Desde el sitio www.missionerh.it nos hacen partícipes del siguiente artículo publicado en su página "Comunidad Redentor Hominis".
LA PALABRA DE DIOS,
FUNDAMENTO DE LA MISIÓN CONTINENTAL
Leemos en el Documento de Aparecida: "Entre las muchas formas de acercarse a la Sagrada Escritura, hay una privilegiada a la que todos estamos invitados: la Lectio divina o ejercicio de lectura orante de la Sagrada Escritura. Esta lectura orante, bien practicada, conduce al encuentro con Jesús-Maestro, al conocimiento del misterio de Jesús-Mesías, a la comunión con Jesús-Hijo de Dios, y al testimonio de Jesús-Señor del universo. Con sus cuatro momentos (lectura, meditación, oración, contemplación), la lectura orante favorece el encuentro personal con Jesucristo al modo de tantos personajes del Evangelio" (n.º 249).
En este punto, como en otros, el Documento de Aparecida ha acogido las indicaciones del Discurso Inaugural de Benedicto XVI, allá donde el Papa afirma: "Hay que educar al pueblo en la lectura y la meditación de la Palabra: que ella se convierta en su alimento para que, por propia experiencia, vea que las palabras de Jesús son espíritu y vida. ... Hemos de fundamentar nuestro compromiso misionero y toda nuestra vida en la roca de la palabra de Dios" (n.º 247).
En efecto, la experiencia personal de fe se alimenta de la palabra de Dios y se vive en la Iglesia. Por eso, es absolutamente necesario que cada fiel lea la Sagrada Escritura, pero, como la lee y la ha leído durante siglos la Iglesia.
La lectura orante de la Sagrada Escritura
La gran tradición patrístico-monástica ha visto, en la lectura de la Palabra, la primera etapa de su proceso de comprensión, para que crezca la vida espiritual del hombre. La segunda etapa es la meditación, como inteligencia de la Palabra escuchada. Aplicar la inteligencia quiere decir comprender también la gramática, el vocabulario, los géneros literarios, etcétera.
La oración, tercera etapa, es un diálogo con Dios, y no el esfuerzo del hombre para encontrar a Dios. Es Dios el que ama y llama al hombre, quien debe responder a esta llamada. Es Dios el que baja para que el hombre pueda subir hacia Él. Por eso, nuestra oración podrá ser auténtica y eficaz, solo si ponemos como punto fundamental de referencia la lectura de la palabra de Dios; es decir, Dios que nos habla.
Para que la palabra que pronunciamos sea verdaderamente palabra de Dios, en el sentido de un genitivo subjetivo (es Dios quien habla), y no de un genitivo objetivo (es una palabra sobre Dios), tenemos que dar nuestro cuerpo, nuestra sangre, nuestra boca a Dios. Solamente quien se transforma en icono viviente de Dios, puede anunciar con eficacia la Palabra.
San Gregorio Magno explica este crecimiento gradual de la palabra de Dios en nosotros: "La Escritura crece y progresa con el que la lee". Esto quiere decir que la palabra de Dios tiene siempre un sentido dinámico, porque expresa el camino de fe de la Iglesia y de cada creyente, quienes, de un acto de fe a otro, caminan hasta la visión.
Por eso, la cuarta etapa es la de la contemplación; es decir, empezar viendo con los ojos de la fe lo que antes hemos escuchado y meditado, para hacerlo nuestro en la oración. Necesitamos de una lectura arrodillada, y no tanto de una lectura cultural o llena de inútiles curiosidades.
El autor medieval Guigo el Cartujo nos describe, brevemente, el significado de cada peldaño de esta "escala del Paraíso". "La lectura es el estudio atento de la Escritura hecho con un espíritu totalmente orientado a su comprensión. La meditación es una operación de la inteligencia, que se concentra con la ayuda de la razón en la investigación de las verdades escondidas. La oración es volver con fervor el propio corazón a Dios para evitar el mal y llegar al bien. La contemplación es una elevación del alma, que se levanta por encima de sí misma hacia Dios, saboreando los gozos de la eterna dulzura".
Así, uno contempla la belleza de su Creador en un conocimiento de amor, haciendo crecer la Palabra dentro de sí mismo. Esta Palabra leída-meditada-rezada-contemplada, conduce al crecimiento espiritual, hasta llegar a la misión.
No se puede vivir la misión, el anuncio de la palabra de Dios, si no se toma como punto de partida la escucha de la palabra de Dios.
Recuperar el criterio de la escucha eclesial
La misión se sitúa, entonces, al final de este camino ascensional.
Es siempre importante, para no caer en una mentalidad sectaria, ver cómo la Iglesia, a lo largo de los siglos y hoy, lee la palabra de Dios. En efecto, esta Palabra la encontramos en la Biblia que, antes de ser nuestro libro, es el libro de la Iglesia, y su lectura debe ser sometida al criterio eclesial.
Por esta razón, la referencia a los Padres, a toda la tradición de la Iglesia y al Magisterio, expresado en sus momentos más altos - que son los Concilios y la enseñanza solemne de los Papas y de los Obispos -, es el criterio que nos reconduce a una sana lectura de la Escritura. Existe siempre el riesgo de confundir nuestra palabra con la palabra de Dios. Muchas veces, cunde la moda de hacer interminables reuniones, en las cuales cada uno de los presentes habla y lanza la primera idea que le pasa por la cabeza, y después se hace pasar esta idea como palabra de Dios expresada bajo el impulso del Espíritu Santo. Este método de reuniones y de encuentros conduce muy lejos de la sana doctrina y crea mentiras y confusiones.
Por esta razón, es necesario recuperar el criterio de la escucha eclesial.
Escribía el entonces Cardenal Ratzinger, hoy Benedicto XVI: "Es cierto que, como palabra de Dios, la Biblia está por encima de la Iglesia, que ha de regirse y purificarse siempre por ella; pero la Biblia no está fuera del cuerpo de Cristo; una lectura privatizada nunca puede penetrar en su verdadero núcleo. La recta lectura de la Escritura presupone leerla allí donde hizo y hace historia, donde es, no mero testimonio del pasado, sino fuerza viva del presente: en la Iglesia del Señor y con sus ojos, los ojos de la fe. La obediencia a la Escritura es siempre, en este sentido, obediencia a la Iglesia; esa obediencia se vuelve abstracta si intentamos separar la Iglesia de la Biblia o utilizar esta contra aquella. La Escritura viva, en la Iglesia viva, es, también hoy, un poder de Dios que está presente en el mundo, un poder que es fuente inagotable de esperanza a través de todas las generaciones"[1].
Pienso que leer e interpretar la Sagrada Escritura dentro del marco de la Iglesia, significa descubrir su catolicidad, que no es nuestro yo totalizador, nuestro pequeño grupo, comunidad o capilla, sino que es la Iglesia universal en la casa del Padre congregada desde Adán, desde el justo Abel hasta el último elegido (cf. Lumen gentium, 2), que precede siempre a la Iglesia local y la establece.
E. G.
[1] J. Ratzinger, Un canto nuevo para el Señor, Sígueme, Salamanca 1999, 65-66.