S?bado, 16 de enero de 2010

Mensaje de monseñor Mario Aurelio Poli, obispo de Santa Rosa para la Navidad 2009. (AICA) 

APESEBRAR EL CORAZÓN 

“Ya los montes se allanan
y las colinas,
y el corazón del hombre
vuelve a la vida.”
LH, I, Himno del Oficio de lectura, 17 de dic. 

Hay muchas maneras de acercarnos a la Navidad. El clima de la fiesta está en el aire pampeano y es difícil substraerse a ella, aunque no siempre deja en nosotros el mensaje de paz y bien que el acontecimiento anuncia: la huella de ternura y serenidad que desearíamos retener durante todo el año. Los signos religiosos, como el pesebre y el árbol navideño, aparecen en vidrieras y plazas, coloreando la vida pública, aun en los lugares más insólitos. Y hasta parecen suspender, al menos por un tiempo, las reacciones secularizantes, que en otro momento descargan sus pretensiones sobre imágenes y símbolos cristianos. La Navidad es fuerte, trae algo que todos necesitamos e intuimos que convoca sin exclusión de nadie, con un lenguaje tan simple como el de un “niño envuelto en pañales” (Lc 2, 12). Ese Niño trae un mensaje que se dirige a lo más profundo de nuestro ser, dándonos luces que nadie puede dar. Es cierto, encierra un misterio grande, una Buena Noticia, y los signos sólo asoman algo de lo que oculta la promesa cumplida de una novedad que hay que desentrañar.

La Navidad precede a la fiesta del tiempo, el de un año que pasa y otro que se inaugura. La sorpresa que nos causa el vertiginoso tiempo que pasó, sólo se supera ante las promesas y expectativas del que vendrá, lleno de enigmas y situaciones insospechadas. Aun así, para los cristianos el tiempo no es “algo” que pasa, sino Alguien que viene. Y por eso decimos, contemplando el pesebre, que lo que está por venir siempre es mejor para todos. No podemos hablar sino en términos de esperanza, y de una esperanza que no defrauda, la que se pone sólo en Dios y la que nos devuelve la confianza en el hermano. Viene Alguien que nos dice quién es el hombre, cuál es su destino final, cuál es el sentido de la historia y el de este mundo que parece no tener salida. Desde la cueva de Belén surge una respuesta que serena nuestro ánimo, porque reconocemos en el Niño Jesús, al Señor del tiempo. Él es el Alfa y la Omega, dice el Señor Dios, «Aquel que es, que era y que va a venir» (Ap 1, 8).

La Liturgia de estos domingos de Adviento nos fue disponiendo de una manera pedagógica al misterio que ha cambiado la historia y ha iluminado la vida de cada persona. Cuando Juan el Bautista se apropió del texto de Isaías, en sus labios, la profecía del Mesías que viene sonó grave y como una advertencia: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos... Entonces, todos verán la Salvación de Dios (Lc 3, 3–4) La gente que escuchaba a Juan se acercó para preguntarle: ¿Qué debemos hacer entonces? Él, que dispensaba un bautismo de conversión, dio repuestas claras a cada uno de los que advirtieron que algo tenían que cambiar para preparar sus vidas ante la inminente venida del Mesías. Nada especial, solamente insistió en que cada uno hiciera bien lo que su estado y responsabilidad le demandaba: Compartan lo que tienen; sean justos; no mientan ni extorsionen a nadie...(Cfr. Lc 3, 10–18).

Sin dudas, se trata de una disposición interior, cordial, es decir del corazón, sede de los más buenos y nobles sentimientos de que es capaz el hombre, y también de los más ruines y miserables. También nosotros preguntamos: ¿qué tenemos que hacer; cómo prepararnos a la venida de Jesús? Ya el profeta Sofonías nos decía el domingo pasado: Alégrate y regocíjate de corazón...porque el Señor está en medio de ti (3, 14–15). San Lucas se lo aplicó a la Virgen, quien fue la primera en hacer de su corazón un pesebre (cfr. 2, 19). Apesebrar, imagino yo, es guardar y meditar las cosas que ocurren en torno al misterio de Dios que se hace igual a nosotros, aunque nos desborde. San Agustín lo refiere así: Para que se hiciera fuerte la debilidad, se hizo débil la fortaleza (San Agustín, Sermón 190, 4). Desproporcionado intercambio si consideramos las distancias entre lo divino y lo humano; origen de algo más bello que la primera creación. Apesebrar significa también dejar que toda la ternura y simplicidad de la Noche Buena en Belén pase a nuestro pobre corazón y lo convierta en reflejo de su bondad y verdad, para transmitirlo en nuestras familias, lugares de trabajo, estudio, en fin, donde compartimos la vida. El Niño que viene es Dios que es Amor (Cfr. 1º Jn 4, 8), y nuestro corazón está bien hecho para amar. De ahí que en esos días que preceden al Nacimiento, vale la pena espejarnos en el pesebre y dejar que el asombro supla al descreimiento, que el cansancio del año se alivie mirando a Dios mi roca, la alegría perdida se renueve en la esperanza que irradian los rostros de María y José, que la grandeza de Dios eleve nuestra pequeñez y su pobreza se convierta en nuestra más apreciada riqueza.

Les deseo que la contemplación fortuita de cualquier pesebre, en algún lugar, se convierta en un encuentro personal y feliz con el Dios que nos dio el aliento de vida (Ap 11, 11), el Señor que viene a salvarnos,  ¡Feliz, Santa y Buena Navidad! 

Mons. Mario Aurelio Poli, obispo de Santa Rosa


Publicado por verdenaranja @ 23:06  | Hablan los obispos
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