Domingo, 31 de enero de 2010

Homilía de Nochebuena de monseñor Antonio Marino, obispo auxiliar de La Plata (Parroquia Nuestra Señora de Pompeya,
La Plata, 24 de diciembre de 2009) . (
AICA)


Dios con nosotros 

Queridos hermanos:

Tras una larga espera de muchos siglos, en el silencio de la noche, vino a este mundo aquel a quien han esperado y siguen esperando, sin saberlo, todos los hombres de la historia. Pero entonces como hoy, el Salvador ha venido y viene a nosotros sin hacer ruido, en la más desconcertante pobreza de apariencias. Sólo quienes tienen alma de pobres descubren su venida. Sólo quienes aprendieron la sabiduría de volverse como niños, advierten su presencia.

Aquel a quien llamamos Señor del universo y de la historia, nace en la pobreza y en la marginación, como en la orilla del mundo juzgado más culto según los criterios humanos. Todos ignoran su origen y su verdadera identidad, excepto su Madre, la Virgen, y su esposo San José.

Resulta claro que a Dios le gusta sorprender y desconcertar. Permitiendo el libre juego de las libertades de los hombres y de las causalidades de este mundo, hace brillar su Providencia llena de sabiduría y de benevolencia hacia nosotros.

Aquel que es la Sabiduría increada y eterna, anterior a todos los siglos, se somete a las leyes del tiempo. El que es la Palabra omnipotente y creadora, asume la debilidad de la carne. Aquel a quien todo obedece en el cielo y en la tierra, se somete en obediencia al edicto de un emperador, y así nace en Belén dando cumplimiento a las Escrituras. El que da alimento a toda vida, necesita ser amamantado. Si contemplamos con ojos de fe el misterio de la Navidad, no salimos del asombro: ¡el Creador depende de su criatura! Se hizo uno de nosotros para darnos lo suyo y tomar lo nuestro. Aquel que es rico con toda riqueza, “por nosotros se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza” (2 Cor 8,9).

La noche de Navidad, que llamamos “Nochebuena”, sigue teniendo un poder especial de convocatoria, a pesar del oleaje adverso de una cultura secularizada. Las familias y los amigos se reúnen en torno a una mesa e intercambian buenos deseos. La actividad comercial se intensifica. Con frecuencia comprobamos, sin embargo, un extraño fenómeno: hay fiesta y hay alegría pero nadie o muy pocos saben el motivo profundo de estar reunidos. Aquel cuyo nacimiento da origen a la fiesta, suele ser el gran ausente y olvidado. ¿Nos habremos reunido sólo para comer y pasar un buen rato en familia y entre amigos?

Los cristianos no menospreciamos estas expresiones de fiesta y alegría, pero queremos vivir la Navidad desde su sentido más profundo. No despreciamos los signos de regalo, a condición de no olvidarnos del gran e inmenso regalo que nos ha venido del cielo: el Hijo de Dios hecho hombre para salvarnos; hecho niño para convencernos con su ternura de que Dios tiene para con nosotros entrañas de misericordia.

Con los ojos de la carne, contemplamos en el pesebre a un niño con su madre. Como cualquier otro niño es claro que no habla. Sólo emite vagidos y llora. Los niños siempre enternecen a cualquier persona normal. Pero este niño, igual a los otros niños en sus manifestaciones, no es un niño más. En su aparición a los pastores, el Ángel les dice: “No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, es el Mesías, el Señor” (Lc 2,10-11).

Si miramos con los ojos de la fe, el infante de Belén es la más elocuente palabra que Dios pronuncia en el tiempo de la historia humana. Aun sin poder hablar, Él es la Palabra hecha carne, el Verbo eterno, que es Dios igual al Padre (Jn 1,1). Él es Hijo engendrado eternamente por el Padre, con quien vive en una eterna comunión personal de amor mutuo, que es el Espíritu Santo. Ahora se ha convertido en el “Emanuel”, Dios con nosotros.

Cuando Dios quiere revelarnos su misterio, obra así: envía a su Hijo que nace de María por obra del Espíritu Santo. De este modo, el misterio trinitario es revelado en el tiempo en forma de lenguaje humano. El Verbo eterno se hace palabra humana, aun antes de poder articular discursos.

