Viernes, 04 de septiembre de 2009

Homilía de monseñor Rubén Oscar Frassia, obispo de Avellaneda-Lanús en la Jornada de Catequistas en el Colegio Dolores Sopeña. (AICA)
(23 de agosto de 2009)

JORNADA DE CATEQUISTAS 

Queridos sacerdotes;
Queridos catequistas:

Hoy es un día especial para nuestra Iglesia diocesana, donde reflexionamos acerca de lo que son los catequistas, con esta tarea hermosa que cada uno de ustedes tiene al poder transmitir la doctrina, la enseñanza, la experiencia del Señor y de la Iglesia. Agradezco toda la tarea que realizan y quiero animarlos, con todo lo que significa el desgaste, el cansancio que uno puede pasar cuando es un verdadero catequista.

Estos tiempos que vivimos, que son bastante complicados y con tantos desafíos, nos llevan a darnos cuenta que en la Iglesia hemos recibido una misión: ser catequista, enseñar al Señor, es una tarea que no proviene de nuestra propia voluntad, sino que fundamentalmente es un don de Dios. El nos permite entrar un poco más en su misterio, poder comunicarlo y transmitirlo a los demás.

Es una respuesta ante su iniciativa, porque Él tomó la iniciativa y nosotros le respondemos. Así es y así sucede en todos los momentos de la Iglesia: Dios nos llama, nos elige, nos reconcilia, nos purifica, nos perdona, nos reviste con su gracia y nos da la misión. Porque en la Iglesia, todos los cristianos somos admitidos, llamados, convocados y admitidos por El.

Esta gracia no se reduce simplemente a nosotros como si fuéramos los únicos elegidos. ¡Todos somos llamados! Los que estamos cerca y los que están lejos. Los tiempos no los manejamos nosotros, pero Dios sería injusto si llamara a uno sí y a otro no. Dios, en su infinito amor universal y de misericordia, llama a todos con un lenguaje que implica participación y diálogo, pero también exige, misteriosamente, una repuesta.

Y la repuesta no suple la iniciativa, pero la iniciativa de Dios está exigiendo y presuponiendo la respuesta. Y esa respuesta es un asentimiento de amor y de voluntad al misterio de Dios. Por eso la catequesis es avivar y nutrirse en el conocimiento de la Palabra de Dios. Que no sólo se la recibe, se la escucha, no sólo se la celebra con fe, sino también que se la tiene que vivir. Porque la Palabra de Dios es viva y eficaz.

La Palabra de Dios tiene que penetrar en nuestra alma, entrar en nuestro corazón, tallar en nuestra vida, para iluminarnos, para darnos sentido, para darnos fuerza y también –por qué no decirlo- para cambiar nuestro corazón, para convertirnos “de un corazón de piedra a un corazón de carne”. Cuando nos acercamos a Dios necesitamos pasar por esta experiencia del encuentro y la conversión.

Ser catequistas es entrar en el misterio de Cristo, hacer que uno lo viva y a la vez que uno lo enseñe. Hoy la enseñanza está en crisis en la sociedad civil y en la Iglesia. Porque muchas veces no aprendimos, y nos cuesta aprender, lo que significa la verdadera enseñanza, lo sapiencial de la enseñanza: recurrir al silencio, a la capacidad de admiración, a las repeticiones simples de los misterios, al asentimiento de cada cosa que estamos celebrando, a la admiración religiosa de lo que significa el misterio, a entrar en ese diálogo amoroso con Dios.

También la Iglesia está en crisis. Hemos cambiando muchos signos, muchos símbolos, pero no supimos responder a cosas nuevas. Fuimos perdiendo, pero no son responsables ustedes, somos responsables nosotros los obispos, los sacerdotes. Pero también el pueblo tiene que admirar esta capacidad, el verdadero sentido, de todo lo que es la doctrina, la enseñanza y la vida que tenemos que hacer carne en cada uno de nosotros.

En esta tarde tan especial, donde yo tengo la gracia y la dicha de enviarlos como catequistas, quiero pedirles y decirles que sean concientes del don que Dios les da. ¡Vivan este misterio para ustedes y para los demás! Nos urge el amor de Cristo y la enseñanza tiene que comenzar desde pequeños, a los más chiquitos. No pierdan el tiempo. No esperen tener todas las razones e inteligencia para poder entender y acceder a los misterios más profundos que sólo se ve bien con el corazón y con el amor que Dios le da a cada niño, a cada criatura y a cada uno de los que se nos han confiado.

