Card. Bergoglio: Hay que promover el encuentro del pueblo con Dios
Pilar (Buenos Aires), 10 Nov. 09 (AICA)
"A nosotros, pastores, se nos pide fomentar y custodiar este encuentro. Se nos pide ser hombres de oración y penitencia para que nuestro pueblo fiel pueda encontrarse con Dios; hombres de convocatoria con actitudes de humildad y servicio. Y hoy, al comenzar esta Asamblea, lo pedimos juntos unos por otros. Nuestro pueblo nos quiere pastores y dedicados a esta tarea de provocar y cuidar el encuentro con Dios y bien sabemos que, en este trabajo por el Reino, estamos asediados por tantas tentaciones de mundanidad", dijo el arzobispo de Buenos Aires y primado de la Argentina, cardenal Jorge Mario Bergoglio, en la misa de apertura de la 98ª Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Argentina, que hasta el sábado se desarrolla en la casa de ejercicios El Cenáculo-La Montonera, de Pilar.
Temario
Mañana, miércoles 11 de noviembre, los obispos se trasladarán a la basílica de Nuestra Señora de Luján, donde a las 17, celebrarán una misa en conmemoración del Año Sacerdotal, junto al corazón incorrupto de San Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars, cuya reliquia peregrina por el país.
Según el temario difundido por la Oficina de Prensa, el casi centenar de obispos abordará cuestiones referidas a la tarea del Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (ENDEPA), que cumple 25 años; la evaluación de la puesta en práctica de la Misión Continental en las diócesis de la Argentina, programar la Campaña de Sostenimiento de la Iglesia, y preparar el Encuentro Nacional de Archivística Eclesiástica.
Además se escucharán informes de las comisiones episcopales de Liturgia, Ministerios, Pastoral Social, Comunicación Social y Cáritas Argentina.
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Texto completo de la homilía
“El hombre me hizo volver a la entrada de la Casa, y vi que salía agua por debajo del umbral de la Casa, en dirección al oriente, porque la fachada de la Casa miraba hacia el oriente. El agua descendía por debajo del costado derecho de la Casa al sur del altar. Luego me sacó por el camino de la puerta septentrional, y me hizo dar la vuelta por un camino exterior, hasta la puerta exterior que miraba hacia el oriente. Allí vi que el agua fluía por el costado derecho. Entonces me dijo: ‘Estas aguas fluyen hacia el sector oriental, bajan hasta la estepa y van a desembocar en el Mar. Se las hace salir hasta el Mar, para que sus aguas sean saneadas. Hasta donde llegue el torrente, tendrán vida todos los seres vivientes que se mueven por el suelo y habrá peces en abundancia. Porque cuando esta agua llegue hasta el Mar, sus aguas quedarán saneadas, y habrá vida en todas partes adonde llegue el torrente. Al borde del torrente, sobre sus dos orillas, crecerán árboles frutales de todas las especies. No se marchitarán sus hojas ni se agotarán sus frutos, y todos los meses producirán nuevos frutos, porque el agua sale del Santuario. Sus frutos servirán de alimento y sus hojas de remedio”. (Ez. 47:1-2, 8-9,12)
“Se acercaba la pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados en sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: “Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio”. Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo de tu Casa me consumirá. Entonces los judíos le preguntaron: ¿Qué signo nos das para obrar así?” Jesús les respondió: “Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar”. Los judíos le dijeron: “Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?”. Pero él se refería al templo de su cuerpo. Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado”. (Jn. 2: 13-22)
1. La Iglesia, en esta conmemoración de la Catedral Primada, nos introduce en la contemplación del Templo como lugar de la presencia de Dios, fuente de bendiciones y fecundidad en la fe. En la primera lectura, utilizando la figura del agua que surge del Templo, nos habla de vida y de abundancia como efecto de la fuerza del Señor aceptada por su pueblo: “al borde del torrente, sobre sus orillas, crecerán árboles frutales de todas las especies. No se marchitarán sus hojas ni se agotarán sus frutos, y todos los meses producirán nuevos frutos, porque el agua sale del Santuario. Sus frutos servirán de alimento y sus hojas de remedio” (Ez. 47:12). El profeta Jeremías llamará bendito al hombre que confía en el Señor y en él tiene puesta su confianza (17: 7) y dirá de él que “es como un árbol plantado al borde de las aguas, que extiende sus raíces hacia la corriente; no teme cuando llega el calor y su follaje se mantiene frondoso; no se inquieta en un año de sequía y nunca deja de dar fruto” (17: 8). La misma bendición la encontramos en el Salmo 1 (v. 3) y está dirigida al “hombre que no sigue el consejo de los malvados, ni se detiene en el camino de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los impíos, sino que se complace en la ley del Señor y la medita de día y de noche” (vv. 1-2).
2. La bendición nos refiere al hombre que se abre a Dios, que sólo se planta decididamente en el agua vivificante que sale del Templo, la aceptación de la ley, y la custodia en su corazón; al hombre que confía en el Señor y por ello es liberado de temor e inquietud en la canícula y la sequía; al hombre que no necesita reaseguros de otro tipo, alejados de Dios, que lo llevan a confiar en el hombre y buscar su apoyo en la carne. La Palabra de Dios nos dice, sencillamente, que al contrario del primer tipo de personas, estas otras son “malditas”. Bendición y maldición en referencia a la relación que tengamos con el Templo, como lugar de la presencia de Dios, como sitio del encuentro con Dios. Jesús va a decir que es “casa de oración” (Mt. 21:13), es decir casa de diálogo con Dios, casa de encuentro con el Señor.
