Conferencia de monseñor Andrés Stanovnik, arzobispo de Corrientes, en la Congreso Nacional de Juventud Rural Confederada 2009, llevado a cabo en el predio de la Sociedad Rural de Corrientes. (AICA)
(14 de agosto de 2009)
Los valores y un nuevo estilo de liderazgo
Necesitamos “refundar” los valores
El marco de justificación de este Congreso, en el punto donde se refiere a la misión, se propone la tarea de “refundar los valores que necesitamos todos como sociedad, y cada uno como ciudadano”. Tomemos el término refundación en la amplia acepción de recuperar o reconstruir, significado que habitualmente damos a ese concepto. Se trataría, pues, de recuperar los valores. ¿De qué valores estamos hablando? Para responder a esta pregunta, me voy a basar en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI, 197), donde se retoman los cuatro valores esenciales de la Constitución conciliar Gaudium et Spes (GS, 26) y la Encíclica Pacem in Terris del Papa Juan XXIII, ellos son: la verdad, la libertad, la justicia y el amor.
Estas cuestiones, que están en la raíz de nuestra existencia, que se colocan abajo a fin de que sirvan de fundamento para la vida, surgen con especial fuerza cuando el ser humano y la sociedad toda atraviesan períodos de cambios, que afectan la totalidad de su existencia. Entonces, la cuestión del fin y del sentido de la vida se vuelve absolutamente fundamental. Y a propósito de este planteo crucial, Paul Ricoeur veía una doble característica de la existencia actual: una claro predominio de la razón científica y una pérdida de sentido existencial. Y concluye: “La falta cada vez mayor de fines, en una sociedad que aumenta sus medios es, sin duda, la fuente más profunda de nuestro descontento”. Por eso, es importante que nos volvamos a plantear el tema de los valores y de los fines, o mejor todavía, de los bienes más altos, a los cuales adherir y que pueden dar verdadero sentido y dirección a nuestra vida.
Ante todo, el hombre tiende a vivir en la verdad. Esto tiene un importante significado en las relaciones sociales: la convivencia de los seres humanos dentro de una comunidad es ordenada, fecunda y conforme a su dignidad de personas, cuando se funda en la verdad. La tendencia natural del ser humano hacia la verdad constituye un principio general y esencial, presente en las diversas cosmovisiones humanas.
La pregunta que siempre inquieta el espíritu humano es si la persona puede alcanzar la verdad, o si por el contrario, irremediablemente tendría que conformarse con las verdades parciales y subjetivas. Detrás de esta pregunta está el misterio de la trascendencia del ser humano. Si éste no tuviera la posibilidad de alcanzar la verdad, es decir de trascenderse a sí mismo, le quedaría como único camino construir relaciones parciales con sus semejantes, fundadas en acuerdos sujetos a la inconsistencia y erosión del tiempo.
Al respecto, el pensamiento de la Iglesia considera que “nuestro tiempo requiere una intensa actividad educativa y un compromiso correspondiente por parte de todos, para que la búsqueda de la verdad, que no se puede reducir al conjunto de opiniones o a alguna de ellas, sea promovida en todos los ámbitos y prevalezca por encima de cualquier intento de relativizar sus exigencias o de ofenderlas” (DSI, 198).
“Solamente el desarrollo de lo verdadero es un verdadero desarrollo” afirmó John Herny Newman. Y la verdad tiene que ir unida al bien y a la belleza para reconocerla como verdad. Al respecto, Benedicto XVI advierte en su reciente encíclica Caritas in Veritate que sin verdad, sin confianza y amor por lo verdadero, no hay conciencia y responsabilidad social, y la actuación social se deja a merced de intereses privados y de lógicas de poder, con efectos disgregadores sobre la sociedad, tanto más en una sociedad en vías de globalización, en momentos difíciles como los actuales .
La sed de verdad está tan radicada en el corazón del hombre que tener que prescindir de ella comprometería la existencia . En ese mismo sentido afirma el Papa actual que nunca es anacrónica la confianza en buscar la verdad y en encontrarla. Es justamente ella la que mantiene al hombre en su dignidad, rompe los particularismos y unifica a los hombres, más allá de los límites culturales, por su dignidad común .
