Domingo, 23 de noviembre de 2008

Información sobre Manuel Aparici enviada por Carlos Peinó Agrelo, peregrino, Cursillista, Colaborador en la redacción de la Positito super virtutibus del Siervo de Dios, etc. 

APÓSTOL CON VOCACIÓN DE CRUCIFICADO
QUE ÉL MISMO PIDIÓ A CRISTO

ENFERMEDAD
 
 

          Tras siete años de Presidente y nueve de Consiliario le llega la etapa del dolor: un infarto de miocardio que le deja casi imposibilitado y que le postra en cama prácticamente desde el primer momento hasta el mismo instante de su muerte, hasta el punto de que no pudo levantarse de la cama para asistir al entierro de su madre. Cuando le llegó, la «aceptó como un servicio a los demás y una dimensión redentora» [1]. «Parecía […] que Dios consideraba cumplida su actividad apostólica» [2].

          «Disponía –según su sobrino Rafael– de una habitación, en la casa amplia de mi abuela, que primero fue su despacho y luego trasladaron allí una cama donde pasó todo el periodo de su enfermedad. Esta habitación tenía lo imprescindible para, en la primera época desarrollar su actividad, y en la segunda para atender su enfermedad y recibir a las visitas. El único detalle de lujo que se podía observar, si puede llamarse lujo, es que disponía de una habitación pequeñita que era la capilla. Él siempre mostró un desapego absoluto hacia las cosas materiales, nunca se concedió lujos personales, estaba dedicado por entero a sus actividades apostólicas sin que hubiera nada material que distrajera su atención». «Su habitación de enfermo (en su casa) seguía siendo considerada por todos como el centro de irradiación del espíritu de la Juventud de Acción Católica [...]» [3].

          «[…] Había periodos larguísimos en los que podía levantase para celebrar la Eucaristía, y otros muy largos en que tenía que permanecer en cama, con las consecuencias consiguientes de llagas en el cuerpo, hinchazón en el vientre, hidropesía y fuertes dolores […]» [4].

          Aunque era plenamente consciente de la gravedad de su enfermedad, a la que quería quitar importancia, nunca mostró signos de inquietud, impaciencia o disgusto y mucho menos de desesperación. Nunca perdió la paz ni la sonrisa. Su comportamiento fue siempre sobrenatural en cada una de las diferentes situaciones que se le presentaban.

          Encontró en ella el estado de purificación del alma hacia la contemplación. «Podía deducirse su alta espiritualidad y plena aceptación de la voluntad de Dios en todo momento» [5]. «[…] Su comportamiento era admirable y edificante, siempre heroico y ejemplar sin la menor queja e incluso evitando hablar de sus dolencias» [6] «aceptando el sufrimiento con espíritu evangélico de asimilación a los sufrimientos de Cristo» [7].         

          Casi nadie se dio cuenta de que estaba enfermo, ni siquiera sus más estrechos colaboradores. Sólo se percataron cuando los médicos le ordenaron permanecer en casa. 

«Yo, con mi convivencia, todas las tardes del año –afirma Miguel García de Madariaga, entonces Presidente del Consejo Superior de los Jóvenes de Acción Católica–, no pude descubrir que existiera hasta que los médicos le ordenaron permanecer en su casa; desarrollaba su trabajo sin un solo lamento o queja, sin duda sabiendo que necesitábamos de su fortaleza […]. Su constancia era permanente, siguiendo los asuntos».

          Sí se percató su dirigido José Díaz Rincón quien afirma que la última enfermedad de don Manuel empezó a manifestarse un año antes de darle el infarto; él le veía agotarse mucho: el corazón comenzó a resentirse, tomaba medicamentos, se fatigaba y con mucha frecuencia le embargaba la emotividad.

