Por gentileza de Carlos Peinó Agrelo, peregrino, cursillista, colaborador en la Positio super virtutibus del Siervo de Dios Manuel Aparici.
MANUEL APARICI
EN UNA HORA DIFÍCIL DE ESPAÑA
POR JOSÉ ARTIGAS
I. Un hombre estrictamente de Dios
El nombre de Manolo Aparici me era familiar ya antes del Alzamiento Nacional, por la admiración que le tenía mi primo Antonio Rivera, a quien se la tenía yo, por mi parte, ya entonces, grande; pero en persona no tuve ocasión de conocerlo hasta el invierno de 1939, creo, o quizá del cuarenta.
Lo que recuerdo muy bien es que era una noche fría de aquel Madrid ya abierto y libre del acoso revolucionario marxista, la utopía de cemento sin luz ni libertad, pero aún áspero, de la inmediata posguerra, el Madrid pobretón que ya nos sabíamos, con todos sus rasgos negativos acentuados, tras los tres años rojos de hambre y terror en que terminaba la II República.
En sus iglesias reabiertas, con sus dependencias mal acondicionadas todavía, sin superar del todo algunos aún una cierta sensación de clandestinidad, nos reuníamos otra vez los Jóvenes de Acción Católica para celebrar nuestros círculos de estudios, entonces no en boga, sino de riguroso precepto, y hablar y discutir sobre actividades y proyectos, antes o después de algún tiempo de oración. A veces, por ejemplo, durante una noche entera ante el Santísimo.
En una de estas sesiones de adoración nocturna —con minúscula—, tal vez ya entonces en la vigilia de la Inmaculada, con el cuello del abrigo subido y una boina hasta los ojos, la noche ya bien avanzada, se presentó en la desamueblada estancia inhóspita, cargada de humazo, pero gélida, donde descansábamos entre turno y turno de vela Manolo Aparici, Presidente Nacional, acompañado de alguien más que no recuerdo. Venían, con toda seguridad, de alguna otra parroquia cercana, quizá San Martín. La ronda, después de San Ildefonso, continuaría por Maravillas y otras y otras —a pie, desde luego, y, por supuesto, en ayunas, porque entonces regía lo de «la noche antecedente»— hasta el amanecer, en que se celebraba la misa en todas y nos íbamos cada uno a nuestra casa a desayunarnos, dormir un momento para poner un poco a tono el cuerpo y empezar a vivir el nuevo día.
Aquella noche no me fascinó Manolo. No tenía un pronto espectacular. Uno, al fin y al cabo, estaba en la Facultad de Filosofía más atento, quizá en exceso, a otras músicas diferentes, sin duda elevadas también, pero menos celestiales, desde luego. Sin embargo, no dejé de fijarme en la atención que despertaba y la evidente autoridad que se le concedía, aunque tampoco era cosa de sor- prenderse demasiado habida cuenta de que era, sin la mínima duda, superior a todos en edad, dignidad y gobierno. Ahora pienso que aquella noche tendría un interés concreto en hablar con quienes fuera de algunas cuestiones determinadas, y yo, nuevo en la plaza, no figuraba en su agenda con nombre propio, porque, como después aprendí, Manolo solía ser muy concreto en sus objetivos y no daba paso inútil ni decía palabra de más, aunque no fuese lacónico, ni cosa parecida. Mucho después supe, por él mismo, de lo que llamaba «predicar desde la barca de Pedro».
Al principio del capítulo V del Evangelio de San Lucas puede leerse que, una vez, estando Jesús junto al Lago de Genezaret, el gentío se aglomeraba en su torno para escuchar la palabra de Dios. El Señor se fijó en dos barcas a la orilla del lago»; los pescadores se habían bajado de ellas y estaban lavando sus redes. Subiendo en- tonces a una de las barcas, la que era de Simón, le rogó que la apartase de tierra un poco y, sentándose, desde la barca, enseñaba a la gente. Manolo comentaba que muy poco de la voz de Cristo podría llegar al relativamente lejano auditorio de la ribera. En realidad, en aquella ocasión, hablaba para Pedro.
