Martes, 11 de noviembre de 2008

Artículo publicado en el Boletín "Misioneros Javerianos", número 443 - OCTUBRE 2008.


MISIÓN, VÍCTIMAS Y CRUZ (II)

 

P. Carlos Collantes

 

«"¿Hasta cuándo daréis sentencia injusta poniéndoos de parte del culpa­ble? Proteged al desvalido y al huérfano, haced justicia al humilde y al necesitado, defended al pobre y al indigente, sacándolos de las manos del culpable". Ellos, ignorantes e insensatos, caminan a oscuras, mientras vacilan los cimientos del orbe». (Salmo 81, 2-5). Vacilan los cimientos a cau­sa de tanta injusticia permitida, silenciada, «invisible», planificada a veces con total impunidad y desprecio.

 

La fe en un Dios encarnado no nos aleja de la historia, de sus gemidos y esperanzas, nos introduce más en ella. El Fondo Monetario Internacional (FMI) nació para regular y supervisar el sistema monetario internacional aunque sus funciones han variado y se dedica a vigilar las economías de los países miembros, sobre todo en lo re­lativo a las cuestiones fiscales y mone­tarias; a «ofrecer apoyo» iy qué apoyo! a países con dificultades temporales en la balanza de pagos. Pero lo que «me­jor» ha hecho ha sido imponer los tris­temente célebres programas de ajus­te estructural que tanto sufrimiento han provocado en millones de perso­nas. En la práctica el FMI funciona al servicio de los intereses de los países ricos, y su especialidad ha sido fabri­car enormes y pesadas cruces colectivas.

 

Abismo y paraíso

 

Viviendo durante años en un barrio de la periferia de Yaundé, capital de Ca­merún, compartí con mi presencia y vida las cruces cotidianas de nuestra gente, también su admirable capacidad de resistencia y la fuerza de su esperanza. Los años 93-94 fueron especialmente duros. El dicho Fondo se empleó «a fondo» a im­poner medi­das de política económica de marcado y destructivo ca­rácter liberal: deva­luación brutal de la moneda, recortes de gastos sociales, liberali­zaciones, privatizacio­nes, despidos y fuertes bajadas de salarios en la función pública, desapari­ción del Estado, si alguna vez estuvo presente, porque quienes estaban al frente de él era una clase política cíni­ca y corrupta. Ahí siguen. Cruces y más cruces. A tra­vés del FMI los países pode­rosos han forzado a los paí­ses en desarrollo a liberalizar sus importaciones y a reducir sus barreras comerciales de forma acele­rada condicionando la concesión de préstamos a esta reducción. Medidas que han producido un fuerte incremen­to de la pobreza. Tales programas de ajuste no han alcanzado el efecto espe­rado en materia de crecimiento econó­mico; han generado, eso sí, costes me­dioambientales y sociales dramáticos para los más pobre. Empobrecimiento, injusticia, sufrimiento.

 

Desde entonces la situación ha empeorado, lo prueba el dramático éxodo de jóvenes que se juegan la vida —empujados por la esperanza— en pateras y cayucos, o atravesando el desierto —desde donde no nos llegan imágenes de los muertos que se quedan por el camino— para llamar a las puertas del paraíso» Europa. El abismo que nos separa a países ricos y empobrecidos no ha hecho más que crecer de manera alarmante e hiriente. Hay más riqueza pero está bastante peor repartida. La injusticia mata. ¿Qué valoración ética puede merecernos un sistema económico e ideológico productor de tales abismos de sufrimiento en unos y de ceguera en otros? Es el escándalo por la muerte de tanto cru­cificado.

 

Fiel y entregado

 

Los relatos evangélicos nos presen­tan a Jesús liberando a los oprimidos por diversas clases de mal, liberando de cadenas y esclavitudes, de todo lo que deshumaniza a la persona. El de­ber de luchar contra el vial en todas sus formas, y el sufrimiento que se de­riva infligido a tantos seres humanos, siempre ha formado parte de la misión. Desde las víctimas, desde la cruz se cuestiona la arrogancia del sistema ac­tual, tan injusto. Llevamos cicatrices en el corazón producidas por tantas preguntas dolorosas, molestas, sin res-puesta. Por imágenes que se nos gra­ban en las entrañas. El mal y el sufri­miento nos alcanzan y las preguntas nacen espontáneas. Para Jesús «el su­frimiento no es un aliado sino un adversario» (X. Thévenot). Es sano y un deber protegerse del sufrimiento inútil. Jesús nunca ha buscado el sufri­miento, ha buscado amar, entregarse, expresar la ternura y la misericordia del Padre, proclamar las preferencias de Dios por los que no cuentan, los hu­millados o excluidos; y amar hace gozar y sufrir.

