Lunes, 07 de diciembre de 2009

Homilía de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, en la Celebración de Acción de Gracias por el 127º aniversario de la fundación de La Plata. (AICA)
(Iglesia Catedral, 19 de noviembre de 2009)


LA CIUDAD Y SU CATEDRAL

Al conmemorar un nuevo aniversario de la fundación de La Plata, el pensamiento se dirige espontáneamente a aquellos que con inteligencia y tesón levantaron esta ciudad desde la nada; para hablar con mayor propiedad habría que decir desde la soledad sin límites de la pampa. La fundación de una ciudad es un hecho de civilización que tiene un sentido y un valor originarios; es aventura, en cuanto suceso infrecuente, extraño, y suele alcanzar la elevación de la epopeya que reclama admiración e inspira a los poetas. Dardo Rocha, el fundador, sabía muy bien a qué lance convocaba a aquella generación de pioneros. La naturaleza –decía- nos enseña que las formaciones duraderas sólo se elevan con gran esfuerzo y en largo tiempo, y así las obras de los hombres, para que duren, necesitan ser a imagen de ellos, hechas con dura labor y esfuerzo infatigable. La Plata nació como expresión concreta de un designio de grandeza, que más bien, parecía un sueño. Sarmiento, genio contradictorio y de talante arisco, descreyó al principio de aquel proyecto fundacional, pero después de contemplar por primera vez cómo surgía la ciudad, escribió en 1885 refiriéndose a los constructores: hacen todo desmesurado, colosal, como para un pueblo de gigantes. Y del templo mayor, cuya edificación no se había iniciado todavía, dijo: en La Plata vamos a tener catedral que deje atrás a la marmórea de Nueva York.

Los majestuosos edificios públicos dieron prestancia a la nueva capital, que adquirió perfil humano a medida que el cuadrilátero se iba poblando de viviendas sencillas y nobles entre las que descollaba cada tanto una mansión más señalada. Otros rasgos se sumaron a la definición de su carácter: diagonales, bulevares, plazas y arbolado. Sabemos demasiado bien cómo todo este patrimonio ha sufrido el paso del tiempo, el descuido y la depredación, y qué difícil es devolverle valor y promover su aprecio y su tutela.

Actualmente, parece indiscutible que el símbolo por excelencia de La Plata es su catedral, la imagen que mejor representa a la ciudad. Fue, sin embargo, la construcción más demorada; ciento quince años transcurrieron desde que se plantó la piedra fundamental hasta que se elevaron las torres y se completó la ornamentación de la fachada. Las diversas etapas eran marcadas por solemnes ceremonias que reunían en el lugar a las autoridades y al pueblo. Todos recordamos, seguramente, el multitudinario espectáculo del 19 de noviembre de hace exactamente hoy diez años. La idea de los fundadores fue elevar un templo que en su verticalidad gótica indicara desde la horizontalidad  de la pampa, desde la cotidianidad y limitación de lo humano, la imprescindible referencia al infinito, a la eternidad, a Dios. La ciudad terrena necesita un templo; en ella los hombres tienen su casa y Dios la suya, que es casa de todos porque allí todos aprenden que son hermanos, hijos del mismo Padre.

El primer significado de la catedral es religioso, eclesial. En ella se encuentra la cátedra, desde la cual el obispo ejerce su oficio de maestro, sacerdote y pastor. Desde allí instruye al pueblo comunicándole la doctrina de la verdad, lo convoca y reúne para celebrar los misterios del culto divino, lo preside en nombre de Cristo y lo envía a dar testimonio del amor de Dios en la actividad secular, en la entraña misma de la sociedad. La presencia, erguida y bella, de la catedral en el centro de la ciudad tiene también una dimensión cultural y política; manifiesta de hecho que en la ciudad de los hombres, en la pólis, no puede faltar la presencia de Dios, que Dios debe ser tenido en cuenta, reconocido y adorado para que la vida social no se hunda en el abismo de la deshumanización. La religión no es un asunto meramente privado, un sentimiento que se acovacha en un rincón de la conciencia, sino fuente de inspiración fervorosa que ilumina y orienta todas las dimensiones de la vida, personal y comunitaria. Así lo entendieron los fundadores, que plantaron la catedral en el corazón de la ciudad.