Con alguna frecuencia a partir de entonces creí observar que, acertada o no la interpretación de ese pasaje evangélico, él sí hablaba muchas veces en especial para uno o para muy pocos, poniendo acentos y matices muy sopesados en sus palabras, aunque tuviese delante un público plural o numeroso. A eso lo llamaba «predicar desde la barca de Pedro», ajustar la dirección del mensaje pura asegurarse de su eficacia allí donde la pretendía.
Después tuve ocasión de verle y escucharle en la Diocesana, y no sé si ya en el Consejo Superior; pero la gran oportunidad de .conocerlo y tratarlo de cerca me la dio un Cursillo de Adelantados de Peregrino en La Coruña, en septiembre de 1941. Allí convivimos con él, no sé, quizá veintitantos o treinta jóvenes de diversos puntos de España, durante ocho o diez días, supongo; tampoco me atrevo a concretar esta cifra.
Recuerdo de allí y entonces al capellán, un muy joven sacerdote de una gran espiritualidad y muy fácil y bella palabra, don Ricardo Blanco, que falleció hace no muchos años siendo Obispo Auxiliar de Madrid. Y al Vicerrector —magnífico— del cursillo, Ángel Vegas. De propósito renuncio a dar ningún otro nombre, porque podría olvidar demasiados; pero a todos los cuento entre mis amigos y alguna vez pido por ellos.
Al final, a cada uno de nosotros se nos acreditó en un documento personal, que «por la gracia de Dios había vivido intensas ¡ornadas de oración y estudio para impetrar del Señor ser Adelantado de Peregrinos». Nosotros adquiríamos uno por uno, con una cierta solemnidad, el correspondiente compromiso: «Prometo hacer de mi vida un continuo caminar hacia Dios, para que por mí haga el Señor a los jóvenes de España, especialmente a los de la Diócesis a que pertenezco, peregrinos de un eterno camino de santidad. Por la gloria de Santa María, Dios ayude y Sant-Yago». «Si así lo haces, que Dios te lo premie, y si no, te lo perdone», nos había ido contestando antes de entregarnos firmado a cada uno el oportuno carné, en cuya portada lucía una finísima viñeta con el crismón en tinta roja y una concha jacobea en negro, sobre él palo de la rho. No sé ya por iniciativa de quién, pero por entusiasta unanimidad, acordamos adoptar el nombre de «Manuel Aparici» para nuestra promoción.
Todos los primeros planos que en La Coruña iba obteniendo de Manolo confirmaban de modo categórico, una y otra vez, que ante todo era un hombre religioso. Recuerdo su estampa en la capilla. Allí estábamos un haz de jóvenes dedicados con todo rigor a nuestra ocasional tarea. La devoción y el silencio eran la norma durante la misa, las meditaciones o cualquier otro acto de piedad o estudio, por supuesto. A mí me impresionaba, sin embargo, la excepcional concentración que se advertía en Manolo. Me hacía recordar la anécdota de aquel indito que, junto al misionero en oración, pedía silencio a sus compañeros, porque «¡Está hablando con Dios!». Eso me parecía a mí de Manolo, de rodillas, inmóvil y abstraído, fuera del tiempo y el contorno. Pero regresaba, claro. En el cursillo todo tenía que ir puntual y con orden, como iba. Lo que no parecía es que después fuera «otro». No, siempre era él, idénticamente el mismo; no había transfiguración.
Con nosotros después, á renglón seguido, cambiaba el interlocutor, la actitud física, pero me atrevo a decir que, de alguna manera, podría adivinarse que no interrumpía su peculiar íntima gravitación hacia Dios. Al revés, más bien habría de afirmarse que provocaba en su torno una especial «presencia de Dios» que se nos imponía a todos y hacía entender la expresión paulina, que dejo en latín para no renunciar a la, en este caso, impagable equivocidad del verbo sum: «In ipso enim vivimus et movemur et sumus».