En nuestras comunidades, en nuestras parroquias, en nuestros colegios, tenemos que despertar, con fuerza, a un entusiasmo y poder decir: ¡pobre de mí si no evangelizo!, ¡pobre de mi si no catequizo!, ¡pobre de mi si lo trato con superficialidad!, ¡pobre de mi si creo que esto es para ocupar una cosa porque algo tengo que hacer y nada más!

Ser catequista es una vocación y una misión que Dios nos encomienda y tenemos que transmitir convencidos de lo que creemos: el misterio más grande. En esto favorecemos a la Iglesia y favorecemos a la sociedad. Porque si recibimos con fuerza, con fe, la Palabra de Dios, la enseñanza, la doctrina, ¡estamos humanizando!, ¡estamos favoreciendo a la familia!, ¡estamos haciendo bien a la sociedad! Porque la Iglesia, en el misterio de fe que está transmitiendo, comunica la vida y aporta de lo suyo a aquellos que no tienen otra posibilidad.

El que conoce a Dios siente la experiencia de la transformación y se hace más hijo, por lo tanto más hermano con los hermanos.

A este misterio, que Dios quiere compartir con nosotros, tenemos que responderle. Tenemos que darnos cuenta que tenemos una tarea extraordinaria que nadie le va a realizar por nosotros, sino que nosotros tenemos que realizarla. Por eso es importante responder y superar dificultades, superar ausencias.

Les digo algo y no me canso de repetirlo: una catequista de mi parroquia me fue a buscar a mi casa porque yo no iba al catecismo. Ella fue a preguntar ¿dónde está Rubén que no viene?, y rojo de vergüenza pero contento porque la catequista fue a buscarme, salí corriendo a saludarla y prometerle que al sábado siguiente volvería al catecismo.

La perseverancia, la audacia, la creatividad, el darse cuenta que uno tiene que anticiparse a los chicos, a sus necesidades, no cansarse, transmitirles y darles un verdadero alimento, es lo mejor que ustedes pueden hacer por Cristo, por la Iglesia, por los chicos y por uno mismo.

Pidamos al Señor, por medio de la Virgen, ser auténticos discípulos pero también ser testigos. Testigos de lo que creemos, de lo que estamos convencidos. Un catequista tiene que tener criterios del Evangelio, criterios de la Iglesia, conforme a la Palabra de Dios. No podemos estar con un pie en un lado y con el otro en otro lado. ¡Criterios!

Hoy ustedes han reflexionado acerca de la comunión. Comunión con Dios, con Cristo, con la Iglesia, con los demás, con nosotros. Comunión con aquellos que están lejos pero que también están llamados como nosotros, ya que todos somos admitidos.

¡Esa fuerza del espíritu tiene que estar presente en cada catequista! ¡En cada catequista tiene que vibrar la Iglesia! ¡Tiene que vibrar Cristo, el Señor!, ya que es Él quien quiere extender su doctrina; es El quien comparte su amor con nosotros. En cada parte, en cada lugar y ante cada situación, está presente el misterio de Dios, el misterio de Cristo y el misterio de la Iglesia.

Si un catequista, o un maestro, está solo, enseñando la doctrina, y no hay otras personas, recuerde que ese catequista no está solo porque toda la Iglesia está con él. Eso lo dice Pablo VI en el documento sobre la evangelización, Evangelii nuntiandi, ¡Toda la Iglesia está con nosotros!

De la enseñanza de Jesús, varios de sus seguideros se fueron y Él preguntó a sus discípulos: ¿ustedes también se quieren ir?, Pedro respondió: ¡no Señor!, ¿a dónde vamos a ir, si Tú tienes palabras de vida eterna?

Quer también nosotros le podamos responder: “Señor, cómo me voy a ir si se juega mi vida y se juega la vida eterna, porque Tú tienes la vida eterna.” Que lo creamos, lo pensemos, lo vivamos y podamos responder.

Que Nuestra Señora de la Asunción nos ayude a vivir intensamente este tiempo y a transformarlo, porque un catequista es un evangelizador ¡y tanto bien puede hacer!, ¡y tantos otros lo podrán recibir!

Que la Virgen los anime, los ayude, les enseñe a no tener miedo y a hacer siempre lo que el Señor quiere en su amada Iglesia. Y si llegara el momento de tener que dar la vida por ella, tener que dar la vida por Cristo, que nunca dudemos de poder ser verdaderos discípulos y buenos testigos del Señor.

Que así sea.

Mons. Rubén Oscar Frassia, obispo de Avellaneda-Lanús


Publicado por verdenaranja @ 22:59
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