VATICANO - “Ave María” por mons. Luciano Alimandi - El Año Sacerdotal
Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) – El Año Sacerdotal inaugurado por el Papa Benedicto XVI es una gran ocasión de gracia, sobre todo para nosotros sacerdotes, para hacernos redescubrir y profundizar la vocación de servidores del Señor. “No me habéis escogido vosotros a mí, sino que yo os he escogido a vosotros” (Jn 15, 16), Jesús dice claramente a sus primeros apóstoles – y así también e los apóstoles de todos los tiempos – que la llamada sacerdotal surge de su Corazón. No es una iniciativa de los hombres sino de Dios.
La raíz de toda auténtica vocación debe ser, por lo tanto, buscada sólo en Él: “el Señor desde el seno materno me ha llamado, desde el seno de mi madre ha pronunciado mi nombre” (Is 49, 1). Lo sabemos, el principal objetivo por el que hemos sido llamados, lo podemos encontrar siempre y solamente en la Palabra de Jesús. Él nos ha llamado y Él nos ha hecho conocer claramente su Voluntad acerca de nosotros. San Pablo sintetiza así la Voluntad de Dios, válida para todo cristiano y, por lo tanto, con mayor razón para todo sacerdote, que debe ser un pastor para las almas que le son confiadas: “esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación” (1Ts 4, 3).
El sacerdote no debería olvidar que el fin de su llamada es justamente la santidad. ¿Cómo se podría, en efecto, llegar a ser amigos de Jesús sin imitar sus virtudes, a partir de las centrales de su Corazón? “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29). Cuántos pasajes del Evangelio subrayan el ardiente deseo de Jesús de que sus discípulos anhelen la santidad. “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48). Si la razón más profunda de la llamada al sacerdocio no puede ser sino la santidad, entonces se hace imperativa para todo ministro sagrado, la tensión cotidiana hacia la conversión de vida. La santidad sacerdotal, en efecto, como toda otra santidad de vida, es necesario “conquistarla”, día tras día, incluso en medio a tantos límites y fragilidades humanas.
El camino de conversión no debe ser nunca interrumpido porque, si esto ocurriese, la energía espiritual del sacerdote disminuiría peligrosamente hasta el peligro del colapso: cuando faltan las fuerzas para seguir adelante. “Seguir adelante” significa, ante todo, no dejar de combatir contra el propio egoísmo, en el sacrificio del propio “yo” y de sus múltiples intereses que llevan lejos de los intereses de Dios. El Evangelio, en efecto, pone como condición esencial para “seguir” a Jesús justamente esta negación: “si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga” (Mc 8, 34). El más grande combate espiritual del sacerdote, consiste en olvidarse a sí mismo, para no anteponer nada a Jesús. “Tu te preocupas y te agitas por muchas cosas, pero una sola cosa es necesaria. María ha escogido la parte mejor, que no le será arrebatada” (Lc 10, 41-42). La única cosa necesaria para un sacerdote es Jesús. Si se desea imitarlo verdaderamente, el Señor no permitirá nunca que se permanezca sin Él, que se pierda el bien tan precioso de la gracia.
Nadie puede quitarle a un alma la intimidad con Jesús. Sólo el alma misma puede hacerlo, si comienza a descuidar la vida de comunión con Dios, nutrida por los sacramentos y por su Palabra meditada y vivida, acompañada por una auténtica vida de oración y de caridad. La amistad con Jesús es la meta primaria de la llamada al sacerdocio, de la que depende todo lo demás: “vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os he mandado... Os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 14ss). Si en lugar de las palabras de Jesús ponemos las nuestras, anteponiendo nuestros intereses humanos a sus intereses divinos, si nos trazamos objetivos que no son inspirados por Él sino por el mundo, entonces dejamos de ser “amigos” y se comienza a ser traidores. No es el sacerdocio ministerial que se desnaturaliza, sino el ministro que pierde el “sabor” (cf. Mt. 5, 13) y la irradiación de esa extraordinaria “amistad” que Jesús le había ofrecido llamándolo a sí, “para que estuviera con Él” (Mc 3, 14). Se puede entonces decir que se aprende a ser aquello que se debe ser, es decir sacerdotes, sólo “estando con Jesús”. “Permaneced en mi amor” (Jn 15, 9), esto lo ha pedido Jesús a los primeros apóstoles y esto le pide a todos los demás. “Permanecer” es un verbo que nos remite al misterio eucarístico: Él permanece con nosotros en la Eucaristía, para que también nosotros permanezcamos con Él.
El Santo Padre Benedetto XVI ha hecho de la exhortación a la amistad con Jesús el punto central de su Magisterio. Muchas veces ha recordado a los sacerdotes que es de la intimidad con Dios que depende todo lo demás. Sin una auténtica vida de oración, que termina en la cotidiana, digna celebración de la Santa Misa y en la adoración de la Santísima Eucaristía, no puede haber santidad sacerdotal y verdadera fecundidad apostólica. Sólo unido a la vid el sarmiento da fruto, de otro modo se seca (cf. Jn 15, 4ss).
El Papa Benedicto XVI señala a los ministros sagrados la lógica eucarística como modelo de pensamiento y de vida: “Sólo de la unión con Jesús podéis obtener la fecundidad espiritual que genera esperanza en vuestro ministerio pastoral. San León Magno recuerda que ‘nuestra participación en el cuerpo y la sangre de Cristo sólo tiende a convertirnos en aquello que recibimos’ (Sermón 12, De Passione 3, 7: PL 54). Si esto es verdad para cada cristiano, con mayor razón lo es para nosotros, los sacerdotes. Ser Eucaristía. Que este sea, precisamente, nuestro constante anhelo y compromiso, para que el ofrecimiento del cuerpo y la sangre del Señor que hacemos en el altar vaya acompañado del sacrificio de nuestra existencia. Cada día el Cuerpo y la Sangre del Señor nos comunica el amor libre y puro que nos hace ministros dignos de Cristo y testigos de su alegría. Es lo que los fieles esperan del sacerdote: el ejemplo de una auténtica devoción a la Eucaristía; quieren verlo pasando largos ratos de silencio y adoración ante Jesús, como hacía el santo cura de Ars, al que vamos a recordar de forma particular durante el ya inminente Año sacerdotal” (Benedicto XVI, homilía en la solemnidad del Corpus Domini, 11 de junio de 2009).
Quién más que la Virgen María, “Mujer Eucarístca” y Madre de los sacerdotes, puede enseñarnos esta lógica eucarística: perderse a sí mismo para recibirlo a Él; quien más que Ella puede ayudarnos a seguir el camino de la “expropiación” de nosotros mismos, para que “Cristo viva en nosotros” (cf. Gál 2, 20) (Agencia Fides 24/6/2009; líneas 71, palabras 1136)