Su figura física no estaba hecha de trazos notables ni llamativos. Más bien alto que bajo, enjuto, con rasgos aristados, ahora pienso si ascéticos, en su fisonomía y un gesto atractivo, simpático, benévolo, afectuoso, siempre acogedor, no sin un algo entre burlón y escéptico allá en el fondo. Era un hombre que estaba de vuelta de muchas cosas, casi todas, y categóricamente de ida de la única que importa. Y hoy se ve todavía más claro, a los treinta años de su muerte. «Ya ves, todo lo de este mundo es sombra que pasa, sólo la Palabra permanece para siempre», me escribirá muchos años después, en muy triste ocasión para mí.
No hacía falta demasiado trato con él para advertir que era un hombre estrictamente de Dios, y yo diría que en tres sentidos: un hombre para, hacia; que trae un mensaje, viene de y, hasta Donde se puede juzgar, un hombre habitado por la gracia: «Es Cristo quien vive en mí». A partir de aquí se entiende su paz, su afabilidad, su temple, su peculiar cálida indiferencia.
II. Esta nada común religiosidad
Esta nada común religiosidad y devoción de Manolo tiene su historia concreta y un origen y desarrollo más o menos bien conocidos. Nunca llegó a ser un descreído total, por supuesto; ni un empecatado, creo yo, por lo que entiendo de lo que algunas veces le escuché; pero sí pasó algunos años tan alejado de la práctica religiosa como para poder utilizar de algún modo el término «conversión », ni referirse a su regreso a ella.
Resulta que muy temprano ya, con veinte años, «tenía ya despejado su porvenir y una categoría en la vida», en expresión que él mismo vendría a utilizar después. Pero eso lo había alcanzado a costa de una etapa de trabajo muy duro, y eso explica en notable medida el ablandamiento posterior, y que, en expresión de la época, se aplicara después, tan pronto como pudo, de manera fundamental o exclusiva, a la tarea de «divertirse». Y nunca empleado el término con mayor propiedad.
SI yo tuviera memoria, podría enumerar la dedicación de cada día de la semana, porque él sí la recordaba, claro, y más de una vez salió a colación. Me es imposible reconstruir con exactitud su agenda de entonces, pero sí creo poder dar una relación aproximad»: Por de pronto, era un asiduo de «las tardes del Ritz», los sábados .me parece; domingos y jueves la cosa consistía en algo parecido, té con baile —thé danqant— otra vez, pero en el Palace; «el lunes, o más bien el miércoles, no sé bien, el estreno en el Cine Royalty, en, la Calle de Genova; el martes o el viernes el Palacio del Hielo, en la Plaza de las Cortes... El séptimo día no sé, casi seguro otro cine, o baile de nuevo, o iría alguna vez al teatro, o quedaría libre para emergencias... Pero no, creo que no, que no había capítulo de imprevistos. Y lo que desde luego tampoco me suena es que el séptimo día descansara. Ahora, eso sí, manteniendo
siempre un nivel. En el riguroso programa no entraba jamás un bailongo de «señoritas gratis», o taxi girls, ni cosa parecida. Era la vida de un joven de «buena familia» de la época, ni un «pollo pera» quizá, de aquel Madrid en que el trabajo dejaba energías y tiempo libres para actividades posteriores suplementarias.
Así iba girando la rueda de su existencia cuando empezó la conversión, porque tuvo su tiempo y sus plazos, a partir de la indiferencia y la frialdad, la distancia: Manolo, dicho simple y llanamente, no ejercía de cristiano, «no practicaba», como se suele decir. No iba a misa y no le importaba la campanada de no asistir con las autoridades y fuerzas vivas del lugar a la Procesión del Corpus, como era uso a la sazón en Muros, donde estaba destinado, por ejemplo. Ni que se lo reprochasen.
