Mensaje de monseñor Domingo Salvador Castagna, arzobispo emérito de Corrientes para la Navidad. (AICA)
NAVIDAD 2009
No podemos repetir cada año el mismo discurso navideño. Si buscamos la inspiración dentro de nosotros mismos, utilizando un lenguaje convencional y desprovisto del espíritu de la original Navidad, repetiremos el saludo formal de siempre, frío y estéril. ¿Cómo hacer entonces? Renovarnos espiritualmente mediante un acercamiento real al misterio que celebramos. Ello incluye prestar atención al relato del Evangelio y hacer de su escucha un encuentro vivo con el Dios hecho Hombre. Si no lo logramos nada cambiará en nuestra vida. Entre las pajas del pesebre está nuestro Salvador. Ese Niño que inicia su vida es el Dios que inicia toda vida, “Padre de nuestra vida” (Pablo VI). No hagamos una lectura, desde su tiempo, del simple y trascendente acontecimiento. Estamos observándolo desde el año 2009. Ese Niño se hizo hombre y padeció la Cruz por causa de nuestros pecados. Ese Niño resucitó, manifestando la “plenitud de su divinidad”, y hoy nos ofrece el perdón de nuestros pecados y la santidad.
No lo celebramos bien si impedimos que entre en nuestra vida interior y produzca en ella su obra redentora. Es bueno - una verdadera aproximación - sosegar el espíritu, restablecer la calma y permitir que el amor se exprese entre los seres que amamos. Desearnos mutuamente la paz no es aún la paz si nuestro corazón se mantiene aferrado a intereses mezquinos y a la liviandad de un chisporroteo festivo que nada tiene que ver con esta gran Fiesta. La “tradición” de la Navidad consiste en hacer depositarios a los otros de la noticia asombrosa, y secretamente esperada por siglos, de la venida de Dios. Se acabó la “noche oscura” de los tiempos, o mejor, fue iluminada por la Luz inapagable que devuelve al mundo su rumbo a la Verdad y a la santidad. Viene Dios, en su Hijo divino, atraído por el clamor que la Iglesia formula con una dulce expresión: “¡Ven, Señor Jesús!”. Dios viene porque ama al hombre. Se conmueve ante su deplorable estado y decide cargarlo sobre sus hombros y volverlo a la casa familiar donde lo espera.
¿Cómo celebrar la Navidad? Reclamando un momento de silencio, no importa de qué duración, para contemplar lo que aparece en la escena sagrada, recargada hoy de elementos decorativos que la ocultan, hasta convertirla en un romántico recuerdo. Necesitamos ser niños, o aprender de su candor, y mirar con ojos sorprendido el humilde pesebre, nunca más pobre que el original. Con la imagen la Verdad se mete en el alma. Es la Verdad que cambia el corazón y la conducta. Nos hace buenos de verdad, hasta desbordarnos sobre la sociedad que integramos y debemos servir. Creer en el Dios hecho Niño es iniciar una historia - siempre nueva - modelada por el Espíritu de ese Niño, que responde al clamor de quienes sufren la pobreza injusta y las graves lesiones a su dignidad de hijos de Dios. Los proyectos políticamente más prolijos no alcanzan si sus creadores se empeñan en no dejar a Dios cambiar sus corazones. Nuestra historia desborda de acontecimientos que indican que los hombres cometen los mismos errores, a veces más graves que los anteriores, mientras no se dispongan a renegar de sus pecados e iniciar una vida virtuosa.
¿Cómo hacer que esta Navidad se asemeje más a la primera? Los creyentes actuales debemos comportarnos como María y José, como los pastores y los Ángeles. El vínculo que los familiariza a ellos es la humildad, actitud ejemplar que nos es preciso adoptar. La vida, salida de las manos de Dios, es una prodigiosa renovación, ininterrumpida y orientada a ser perfecta en Quien le dio origen. El pecado es un estado esclerótico, que frena esa renovación continua al desorientarla de su fin. Ese Niño divino viene a eliminar el pecado, por eso el Bautista lo distingue e identifica en público: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. (Juan 1, 29) El pecado está y produce fuertes latidos como un foco infeccioso en el organismo humano. Lo podemos verificar en nosotros mismos, y en las diversas manifestaciones de la sociedad que componemos. Ese Niño, que vino para crecer entre nosotros, no tiene pecado. Es Dios verdadero y su misión es suprimir definitivamente el pecado, poniendo a la humanidad en condiciones de participar de su inocencia y santidad. Es preciso que celebremos la Navidad dejándonos tomar por su conmovedora Verdad. Celebrarla significa decidir que invada nuestra vida personal y social. De otra manera nuestra celebración se constituye en un estéril deseo o en una farsa.
Finalmente - y a su inspiración - es la hora de prestar atención a la pobreza como desidolatrización de la vida. Para ello es urgente aprender de ese Dios humilde, que se hace Camino a la Verdad, a la Justicia y a la Paz, remplazando nuestra fracasada escala de valores por la suya. No se llegará a suprimir la pobreza, resultado de una perversa distribución de bienes, si no se erradica de la cultura enclenque el culto selvático a la propia personalidad en desmedro de los humildes y excluidos. Este Niño, Dios hecho pequeño, viene a restablecer el equilibrio de forma pacífica. Es el Dios del amor. No se conjuga con Él el egoísmo y el odio, formulados socialmente en todas las manifestaciones de la deshonestidad y de la violencia. La Navidad, así entendida, se constituye en la garantía de que un Orden nuevo, personal y social, es posible.
Con esta convicción y sentimientos augurémonos una ¡FELIZ NAVIDAD!
Mons. Domingo Salvador Castagna, arzobispo emérito de Corrientes