          «En su enfermedad –dice Manuel Gómez del Río, que estaba colaborando con él cuando se manifestaron los primeros síntomas– se pueden distinguir dos etapas: la primera, cuando los médicos le diagnostican que tiene un proceso cardiaco importante y que tiene que hacer reposo absoluto y cuidarse; pero en esta etapa él reacciona diciendo que su enfermedad era lo que el Señor le había mandado, que no puede descansar, que ha ofrecido su vida por los jóvenes, y siguió trabajando, haciendo su vida normal con la misma intensidad de siempre como si no estuviese enfermo: dando Cursillos,  viajando,  durmiendo  poco  y rezando mucho, hasta que –segunda fase–, no puede salir ya de casa por prescripción facultativa […]. Entonces recibe gente, hace dirección  espiritual,  sigue  con  sus  conversaciones de alta espiritualidad, escribe, reza, etc. [...]. Es en esta última etapa cuando sufrió más [...]». 

          Cuando llevaba siete meses enfermo, enero de 1957, él mismo explica a Alejandro Fernández Pombo en la entrevista que le hace en su casa la causa de su enfermedad: 

          «En gran parte al esfuerzo superior a mis fuerzas no sólo físico, sino emocional. Del 15 de abril al 15 de mayo di cuatro cursillos y tuve unas convivencias con sacerdotes. Y así, cualesquiera de los meses anteriores. Si cuando Presidente me hice 120.000 kilómetros, como Consiliario andará muy cerca. He vivido muy deprisa y ahora me toca vivir despacio [...]. Como Consiliario el trabajo es más agotador por la tremenda responsabilidad» [8]. 

En efecto, todos los que estaban cerca de él, tanto familiares como colaboradores, tenían el convencimiento de que su enfermedad se debió a ese tremendo esfuerzo que hizo recorriendo toda España dando Cursillos, atendiendo a los Centros, formando cuadro de dirigentes, etc., que le impedían descansar lo suficiente. Dormía en los trenes, trenes de madera, viajando toda la noche. Hizo realidad lo que él decía de palabra: «Hay que entregar la vida por llevar almas de joven a Cristo» [9]. 

          Desde su lecho de enfermo ofrecía diariamente sus sufrimientos por sus queridos jóvenes y la eficacia de su apostolado, por las tareas del Consejo Superior, por los sacerdotes y seminaristas, etc. y  seguía de cerca con mucho interés la marcha de la Juventud. Quería que se le hablase de ella. Con sus lecturas y sus visitas, estaba al tanto del caminar de mundo español. «Dios le había dado la vocación sacerdotal para que los años no pudieran separarle de la juventud» [10]. 

          Sus largas temporadas en la cama sin levantase, le pasaron una fuerte factura: le provocaron una úlcera de la que no se quejaba.         

          A su primo Javier, médico, «le llamó la atención y le dejó muy impresionado, como médico, que la larga permanencia en cama le provocó la aparición de una úlcera por decúbito en la región glútea, sin haber observado él la más mínima queja, cosa que le dejó extraordinariamente admirado y edificado, cuando tuvo que curársela, por lo terrible que era, tanto por su extensión como por su profundidad. Tenía veinte centímetros en uno y otro sentido, y en consecuencia había una casi destrucción de los músculos glúteos, que llegaba prácticamente hasta el hueso sacro» [11]. Ésta se vio complicada con una fístula que le hacía sufrir de modo especial.

          Como Javier, José María Máiz [12], médico cirujano que le operó, también le curó la úlcera y le puso un tratamiento local y, sobre todo, ver durante el día la forma de cambiar de postura para no estar siempre de cúbito supino. Fue mejorando, pero muy lentamente, pues duró mucho tiempo».

          «[…] También tuve que verlo –dice– por tener unas hemorroides que le molestaban al hacer sus deposiciones y sangraban de vez en cuando. Se le hizo un tratamiento médico durante unos días, y no notó mejoría. Entonces se planteó el problema si debía operarse o seguir con los tratamientos. Después de una consulta con el médico internista y del enfermo, se aceptó la intervención quirúrgica. Se le hizo un estudio clínico completo y un tratamiento pre-operatorio.

          »Se realizó en un Sanatorio Quirúrgico, ingresándolo el mismo día de la operación. Se hizo con anestesia general, que toleró muy bien. La intervención quirúrgica consistió en la extirpación de todos los nódulos hemorroidales, liberación de una fisura. También se revisó la herida sacro-coxigea, extirpación de sus bordes y aproximarlos.