Entre los «consejos e indicaciones» que deja a su sucesor en la Presidencia de la J. de A. C, Antonio García de Pablos —cuartillas de valor excepcional, publicadas como apéndice en la Semblanza Biográfica anónima editada por la Postulación de la Causa de Canonización del Siervo de Dios Manuel Aparici, Madrid, 1994, a la que haré continuas referencias—, puede leerse: «No olvides que M. A. antes de ser joven de A. C. fue lujurioso, frívolo y pecador; pero que Dios puede sacar con su gracia, de las piedras, hijos de Abraham». Pudiera ser no mucho más que una muestra del habitual exagerado rigor con que las almas escogidas suelen juzgarse.
Le escuché más de una vez que el principio estuvo en unos Ejercicios Espirituales, a los que fue de mala gana, haciéndosele muy cuesta arriba, sólo vencido por la insistencia de su madre, preocupada. Y aún no sé bien si por complacerla o por dejar de oírla. Nada esperaba, claro1, de unos curas a los que tenía por aguafiestas profesionales y pájaros de mal agüero. O sin «profesionales», y tal vez «pajarracos», pero la idea era esa, desde luego.
No está segura la fecha, pero debió de ser en 1925. Los Ejercicios, sin embargo, contra toda previsión, hicieron alguna mella. En la Semblanza, se puede leer que, tras ellos, «empezó a amar a Jesús y se inscribió en su Guardia de Honor», así con mayúsculas, No dé qué significa. Ignoro qué entidad pueda ser esa; y si lo es.
A partir de ahí y durante dos años, por lo que se dice, parece que fue «cayendo y levantándose», hasta unos nuevos Ejercicios, también externos, quizá en 1927 —según leo en la misma Semblanza- en los que hizo el propósito de comulgar diariamente durante la Cuaresma. Al terminarlos, además, entró en la Congregación Mariana, Los Luises, y ya da la impresión de que su vida empezó n ser, ya para siempre, otra: Durante los años 27, 28 y 26, «subía hacia Jesús».
Cabe quizás subrayar tres momentos marcados y conocidos en su -digamos- «camino de perfección». El primero es el día de la Inmaculada de 1927, en que recibe la Medalla de Congregante: En su diario de 8 de diciembre de 1939 —siempre según la Semblanza, escribe: «Hoy hace doce años que María me echó los brazos «a1 cuello, me escogió como hijo». Está claro.
El tercero es la decisión de hacerse sacerdote, también puesta por escrito, tomada durante unos Ejercicios Espirituales en Vitoria. E1 16 de septiembre del 32: «Si Jesús no dispone otra cosa, yo por mi parte estoy dispuesto a ser ministro suyo, sacerdote secular, para emplearme todo en la salvación de las almas y satisfacer esa sed que se dignó manifestarme... en aquella vela de Los Luises en los días de Carnaval». Sitio, efectivamente, sería después el lema que adoptase en su ordenación en 1947.
Por cierto, sólo un mes después, el 17 de octubre, anota: «Hoy he empezado a dar clase de latín». En aquel entonces era inconcebible su destitución, después de ser garantía de exactitud, belleza y solemnidad de la Doctrina y la Liturgia durante cerca de diecisiete siglos. Desde 1934, Manolo conservó siempre encendido y muy vivo el recuerdo de miles y miles de voces heterogéneas.
Unánimes en el canto del Credo in unum Deum. Patrem omnipotentem, en San Pedro de Roma. Era la percepción inmediata y directa de la universalidad de la Iglesia, la catolicidad, una experiencia que me deseaba y animaba a procurarme.
La tuve no pocas veces muchos años después durante mi estancia en Roma y nunca dejé de pensar en Manolo. Recuerdo con
especial viveza las dilatadas y solemnísimas ceremonias de Canonización de Santos, de entrega de birretas a nuevos Cardenales o alguna sesión pública del Concilio, el grandioso templo iluminado y lleno por los vistosos trajes, ritmos y músicas de pueblos exóticos. Yo mismo asistía desde la tribuna asignada al Cuerpo Diplomático, rodeado por consiguiente también de extranjeros de: las más diversas procedencias. De pronto se hacía la unanimidad: Credo in unum Deum, o Pater Noster qui est in coelis.
