Comentario a las lecturas del domingo treinta y tres del Tiempo Ordinario publicado en Diario de Avisos el domingo 15 de Noviembre de 2009 bajo el epígrafe “DOMINGO CRISTIANO”
Aguar la fiesta
Daniel Padilla
No sé qué decirte, Señor. El texto evangélico de hoy y todo su contexto, me impresionan. Me parece un terrible jarro de agua fría. Recordemos la escena. "Salías Tú del templo con tus discípulos, y uno de ellos -admirado, sin duda-, te dijo: Maestro, mira qué sillares y qué edificios. Y tú, admirando, también, le repusiste: Esos magníficos edificios los derrumbarán, hasta que no quede piedra sobre piedra". Te pusiste, a continuación, a disertar sobre el final de los seres y las cosas: la destrucción de Jerusalén, la fugacidad de la vida humana y el juicio final como implantación definitiva del Reino. Y Marcos nos lo contó, poniendo en tus labios un tono catastrofista y tremendo, eso que los entendidos llaman lenguaje apocaliptico". Sí, fue un terrible jarro de agua fría. Pero no creo, Señor, que tu intención fuera la de asustar. La ternura con que cobijas a los tuyos -"como una gallina a sus polluelos"- no me permite pensar en un Jesús "amenazador" sino, más bien, en un hermano mayor tratando de ayudar a sus hermanos pequeños a encontrar el verdadero sentido de la vida humana; y, como consecuencia, avalorar las cosas en su justa medida, a mirar lo pasajero como pasajero y lo eterno como fundamental, a no "construir", en una palabra, "una morada fija en la tierra, ya que andamos buscando la del futuro".
Porque ése es el tema fundamental que subyace en nuestra conciencia. "¿Qué sentido tiene la vida, y los pasos que doy, y mis anhelos y preocupaciones, y ese tiovivo de mis ajetreos?".
Tú, Señor, en la primera parte del texto de hoy, pareces pintar, en efecto, un horizonte muy negro: "De todo esto no quedará piedra sobre piedra". Ante esa perspectiva, nuestro pobre corazón se encoge y se pone a rumiar los viejos versos de J. Manrique:
`Recuerde el alma dormida avive el seso y despierte..."
Pero, escuchándote hasta el final, veo que ése no era tu objetivo. Al contrario. Tú te pusiste a hablar de la "primavera" y de las "yemas de los árboles". "Aprendan de lo que les enseña la higuera. Cuando las ramas se ponen tiernas, saben que la primavera se acerca. Cuando vean ustedes que estas cosas suceden, sepan que El está cerca: a la puerta".
No se trata, pues, de un "fin", definitivo, sino de un definitivo "principio". Ya, en otra ocasión, dijiste: "Si el grano de trigo muere, entonces da mucho fruto". De eso se trata. La vida del hombre tiene sentido, profundo sentido, trascendental sentido. Porque, si el hombre ha ido construyendo la ciudad de la tierra sabiendo que estaba poniendo los pilares de la eternidad, lo que hacía era preparar la definitiva implantación del reinado de Dios.
Por eso, las parábolas que contaste a continuación no invitaban a la desesperación y al fatalismo, sino a la activa esperanza: a "llenar nuevas lámparas de aceite", a "esperar, como criados diligentes, la llegada del amo", a "hacer fructificar nuestros talentos".
Tu discurso escatológico, por tanto, no pretendía "aguarnos la fiesta" sino, más bien, "prepararnos para la gran Fiesta". Aquella, en la que "no habrá ya ni llanto, ni luto, ni dolor". Anunciabas, en definitiva, la llegada de la primavera. Y lo hacías, no con ese margen de posible error que se reservan los meteorólogos, sino con toda rotundidad y contundencia: "El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán".
Por tanto, ¡cristianos del mundo, únanse!