Jueves, 28 de mayo de 2009

Homilía de monseñor Jorge Luis Lona, obispo de San Luis, en el Te Deum celebrado en la catedral por el 25 de Mayo de 2009(AICA).

 

Nos hemos reunido en el Día Patrio para escuchar y meditar la palabra de Dios, y comprendiendo esa palabra, alabar y agradecer a Dios. Eso significa el término Te Deum.


Conservamos así una tradición que viene del primer aniversario, en 1811.


Podemos vivirla en la fe, o estar aquí como simples participantes en un acto protocolar. En ambos casos, Dios nos habla y nos contempla con amor. Nos ofrece el verdadero bien de todos nosotros, como personas individuales y como compatriotas argentinos.


Es el regalo de su amor, para ser recibido en la libre respuesta de nuestro amor.

Para eso nos creó libres. El Todopoderoso no es prepotente. No obliga por la fuerza a nadie, y llama a todos.


Dios no necesita nuestra alabanza ni nuestro agradecimiento. Son actitudes que necesitamos nosotros. Lo que no se alaba se desprecia. Lo que no se agradece se rechaza. Y así se pierde el don de Dios.

Los argentinos nos hemos vuelto incomprensibles para el mundo, y también para nosotros mismos. Hemos recibido dones naturales y humanos extraordinarios. Un inmenso y rico territorio, y el don de ser un crisol de pueblos, americanos y europeos, dotado de talentos descollantes. ¿Qué hemos hecho con esos dones?


De crisis en crisis, de ilusiones incumplidas a ilusiones destruidas, nos amenaza hoy un amargo pesimismo. Las promesas electorales siguen siendo grandes, pero flota un desánimo que se disfraza de realismo o de relativismo burlesco: aquí nada es mejor, todo es lo mismo, y los argentinos sólo somos capaces de "más de lo mismo”.


Es el camino fatal de nuestra soberbia argentina fracasada, que no quiere reconocerse como tal. No es casual que ese tema reaparezca con frecuencia dolorosa en el repertorio de chistes latinoamericanos. "¿Cual es el mejor negocio del mundo? Comprar a un argentino por lo que vale, y venderlo por lo que cree valer”.


La soberbia, el peor de los pecados, es la corrupción de una gran virtud. Ya lo sabía el mundo pagano: la soberbia es la búsqueda desordenada de la propia grandeza. La búsqueda ordenada de alcanzar todo lo que podemos ser es la virtud de la magnanimidad. Es el alma humana verdaderamente grande, porque su anhelo de grandeza comienza por agradecer y alabar el don recibido de Dios.


Y lo contrario, es el absurdo intento de ponerse en el lugar de Dios. Lo dice nuestro lenguaje popular cuando hablamos de alguien notablemente soberbio: "Ese, se cree Dios".


Todos somos llamados a la magnanimidad, y todos podemos desordenarnos en la soberbia. Porque lo dicho anteriormente no significa que la religiosidad nos vuelva automáticamente humildes. Puede suceder lo contrario. Un obispo puede dejarse vencer por la tentación de la soberbia, como cualquier dirigente civil.


Pero hay un remedio que nos ha enseñado el humildísimo Jesucristo: aceptar como El las humillaciones que Dios permita en nuestra vida. Defender la justicia, humildemente, y así salvar el amor y la paz. Las humillaciones pueden volver loca de furia a nuestra soberbia herida, pero Dios quiere que sean heridas salvadoras.


Y a nosotros, pecadores, esas humillaciones nos hacen capaces del humilde examen de conciencia, y de la confianza en que el amor de Dios vendrá en ayuda de nuestra debilidad, para poder vivir una vida nueva.


Todo esto tiene que ver con este día, y con el destino de la patria. Somos hoy un pueblo humillado por el fracaso de los intentos de concordia y de plena justicia, por el fracaso en la búsqueda de una vida institucional auténticamente republicana y democrática. Dios quiere que todos, aún los que no creen en El, asuman esta humillación con humildad. Y eso significa una verdadera autocrítica personal y comunitaria que nos ayude a tomar conciencia de tantos dones malgastados. Y al agradecerlos volver a confiar, contra todo pesimismo, en la verdadera grandeza que podemos alcanzar.


Aquel leproso agradecido que fué sanado por Jesucristo, había sufrido una vida de terrible humillación. Ser leproso, en aquel tiempo, era quedar absolutamente excluido y desvalorizado por el resto de la sociedad.

Pero el humillado creció en la humildad, y con esa humildad fué capaz de recibir el don de la fe, la salud del alma para la eterna salud del cuerpo.


Tal como agradeció aquel hombre, así hoy nos llama Dios a recibir los dones de la humildad y de la fe, en la acción de gracias


Mons. Jorge Luis Lona, obispo de San Luis

 

 


Publicado por verdenaranja @ 22:49  | Hablan los obispos
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