Para el AÑO SACERDOTAL 2009 – 2010: El Siervo de Dios, cardenal Eduardo f. pironio. (AICA)
Exposición de monseñor Domingo S. Castagna,
arzobispo emérito de Corrientes
Nuestros contemporáneos, los santos. No es fácil referirse a la santidad de alguien que comparte aún nuestra vida terrena. Está ensombrecida por la mediocridad generalizada que impide intuir el misterio de gracia que opera en el interior de las personas. En mi ya larga vida he conocido mucha gente santa; es un verdadero desafío de fe descubrir el final del camino que transitan: la santidad. Recuerdo a la Madre Teresa de Calcuta, a Juan Pablo II y al Cardenal Eduardo Pironio. Ya atravesado el umbral del tiempo, sus imágenes se desprenden del espeso velo que oculta la identidad causada por la gracia. Hoy quiero referirme, con sencillez y temor, al Siervo de Dios Cardenal Eduardo Pironio. Es una nítida figura sacerdotal para nuestro tiempo. He tenido el privilegio de mantener con él una amistad que llegó a su cumbre el 13 de enero de 1998, apenas veinte días antes de su santa muerte. No olvido su rostro sufrido, su ternura habitual, su intimidad a flor de labios y su súplica humilde al “hermano menor Obispo”: “Ahora dame tu bendición”. Recuerdo el abrazo de despedida y el beso fraterno que imprimí respetuosamente en su mejilla. Tuve el privilegio de hacer una extensa y formal declaración, por pedido de la postulación de la Causa de beatificación, ya en curso.
Santidad y fecundidad ministerial. Hay mucho que decir, pero, en las dimensiones de estas semblanzas de sacerdotes santos, es preciso presentar los rasgos principales y más significativos de la personalidad del Siervo de Dios Cardenal Pironio. Para ello qué mejor que algunos aspectos de mi declaración en el proceso de beatificación. Muchos otros amigos, aún vivos, lo han conocido mejor que yo. De todos modos, como lo he intentado en la deposición canónica mencionada, procuraré exponer el resultado de mi personal visión. Me limitaré a observar los signos visibles de su vida sacerdotal santa. Sin duda, el propósito del Papa Benedicto XVI, en este Año, consiste en mostrar al ministerio sacerdotal como un sendero obligado de santidad. Más aún, señalar que la santidad del sacerdote constituye una exigencia urgente para la evangelización del mundo. Hace unos años formulé estremecido, con ocasión de un retiro para sacerdotes, esta frase conclusiva: “En el ejercicio del ministerio sacerdotal no hay alternativa, o santos o inútiles”. Llegué a ella al examinar la vida y el comportamiento pastoral de estos grandes sacerdotes.
El Cardenal Eduardo Pironio. El desempeño de su notable misión sacerdotal y episcopal está sólidamente sostenido por una innegable y ascendente espiritualidad. El Cardenal Pironio se destaca como un hombre de profunda y constante oración, que aflora espontáneamente en su contacto personal. De allí el aprecio que le profesan los sectores diversos de la Iglesia: obispos, sacerdotes, consagrados y laicos. Su reconocida sensibilidad, informada por la gracia, lo acerca a los más humildes y pobres, a los atribulados, a cada persona que se relaciona con él. El trato cordial y amigable es como el distintivo de su personalidad y, no obstante, se manifiesta dotado de una excepcional ecuanimidad. Su espíritu abierto alienta el abordaje de múltiples y puntuales temas de teología, espiritualidad y pastoral. En mi entrevista con él, poco antes de su muerte, me confiesa su dolor por no haber dispuesto del tiempo necesario para escribir sobre algunos temas, diferidos para el tiempo de su retiro como emérito.
Amor a la Virgen. Un capítulo aparte merece su amor y devoción entrañables a la Santísima Virgen. Bien fundado teológicamente y, no obstante, provisto de una conmovedora sencillez, hasta contagiar su amor de hijo gozoso y agradecido.
Los sacerdotes. No quiero olvidar su deferencia hacia los sacerdotes de toda edad. Su trato con ellos se distingue por una caridad ilimitada. Con motivo de recibir el Palio arzobispal me invita a almorzar a solas con él. Recuerdo con gratitud sus santos consejos, especialmente el de amar incondicionalmente a los sacerdotes como padre paciente y solícito: “¡Ama mucho a los sacerdotes!” - me dijo entonces - “No te canses de amarlos”. Ese sincero amor se expresa, de forma ejemplar, en sus palabras y gestos. Como consecuencia es profundamente amado y venerado por quienes lo conocen. Su proverbial apertura a todos y su solicitud, especialmente por quienes padecen cruel persecución durante los años violentos, son mal vistas, particularmente por los sostenedores de la ideología de la “seguridad nacional”, que acarrearía tanto dolor y muerte. Es entonces cuando su vida corre verdadero peligro. No obstante, mantiene una ejemplar reserva ante las agresiones y amenazas a su persona.