Recuerdo también mi primera llegada a Alemania —Góttin- gen— tangente a su ecuador el siglo. Todas las palabras me eran extrañas, salvo el pequeño haz que constituye el léxico técnico de la filosofía... Hasta que entraba en un templo y escuchaba: Introibo ad altare Dei, como si el sacerdote contase ya de antemano conmigo. Como en la verídica anécdota de la aldeana en el extranjero: «El Sr. Cura era el único que hablaba en español». La Iglesia, donde nadie era forastero.
Sin concretar la fecha, queda en medio el segundo momento, la «vela de Los Luises», a la que hay que reconocer, sin duda, alguna trascendencia. La relata, aunque sin referirse al lugar, ni al Carnaval, Carlos Castro, fervoroso germanista, después fervoroso sacerdote, «vocación tardía» guiado por Manolo en sus primeros pasos hacia el Seminario. Cuando los presenté uno a otro, en los primeros años cuarenta, ninguno de los tres podíamos imaginarnos que, llegada la hora, iba a ser Carlos quien estuviese junto a él para revestirle por última vez con los paramentos sacerdotales.
«A él —Manolo, claro— le tocaba el turno de adoración una tarde y por espacio de una hora. Ya tenía la velada organizada para después de su adoración, irse no sé si a un baile o algo parecido. Hizo su turno de vela, y el siguiente, el que había de sustituirle no se presentó. Como él luego contaba, "no tuve cara para dejar al Señor solo". Pero lo curioso es que el siguiente al siguiente tampoco se presentó. Y Aparici siguió tres horas en adoración silenciosa. Ya no era tiempo de cumplir sus deberes sociales. Salió ya de noche, pero transformado. "Dios y sólo Dios; lo demás es frivolidad, aunque sea inocente". Desde entonces su vida cambió radicalmente, Fue el místico de la Acción Católica y el con-templativo «apasionado»..
Como los vértices de un triángulo una circunferencia, estos tres momentos determinan el encuentro de un hombre con Dios. Con intención evito decir un alma. Está claro y lo explica muy bien la vigente Escolástica, philosophia perennis por otro nombre, el de Leibnitz,: no es el ojo el que ve, ni el entendimiento el que entiende, ni la voluntad la que quiere; sino el hombre a través de, mediante la vista, el entendimiento o la voluntad: actiones sunt suppositorum. La acción es de la persona. Con todo, hay acciones que se realizan con la conciencia en carne viva y otras que se llevan a cabo con absoluto despego, como con ella ausente, tal que «viendo no ven y oyendo no oyen».
Es como una ilustración de la parábola del sembrador, que acude a la memoria: una parte de la simiente fue a dar a la orilla del camino y se la comieron los pájaros del cielo; otra sobre el pedregal, y se secó: otra entre los espinos, que la sofocaron; pero otra cayó en buena tierra y dio el ciento por uno.
El encuentro de Manolo es total. Ha escuchado la palabra de Dios y Ia ha acogido en su intimidad «no sólo con el entendimiento, sino con el hombre interior entero», como quiere Kierkegaard, como «aparte de su oratoria, gesticulaba el Crisóstomo, «con su total existencia», y da fruto abundante. No se si sobra o importa decir que ello significa ya una dimensión fundamental y estrictamente religiosa y cristiana, y que el Dios que descubre no es la conclusión de un razonamiento, ni una necesidad metafísica, el Acto Puro, ni lo Absoluto.
El proceso no empieza con una preocupación intelectual, espiritual, sentimental; tampoco una necesidad de trascendencia, desde el desencanto o el naufragio. Hoy, casi tres cuartos de siglo después, entre nosotros incluso, es más frecuente la búsqueda de un asidero a partir de una vida que resulta seca, vacía, en precariedad, necesitada en suma. Y nos sorprendemos de la repentina devoción por Sydahrta, el viaje a Katmandú, o la entrega al Islam, de almas a las que lo que les ocurre, ni más ni menos, es que no se aguantan dentro de su propia piel y sólo les llega un borroso cristianismo social de mercado.
