Homilía de monseñor Carmelo Juan Giaquinta, arzobispo emérito de Resistencia para el vigésimo noveno domingo durante el año. (AICA)
(18 de octubre 2009)
“El que quiera ser el primero,
que se haga servidor”
I. “Concédenos sentarnos uno a tu derecha…”
1. Entre la lectura del Evangelio de este domingo (Mc 10,35-45) y la del domingo pasado (10,17-30), se inserta el tercer anuncio de Jesús sobre su muerte en cruz (10,32-34). Los dos primeros anuncios han sido leídos y fueron objeto de reflexión en domingos recientes. El tercero, si bien su lectura se omite, se continúa con la escena que leemos hoy, y que muestra cuán lejos del espíritu de Jesús estaban sus discípulos: “Reunió nuevamente a los Doce y comenzó a decirles lo que iba a suceder… Santiago y Juan… se acercaron y le dijeron:… ‘Concédenos sentarnos uno a tu derecha y el otro a tu izquierda, cuando estés en tu gloria” (Mc 10,32.35.37).
2. Como les digo siempre a Uds., la escena evangélica no es una simple anécdota de un hecho acaecido en el pasado, sino “Evangelio”; o sea un anuncio de salvación para nosotros que la leemos en el presente. Y, por tanto, nos está indicando que miremos a nuestro corazón y a nuestra comunidad si no estarían poseídos por una ambición semejante a la de los discípulos de Jesús.
II. La ambición de dominar en la Iglesia
3. Puede sonar extraño hablar de “ambición” en los cristianos, una de cuyas características es la humildad de Jesús Nazaret. Pero el Evangelio no se calla. Es cierto que, de ordinario, en nuestra Iglesia no existe el tipo de ambición que en otros tiempos se llamó la “carrera eclesiástica”. Mal negocio es hoy “hacerse cura” para adquirir fama o tener dinero. Pero entre los pliegues del corazón, ¿hay algún rincón donde se refugia la ambición que nos impide identificarnos con Jesús, el cual “se humilló hasta aceptar la muerte de cruz” (Flp 2,8)?
4. La pregunta hemos de hacérnosla a todos los niveles. De “iglesia doméstica” o familia. ¿Por qué tantas desavenencias en ella sino por la ambición de unos miembros sobre los otros?
Hemos de hacérnosla a nivel de la iglesia que frecuentamos, en sus diversas concreciones: parroquia, colegio católico, asociación apostólica, movimiento de espiritualidad, comunidad religiosa. ¿No se da, a veces, entre sus miembros una competencia mundana, que no es la competencia que aconsejaba San Pablo por amar más (Rom 13,8)? La competencia mundana lleva a la división, como sucedió entre los Apóstoles: “Los otros diez, que habían oído a Santiago y a Juan, se indignaron contra ellos” (Mc 10,41). La competencia dividió a los cristianos de Corinto, evangelizados por San Pablo: “Los celos y discordias que hay entre ustedes, ¿no prueban acaso, que todavía son carnales y se comportan de manera puramente humana?” (1 Co 3,3).
5. La pregunta hemos de hacérnosla también a nivel interparroquial, diocesano, y nacional. “Navega mar adentro”, documento del Episcopado que traza las orientaciones pastorales para el presente decenio, afirma: “La consulta a las Iglesias particulares y comunidades cristianas nos advierte que, por momentos, se vive en el seno de nuestras comunidades una cierta incapacidad para trabajar unidos, que a veces se convierte en una verdadera disgregación” (n° 46). La denuncia es grave. Tiene que llevarnos a examinar con humildad nuestras conductas intra e intereclesiales. Pues mal podríamos señalar a la comunidad civil las ambiciones que la carcomen e impiden ser una Patria de hermanos, si los cristianos que la habitamos no comenzamos por dar el ejemplo en la vida eclesial.
6. Una forma de ambición eclesial es el excesivo personalismo, que se manifiesta en la imposición de criterios pastorales sujetivos. Se oye con frecuencia la queja de que “faltan criterios pastorales comunes entre las parroquias”, o entre las diócesis. A decir verdad, criterios pastorales comunes sobran. Están todas las normas litúrgicas y canónicas de la Iglesia universal. Están, además, las normas del Episcopado y las del propio Obispo. Pero reconozcamos que éstas son descuidadas muchas veces, y hasta despreciadas, para imponer, en cambio, normas de propia invención. Con lo cual sufre desmedro la comunión de la Iglesia, y los fieles se desconciertan. Por ejemplo: “¿Cómo? En tal Parroquia me dijeron que para el bautismo de mi nene debía hacer así y así. Pero en esta otra me dicen que debo hacer asá y asá”. Lo mismo vale de la catequesis de comunión y de confirmación. Y del trámite previo al matrimonio religioso.
¿No es tiempo ya de que lo que dicen los documentos episcopales sobre la necesidad de comunión eclesial sea vivido en serio por todos?
III. “Los gobernantes dominan a las naciones”
7. La conducta ambiciosa de los discípulos le recordó a Jesús la que tienen los grandes de este mundo: “Aquellos a quienes se considera gobernantes, dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos les hacen sentir su autoridad” (Mc 10,42).