          »Curso post-operatorio normal. A los pocos días alta del Sanatorio.

          »Seguí viéndole en su casa y curándole.

          »El aceptó todo lo que representó la intervención quirúrgica sin quejarse ni lamentarse de lo que sufría, aunque como es natural se le ponía algún calmante, pero llamaba la atención a todos los que iban a verlo por su aceptación de la voluntad de Dios […].

          »Durante su larga enfermedad, tuve ocasiones de ir a verlo y ofrecerle salir de paseo en mi coche [cuando podía; era en los primeros tiempos de su enfermedad] por las zonas no urbanas de Madrid, que él aceptaba con mucho gusto; nunca dejaba de comentar un pasaje del Evangelio con motivo de algún hecho que veía o algún sitio de los que pasábamos».

          Nunca exigió cuidados especiales y/o exagerados, y con relación a los médicos «fue siempre obediente y paciente» [13]. «Aceptaba de buen grado sus  recomendaciones  y cuidados» [14] «y  se dejaba guiar por ellos» [15]. Asimismo, «escuchaba las advertencias que le dirigían sus familiares sobre la necesidad de cuidarse […] para salvar situaciones que en ocasiones podían ser límites […]» [16].

 

          Pero llegó un momento en que tuvo que respirar fatigosamente con la ayuda de oxígeno tendido en cama, hasta que el Señor se lo llevó. 

          Durante los primeros años de su enfermedad le visitaban continuamente muchos Jóvenes y personas muy cualificadas de la Acción Católica y relacionadas con ella, tales como antiguos políticos que habían pertenecido a la misma, y Obispos, dice su sobrina Josefina [17]. Pero a medida que pasaba el tiempo, el número de jóvenes que le visitaban fue disminuyendo.

          En la última etapa de su enfermedad «estuvo –añade– muy solo, muy mal cuidado, pero no se quejaba de nada; al contrario agradecía el mínimo detalle que le hacías […] Siempre te recibía con una sonrisa [...]. Una de las veces que fuimos mi marido y yo a verlo [...] le dijo mi marido: Manolo, ¿por qué no te compras una televisión?, te distraería un rato, y se quedó pensando y dijo: me parece una falta de pobreza en un sacerdote y sonriendo añadió: me distraería demasiado. Y murió sin televisión».

          Muchos amigos se lamentaron después de no haberle visitado tanto como debieran. Reconocieron que no le habían atendido suficientemente en esta su época de soledad y sufrimiento, pero comentaban que reaccionaba heroicamente, sin echárselo en cara.

          Sin extremismos comentaba normalmente su delicado estado de salud en días tan aciagos, duros y amargos para él añadiéndose a su propia enfermedad una mala temporada de sufrimientos. Hablaba de la soledad. Del alejamiento de algunos amigos. Del consuelo de las visitas. «Venid, venid a visitarme. Y decidme estas cosas, porque aunque las sepa necesito oírlas, porque la “fe entra por el oído”», le decía al Rvdo. D. Felipe Tejederas Porras [18]. De los antiguos jóvenes que le llevaban sus hijos. De las largas horas en la cama sin poder hacer más que mirar el Crucifijo, etc. «No se lamentaba. Vivía una etapa distinta en su camino y la asumía con naturalidad, sin hacerse ilusiones sobre su restablecimiento» [19]. «No estaba dolido. Lo llevaba con resignación. Era parte de su cruz» [20]. Todo ello en un clima de paz interior, con una admirable fortaleza y gran entereza de ánimo, santa paciencia, etc. ofreciendo en todo momento a Dios sus sufrimientos y su vida por la labor apostólica que había dejado interrumpida.

          Su alma no dejó anidar la amargura, ni la tristeza. Su seguridad y esperanza la tenía puesta en el nombre del Señor e invocaba continuamente a la Virgen.