Da la impresión de que a Manolo le sorprende la luz antes de advertir las tinieblas. La radical insuficiencia de su vida la ve des- pués, cuando ya la ha dejado atrás. Vale la metáfora de la luz y la sombra: La sombra es producto de la luz. Cabe pensar que, cuando comienza su vela al Santísimo, no acaba de ser consciente de que, al terminarla, todo lo que en realidad tiene por delante es ir a «comprar alegría» a la tienda de la esquina, «zambullirse en la miseria», según sus gráficas expresiones de tiempos posteriores.
Al abrírsele el oído, al darle la luz en los ojos y empezar a ver y oír viendo y oyendo, lo que en realidad ocurre es que sin vacío que medie, ni cuestión filosófica interpuesta, se produce el des- cubrimiento del Dios trascendente y personal del cristianismo. Se trata, me atrevería a decir, de un golpe de gracia, una ráfaga de Fe, que le lleva a Jesucristo. De hecho, los momentos decisivos de su «conversión» se producen en el marco de una especial meditación sobre su propia vida y la de Jesús, como son los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, o durante una vigilia ante la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento. Quizá entonces ni conoce los versos de Santo Tomás: In Cruce latebat sola Deltas, at hic latet simul et humanitas. Jesucristo es la clave, el primer gran des- cubrimiento de su Fe.
Dios se le revela rigurosamente como amor, «que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó de los cielos y fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nació de Santa María Virgen: et homo factus est». Cuando se penetra de veras esta verdad, sólo hay una respuesta posible: «Nadie puede osar desentenderse de la vida de Cristo como de una mera curiosidad —dice Kierkegaard—. Cuando Dios se deja parir y se hace hombre, no se trata de una pintoresca ocurrencia suya. Dios no sale de aventuras. No, cuando Dios hace eso, ese hecho es lo serio de la existencia. Y lo serio es, otra vez, que cada uno adopte una actitud ante ello». «No podía yo impunemente recibir el Evangelio de Jesucristo», escribe Paul Claudel. «Quid retribuam Domino pro ómnibus quae retribuit mihi?», como tantas veces repetiría ante el altar No hay más que la propia entrega total, absoluta y sin condiciones. Así parece vivirlo y entenderlo Manolo.
Ovidio escribe en alguna ocasión: «Video meliora proboque, deteriora sequor». Pero no es fácil acallar la vieja sentencia socrática, «Nadie hace el mal a sabiendas». Tal vez ocurre que se ve, pero no se ve del todo; se sabe, pero no acaba de saberse. El conocimiento siempre resulta insuficiente y precario. Cuando de verdad se ve o se cree, nunca se hace lo peor: «¡Si tuvieras fe como un grano de mostaza ...!». Pero, ¿qué fe tenemos? Padre perdónalos, porque no saben lo que hacen». «Y entonces el dilema es éste —me escribirá en 1964—, o Cristo es Dios o tu y yo y todos esos padres conciliares somos unos solemnes idiotas. Gastar toda una vida en vivir contra corriente de la propia naturaleza y de los criterios de los mundanos, por seguir los criterios de un rústico Nazaretano (sic) que acaudilló a un grupo de rústicos galileos y que terminó ajusticiado, sería una inmensa insensatez si ese Nazareno no fuera el Hijo de Dios que ha venido a salvar a todo hombre venido a este mundo».
Manolo adopta una actitud tal y como Kierkegaard, el precursor del existencialismo, demanda. Manolo Aparici empieza a mirar la realidad entera, la vida, todo lo visible y lo invisible, su propia existencia y el marco en el que se desarrolla, desde la Fe. Cualquiera que sea la presión de la circunstancia, que no era leve, la figura se destaca ante un paisaje que es imprescindible tener muy en cuenta, porque Manolo vive, siente, sufre y acusa la sociedad, el tiempo y el lugar que le tocan y gravitan sobre él, no caracterizados por la monotonía, ni la estabilidad. Nada más lógico: «No te pido que los apartes del mundo, sino que los preserves del mal», se puede leer en San Juan. Años decisivos, cabe decir con Spengler.