Lunes, 01 de febrero de 2010

Homilía de Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, en la Misa del Día de Navidad. (AICA)
(Iglesia catedral, 25 de diciembre de 2009)


LA SALVACIÓN, EN LA ETERNIDAD
Y EN EL TIEMPO
 

Hoy se dignó nacer de una Virgen el Rey de los cielos, para llevar al reino celestial al hombre que estaba perdido. Se alegra el ejército de los ángeles, porque ha llegado la salvación eterna al género humano. Así canta la Iglesia para celebrar el dichoso cumplimiento de las profecías bíblicas, y más allá del ámbito histórico de la revelación divina, proclama el inicio de la salvación esperada durante siglos y siglos, deseo ancestral de la humanidad.

Existe una experiencia humana de salvación: verse alguien sustraído a un peligro en el que estaba expuesto a perecer; salvación equivale a protección, liberación, rescate, curación, alcanzar la victoria, establecerse en la paz. La fenomenología de la religión muestra que los pueblos primitivos ponían la salvación en objetos que consideraban cargados de poder: el agua que fecunda la tierra y asegura en ella la vida, el árbol que siempre reverdece, los frutos del campo que retornan según el ciclo de las estaciones, un animal revestido de la condición sagrada. En estadios posteriores la salvación adquiere perfil humano y sobre todo juvenil: la vivencia del hijo, con lo que importa para la continuidad de la vida, se reproduce de algún modo en la figura del rey salvador, portador de cultura y dispensador de bienestar, aun en el más allá. La figura del salvador es la más antigua y la más profundamente arraigada en la conciencia humana; corresponde a la aspiración universal a la salvación.

Los libros de la Sagrada Escritura nos relatan una historia en la que Dios se revela como salvador; nos transmiten el sentido de los acontecimientos vividos por el pueblo de Israel y que se orientan hacia Cristo y la Iglesia. Los textos bíblicos, compuestos por distintos autores humanos y en épocas diversas, tienen una profunda unidad, no sólo porque Dios que los ha inspirado es su autor principal, sino porque desarrollan un mensaje homogéneo y describen la historia de la salvación que el Señor quiere ofrecer a todos los hombres de todos los tiempos. El Hijo eterno es enviado como Salvador de los hombres y por eso se hizo hombre, para manifestarnos la bondad y la filantropía de Dios, su cercanía salvífica, su identificación con nosotros. En el nacimiento de Cristo, en la Navidad cristiana, se cumple la esperanza de los patriarcas y profetas de Israel y el anhelo secreto, inconsciente o torpemente formulado, de todos los pueblos desde la más remota prehistoria, desde los orígenes protohistóricos: Cristo es el nuevo Adán, cabeza y principio de una nueva humanidad. La Navidad religa la tierra en el cielo, superando el pesimismo inmemorial que evaluaba la distancia, el abismo que mediaba entre ambos. En la Navidad halla respuesta el clamor y la paciencia de los que esperaban ardientemente la salvación: ¡Ah, si desgarraras el cielo y descendieras! (Is. 63, 19). En Belén queda abierto el Edén. Hoy celebramos con gozo la llegada de la salvación.

El don de la salvación no produce automáticamente su efecto; debe ser recibido por la fe y se verifica mediante la unión a Cristo; es un regalo ofrecido a la libertad del hombre. Hemos escuchado hace un momento, en la proclamación del Evangelio, que Cristo, Palabra de Dios, a todos los que lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios (Jn. 1, 12). Recibimos ese poder por la gracia del bautismo y lo ejercemos mediante nuestra obediencia a la voluntad divina expresada en sus mandamientos, adhiriendo al mensaje del Evangelio, viviendo en el Espíritu de Cristo el amor a Dios nuestro Padre y, con idéntico impulso de la voluntad, el amor a los hombres, a los que consideramos hermanos. El punto de referencia que hace posible una vida así orientada es sobrenatural y trascendente, es la salvación eterna, cuya posesión misteriosamente anticipada se da en la esperanza, ya que sólo en esperanza estamos salvados (Rom. 8, 24). Habiendo recibido a Cristo por la fe, intentamos, como enseña el Apóstol, rechazar la impiedad y los deseos mundanos, para vivir en la vida presente con sobriedad, justicia y piedad, mientras aguardamos la feliz esperanza y la manifestación de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador, Cristo Jesús (Tit. 2, 12 s.). El que hoy veneramos como Niño recién nacido, el que murió y resucitó para obtenernos el perdón de los pecados, volverá como Juez; en esa manifestación gloriosa al fin de los tiempos revelará plenamente su condición divina. En la Navidad, en la carne del Niño del pesebre, se oculta y compendia todo el misterio de la salvación.