          Vivir cerca de él esos momentos impresionaba [21]. Con su ejemplo edificaba a cuantos le visitaban y a cuantos de él sabían por el testimonio de otros. Salías más contento, nuevo. Era para ellos de gran ayuda en su vida espiritual. Irradiaba a Cristo. Era sal y luz. Testimonio excepcional. Y estaba siempre más atento a las necesidades de los demás que a las suyas propias.

          «En los finales, expresó, por escrito y de palabra, cómo le iba inundando una paz y una confianza gozosa, sintiéndose en los brazos de Dios Padre, abandonado a Él» [22]. La noticia de su próxima muerte la llevó con una fortaleza y gozo interior grandes. 

          «Ocho años de penosa enfermedad –de verdad– que atan a una butaca al apóstol incansable e infatigable, que le reducen a la inmovilidad y a la impotencia y también a la soledad, le van clavando más y más a la Cruz, en ese martirio lento que le consume, inmóvil en el sillón de su cuarto hasta su muerte ejemplar en 1964, poniendo su espíritu en manos del Padre, pero desde él que prosiguió su labor como Consiliario Nacional con el celo de siempre e irradió a antiguos y nuevos sacerdotes y dirigentes seglares la doctrina y el ejemplo de una vida entregada por completo al Cristo Total, Cabeza y miembros» [23]. 

          Sufrió, en verdad, un auténtico calvario sobrellevado con entereza ejemplar, espíritu sobrenatural y plena aceptación de la voluntad de Dios. En su mente y en su corazón, como buen peregrino y Capitán de Peregrinos, siguió peregrinando hasta el día de su muerte. 

          ¡Qué modelo de enfermo, de sacerdote víctima y de apóstol con vocación de crucificado! 

          De la mano de la correspondencia, que ha llegado hasta nosotros, y de su Diario Espiritual, vamos a recorrer las etapas gozosas de su calvario a lo largo de sus años de enfermo hasta el momento de su santa muerte. Son un libro abierto a la meditación que nos instan, a su ejemplo y semejanza, a vivir con él la hermosura de la Cruz. Transcribimos los textos sin comentario alguno, por su frescura, lozanía, belleza, unción, etc. que no podemos superar en modo alguno.

          «Entregó su espíritu en las manos del Padre como un hijo chiquitín –escribe el Rvdo. D. José Manuel de Córdoba en SIGNO–. No le ha dado tiempo a hablarnos del amor del Padre. Sus cartas hablarán por él [...] [24].

          Se recogen las cartas del Siervo de Dios así como las que recibió de sus amigos, colaboradores, etc., muy especialmente las de Sor Carmen, durante este periodo de su vida. Unas son contestación a las que recibieron del Siervo de Dios, otras no. Lamentablemente se tienen estas cartas pero no las que el Siervo de Dios les dirigió y que dieron o pudieron dar lugar a aquellas.

          Su incorporación nos permite conocer mejor su grandeza de alma, su entrega generosa, su sed de almas, su amor a la cruz, etc. en esta etapa de victimación.

          Todas ellas, unidas a las del Siervo de Dios, forman un todo que arrojan una gran luz sobre dicha etapa.

De gran importancia es la correspondencia cruzada entre él y Sor Carmen durante la larga y penosa enfermedad de éste, y que ha sido facilitada por Sor Carmen, riquísimo legado, que, unida a la del Siervo de Dios, arroja una gran luz sobre la última etapa de su vida: la “etapa de victimación”. Es un bellísimo testimonio de amor, de celo sacerdotal, etc. Nos muestra su grandeza de alma, la plena aceptación gozosa de la voluntad de Dios, sus inquietudes y afanes apostólicos en horas tan difíciles, su entrega generosa en todo momento, etc. Recibía, entre otras, a personas muy cualificadas de la Acción Católica y a antiguos políticos que habían pertenecido a ella, etc. Revisaba guiones, preparaba y daba Ejercicios, retiros, Cursillos, etc., dirigía a jóvenes, sacerdotes y religiosas, era confesor y director espiritual de altas personalidades, hacía Ejercicios Espirituales, le pedían y pedía consejos, etc. Mientras pudo siguió ejerciendo su ministerio sacerdotal.