 

Más que explicar el sufrimiento, Je­sús nos ha enseñado cómo afrontarlo y vivirlo y, cuando se hace inevitable, cómo asumirlo de forma consciente, madura, «libre», y contando siempre con la misteriosa acción de la gracia de Dios para que pueda convertirse en fuente de vida. Dios ni quiere ni nece­sita sacrificios humanos, y está contra todo poder ciego, ambicioso, arbitra­rio, opresivo. Es cierto que Dios entre­ga a su Hijo por amor, como nos recuer­da el Nuevo Testamento, aun sabiendo lo que iba a suceder.

 

¿Qué podía hacer el Padre? ¿Eliminar la li­bertad de sus hijos? El no ha querido la muer­te de Jesús. Dios quiso otra cosa: que Jesús fuera fiel a su misión y en su fidelidad Jesús chocó con las fuerzas del mal, llámese poder político romano o po­der religioso de las cla­ses dirigentes de su propio pueblo, o dure­za de corazón. Hoy tiene otros nombres. La oposición cada vez más enconada de éstos poderes conduce a Jesús a la cruz, y cuando él la ve como inevitable la asume con libertad: «Mi vida nadie me la quita, tengo el poder de darla y el poder de recuperarla...» (Jn 10, 17-18).

 

Amor y libertad

 

Al presentir su muerte cercana, la asume en un acto supremo y único de libertad y de amor al mismo tiempo; en Jesús libertad y amor coinciden en ple­na armonía, siendo capaz de transfor­mar en don lo inevitable y que aparece en el horizonte como un fracaso. La cruz significa también la quiebra de una determinada imagen del Dios todopoderoso a cualquier precio. Jesús vive su misión con total pasión, anuncia y hace presente el Reino de Dios, se pone de parte de los pequeños, pobres, mar­ginados y ese Reino choca con podero­sos intereses humanos, como sigue chocando hoy. Si la cruz ha sido queri­da por los hombres, la voluntad de Dios se revela no en el hecho de la cruz, sino en el modo como Jesús la vive y asume, en total libertad y amor, en comunión profunda con el Padre y fiándose de él.

A Dios «lo que agradó no, fue la muer­te, sino la voluntad del que moría li­bremente» (S. Bernardo). Por eso lo que nos redime no es el sufrimiento en sí mismo, sino el amor, la manera como Jesús vive el sufrimiento y nosotros po­demos vivirlo.

 

La muerte de Jesús en cruz, una vez sucedida, recibió una iluminación com­plementaria a la luz de la resurrección que permitió una nueva comprensión del Antiguo Testamento; fue iluminada por una mirada creyente, teológica descubriendo un contenido salvífico universal. Dios rehabilita a ese ino­cente ajusticiado y se pone de su par-te resucitándolo. Dios guardó silencio el viernes santo, pero no podía perma­necer demasiado tiempo callado, por eso habla iy cómo! el domingo resucitando a su hijo a causa de su fidelidad. Si hubiera callado se habría puesto de parte de quienes ajusticiaron a Jesús convirtiéndose por ello en cómplice de la mayor injusticia. Dios no podía callarse, no sería Dios sino un ídolo sediento de sangre, una construcción de­masiado humana a la medida de nues­tra justicia vindicativa, anclada en el viejo instinto de la ley de talión. Y su resurrección se convierte en fuente de vida para toda la humanidad. «La resurrección se universaliza desde los cru­cificados».

 

Contra las cruces

 

Identificándose con los últimos, oprimidos, marginados, Jesús se hace presente en los crucificados de la his­toria, y con ellos tiene que identificar-se también la Iglesia. Anunciar la espe­ranza y la resurrección de Jesús supo-ne estar al lado de los innumerables crucificados de la historia, sólo cuando la Iglesia está junto a ellos puede y sabe hablar de forma creíble del Resu­citado, sólo entonces puede suscitar esperanza. Y en tantos lugares la Igle­sia mantiene la esperanza de quienes sufren. A favor de los crucificados pero «contra las cruces», buscando la libe-ración de esas cruces producidas por tanta injusticia. Con todo, la cruz siem­pre tendrá una dimensión de escánda­lo, de «necedad y debilidad divina» (I Cor 1, 17-25), una dimensión incom­prensible y desconcertante. n


Publicado por verdenaranja @ 23:36  | Misiones
Comentarios (0)  | Enviar
Comentarios