3. El camino del pueblo de Dios, en su relación con el Templo a lo largo de la historia, se ha movido entre estos dos polos de bendición y maldición. Los profetas denunciarán muchas veces el culto superficial y hasta supersticioso, gestos vacíos de rectitud de intención: “¿Qué me importa la multitud de sus sacrificios? Dice el Señor.” (Is. 1: 11) y se quejan de los malos sacerdotes que han bastardeado el servicio divino y profanado el Templo: “muchos pastores han arrasado mi viña, han pisoteado mi parcela” (Jer. 12:10). Es dura la palabra de Dios cuando describe la corrupción de sus sacerdotes en el servicio del Templo; los hijos de Elí son un ejemplo de tal estado de vida: “Los hijos de Elí eran unos canallas que no reconocían al Señor ni respetaban los deberes de los sacerdotes para con el pueblo” (1 Sam. 2: 12). Por el mal ministerio de ellos, el Templo del Señor se va profanando en toda clase de corruptelas que, en el fondo, constituyen idolatría. De ahí el llamado de la conciencia del israelita fiel para purificar el Templo, porque el Santuario estaba desolado, abandonado de la gloria del Señor.
4. Jesús, en el pasaje que nos anuncia el evangelio de hoy, se hace cargo de toda esta tradición de purificación del Templo y la asume en un gesto definitivo y profético. No se trata sólo de palabras sino de hechos concretos y hasta diría artesanales: “hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio” (Jn. 2: 15-16). Con su gesto y sus palabras proclama que la Casa de su Padre es lugar de encuentro de Dios con su pueblo y la limpia de todo tipo de comercio material y espiritual. En otros momentos condenará, con el adjetivo de hipócritas, a los ministros que adulteran sofisticadamente la pureza de la casa de Dios. A ellos les echará en cara que “cargan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras que ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo. Todo lo hacen para que los vean: agrandan las filacterias y alargan los flecos de sus mantos; les gusta ocupar los primeros puestos en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, ser saludados en las plazas y oírse llamar ‘mi maestro’ por la gente” (Mt. 23: 4-7). Les dirá claramente que son instrumento de desencuentro del pueblo con Dios porque “cierran a los hombres el Reino de los cielos. Ni entran Ustedes, ni dejan entrar a los que quisieran” (Mt. 23: 13); “que pagan el diezmo de la menta y del comino y descuidan lo esencial de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad” (Mt. 23: 23). A latigazos Jesús los echa porque profanan el Templo e impiden, con su clerical hipocresía, el encuentro del pueblo con su Señor. No son hombres de Dios, sencillamente son mundanos.
5. A nosotros, pastores, se nos pide fomentar y custodiar este encuentro. Se nos pide ser hombres de oración y penitencia para que nuestro pueblo fiel pueda encontrarse con Dios; hombres de convocatoria con actitudes de humildad y servicio. Y hoy, al comenzar esta Asamblea, lo pedimos juntos unos por otros. Nuestro pueblo nos quiere pastores y dedicados a esta tarea de provocar y cuidar el encuentro con Dios y bien sabemos que, en este trabajo por el Reino, estamos asediados por tantas tentaciones de mundanidad. Me estremece, cada vez que la leo, la autocrítica de San Gregorio Magno hablando del ministerio pastoral: “Hay otra cosa, en la vida de los pastores, que me aflige mucho; pero a fin de que lo que voy a decir no parezca injurioso para algunos, empiezo por acusarme a mí mismo de que, aun sin desearlo, he caído en este defecto, arrastrado por el ambiente de este calamitoso tiempo en que vivimos. Me refiero a que nos vemos como arrastrados a vivir de una manera mundana, buscando el honor del ministerio episcopal y abandonando, en cambio, las obligaciones de este ministerio. Descuidamos fácilmente el ministerio de la predicación y, para vergüenza nuestra, nos continuamos llamando obispos; nos place el prestigio que da este nombre pero, en cambio, no poseemos la virtud que este nombre exige. Así, contemplamos plácidamente como los que están bajo nuestro cuidado abandonan a Dios, y nosotros no decimos nada; se hunden en el pecado, y nosotros nada hacemos para darle la mano y sacarlos del abismo” (Homilía 17, 14; PL 76, 1146). Cuando leemos esto, si el sayo nos cabe, tratamos de arrepentirnos y deseamos que no haya cerca ninguna soga con la que Jesús pueda hacer un látigo. Si bien todos nos sabemos pecadores, estamos sinceramente deseosos de servir al Señor y a su santo pueblo fiel. Somos débiles pero queremos, todos los días, abrir nuestro corazón a la misericordia del Señor para servir mejor y ayudar al encuentro de Dios con su pueblo, para esforzarnos por mantener abiertas las puertas del Templo del que fluye el agua vivificante y salvadora.
6. Aparecida nos pide que nos encontremos con Jesucristo Vivo y sirvamos a nuestro pueblo fiel en ese encuentro. Ésta ha de ser fundamentalmente nuestra conversión pastoral que nos lleva a alejar de nosotros actitudes caducas que impiden la entrada al Templo. Jesús nos llama a ser pastores de pueblo y, si se lo pedimos, nos librará de la tentación de convertirnos en mundanos, en clérigos de estado. Él camina con nosotros, entra al Templo con nosotros; en su compañía tenemos la certeza de que no nos va a echar. Y, junto a Él, está su madre. A ella le pedimos “que nos enseñe a salir de nosotros mismos en camino de sacrificio, amor y servicio, como lo hizo en la visitación a su prima Isabel, para que, peregrinos en el camino, cantemos las maravillas que Dios ha hecho en nosotros conforme a la promesa” (Aparecida 553). Que así sea.+