Por los vacíos que presenta su Diario es presumible pensar que se han perdido algunos cuadernos. Él mismo le dice a Sor Carmen en febrero de 1959 [25]: «De mi archivo, no sé dónde para; cuando me estaba muriendo me trasladaron a lo que era mi despacho, amontonaron papeles no sé dónde y algunos tiraron; y en los breves intervalos de mejoría no tuve fuerzas para buscar y menos para ordenar».

No obstante, nos ofrece, en su conjunto, la rica semblanza de su figura, su vida y su obra al permitirnos penetrar en lo más íntimo de su alma y conocer sus afanes, anhelos y preocupaciones por avanzar por el camino de la santidad, en el servicio a sus hermanos, en el que fue progresando en el transcurso del tiempo así como su personalidad más íntima y humana y nos ayuda a comprender sus comportamientos y actitudes. En él se aprecia su gran delicadeza de espíritu, su honda e intensa vida espiritual, sus anhelos de santidad, su oblación continua, etc., el latir de un corazón enamorado de su Amado, a quien quiere servir y por el que quiere vivir y morir en cruz. Y el Señor le premia con ella. Su etapa de victimación, es la etapa más hermosa y fecunda de su vida. Decía: «La santidad de las cosas pequeñas hace los grandes santos». Páginas hermosas y gratificantes, melodía permanente de un alma grande.

El anhelo de santidad es una constante en su vida después de su conversión y lo es hasta el momento de su santa muerte. Su Diario es un elocuente testimonio al respecto. Narra con sinceridad y frescura, modestia y sencillez, su caminar interior hacia la Casa del Padre.

 

          Escritos todos ellos llenos de unción sacerdotal. Llenos de Dios!


 [1]  (Cf.) Rvdo. D. Antonio Santamaría González (C.P. pp. 540-579).

 [2]  Enrique Montenegro L. Saavedra (C.P. pp. 9872-9875).

 [3]  Cf. Manuel Gómez del Río (C.P. pp. 377-392).

 [4]  Su sobrino Rafael (C.P. pp. 313-329).

 [5]  José María Riaza Ballesteros (C.P. pp. 301-312).

 [6]  Alejandro Fernández Pombo (C.P. pp. 166-182).

 [7]  Mons. José Cerviño y Cerviño (C.P. pp. 449-461).

 [8]  SIGNO de fecha 5 de enero de 1957.

 [9]  Salvador Sánchez Terán (C.P. pp. 269-282).

 [10]  Alejandro Fernández Pombo (SIGNO de fecha 5 de enero de 1957).

 [11]  C.P. pp. 399-405.

 [12]  C.P. pp. 82-94.

 [13]  (Cf.) Virgilio José López Cid (C.P. pp. 135-151).

 [14]  (Cf.) Su primo Javier (C.P. pp. 399-405).

 [15]  Miguel García de Madariaga (C.P. pp. 183-200).

 [16]  Su sobrino Rafael (C.P. pp. 313-329).

 [17]  Cf. C.P. pp. 591-627.

 [18]  C.P. pp. 330-339.

 [19]  Manuel Gómez del Río (C.P. pp. 377-392).

 [20]  Blas Piñar López (C.P. pp. 352-361).

 [21]  (Cf.) Rvdo. D. Antonio Garrigós Meseguer (C.P. pp. 340-351).

 [22]   Ana María Rivera Ramírez, hermana de Sor Carmen (C.P. pp. 691-700).

 [23]  Informe de los Peritos Archivistas (C.P. pp. 9504-9638) que toman en parte del artículo que escribió Antonio García-Pablos y González-Quijano al día siguiente de su muerte en el Diario YA bajo el título «GUÍA Y EJEMPLO DE UNA GENERACIÓN» y del que escribió el Rvdo. D. José Manuel de Córdoba (SIGNO de fecha 28 de marzo de 1959).

 [24]  De fecha 5 de enero de 1965.

 [25] C.P., pp. 1812/1815.


Publicado por verdenaranja @ 22:05  | Espiritualidad
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