palabra, también la vuestra guardarán" (Jn 15,18-20).
Pablo, apasionado de y por Jesucristo, recibe de Él la pasión por el Evangelio que reconstruye y salva al hombre. Pasión que se recoge sobre sí misma como para cobrar impulso, y le lanza a abrazar a todo hombre a fin de llenarle con las riquezas del Hijo de Dios. Le duelen las entrañas el ver la pobreza y el vacío de la humanidad. Amor a los hombres que se traduce en un ir y venir por toda Europa occidental proclamando el amor de Dios a toda criatura. Siente, como si tuviese una espada atravesándole el alma (Lc 2,35), la urgencia de anunciar el Evangelio a todos. Escuchemos la violencia de los latidos de su corazón que le llevaron a exclamar: "Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!" (1 Co 9,16).
Su pasión es su fuerza. Ésta es mucho mayor que todos los miedos que puedan aflorar ante las tribulaciones y persecuciones que él sabe que le esperan, vaya donde vaya, porque están asociadas a su ministerio de apacentar. Deducimos que está revestido de una fuerza especial fijando nuestra atención en las palabras que pronuncia a continuación en la catequesis a la que ya hemos hecho alusión: "Pero yo no considero mi vida digna de estima, con tal que termine mi carrera y cumpla el ministerio que he recibido del Señor Jesús, de dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios" (Hch 20,23-24).
Apostó por la Vida
El discernimiento del apóstol es de una claridad meridiana. No considera su vida digna de estima..., ya que lo que le interesa es culminar el camino que inició en Damasco, y su culminación es el Señor Jesús. Su configurarse en y a Jesucristo, pasa por llevar a cabo el ministerio que de Él ha recibido: ¡apacienta mis ovejas! Sabe que toda gracia de Dios a los hombres pasa por el Evangelio del Señor Jesús. Evangelio que anuncia en todo lugar, a tiempo y a destiempo, hasta el punto de “bautizarlo” con el nombre de “el Evangelio de la gracia de Dios”.
Quizá el oírle decir que no considera su vida digna de estima, puede llevar a alguien a pensar en un Pablo irreflexivo, fanático o algo parecido; nada más lejos de la realidad. Vive la vida en toda su plenitud, saca partido de ella, ama el cuerpo que Dios le ha dado y, desde este amor, da el salto que le permite amar la vida eterna ofrecida por Jesús. Da este salto por el hecho de que es un enamorado de la Vida; es por ello que, con toda la amplitud de su corazón, hace su opción por Jesucristo a quien conoció, como ya sabemos, en las circunstancias más inverosímiles: en su camino a Damasco..., y es que el amor de Dios al hombre es así de sorprendente e incomprensible.
Digamos que, al igual que en tantísimos hombres y mujeres de todo tiempo, Pablo se abraza con apasionamiento e impulsividad a estas palabras de Jesús: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?" (Mc 8,34-36).
Por esta promesa y porque tiene motivos más que sobrados para fiarse de quien la ha pronunciado, dice a sus oyentes de Éfeso que su vida no es digna de estima. Efectivamente, entendemos que no es digna de estima en el sentido de que no tiene punto de comparación con la Vida a la que se ha abrazado.
Además, y siguiendo los pasos de su Señor, sabe que al dar su vida por el Evangelio, por los hombres, está ofreciendo al mundo, a la historia, un testimonio de amor a Dios incuestionable. Testimonio de amor, no mojigato o etéreo, sino perfectamente creíble, tan creíble que es de los que arrastran. Aunque pueda parecer una exageración, y en el fondo es, tan creíble como el amor que Jesús manifestó al Padre al aceptar su voluntad de dejarse traicionar, despojar, insultar, humillar, golpear y crucificar por el hombre. Oigamos lo que nos dice el Evangelio poco después de que Jesús fuera traicionado por Judas: "Ya no hablaré muchas cosas con vosotros, porque llega el Príncipe. En mí no tiene ningún poder; pero ha de saber el mundo que amo al Padre" (Jn 14,30-31).
Si tuviésemos que escoger un testimonio del apóstol que cerrase con broche de oro la magnitud insondable de su amor a Jesucristo y a las ovejas a él confiadas, podríamos servimos del siguiente: "Llevamos este tesoro en recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros. Atribulados en todo, mas no aplastados; perplejos, mas no desesperados ... , llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo" (2Co 4,7-10).
P.D. Para profundizar en la figura de Pablo, apasionado por Jesús y por los hombres, pueden servirse del libro: “La llamada y misión de Pablo” del Padre Antonio Pavía, publicado por la Editorial San Pablo.