Domingo, 24 de mayo de 2009

Testimonio de una carmelita descalza publicado en folleto para la celebración de la Jornada de Vida Consagrada Contemplativa el 7 de Junio de 2009, recibido en la parroquia con los materiales para ese día (EDICE).

Desde un Carmelo Descalzo
 

 

Preguntar a una monja carmelita por qué lo es, qué la ha llevado al claus­tro, a la vida contemplativa, es algo que quizá puede hacer sonreír, pero tras la sonrisa de una descalza se esconde un secreto, el secreto de una historia de Amor. Una carmelita descalza es un alma enamorada. Un día el Hijo de María la enamoró, y ella se dejó prender en sus redes, y de la mano de su Madre, que le levantó el velo, pudo ver su Corazón blando, manso, humilde y paciente. Fue Él, el Hijo de Dios, el que la llamó y le abrió la Casa de su Madre, el jardín de santa María, ese huertecillo cerrado donde mora el Dios Vivo, percibido en ese viento suave y delicado de nuestro padre san Elías; esa Montaña Santa en donde se oyen resonar las frescas palabras de nuestra ma­dre santa Teresa: «el estilo que pretendemos llevar es no sólo de ser monjas, sino ermitañas, y así se desasen de todo lo criado».


Sí, la carmelita es una ermitaña, una ermitaña de la Virgen María a quien está consagrada, a quien pertenece desde su entrada en su palomarcico. Desde que aprende la monja a hacer su celdilla en el Pecho de esta Madre dulcí­sima, empieza a serlo de veras; su santo escapulario son los brazos purísimos que la asen a su regazo, y le hacen sentir que el yugo de Cristo es suave y su carga ligera; así se pierde en María para encontrarse en Jesús, ese Jesús cuyo Espíritu clama en ella «Abba, Padre».


La carmelita es feliz en su Carmelo, inmensamente feliz. Con frecuencia se siente indigna, muy indigna de estar en este lugar sagrado, por eso se descalza, porque la tierra que pisa es santa, porque sabe que está ante la zarza ardiente, que Dios la llama a hablar con El cara a cara, y necesita dejarlo todo y dejarse a sí misma para volar libre y ligera hasta el Corazón de su Señor. Por eso permanece siempre en «su sitio», su nido, su amada celda. Desde su celda contempla el pedacito de cielo que se ve desde el Carmelo, y piensa cuán atinada estuvo su santa Madre al decir: «Esta Casa es un Cielo, si lo puede haber en la tierra, para quien se contenta sólo de contentar a Dios y no hace caso de contento suyo.»


En su celda no hay nada, es pobre, muy pobre, por eso sospecha que le gusta tanto a Dios. Y sueña la carmelita con Cristo pobre, y el corazón se le ensancha y lo vierte en su Esposo, y con El trata de amores y le canta y le lla­ma: ¡Ven, Señor Jesús! Ama a su Dios sobre todas las cosas y ama por todos y cada uno de sus hermanos los hombres. Ora intensamente por los que hablan a los hombres de Dios, mientras ella habla a Dios de los hombres.


Sabe que es como la raíz de un bello rosal, por eso desaparece. Su presencia es oculta y silenciosa, pero real; ella sabe que cuanto más profundice en el arte
divino de esconderse, que cuanto más hondo sea su sacrificio y su silencio, más fecundo será su apostolado y más auténtica y genuina su vida carmelitana.


Se siente dichosa de vivir en todo instante de una vida sólo para Dios. ¿No es acaso Él digno de que haya almas que se le consagren así, para vivir dedicadas sólo a su amor y su culto? Así se siente feliz al ser llamada a esta vida esponsal, y este amor la impulsa a inmolarse sin descanso por la Iglesia y sus pastores, por la extensión del Reino de Dios en el mundo. Y es que en el pecho de la descalza bulle un corazón sacerdotal. Y acaricia el ideal de ser madre espiritual de todos los sacerdotes del mundo, de los capitanes de este castillo. Y suplica a su Ma­jestad le conceda dar su vida por ellos, para presentárselos a su Esposo como el fruto fecundo de su Amor. «Por ellos me consagro yo...». Y aletea el espíritu de su Madre Fundadora que pone a sus sacerdotes y Príncipes de la Iglesia como el centro de una llamada y una misión: «Y cuando vuestras oraciones y deseos y disciplinas y ayunos no se emplearen por esto que he dicho, pensad que no hacéis ni cumplís el fin para que aquí os juntó el Señor». Para ello aspira a la perfección de la caridad, guardando su corazón sólo para Cristo, con el fin de poder llegar a transformarse por amor, en Él, para poder gozar de su Esposo amado, que es el Tesoro escondido en el campo de su alma.