Junto con la verdad, la libertad es otro de los valores esenciales. Jesús fue categórico al respecto: “Si ustedes permanecen fieles a mi palabra, serán verdaderamente mis discípulos: conocerán la verdad y la verdad los hará libres” (Jn 8,31-32). La verdad no es primeramente un conjunto teórico de formulaciones, sino una persona y la persona es esencialmente relación. Así se comprende la palabra de Jesús cuando afirma: “Yo soy la Verdad” (Jn 14,6). En encuentro con él hace libre a la persona. En ese sentido, el Dios cristiano, no es un Dios sólo pensado o hipotético, sino el Dios de rostro humano; es el Dios-con-nosotros, el Dios del amor hasta la cruz. Cuando el discípulo llega a la comprensión de ese amor de Cristo «hasta el extremo», no puede dejar de responder a este amor si no es con un amor semejante: «Te seguiré a donde quiera que vayas» (Lc, 9,57)” . “La libertad es, en el hombre, signo eminente de la imagen divina y, como consecuencia, signo de la sublime dignidad de cada persona humana (…) No se debe restringir el significado de la libertad, considerándola desde una perspectiva puramente individualista y reduciéndola a un ejercicio arbitrario e incontrolado de la propia autonomía personal (…). La libertad existe verdaderamente sólo cuando los lazos recíprocos, regulados por la verdad y la justicia, unen a las personas.
La libertad, por otra parte, debe ejercerse también como capacidad de rechazar lo que es moralmente negativo, cualquiera que sea la forma en que se presente, como capacidad de desapego afectivo de todo lo que puede obstaculizar el crecimiento personal, familiar y social. La plenitud de la libertad consiste en la capacidad de disponer de sí mismo, con vistas al auténtico bien, en el horizonte del bien común universal (DSI, 200).
La justicia, según Santo Tomás, consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido (ST, I-II, q. 6). La justicia resulta particularmente importante en el contexto actual, en el que el valor de la persona, de su dignidad y de sus derechos, a pesar de las proclamaciones de propósitos, está seriamente amenazado por la difundida tendencia a recurrir exclusivamente a los criterios de la utilidad y del tener (DSI, 202). Hay que tener en cuenta que la justicia no es una simple convención humana, porque lo que es “justo” no está determinado originariamente por la ley, sino por la identidad profunda del ser humano (Sollicitudo rei Socialis, 40). La plena verdad sobre el hombre permite superar la visión contractual de la justicia, que es una visión limitada, y abrirla al horizonte de la solidaridad y del amor: “Por sí sola, la justicia no basta. Más aún, puede llegar a negarse a sí misma, si no se abre a la fuerza más profunda que es el amor”.
El amor, como el valor supremo, nos abre a la llamada “vía de la caridad”. La caridad, a menudo limitada al ámbito de las relaciones de proximidad, o circunscrita únicamente a los aspectos meramente subjetivos de la actuación a favor del otro, debe ser reconsiderada en su auténtico valor de criterio supremo y universal de toda la ética social (…) De todas las vías, incluidas las que buscan y recorren para afrontar las formas siempre nuevas de la actual cuestión social, la «más excelente» (1Cor 12,31) es la vía trazada por la caridad (DSI, 204). Los valores de la verdad, de la justicia y de la libertad, nacen y se desarrollan de la fuente interior de la caridad (DSI, 205).
“Toda sociedad elabora un sistema propio de justicia –recuerda el Papa en su reciente encíclica–, sin embargo, la caridad va más allá de la justicia, porque amar es dar, ofrecer de lo «mío» al otro; pero nunca carece de justicia, la cual lleva a dar al otro lo que es «suyo», lo que le corresponde en virtud de su ser y de su obrar. No puedo «dar» al otro de lo mío sin haberle dado en primer lugar lo que en justicia le corresponde. Quien ama con caridad a los demás, es ante todo justo con ellos. No basta decir que la justicia no es extraña a la caridad, que no es una vía alternativa o paralela a la caridad: la justicia es «inseparable de la caridad», intrínseca a ella. La justicia es la primera vía de la caridad o, como dijo Pablo VI, su «medida mínima» ”.
La caridad presupone y trasciende la justicia: esta última ha de completarse con la caridad . Si la justicia es “de por sí apta para servir de “árbitro” entre los hombres en la recíproca repartición de los bienes objetivos según una medida adecuada, el amor en cambio, y solamente el amor es capaz de restituir al hombre a sí mismo (DSI 206).
No se pueden regular las relaciones humanas únicamente con la medida de la justicia: «La experiencia del pasado y nuestros tiempos demuestra que la justicia por sí sola no es suficiente y que, más aún, puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma (…) La justicia, en todas las esferas de las relaciones interhumanas, debe experimentar, por decirlo así, una notable “corrección” por parte del amor (DSI 206).