Al obrar así, nos está revelando nuestro propio misterio. Nos está diciendo cuánto valemos para Dios. El Padre nos dice su amor por nosotros en forma comprometida. En este niño nos entrega al “Hijo de su amor” (Col 1,13). En este Hijo quiere hacernos hijos suyos. El apóstol San Pablo nos dice: “Y la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo: ¡Abba!, es decir, ¡Padre!” (Gal 4,6).  También el prólogo del Evangelio de San Juan nos dice: “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1,11-12).

Así, al revelarse la paternidad de Dios sobre Jesús, y la identidad divina del hijo que nace de María, se revela también nuestra propia identidad, nuestro propio misterio. En Jesús, el Hijo de Dios nacido de María, se encuentran de manera inseparable el misterio de Dios y el misterio del hombre, la gloria divina y la glorificación del hombre. Por eso el Papa San León en el siglo V exclamaba en un célebre sermón de Navidad: “Reconoce, oh cristiano, tu dignidad y, ya que ahora participas de la misma naturaleza divina, no vuelvas a tu antigua vileza con una vida depravada”.

En este niño, además, se han unido el cielo y la tierra, los coros de los ángeles y la humildad de un establo. Israel es representado por pastores rudos y el oriente por la sabiduría de los magos. Dios nos convoca a todos. Cristo vino para convertirnos en hermanos. Por eso los ángeles cantan la gloria de Dios y la paz para los hombres amados por Él.

La celebración litúrgica de la Navidad, con el cántico de villancicos y diversas manifestaciones de regocijo, debe trasladarse y prolongarse en nuestros hogares y en todos los ámbitos donde transcurre nuestra vida cotidiana. Si la Navidad nos revela nuestra altísima dignidad de hijos de Dios, la consecuencia debe ser el crecimiento en la fraternidad, en el deseo de reconciliación fraterna, en el respeto profundo por el prójimo, en la sensibilidad con el que sufre, en la prontitud para ayudar al necesitado.

Celebrar la Navidad en las circunstancias actuales de la patria, que se apresta a conmemorar los doscientos años de vida independiente, implica proyectar la luz siempre humanizadora del misterio de Cristo, bajo la cual nació, sobre las sombras de muerte y las tinieblas que se ciernen hoy sobre nuestra convivencia social. Oíamos al profeta Isaías exclamar: “El pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz” (Is 9,1).

Los obispos reunidos en la última Asamblea Plenaria hemos llamado la atención sobre el preocupante clima de crispación social que todos podemos comprobar. Hemos hablado de “la violencia verbal y física en el trato político y entre los diversos actores sociales, la falta de respeto a las personas e instituciones, el crecimiento de la conflictividad social, la descalificación de quienes piensan distinto, limitando así la libertad de expresión”.

Sabemos también que ingresan en el Congreso de la Nación proyectos de leyes que atentan gravemente contra el orden natural, tales como pretender consagrar el aborto como un derecho de la mujer; o pervertir el sentido del matrimonio, extendiendo su significado a uniones de personas del mismo sexo; o bien seguir profundizando un programa educativo donde el Estado invade el derecho inalienable de los padres a controlar los valores morales que en materia de sexualidad se transmiten a sus hijos.

La situación de pobreza e indigencia que afecta a un extenso sector de la población, la crisis de la familia como institución fundamental, la difusión de la droga entre adolescentes y jóvenes, junto con la inseguridad física ante el dato no resuelto de la violencia delictiva, son problemas cuya raíz última es moral y religiosa, pues se conectan con el sentido de la vida. ¿No debemos ver aquí el resultado de una cultura que ha caído en el individualismo egocéntrico y en el relativismo de la verdad?

Volvamos la mirada hacia el pesebre, pues en este Niño está el secreto para renovar nuestra vida personal y para sanar nuestra convivencia familiar y social. El misterio de la Encarnación del Señor fue el principio de una nueva concepción de la vida y ha inspirado a lo largo de dos mil años de historia lo mejor que ha tenido la civilización occidental marcada por la fe en Jesucristo.

Lo mismo que en la noche de Belén, donde todo comenzaba, también hoy desde la humildad de nuestras apariencias, de nosotros depende que el misterio de la Navidad siga siendo una realidad que abre paso en este mundo a la gracia de Dios, a su paz y su alegría.

¡Feliz Navidad para todos ustedes, con mi bendición extensiva a sus hogares! 

Mons. Antonio Marino, obispo auxiliar de La Plata


Publicado por verdenaranja @ 21:08  | Hablan los obispos
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