Los consagrados. Su amor a la Iglesia, como lo conduce a amar profundamente a los sacerdotes y laicos, también enciende en él un aprecio destacable por la Vida Consagrada. Su designación como Prefecto de la Congregación para los Religiosos, Institutos Seculares y Vida Apostólica le ofrece la ocasión de dedicarse con mayor fervor y sabiduría a esa delicada misión. Promueve las mutuas relaciones entre Obispos y Superiores Mayores constituyéndose, sin proponérselo, en un verdadero modelo de Pastor de toda la Vida Consagrada. Cuando S. S. Pablo VI lo escoge para ese servicio, su nombramiento causa alegría en muchos y silencio en otros. Hombre joven - 54 años como Pro Prefecto y 55 años como Prefecto y Cardenal - constituye una esperanza entre los principales colaboradores del Santo Padre. Su paso por la Congregación es muy valorado por los consagrados de todo el mundo. Lo consideran un Pastor comprensivo y sostenedor de los valores esenciales de la Vida Consagrada en la Iglesia y en el mundo.
Sus virtudes. Sé que en tan breves páginas debo renunciar a la mención de muchos aspectos importantes de su intensa y fecunda trayectoria de hombre de Iglesia. El cometido de estas semblanzas sacerdotales es descubrir el secreto profundo de la santidad que las modela. Deseo referirme - en el Cardenal - a su vivencia de las virtudes cristianas que hacen a la santidad.
La fe. Todo en él indica que vive en Dios. Sus gestos, sus reacciones, sus palabras y sus valiosos escritos proceden de una experiencia profunda, silenciosa y sólida de la fe. En las simples y familiares conversaciones aflora una lúcida conciencia de la presencia de Cristo, en el misterio adorable de la Pascua. Su fe se alimenta de la Palabra y de los Sacramentos, especialmente de la Eucaristía. En sus expresiones familiares y en sus sabias reflexiones teológico-pastorales se comprueba una constante referencia a la Escritura, a los Padres y al Magisterio, en el espacio propio causado por su intensa vida de contemplación. Es ejemplar su amor a la persona del Papa y su creyente adhesión al Magisterio pontificio. En los momentos difíciles, que los tiene, se mantiene sereno y seguro en Dios. De esa manera logra alentar a quienes, en grave crisis, acuden a su ejemplo y a su consejo.
La esperanza. Su excepcional confianza en Dios otorga a sus reacciones, ante las contradicciones que debe soportar, una notable seguridad y gozo en el Espíritu. Expone incansablemente, en su magisterio escrito y hablado, los valores cristianos de la esperanza y de la alegría. La Pascua de Cristo lo impulsa a vivir el misterio de la Cruz y anhelar la santidad como Vida nueva.
La caridad. Expresa, con mucha naturalidad, su profundo amor a Dios. Hace notar, sin afectación alguna, estar enamorado de Jesucristo, al modo de San Pablo y se aproxima a la práctica inspirada por Santo Domingo de Guzmán: “Hablar a Dios o de Dios”. No recuerdo, en nuestras entrevistas, haberme alejado sin una palabra o pensamiento que me ayudara a entusiasmarme por las cosas de Dios. Ante la descripción de acontecimientos bochornosos del mundo responde con su habitual referencia al amor de Dios por los hombres. Esa ejemplar actitud rige sus relaciones con las personas, por ello, no las discrimina ni las descalifica. No recuerdo que haya expresado una opinión negativa ante decisiones de la autoridad, o ante actitudes de sus iguales, quizás poco consideradas hacia su persona o contrarias a su pensamiento.
Fundamento de su vida virtuosa. Quisiera concluir esta incompleta descripción con la mención de dos virtudes suyas básicas: la humildad y la fortaleza. En cuanto a la primera: su notable sencillez, expresada en las conversaciones, escritos y estilo de vida, indica un espíritu pobre y disponible al sacrificio. Su relación con las personas, especialmente con los jóvenes y los pobres, adopta gestos y actitudes muy expresivas de su cálida cercanía. Acostumbra a responder toda correspondencia, de quien viniere, con sorprendente rapidez y cordialidad. No manifiesta apego a bienes, funciones y personas; su testamento lo pone satisfactoriamente en claro. Manifiesta su humildad en la gratitud a Dios, que lo elige sintiéndose él - en su modestia – sin merecimientos. También expresa su humilde agradecimiento a quienes han posibilitado que fuera lo que fue: sus padres, hermanos, superiores y amigos, especialmente sus amados Pontífices Pablo VI y Juan Pablo II. Su excepcional capacidad de diálogo con todos tiene su origen, sin duda, en la práctica secreta y silenciosa de la humildad. Las circunstancias difíciles, hasta dramáticas, que jalonan su rico y extenso ministerio, lo encuentran entero espiritual y psíquicamente. Goza de la fortaleza del que se siente necesitado de Dios y confía absolutamente en Él. No se habla con él de algunos temas que puedan dar motivo a una desmedida interpretación de acontecimientos públicos y desafortunados. Ante lo inexplicable del comportamiento de algunos protagonistas, guarda un discreto silencio. La enfermedad que lo aqueja, cuya naturaleza grave conoce desde sus orígenes, no le hace perder su cordialidad y dinamismo. Guarda un heroico silencio.
Concluyendo. Es preciso conservar de este buen Pastor de la Iglesia argentina la sustancia de su mensaje. Se constituye en un testimonio fuerte de que el Misterio de la Pascua de Cristo suscita santos sacerdotes en quienes se dejan trabajar interiormente por su Espíritu.
Mons. Domingo Salvador Castagna, arzobispo emérito de Corrientes