Ninguna legislación, ningún sistema de reglas o de estipulaciones lograrán persuadir a hombres y pueblos a vivir en la unidad, en la fraternidad y en la paz; ningún argumento podrá superar el apelo de la caridad (…) La caridad debe mostrarse como inspiradora no sólo de la acción individual, sino también como fuerza capaz de suscitar vías nuevas para afrontar los problemas del mundo de hoy y para renovar profundamente desde su interior las estructuras, organizaciones sociales y ordenamientos jurídicos. En esta perspectiva la caridad se convierte en caridad social y política: la caridad social nos hace amar el bien común y nos lleva a buscar efectivamente el bien de todas las personas, consideradas no sólo individualmente, sino también en la dimensión social que las une (DSI 207).
La obra de misericordia con la que se responde aquí y ahora a una necesidad real y urgente del prójimo es, indudablemente, un acto de caridad; pero es un acto de caridad igualmente indispensable el esfuerzo dirigido a organizar y estructurar la sociedad de modo que el prójimo no tenga que padecer la miseria, sobre todo cuando ésta se convierte en la situación en que se debaten un inmenso número de personas y hasta de pueblos enteros, situación que asume, hoy, las proporciones de una verdadera y propia cuestión social mundial (DSI 208).
En Caritas in Veritate leemos que “la acción del hombre sobre la tierra, cuando está inspirada y sustentada por la caridad, contribuye a la edificación de esa ciudad de Dios universal hacia la cual avanza la historia de la familia humana. En una sociedad en vías de globalización, el bien común y el esfuerzo por él, han de abarcar necesariamente a toda la familia humana, es decir, a la comunidad de los pueblos y naciones[5], dando así forma de unidad y de paz a la ciudad del hombre, y haciéndola en cierta medida una anticipación que prefigura la ciudad de Dios sin barreras” .
Resumiendo: la convivencia humana resulta ordenada, fecunda en el bien y apropiada a la dignidad del hombre, cuando se funda en la verdad; cuando se realiza según la justicia, es decir, en el efectivo respeto de los derechos y en el leal cumplimiento de los respectivos deberes; cuando es realizada en la libertad que corresponde a la dignidad de los hombres, impulsados por su misma naturaleza racional a asumir la responsabilidad de sus propias acciones; cuando es vivificada por el amor, que hace sentir como propias las necesidades y las exigencias de los demás e intensifica cada vez más la comunión en los valores espirituales y la solicitud por las necesidades materiales. Estos valores constituyen los pilares que dan solidez y consistencia al edificio del vivir y del actuar: son valores que determinan la cualidad de toda la acción e institución social (DSI, 205).
Pero para que la convivencia humana pueda orientarse hacia el bien de todos, se necesitan hombres y mujeres con vocación de servicio, honestos y coherentes; es decir, personas rectas, amantes de la verdad, de la justicia, de la libertad y del amor. Esta convicción empieza en el interior de cada uno y debe constituirse en proyecto de vida personal, que implica una tarea responsable, disciplinada y perseverante. Ningún líder puede eximirse de este esfuerzo personal que exige, por sobre todas las cosas, mucha humildad. Las contradicciones entre lo que se dice y lo que se hace son consecuencia, por una parte, de la debilidad propia del ser humano y, por otra parte, de la soberbia. Cuando la debilidad no es reconocida y asumida con humildad, se contamina rápidamente con la soberbia. Esta situación se torna particularmente grave cuando sucede en las personas que tienen responsabilidad de liderazgo en la comunidad.
Contradicción entre lo que se dice y lo que se hace: un saldo desfavorable
En los individuos y en las comunidades las crisis inciden en forma tal que repercuten en toda su realidad. Todos los ámbitos de la existencia humana padecen sus efectos. Sin embargo, no hay que imaginar que esa situación sobrevenga por una suerte de fatalidad. La crisis la provocamos los seres humanos y, en principio, no por algún error de método, sino más bien por una razón que hay que buscarla en ese centro frágil que permite que la persona logre su maduración y equilibrio. San Pablo, al referirse a la fortaleza que sostiene la vida del cristiano, es decir, su madurez en Cristo, dirá que “llevamos ese tesoro en recipientes de barro, para que se vea bien que este poder extraordinario no procede de nosotros, sino de Dios” (2Cor 4,7).
