Lunes, 02 de noviembre de 2009

Homilía de monseñor Carmelo Juan Giaquinta, arzobispo emérito de Resistencia para el trigésimo domingo durante el año. (AICA)
(25 de octubre 2009)


El largo camino para llegar a ser discípulo

I. “Ustedes tienen ojos y no ven”

1. El Evangelio de hoy pinta a Jesús a las puertas de Jerusalén. El camino ha sido largo. Comenzó con una travesía en el lago de Genesaret, donde los discípulos, a pesar de que Jesús multiplicó los panes por dos veces, andan preocupados porque se olvidaron de llevar pan. Jesús los recrimina: “¿A qué viene esa discusión porque no tienen pan? ¿Todavía no comprenden ni entienden? Ustedes tienen la mente enceguecida. Tienen ojos y no ven, oídos y no oyen” (Mc 8,18). Al llegar a Betsaida, Jesús cura a un ciego, que tarda en ser curado: “Veo hombres, como si fueran árboles que caminan” (Mt 8,24). Es un símbolo de lo que sucede con los discípulos. Cuánto camino deben andar para llegar a serlo de veras y ver cabalmente a Jesús.

2. Antes de enfilar hacia Jerusalén, Jesús da un rodeo por Cesarea de Filipos, en el norte de Galilea. Allí Simón Pedro, una especie de ciego espiritual, comienza a ver a Jesús como Mesías, pero desdibujado, pues lo ve como un rey triunfante que echa de Israel a los invasores romanos. De allí, su imperfecta confesión de fe y la respuesta de Jesús: “¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres” (Mc 8,33). Ni siquiera subiendo al monte Tabor, donde Jesús se transfigura, Simón y sus compañeros logran verlo cabalmente: “Pedro no sabía qué decir… Se preguntaban qué significaría ‘resucitar de entre los muertos’” (Mc 9,6.10). Y mientras atraviesan la Galilea, y Jesús anuncia por segunda vez su muerte, ¿de qué discuten los discípulos por el camino? A esta pregunta de Jesús, “ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande” (Mc 9,34). No sólo Pedro; son todos los discípulos los que no acaban de ver a Jesús. Lo mismo sucede con muchos otros: “Después que partió de allí, Jesús fue a la región de Judea y al otro lado del río Jordán… Cuando se puso en camino un hombre corrió hacia él y, arrodillándose, le preguntó: ‘Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?” (Mc 10,1.17). Se trata de un hombre que quiere ver plenamente: “heredar la Vida eterna”. Pero la ceguera que le provocan sus muchas riquezas, le impiden ver a Jesús y seguirlo por el camino: “Se entristeció y se fue apenado, porque poseía muchos bienes” (Mc 10,22). En el tramo final del camino, cuando comienza el repechaje hacia Jerusalén, los discípulos siguen sin ver: “Mientras iban de camino para subir a Jerusalén, Jesús se adelantaba a sus discípulos; ellos estaban asombrados y los que lo seguían tenían miedo” (Mc 10,32). El domingo pasado vimos hasta qué punto los discípulos seguían sin ver correctamente a Jesús: mientras él anuncia por tercera vez su muerte ignominiosa, Santiago y Juan le piden para sí los primeros puestos en su reino de gloria que estaría por instaurarse (cf Mc 10,37).

II. “¡Maestro, que yo pueda ver!”

3. Así llegamos hoy con Jesús a Jericó. Allí, “sentado junto al camino” (Mc 10,46), está Bartimeo, un mendigo ciego. Los que piensan que ven y que siguen a Jesús, molestos por los gritos del ciego, le mandan callar. Pero por los gritos Jesús advierte que es un ciego vidente: que quiere ver en serio. Cuando lo manda llamar, “el ciego, arrojando su manto, se puso de pie de un salto y fue hacia él”. A la pregunta de Jesús, “¿qué quieres que haga por ti?”, le suplica con toda el alma: “¡Maestro, que yo pueda ver!”. Jesús le dice: “Vete, tu fe te salvado”. Y se produjo en el ciego un efecto maravilloso: “En seguida comenzó a ver y lo siguió por el camino” (vv.50-52). De hecho, fueron dos los efectos: 1º) el ciego comenzó a ver a Jesús con los ojos del cuerpo; 2º) también comenzó a verlo con los ojos del alma, por ello “lo siguió por el camino”. Es decir, se volvió discípulo de Jesús de veras.

4. Si el ciego de Betsaida es un símbolo del discípulo de Jesús (cf. Mc 8,27-35), también lo es el ciego de Jericó (cf. Mc 10,46-52). El primero muestra la lentitud de la curación de la ceguera espiritual. Puede durar toda la vida. El segundo muestra el cambio radical que produce la curación de la ceguera espiritual o la fe viva.

III. Para ser discípulo y misionero, es necesario pedir la fe viva

5. Cada día me asombro más por la cantidad de iniciativas apostólicas que hay en nuestra Iglesia. De toda medida y color. Baste ver un boletín diario de AICA (Agencia Informativa Católica Argentina), que apenas recoge un puñadito de las que se realizan, porque la mayoría permanece desconocida. Y todas tienen su valor. Y es palabra del Señor que “no quedará sin recompensa el que les dé de beber un vaso de agua fresca” (Mc 9,41). Pero ¿qué lugar ocupa en la vida del cristiano y de la Iglesia entera la súplica por la fe viva, por ver de veras, así como suplicó el ciego de Jericó: “Maestro, que yo pueda ver”?

6. Tengo una percepción, que puede ser falsa, que nos preocupa más encontrar un método para evangelizar con eficacia, que suplicar del Señor la fe viva. La que tenemos nos alcanza para caminar con él, pero no para comprenderlo de veras y anunciarlo con nuevo ardor. ¿Por qué no invertir el orden de prioridades? Pedir en forma insistente la fe viva, y en segundo lugar acertar con el método misionero.

Mons. Carmelo Giaquinta, arzobispo emérito de Resistencia


Publicado por verdenaranja @ 22:31  | Homil?as
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