Día 26 de Abril
III Domingo de Pascua
A pesar todo, esperanza
El evangelio de la Santa Misa nos presenta hoy, en un primer momento, a los apóstoles atemorizados tras la muerte del Señor, desconocedores aún de su resurrección. Todavía Jesús no se había aparecido resucitado a los once que se sienten derrotados, fracasados, con la impresión de que no había valido la pena seguir a Cristo. Los dos de Emaús habían tenido ya la experiencia del encuentro con Jesús y, vueltos incluso a Jerusalén, lo contaban a los demás; pero seguramente, a pesar de todo, después de la muerte del Señor y habiendo sido enterrado; después de tres días de triunfo de sus enemigos y muy conscientes de su culpabilidad, habiéndole abandonado; pensarían los Apóstoles que el fracaso de Cristo y el de ellos mismos era definitivo e irremediable, y otros razonamientos no tenían sentido.
Muchas veces habían contemplado los milagros del Señor. Sin embargo, todos esos prodigios, por grandes que hubieran sido, parecían haber fracasado. ¿Llevarían razón los judíos que se burlaban frente a la Cruz? Salvó a otros, y a sí mismo no puede salvarse, declaraban con desprecio. Y ahora, los días transcurridos desde viernes anterior parecían darles la razón: Jesús había sido tan sólo una ilusión, un ideal demasiado hermoso para ser cierto en un mundo lleno de discordias, de rivalidades, de egoísmos; en el que triunfaban –como siempre– los poderosos, los poderosos de siempre, los que contaban con abundantes medios materiales o con influencia política y social.
Bienaventurados los pobres (...), los mansos (...), los que lloran (...), los que pasan hambre y sed (...), los misericordiosos (...), los limpios (...), los pacíficos (...), los que padecen persecución (...). Esa doctrina de Jesús había llenado de esperanza, de ilusión a muchos: los débiles podrían triunfar por encima de los poderosos, si amaban a Dios y acogiéndose en Él. Pero estando muerto y enterrado Jesús, el desengaño parecía tan evidente como su desaparición de entre los vivos. Sin duda, Jesús y su enseñanza habían aparecido como una bocanada de aire puro y fresco en la atmósfera contaminada y viciosa de un mundo judío, olvidado ya casi completamente de la ley del Señor y obsesionado con el cumplimiento de preceptos ridículos. De todas formas su brusca desaparición, tan notoria y humillante, parecía confirmar la autoridad –de siempre, por otra parte– de los escribas y fariseos, aunque fueran, de hecho, los impulsores eficaces e interesados de esas prácticas en ocasiones tan vacías.
El desánimo en los apóstoles de Jesús no podía ser mayor. Sin embargo, no consintió Jesús que permanecieran en ese estado demasiado tiempo. Él mismo vino en su ayuda, como cuando tuvieron miedo en el lago por la tempestad. Y esta vez, glorioso ante ellos confirmando con su presencia el triunfo que echaban de menos, volvía a ser para sus discípulos el de siempre. Y fueron de nuevo actuales la seguridad que sentían con Él y la admiración que se había despertado en ellos tantas veces con ocasión de los grandes milagros. Deseaba Jesús que quedaran bien persuadidos de que era Él mismo: el mismo que había sido tan injustamente humillado y muerto. Deseaba que comprendieran cómo todo había sucedido en cumplimiento de las Escrituras que desde el tiempo de los Patriarcas se referían a Él. Quería, en fin, mostrarles, con la evidencia de su muerte y su resurrección la prueba más definitiva de su divinidad.
Ya no tenían dudas. En adelante confiarían plenamente en la palabra y el poder de Jesús, muerto y resucitado; porque ellos mismos, en persona, eran testigos para siempre de su muerte y de su resurrección. El propio Jesús les hace considerar la gran realidad de la que son testigos: Vosotros sois testigos de estas cosas. Y una vez más les recuerda el sentido de su presencia, como Hijo de Dios, en el mundo de los hombres: su pasión, muerte y resurrección –y antes su enseñanza– habían sido para nuestra salvación. Ellos, los discípulos que Él había escogido, quedaban con la misión de dar testimonio por todas partes de lo que habían visto y oído. Sobre los apóstoles recayó la tarea de difundir entre la gente que el Creador del mundo ha querido ser el Padre de los hombres; y de persuadir a todos que es responsabilidad de cada uno arrepentirse de lo que no es conforme a su voluntad en la vida personal y convertirse a Él.
La madre de Jesús y madre nuestra, Santa María, es la primera testigo –y la más eficaz– de la salvación que quiso Dios traer al mundo: mi alma proclama la grandeza del Señor (...), su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen, proclama gozosa. Y también nosotros, apoyados en su intercesión ante Dios en favor de sus hijos, queremos ser testigos gozosos del Evangelio de Jesucristo.
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