Veamos la fragilidad humana con un ejemplo extremo y por ello muy aleccionador. Hace algunos años, pudimos leer en los periódicos un breve comentario sobre una nueva película, cuyo título era “La lenta caída de un hombre en el infierno de sí mismo”. La nota explicaba que la representación se basaba en un hecho real y que el protagonista está actualmente preso en Francia. En 1993 asesinó a su mujer, sus dos hijos y a sus padres. Quiso suicidarse pero le falló “el tiro final”. Las razones de su proceder, continuaba la explicación de la nota, pueden buscarse en la mentira en que vivió toda su existencia. Para conformar a sus padres les mintió y declaró ser médico, cuando aún no había terminado sus estudios, algo que nunca hizo. Volvió a mentir para informar su ingreso a la Organización Mundial de la Salud y mientras se pasaba días enteros encerrado en hoteles y en autos, simulando viajes de su profesión, gastaba todo el dinero de las cuentas de sus padres y suegros, que habían puesto en él a un “seguro” administrador de sus bienes. “Peor que ser descubierto, es no ser descubierto” es la leyenda que abre el filme.
Estamos en presencia de un drama humano, que tiene en la base un grave desorden espiritual y moral, cuyas consecuencias tanto en el individuo como en la sociedad suelen ser trágicas. Es preciso tomar en serio la mentira y el engaño y caer en la cuenta de que practicadas, sea a nivel individual o de la sociedad, conducen al aislamiento y la desintegración, es decir, al infierno de sí mismo. Un pueblo o un individuo que mienten se vuelven violentos. De todos modos, aun cuando la realidad que vivimos a diario confirma un aumento de agresividad, no obstante, en el documento “Hacia un Bicentenario”, se constata que hay “muchos signos nos hacen pensar que está por nacer un país nuevo, aunque todavía no acaba de tomar forma”. Se percibe una mayor conciencia de la gravedad de la situación, por eso mantenemos la esperanza de que no nos va a tocar lo peor: que es “no ser descubierto”. Esperamos que, a pesar de nuestra demorada celeridad en ver la realidad, nos demos cuenta a tiempo que es mucho mejor para todos ser coherentes, justos y rectos, que lo contrario.
La coherencia en la persona debe ser transversal
Parto del presupuesto de que la gran mayoría de los que estamos aquí somos bautizados en alguna iglesia cristiana. No creo equivocarme si digo que un número importante están bautizados en la Iglesia Católica; que muchos tomaron la primera comunión y que no pocos están confirmados. Tampoco pienso estar lejos de la realidad si supongo que los que están casados, lo han hecho la primera vez en una ceremonia religiosa.
Sin embargo, no creo equivocarme si digo que la mayoría (mayoría significa por lo menos la mitad más uno) de ustedes no son practicantes de la religión que dicen profesar. Entiendo como no practicantes a aquellos que habitualmente no van a misa los domingos y que no se confiesan y comulgan una vez por año, como lo pide la Iglesia. Sin embargo, pienso que entre ustedes habrá muy pocos que se definan como ateos, tal vez ninguno. Si este somero perfil religioso se aproxima a la realidad, tendría que decir que la mayoría de los que estamos acá somos una especie de creyentes no practicantes. ¿Qué quiere decir esto y cuáles son sus consecuencias?
Ser creyente y no practicante es algo así como decir “creo en Dios, pero lo hago a mi manera”, o “creo en Dios, pero no me hablen de práctica comunitaria”. Comprendo que en algunas ocasiones nos refugiemos en estas frases, porque tal vez hayamos tenido una mala experiencia de integración en la comunidad cristiana, algún conflicto con el cura o ambas cosas. Sin embargo, me gustaría que profundizáramos un poco más ese perfil de “creyentes no practicantes”.
¿Se puede ser creyente y no practicante? ¿Se puede ser creyente y practicante “a mí manera”? ¿Se puede creer en Dios y no estar integrado a una comunidad? Poder, se puede, pero en ese caso estaríamos en presencia de una fe disociada, y como en toda disociación, hay más ilusión que realidad y mucha pérdida de capacidad para transformar la realidad. Digamos que a una fe disociada y débil, corresponde también una esperanza agónica y una caridad-solidaridad carente de impulso vital.
Veamos la cosa desde otra perspectiva. Preguntémonos qué pasaría si uno dijera “soy argentino pero no me interesa la comunidad”. Parece obvio concluir que estaríamos ante un argentino con una integración muy deficiente en la sociedad. Con individuos así sería muy difícil construir un pueblo o pensar con ellos en clave de participación y responsabilidad ciudadana. En todo caso, individuos así necesitarían una especie de terapia cívica intensiva, consistente, ante todo, en ayudarles a recuperar la propia dignidad, educarlos para el ejercicio responsable de su libertad y enseñarles a desarrollar la capacidad de participar activamente en la comunidad. La dirigencia política tiene en este campo una tarea enorme y urgente.
