Homilía de monseñor Martín de Elizalde OSB, obispo de Nueve de Julio, pronunciada en la Misa Crismal (Iglesia Catedral, 23 de marzo de 2010). (AICA)
MISA CRISMAL
Queridos hermanos sacerdotes, diáconos,
religiosos y religiosas, seminaristas,
queridos fieles venidos de las comunidades parroquiales de la diócesis:
Con mucha alegría nos encontramos esta tarde reunidos en nuestro templo catedralicio, y lo hacemos en familia, como un solo cuerpo, como Iglesia diocesana, porción del Pueblo de Dios que cree en Jesucristo y vive en la comunión de la fe, y que peregrina en nuestro vasto territorio. Pertenecemos a la Iglesia por la misericordia del Padre que nos creó y nos llamó a la salvación en su Hijo Jesucristo, y permanecemos en su unidad por el vínculo del Espíritu Santo. En ella se realiza una multiforme presencia del Espíritu de Dios, que nos congrega y santifica, y nos concede vivir con la mayor claridad y transparencia el misterio de la comunión de la Iglesia, que es fruto del Espíritu para continuar la obra de Cristo, hasta que el Señor vuelva y nos conduzca a la visión del Padre.
Nos encontramos en el templo, casa de Dios, especialmente consagrado como signo de la presencia divina, donde nos hemos reunido como miembros de un mismo Cuerpo para celebrar y para orar, donde fuimos recibidos en la Iglesia y donde nos alimentamos espiritualmente con la gracia de los sacramentos. Esta ocasión, prácticamente única en el año en la vida de los cristianos de nuestra diócesis, nos permite proclamar bien alto el vínculo que nos une, la condición que nos define, la fe que nos guía. Como Pastor, llamado a ejercer entre ustedes el oficio apostólico, ministerio de santificación, de enseñanza y de gobierno pastoral, siento una profunda alegría por este encuentro eucarístico en torno a la cátedra. Ustedes, participando hoy en la celebración, representan a los fieles de esta Iglesia particular. Serán testigos de la consagración del Santo Crisma y de la bendición de los óleos de los catecúmenos y de los enfermos, que en los sacramentos, instituidos para nuestra salvación, son signo de la gracia que nos obtuvo el sacrificio de Cristo.
El Santo Crisma es el aceite, al cual se le agregan esencias perfumadas, y con su aroma nos recuerda el buen olor, la fragancia que debemos irradiar nosotros, que somos el testimonio que procede del sacrificio de Cristo y lo difunde (cfr. 2 Cor 1, 15). Somos ungidos con el óleo consagrado, cuyo nombre toma el mismo Jesús, el Ungido (Cristo), y nos confiere la marca indeleble del bautismo y de la confirmación, el sello que transforma visible y permanentemente para ser “una raza elegida, un reino de sacerdotes, un pueblo que Dios hizo suyo para proclamar sus maravillas; pues Él los ha llamado de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pe 2, 9). Son ungidas las manos del sacerdote, las manos con que ofrece el sacrificio de Cristo, y es ungida la cabeza del obispo, que representa al Señor Jesús al frente de la Iglesia. Es ungido el altar donde se celebra la Eucaristía, altar que es símbolo de Cristo, en quien se establece la comunión y por quien se eleva el sacrificio espiritual. El significado del Crisma es pues la destinación total y completa del fiel cristiano para llevar la vida divina que le ha sido otorgada, y como dice la oración consecratoria, este, para los fieles, “sea un signo de salvación y de vida para todos aquellos que serán espiritualmente renovados en las aguas del bautismo... (ellos) se conviertan en templos de tu divina presencia y te agraden con la fragancia de sus vidas inocentes”. Por esta unción, continúa diciendo la plegaria, los fieles “de acuerdo con el orden sacramental que tú estableciste sean revestidos de un don incorruptible al infundirles la dignidad real, sacerdotal y profética”.
El óleo de los enfermos se usa en la oración sacramental que se hace junto al enfermo, con la imposición de manos, reproduciendo el gesto bíblico, y el ministro, implorando para él la protección divina, ruega que se vea liberado de “la aflicción y de todas las enfermedades y sufrimientos”. El óleo de los catecúmenos, que es también bendecido en esta misma celebración, se emplea en los ritos que preceden el bautismo con el agua, para otorgarles la fuerza espiritual para ser dóciles y consecuentes con el Evangelio. De esta manera se prepara el espíritu del catecúmeno, alejando de él la influencia del demonio (exorcismo, se lo llama), para que se abra a la recepción de la gracia bautismal.