8. Si miramos el curso de la historia, constatamos que, desde los tiempos de Jesús, el estilo prepotente de la autoridad civil no ha cambiado mucho. Y ello, favorecido por una concepción errada de la misma, y por la actitud pasiva de pueblos poco evolucionados políticamente que aceptan ser sojuzgados por ella. Es verdad que la república y la democracia han venido a poner freno al absolutismo de los reyes. Pero no es menos cierto que aún en la república han surgido dictadores terribles, que han arrastrado a sus pueblos a grandes desastres. Baste recordar al Tercer Reich con Hitler, y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas con Stalin. Y, entre nosotros, la Junta Militar. Desde esos extremos, los pueblos han sufrido y sufren una gama enorme de gobiernos prepotentes, pero se inspiran en ellos para su forma de ser.
IV. La Argentina enferma en su idiosincrasia
9. En mis casi ochenta años: he visto a la Argentina descender peldaño a peldaño hasta llegar al fondo del valle la cultura política en que hoy nos encontramos. Hace sesenta años, cuando viajé a Roma para concluir los estudios eclesiásticos, me fui con la imagen de la Argentina pujante que me había inculcado la escuela primaria, y que se había potenciado con el fervor nacionalista de los años 40. Pero ya en el tren, de Génova a Roma, tuve el primer toque de atención. En el asiento detrás del mío venían unos italianos que regresaban de la Argentina y murmuraban: “La Argentina no es lo que esperábamos; mejor volver a casa”. Lo cual me enfureció. Pero lo que entonces me enfureció, se fue concretando ante mis ojos año tras año como una triste realidad. Y hoy ya no son italianos los que se vuelven, sino hijos de esta tierra que emigran. Y no los más necesitados, sino los mejor formados. ¿Por qué?
10. Las razones son muchas. Y algunas muy justas. Pero ¿no hay algo en la idiosincrasia argentina que enrarece el ambiente y lo priva de la libertad necesaria para vivir? ¿Y que por ello hay gente que busca otros aires? Sí. Y aunque duela, me animo a ponerle nombre: “prepotencia”. Pues, si no se le pone, la enfermedad que padecemos no puede ser diagnosticada ni curada. Y seguiremos descendiendo peldaños, hasta llegar a ser una nación aun más insignificante que hoy en el concierto internacional.
11. Prepotencia en la calle, donde no se respetan las normas de tránsito. Y en los piquetes, que impiden alevosamente la libre circulación. Prepotencia en el supermercado, donde Dios te libre de tener que hacer un reclamo por un aparato que compraste. Nunca podrás hablar con el gerente. Y con suerte te devolverán el dinero seis meses después. Prepotencia, en el deporte. Uds. pueden poner nombres mejor que yo. Prepotencia en el mundo sindical. Prepotencia en los partidos políticos, en los cuales despunta con frecuencia la tentación totalitaria. En vez de verse como un partido o “parte” del todo social, presumen ser el “todo” y ahogan a las minorías. Prepotencia en los elegidos por el pueblo para ser sus representantes. Prepotencia en las autoridades municipales, provinciales y nacionales.
V. Terapia para curar la prepotencia
12. La enfermedad es grave. No se la puede curar de golpe. Necesita de un largo tratamiento. Para ello es necesario adoptar políticas que favorezcan la terapia del alma nacional. Pero sin esperar a que otros se hagan cargo de la terapia, comencemos por la propia casa.
Primero, la educación en la familia. Allí debe plantarse la semilla de la humildad. Sin ella, es imposible la bondad, la búsqueda del bien común, la paciencia por las deficiencias del prójimo y el sano orgullo nacional. La humildad no es debilidad. Es fortaleza, como la del jovencito David frente al gigante Goliat. Cuando no se cultiva la humildad, aflora el tipo “gallito”, que pretende tener siempre la razón, y, aunque atropelle y parezca vencer, va hacia un fracaso seguro.
Segundo, hemos de revisar la catequesis parroquial y la enseñanza de la religión en las escuelas católicas. ¿Cuál es el ideal de autoridad y de ciudadano que trasmitimos?
Tercero, en cuanto a la doctrina social de la Iglesia que enseñamos: ¿trasmitimos una visión integral de los derechos del ciudadano, que incluye los correspondientes deberes? Igualmente, la noción de autoridad: ¿enseñamos que ésta viene de Dios, y por ello debe ser respetada y obedecida? ¿Enseñamos, a la vez, que ésta debe ser resistida democráticamente cuando pretende establecerse como instancia absoluta, que desplaza a Dios con leyes perversas, o con prepotencia se pone por encima del bien común? ¿Enseñamos que el cristiano debe orar por la autoridad, para que cumpla su misión y venza la tentación de la prepotencia que la acecha?
VI. “El que quiera ser grande, que se haga servidor”
13. Sin humildad, los argentinos podríamos discursear mucho sobre el Bicentenario el año que viene. Pero todo sería vana palabrería. El principio que nos enseñó Jesús, y que es válido en la Iglesia, es válido también en la sociedad civil: “El que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos. Porque el Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud” (Mc 10,43-45).
Mons. Carmelo Giaquinta, arzobispo emérito de Resistencia