Alguno podría pensar que una cosa es la dimensión cívica o social de la persona y otra cosa es su dimensión religiosa, y que ésta sería, en todo caso, una cuestión privada. Sin entrar en este tema, baste decir que el límite entre lo público y lo privado nunca puede justificar una conducta incoherente. No se puede decir o hacer una cosa en público y otra distinta y contradictoria en privado, porque una conducta así es contraria a la verdad. Si el individuo engaña, es decir actúa contrariamente a la verdad, no se puede esperar como resultado una persona recta. Y si se tratara de un dirigente, ¿qué transparencia de intereses podría caber en la mente de una persona que miente? Y si un líder no tuviera experiencia personal de fidelidad a la palabra dada, ¿cómo podrá conducir a la comunidad hacia una mayor responsabilidad y participación? Un individuo disociado interiormente es muy difícil que pueda llevar adelante un proyecto integrador, inclusivo y solidario. Porque, si no lo puede llevar a cabo en su propia vida, ¿cómo podría conducirlo en la comunidad?
Esta disociación entre la actuación pública y privada, entre lo que pienso y digo, entre lo que digo y después hago, se ha transformado en cultura, es decir en un modo de ser y de hacer, que nos tiene paralizados y con esa angustiosa sensación de que no estamos yendo hacia ninguna parte. El documento Navega Mar Adentro, del Episcopado Argentino, afirma que “son evidentes las contradicciones entre lo que se dice y lo que se hace” (n. 22), por eso no es extraño que también constate que “lo común es que no nos integramos con entusiasmo a emprendimientos comunitarios que suponen trabajar en equipo, formular proyectos en común y superar individualismos” (n. 25). Esta dificultad es consecuencia de esa disociación entre realidad y fantasía, entre lo que uno cree ser y lo que realmente es. Para trabajar en equipo, es decir, para participar activa y responsablemente en un proyecto común, en cualquiera de los niveles de asociación (familia y sociedad), es necesaria una decisión siempre renovada por la coherencia de vida, por la humildad y por la perseverancia.
Comparto con ustedes esta reflexión porque estoy convencido sobre la importancia que tiene la coherencia de vida para todas las personas, en particular para el cristiano que, además, debe esforzarse por ser también un buen ciudadano. El dirigente tiene la obligación de permanecer en una continua disciplina personal que tienda a la coherencia entre su vida privada y su función pública, entre sus compromisos religiosos y la actuación política, en una palabra, entre los diversos niveles de expresión y actuación que tenemos las personas.
Václav Havel, fue el presidente de la República Checa, que gobernó la transición del sistema soviético hacia la democracia. Al asumir el gobierno dijo entre otras cosas: “Lo peor es que vivimos en un medio moral podrido. Estamos moralmente enfermos, porque nos hemos acostumbrado a decir algo diferente de lo que pensamos. Hemos aprendido a no creer en nada, a no reparar el uno en el otro, cada uno se ocupa de sí mismo. Nociones tales como amor, amistad, compasión, humildad o perdón han perdido dimensión y profundidad; y para muchos de nosotros significan una peculiaridad psicológica, las interpretamos como mensajes errantes de otros tiempos, un poco ridículas en la era de los ordenadores y los cohetes espaciales”. Y en otro pasaje advirtió que “Hoy nuestro peor enemigo está representado por nuestros propios defectos: la indiferencia por los asuntos de la comunidad, la vanidad, la ambición, el egoísmo, las pretensiones personales y la rivalidad. La batalla principal aún nos espera en este campo”. Estas afirmaciones tienen una enorme actualidad para el tiempo presente que vivimos en nuestro país.
Un nuevo estilo de autoridad: liderazgo y servicio
En el Documento del Episcopado Argentino Hacia un Bicentenario en justicia y solidaridad, nos encontramos con la pregunta sobre qué estilo de liderazgo necesitamos hoy. La respuesta parte reconociendo, ante todo, el fundamento de todo poder y de toda autoridad: contemplar en los rostros sufrientes de nuestros hermanos, el rostro de Cristo que nos llama a servirlo en ellos (n. 20).
A continuación, se constata una carencia de nuevos estilos de liderazgo, tanto sociales y políticos, como religiosos y culturales. Al mismo tiempo se advierte la notable ausencia en el ámbito político, comunicacional y universitario, de voces e iniciativas de líderes católicos, con fuerte personalidad y abnegada vocación, que sean coherentes con sus convicciones éticas y religiosas.