Todo es pobre en los carmelos, todo en ellos recuerda al santo portalico de Belén, y así la Santa Madre apremia amorosamente a vivir esta virtud evangé­lica «en casa, en vestidos, en palabras y mucho más en el pensamiento». Su pobre hábito de sayal, su capa blanca y sus pies descalzos le recuerdan que es toda de Cristo al que ama, al que quiere imitar por el camino del Evangelio, es un eco de la coplilla teresiana: «Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene, nada le falta; sólo Dios, basta.»


Se puede ser feliz sin nada en absoluto, sólo con Él, que llena nuestras almas y nuestros días de un amor incomparable y «compañero nuestro es en el Santísimo Sacramento». Y quiere la carmelita imitarle, y seguir ese camino real de silencio, ocultamiento e inmolación de nuestros sagrarios, y así se siente inmensamente feliz de ser la lámpara viva que se gaste a sus pies. «Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche...», y se pierde en el amor de Dios.


La labor de manos sencilla —que no ocupe la mente—, la oración, la Eu­caristía, la Liturgia de las Horas, el silencio y el recreo, nos recuerdan que nuestra vida es un reflejo de Nazaret, y de la Virgen María que nos grita en el hondón del alma que en esta casa lo primero es Dios, que Él es el cen­tro, nuestro corazón y nuestra vida. «Puede representarse delante de Cristo y acostumbrarse a enamorarse mucho de su sagrada Humanidad y traerle consigo y hablar con El... sin procurar oraciones compuestas, sino palabras conforme a sus deseos y necesidad.»

 

Y así siente la monja descalza fluir de sus labios esta sencilla oración: Bendito Carmelo, donde reinan la Caridad y el Amor, ¿cómo te pagaré tantos beneficios?


Decir Carmelo, es decir oración y también decir Caridad, la más pura ca­ridad evangélica. Los palomarcicos de la Virgen Nuestra Señora son casas lle­nas de equilibrio humano y sobrenatural. El perfume y el calor de Jesús invade el Carmelo y el distintivo de sus discípulos reina entre sus esposas. Este es el cimiento del «estilo de hermandad» legado en herencia por la Santa Madre. La carmelita percibe dulcemente la sorpresa de las almas que se acercan a sus rejas y sienten la alegría que brota de dentro. ¿Cómo no estar alegre, cómo no irradiar una gran alegría si Cristo las llena desde dentro?


La soledad y el silencio no impiden la comunión fraterna, sino que la vi­gorizan y la hacen sólida y ardiente de caridad.


En su vida comunitaria la carmelita es una «cristiana en acción», que pasa de puntillas por el convento, haciendo el bien y llevando prendido en el alma el Mandamiento Nuevo, siempre en aras de la santa obediencia, virtud muy querida para ella, pues le transmite, juntamente con la regla, constituciones y costumbres santas, lo más sagrado y lo más importante para ella: la Voluntad Divina, que es lo mismo que decir el mismo Dios. Así se sirve de los signos externos inspirados por el Espíritu Santo como medio y trampolín para saltar a su Dios, y vivir hacia dentro, hacia el interior del castillo donde ocurren las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma.


¿Qué más puede decir una carmelita? Dar gracias y mil gracias por el don de la vida contemplativa, que le ha enseñado a amar como Cristo y que es realmente fuente y llama de amor viva, foco luminoso para que el mundo no pierda la capacidad de amar.


Esta es la perla preciosa; este el tesoro escondido, la preciosa margarita que un día se nos dio en herencia y que no acaba aquí, sino que se prolonga­rá en un amor eterno. «¿Qué será cuando veamos a la Eterna Majestad?», si aquí de tanto quererle, ¡qué dulce se hace la vida!


Si la intimidad divina es el carisma y el apostolado específico de la carme­lita descalza, ¡qué gozo saber que está llamada a saborear, ya desde ahora, la vida del Cielo!


«¿Quién os trajo acá, doncella del valle de la tristura?: Dios y mi bue­na ventura». Dios, María, Cristo, ese Cristo cuyo Espíritu clama en nosotros: «Abba, ¡Padre!».

 

Una hija de santa Teresa

 


Publicado por verdenaranja @ 21:36  | Pastoral Vocacional
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