En 1951, con ocasión del Congreso Mundial del Apostolado de los Laicos, el Papa Pío XII censuraba la nefasta tendencia […] que querría confinar a la Iglesia en las cuestiones puramente religiosas, obligarla a que se encierre en el santuario y en la sacristía, que deje a la humanidad debatirse fuera de la Iglesia, en medio de sus necesidades y tristezas. La razón por la cual no puede hacer eso –aunque hay campos que no dependen directamente del magisterio de la Iglesia– es que el mundo no es extraño o ajeno a Dios, ya que toda la creación es obra suya. A los cristianos, a los fieles laicos les compete, en virtud del bautismo y de la confirmación orientar la creación hacia los fines que Dios le ha asignado mediante su compromiso en la tarea temporal y su empeño ciudadano, respetando las leyes por las que se realiza el designio del Creador. Juan Pablo II advertía como una urgencia y una responsabilidad que los fieles laicos han de testificar aquellos valores humanos y evangélicos que están íntimamente relacionados con la misma actividad política, como son la libertad y la justicia, la solidaridad, la dedicación leal y desinteresada al bien de todos, el sencillo estilo de vida, el amor preferencial por los pobres y los últimos (Christifideles laici, 42). El mismo Papa les atribuía a los laicos la misión de animar cristianamente el orden temporal, y Benedicto XVI les recuerda el deber inmediato que les incumbe de actuar en favor de un orden justo en la sociedad, ya que están llamados a participar en primera persona en la vida pública (Deus caritas est, 29).

¡Qué rumbos tan diversos tomaría nuestra sufrida Argentina si esta doctrina se llevara a la práctica, si los políticos que se dicen cristianos lo fueran real y seriamente; si cristianos auténticos se atrevieran a adentrarse en el tembladeral de la política criolla sin hundirse en el pantano de la corrupción, sin vender su alma! Con respeto religioso corresponde afrontar esa actividad que los antiguos consideraban de nobleza, y nosotros los cristianos un servicio de caridad.

Las sentencias del libro del Eclesiástico que hemos escuchado como primera lectura (Eclo. 10, 1-5) no expresan tanto una teoría política cuanto la experiencia de un sabio, un agudo observador de las cosas humanas que cree en la providencia de Dios sobre el curso de los acontecimientos. La sabiduría bíblica es eminentemente práctica, una guía para el bien obrar; contiene saludables consejos para los gobernantes, a los que exhorta frecuentemente a la prudencia. Una ciudad prospera por la inteligencia de los príncipes; esa inteligencia implica que quienes gobiernan aceptan la conducción superior del Señor de todos y por eso no se envanecen en sus proyectos ni se dejan atrapar por la codicia. Se dice también: Como el jefe de la ciudad, así son sus habitantes; en ambas sentencias se destaca el valor de la ejemplaridad como principio de la convivencia virtuosa en la ciudad, que es concebida como una personalidad corporativa: cabeza y cuerpo constituyen una unidad vital. Esa vinculación se verifica tanto para el bien como para el mal: los pueblos tienen los gobiernos que se merecen –así suele decirse–, pero por otra parte vale la sentencia castellana: ¡qué buen vasallo sería, si tuviese buen señor!

El Evangelio (Lc. 19, 41-46) nos presenta una escena conmovedora y a la vez terrible: Jesús llora por la ciudad rebelde a su amor solícito y anuncia su futura ruina, la suerte de un mundo que abandona a Dios. Un signo de extravío de la ciudad es la pérdida del sentido de lo sagrado, contra lo cual Jesús reacciona enérgicamente. La Plata se reconoce en su Catedral, pero esta identificación no puede limitarse al dato cultural o turístico; habría que asumir el signo en su auténtico sentido, en su profundidad espiritual. La presencia imponente del templo mayor otorga a la ciudad un tono particular que debe ser comprendido y aceptado. El primer nivel de esa aceptación es el respeto, que muchas veces, lamentablemente, falta. La presencia de la catedral se prolonga de algún modo en la inmensa plaza, símbolo del mundo: allí ocurre lo mejor y lo peor. La presencia catedralicia se proyecta protectora sobre las numerosas y dispares actividades cotidianas, bendiciendo el solaz de los platenses. Pero también sufre la agresión sonora de los inadaptados que perturban el reposo de los vecinos con su música ratonil o con el escape de sus autos por las noches y sus motos; padece también la invasión tumultuosa de los recitales rockeros, que bien merecen otro ámbito, y que dejan los jardines del templo convertidos en una cloaca. Son muestras penosas de la decadencia cultural de esta Argentina desquiciada. Otra cosa pensaron para la ciudad sus fundadores; nos dejaron un legado que es preciso asumir con lucidez y pasión para protegerlo y transmitirlo enriquecido a las generaciones que vendrán. No son sólo los edificios, sino ideas, sentimientos, valores, costumbres, un estilo de vida, una cultura.

Al agradecer al Señor por los 127 años de La Plata, le pedimos nos ayude a todos, gobernantes y ciudadanos, a trabajar seriamente por su bien, para que podamos hacer de ella un recinto de justicia, de fraternidad, de paz. Le dedicamos el augurio que el salmista dirige a Jerusalén: Por amor a mis hermanos y amigos, diré: “La paz esté contigo”; por amor a la Casa del Señor, nuestro Dios, buscaré tu felicidad (Sal. 121, 8-9). 

Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata


Publicado por verdenaranja @ 15:40  | Homil?as
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