En consecuencia, se afirma que es fundamental generar y alentar un estilo de liderazgo centrado en el servicio al prójimo y al bien común. E inmediatamente retoma el fundamento sobre el cual, el verdadero dirigente, deberá construir su liderazgo: el testimonio personal. ¿Qué significa construir el liderazgo sobre la calidad de testigo que debe distinguir al dirigente? La respuesta es: coherencia y ejemplaridad. Si no hay coherencia, tampoco podrá haber ejemplaridad. La ausencia de estos elementos en el dirigente influye negativamente en el crecimiento de la comunidad. Es decir, una comunidad no puede desarrollarse si sus dirigentes no son coherente y ejemplares, tanto en su vida privada como en la función pública. Por eso, en este punto, el documento señala cuáles son los valores propios de los auténticos líderes: “la integridad moral, la amplitud de miras, el compromiso concreto por el bien de todos, la capacidad de escucha, el interés por proyectar más allá de lo inmediato, el respeto de la ley, el discernimiento atento de los nuevos signos de los tiempos y, sobre todo, la coherencia de vida” (n. 20).
Por último, encontramos palabras de aliento para “los líderes de las organizaciones de la sociedad a participar en “la reorientación y consiguiente rehabilitación ética de la política”. Les pedimos que se esfuercen por ser nuevos dirigentes, más aptos, más sensibles al bien común, y capacitados para la renovación de nuestras instituciones. También queremos reconocer con gratitud a quienes luchan por vivir con fidelidad a sus principios. Y a los educadores, comunicadores sociales, profesionales, técnicos, científicos y académicos, que se esfuerzan por promover una concepción integral de la persona humana. A todos ellos, les pedimos que no bajen los brazos, que reafirmen su dignidad y su vocación de servicio constructivo. Uno de los mayores desafíos de nuestro tiempo es recuperar el valor de toda sana militancia (n. 23).
Nadie niega que la tarea principal del dirigente político consiste en llevar adelante una gestión adecuada y justa del bien común. En ese sentido, el Santo Padre afirmó hace poco que todo programa de desarrollo debe tener presente, junto al crecimiento material, el crecimiento espiritual de la persona, dotada precisamente de alma y cuerpo. Y este crecimiento espiritual hace posible que haya hombres rectos en la política y la economía, que se comprometan con la justicia y que estén sinceramente atentos al bien común .
En la última encíclica, el Papa Benedicto XVI, advierte que sin la perspectiva de una vida eterna, el progreso humano en este mundo se queda sin aliento. Encerrado dentro de la historia, queda expuesto al riesgo de reducirse sólo al incremento del tener. Y un poco más adelante aclara que el progreso humano exige una visión trascendente de la persona, necesita a Dios: sin Él, o se niega el desarrollo, o se le deja únicamente en manos del hombre, que cede a la presunción de la auto-salvación y termina por promover un desarrollo deshumanizado. Por lo demás, sólo el encuentro con Dios permite no ver siempre en el prójimo solamente al otro, sino reconocer en él la imagen divina, llegando así a descubrir verdaderamente al otro y a madurar un amor que es ocuparse del otro y preocuparse por el otro .
El ejemplo de un gobernante: Santo Tomás Moro
Para finalizar reflexión, comparto algunas frases que el Papa Juan Pablo II pronunció el día que nombró a Santo Tomás Moro Patrono de los Políticos y Gobernantes: “En este contexto es útil volver al ejemplo de santo Tomás Moro. Su vida nos enseña que el gobierno es, antes que nada, ejercicio de virtudes. Convencido de este riguroso imperativo moral, el Estadista inglés puso su actividad pública al servicio de la persona, especialmente si era débil o pobre; gestionó las controversias sociales con exquisito sentido de equidad; tuteló la familia y la defendió con gran empeño; promovió la educación integral de la juventud. El profundo desprendimiento de honores y riquezas, la humildad serena y jovial, el equilibrado conocimiento de la naturaleza humana y de la vanidad del éxito, así como la seguridad de juicio basada en la fe, le dieron aquella confiada fortaleza interior que lo sostuvo en las adversidades y frente a la muerte. Su santidad, que brilló en el martirio, se forjó a través de toda una vida entera de trabajo y de entrega a Dios y al prójimo. El hombre no se puede separar de Dios, ni la política de la moral” .
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap, arzobispo de Corrientes