La realidad sobrenatural de la salvación no ejerce un influjo directo, inmediato, sobre la vida concreta de las personas y de las comunidades; ese influjo no es mágico, sino que asume como medio insoslayable de verificación la libertad del cristiano, la tensión activa de su esperanza, su fortaleza, su amor de caridad. No se resuelven los complejos problemas de la vida social contemporánea invocando principios y exhibiendo buenas intenciones que luego no descienden a la realidad. Un rocío de agua bendita no puede transformar estructuras creadas y mantenidas por el pecado de los hombres; la salvación sólo puede llegar a esas realidades a través de un proceso de conversión. Es éste un fenómeno de carácter estrictamente personal, pero que al igual que la fe y la oración debe volcarse a la vida social. La decadencia religiosa, el olvido de Dios, la falta de autenticidad de un cristianismo pregonado con ligereza pero no vivido, frustran el influjo de la salvación que podría ejercerse benéficamente sobre las realidades terrenas, sobre la vida social.

La sociedad argentina no experimenta hoy el influjo sanante y recreador de la salvación cristiana. La acumulación crónica de los problemas, las situaciones inveteradas de injusticia, revelan fallas morales y religiosas que se han consolidado como hechos culturales difíciles de remover. Si se trata de fallas morales y religiosas, digamos de antemano que los pastores de la Iglesia no carecemos de responsabilidad. La percepción social de un reciente agravamiento de esos problemas y de la incapacidad de las dirigencias para resolverlos provoca un sentimiento generalizado de crispación. Ahora recurrimos con frecuencia a esta palabra para definir un estado de irritación, de exasperación, a veces latente en la pasividad tensa y desencantada de la mayoría silenciosa, otras veces patente en la protesta bullanguera, violenta, anarquizada de grupos cada vez más activos y prepotentes. Se pierde de vista muchas veces que los males que nos aquejan tienen raíces morales. La sensación de inseguridad no es meramente subjetiva; registra la proliferación del delito hasta límites intolerables y este hecho revela que la conciencia del bien y del mal se encuentra ofuscada como consecuencia del vacío espiritual o por la devastación de la droga en los autores de los crímenes, para los cuales la vida no vale nada, ni la propia ni la ajena. La ambición de poder y de dinero, los riachos subterráneos de corrupción, contrastan con la persistente miseria de sectores enteros de la población. La intolerancia política y la incapacidad para el diálogo hacen difícil la concreción de acuerdos elementales que deben sobreponerse a los intereses subalternos si de veras se desea promover el bien común. Muchos constatan también una inclinación práctica de nuestro régimen político, que siendo representativo, republicano y federal funciona como clientelístico, autocrático y unitario. La descomposición de la familia no es sólo un hecho sociológicamente constatable, sino una intención programada en algunos proyectos legislativos que proponen alterar la naturaleza del matrimonio. Ciertas orientaciones educativas transmiten una concepción reductiva de la persona humana y de la sexualidad y una ideologización sectaria de la formación ciudadana, que al imponerse no respetan el derecho de los padres a que sus hijos reciban una educación conforme a sus convicciones morales y religiosas. Cada vez más se hace sentir la presencia del Estado como un temible Leviatán y sin embargo la sociedad parece huérfana de conducción; otra de las numerosas contradicciones criollas.

¿Cómo podremos librarnos de estas calamidades? ¿Cómo puede proyectarse sobre esta realidad compleja y amenazante la esperanza de la salvación? ¿Cómo pueden insinuarse, sin ruido pero con eficacia en la sociedad argentina los valores, la gracia de la Navidad: la humildad del Dios hecho hombre, su amor por nosotros, su predilección por los pobres, los ideales de justicia, de rectitud, de verdad, la verdadera paz que es el orden de la justicia y del amor? La esperanza es el término medio, pero por elevación, entre la pasividad desencantada y la agitación violenta y estéril. Una esperanza activa, fundada en la fe, que oriente los esfuerzos necesarios para hacer visibles los despuntes temporales de la salvación: no sólo la superación de la emergencia que nos aflige, sino la realización histórica, siempre postergada, de una patria digna de ese nombre, tierra de los padres en la que todos nos sintamos acogidos, donde pueda arraigar la esperanza mayor en los nuevos cielos y la nueva tierra.

La oración es el intérprete de la esperanza. La liturgia de la Iglesia nos enseña a rezar por todas las necesidades humanas; así exhortaba San Pablo a su discípulo Timoteo: te recomiendo que se hagan peticiones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres, por los soberanos y por todas las autoridades, para que podamos disfrutar de paz y tranquilidad y llevar una vida piadosa y digna (1 Tim. 2, 1 s.). El Apóstol fundaba esta iniciativa en el designio salvífico de Dios, en la esperanza de la salvación para todos. Pidamos entonces, como una gracia de Navidad, la conversión religiosa y moral que necesita la sociedad argentina, la sincera aceptación de Cristo como Salvador, para que podamos experimentar los efectos temporales de la salvación. Pidamos esta gracia por medio de María, ya que por ella, por su maternidad virginal y divina, nos ha nacido el Salvador. 

Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata


Publicado por verdenaranja @ 21:04  | Homil?as
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