Comentario a las lecturas del domingo décimo noveno del Tiempo Ordinario – B publicado en Diario de Avisos el domingo 9 de Agosto de 2009 bajo el epígrafe DOMINGO CRISTIANO.
Cristo, nuestro viático
DANIEL PADILLA
Al pueblo de Israel le tocó vivir la experiencia del desierto. Al profeta Elías le tocó vivir la experiencia del desierto. A todos los hombres, muy especialmente a los cristianos, nos toca vivir la experiencia del desierto.
La experiencia del desierto suele tener, cuando menos, tres fases. Una primera, de alegría, de liberación, de normales ilusiones en quien empieza una nueva aventura. Una segunda, en la que llega el desfallecimiento, la angustia, a veces la desesperación, incluso el deseo de huir. Una tercera, en fin, en la que vuelve otra vez la alegría, se alcanza la serenidad y se llega a la madurez. Es la madurez que nace de "un encuentro" y de la convicción de que "Dios camina a nuestro lado".
El pueblo de Israel vivió este triple estadio. Vivió primeramente el gozo indescriptible del "éxodo". El éxodo significaba la liberación y, sobre todo, la esperanza de llegar a una "tierra de promisión". Vivió, después, conforme iba adentrándose en el desierto, momentos de desesperación, de protesta, de desconcierto, la sensación agobiante de haberse equivocado: "¡Ojalá no hubiéramos salido de Egipto!". Pero Dios le brindó finalmente la alianza, le alimentó con el maná y le dio la certeza de que Él le acompañaba y le guiaba.
Lo mismo le sucedió al profeta Elías. La liturgia de hoy cuenta su bellísima aventura. Sintió el profeta, ¡que duda cabe!, la alegría de saberse elegido, de ser destinado a una alta misión: convertirse en la "voz de Dios" para su pueblo. No le faltó sin embargo, la terrible hora de la prueba. Constatando que el pueblo era sordo a su palabra y viendo que la reina Jezabel le perseguía para matarlo, dudó de su propia vocación, del "para qué" de su mensaje. Y emprendió la huida. Y se adentró en el desierto. Y allá, en el desierto, desesperado, quiso morir. Fue la más espantosa "noche oscura" del alma. Pero fue ahí precisamente donde le vino la solución. En la llegada de aquel alimento. Es verdad que, al comerlo la primera vez, seguramente todavía con mentalidad de tierra, no experimentó ninguna mejoría y siguió deseando la muerte como única salida. Pero es verdad también que, cuando volvió a comerlo, convencido de que "el auxilio nos viene del Señor que hizo el cielo y la tierra", "con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta llegar al Horeb, el monte de Dios".
Hace falta pasar a la tercera fase. Es la que ofrece el evangelio de hoy. Y consiste en asumir y asimilar dos convicciones básicas, enlazadas la una con la otra. Primera, la de la Encarnación: es decir, creer que el Hijo de Dios se encarnó en Jesús para guiarnos por este desierto: "Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mf',. Y segunda, la "otra encarnación": la de este cuerpo de Cristo en el "pan de vida", en el "nuevo maná", en nuestro viático. ¿Sabían que "viático" significa alimento del camino? Cristo es, pues, nuestro viático constante y eficaz: "Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre".