Comentario al Evangelio del domingo tercero de Adviento – C, publicado en Diario de Avisos el domingo 13 de Diciembre de 2009 bajo el epígrafe “DOMINGO CRISTIANO”
Mal de muchos...
Daniel Padilla
Es evidente que impresionaba Juan. Impresionaba su figura: adusto y severo, "alimentándose con saltamontes y miel silvestre, vestido con una piel de camello ceñida a la cintura", recortaba su silueta en el desierto. Impresionaba también su personalidad: "No te es lícito vivir con la mujer de tu hermano", le decía sin miedo a Herodes, pasara lo que pasara. Y Jesús afirmaba de él que "no era una caña agitada por el viento, ni un hombre ricamente vestido", sino "el hombre más grande nacido de una mujer". Impresionaba igualmente la claridad con que seguía su vocación: "Yo soy la voz que clama: preparen los caminos del Señor; enderezcan sus sendas". Y eso es lo que hacía en su profetismo: lanzar limpiamente su mensaje de conversión desde su voz y su testimonio. Pero hay algo que aún impresionaba más: la concreción de su mensaje. No se andaba por las ramas en el campo de los principios genéricos. El eslogan de Isaías lo desmenuzaba en programas prácticos, urgentes y concretos, acomodados a cada situación de la vida: "El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; el que tenga comida, lo mismo". A unos publicanos, les dijo: "No exijan más de lo establecido". Ya unos soldados: "No hagan extorsión a nadie, ni se aprovechen con denuncias".
Y es que Juan tenía prisa. Era partidario de no dejar para mañana lo que se puede hacer hoy. Era consciente de que la implantación del Reino no podía hacerse a la ligera, con optimistas programas etéreos ni con zurcidos superficiales: "El que tenía que venir", diría más tarde: "No se puede poner un paño nuevo sobre un vestido viejo, porque tirará de él y lo romperá". Y eso es lo que trataba de recomendar Juan. Por eso predicaba una conversión personal. Que consistía primordialmente en un cambio radical de mentalidad y, consecuentemente, en un cambio de actitud ante los problemas.Hoy día todos hablamos de "cambiar estructuras". Y, en ese empeño, decimos que existen: la opresión, la injusticia, la explotación, la marginación, el consumismo aberrante... Pero todos esos anhelos y denuncias pueden quedarse en música celestial, si no trabaja cada uno en liberarse él de sus propios pecados. Los grandes pecados de todos suelen terminar siendo pecados de nadie. Y está claro que, cuando decimos enfáticamente "todos somos opresores, o asesinos", lo que hacemos es absolver alegre y confusamente el pecado personal de cada uno. Muy bien sintetizó aquel que dijo: "¡Mal de muchos, consuelo de tontos!" O de listos. Porque suele ser un listillo el que se lava las manos como Pilatos. Vivimos en una curiosa paradoja. Cuando se trata de nuestros derechos, aquilatamos al máximo lo que se nos debe: "Esto, y esto, y esto. Más el IVA". Pero cuando se trata de nuestros compromisos con la ciudad secular o con la implantación del reino, solemos caer en un lenguaje ambiguo, insípido y fofamente grandilocuente que no dice nada: "Hay que hacer... Qué bonito sería si todos...".