Los sacerdotes de nuestro presbiterio, aquí presentes, ungidos ministros de la Palabra y de los sacramentos, expresan la comunión de la Iglesia, a la cual dan vida y presencia en las distintas comunidades, con su generosidad y dedicación. En el Año sacerdotal que estamos recorriendo, convocado por el Papa Benito XVI, la celebración de hoy tiene un significado especial, invitándonos a todos, como miembros de la Iglesia, a comprometernos en la santidad: a nosotros, los sacerdotes, de acuerdo a su llamada y al don recibido, recordando y actualizando la Fidelidad de Cristo con su propia fidelidad sacerdotal; a los bautizados, acompañando a sus pastores con su apoyo espiritual y colaborando eficazmente en el testimonio eclesial y misionero y rezando y ofreciendo por ellos y su santificación, en la común vocación bautismal. La celebración de la Eucaristía, en fin, nos define como miembros de este Cuerpo que es animado por la acción del Espíritu Santo y la presencia del Señor Resucitado.
En esta presencia somos la Iglesia. Con nuestra dignidad de hijos de Dios, nacidos del sacrificio de amor de Jesucristo y sostenidos por la gracia del Espíritu Santo, vivimos con alegría la vocación de hijos de Dios y queremos llevar a nuestros hermanos el mensaje de salvación que nosotros recibimos. Para ello es preciso que lo vivamos primero con generosidad y profundidad, en comunión con lo invisible pero manifestándolo visiblemente en la palabra y las acciones, adhiriéndonos con todo nuestro corazón y dispuestos a dar con generosidad y a compartir con los hermanos. Esta vocación a vivir el Misterio de la Iglesia necesita para realizarse la intensidad espiritual de una comunión profunda en el Espíritu Santo y una apertura a los demás, para darles a ellos con el testimonio y la acción misionera el conocimiento y la práctica de la fe revelada en Jesucristo. En esta oportunidad especial permítanme que les trasmita, con toda sencillez, una llamada insistente, apremiante, para que asumamos todos como Iglesia la responsabilidad evangelizadora que es la nuestra.
En primer lugar, invito a los sacerdotes, colaboradores queridos en el ministerio sacramental y pastoral, - y a los diáconos, ministros y seminaristas, cada cual en su orden, pero que están asociados con ellos en el servicio de los hermanos -, en este día dedicado en forma particular a reafirmar los compromisos que pronunciaron en su ordenación, a reavivar en su espíritu la entrega a Dios, que es primero interior, silenciosa, personal, renovadora de todo el ser y por donde comienza cualquier acción y se gesta toda iniciativa buena. A las preguntas rituales del Obispo responderán reafirmando su propósito de adherirse profundamente a Jesucristo, cumpliendo con fidelidad los sagrados deberes asumidos, y que tienen como objeto, en primer lugar, la gloria debida a Dios, movidos por el testimonio de amor y entrega de su Hijo, y que se expresa en el servicio de los hermanos por la disponibilidad en la distribución de la Palabra de vida y de los dones espirituales, por amor a las almas. Amor de Cristo, amor a las almas: inspirados por el ejemplo del Hijo de Dios, queremos imitarlo, y retribuir tanta generosidad suya ofreciendo la nuestra para bien de los hermanos. El Papa Benito XVI ha querido poner el Año sacerdotal, a los 150 años de la muerte del Santo Cura de Ars, en relación estrecha con el misterio de la misericordia divina que la liturgia de la Iglesia expresa y celebra en la solemnidad del Sagrado Corazón. También nosotros hoy queremos poner el sentido profundo del ministerio sacerdotal en el ámbito espiritual de la misericordia, que difunde siempre la verdad que salva, que acoge a todos, sabe comprender y perdonar, y nos sostiene, perdonando nuestros propios pecados para que aprendamos a pedir también nosotros perdón a los que hemos ofendido, especialmente por las faltas cometidas en nuestro ministerio. Es este ocasión de gran felicidad y de profunda alegría, y en el cual las pruebas, que no faltan, vengan de donde vinieren, son ocasión de mayor generosidad aún, testimonio que nos asocia al martirio de Cristo y de los santos pastores y sacerdotes que nos han precedido.
Pero las palabras de la liturgia de hoy, después de ofrecer a los sacerdotes la oportunidad para renovar con alegría su fidelidad, se dirigen también a los fieles, a ustedes, aquí presentes, queridos hermanos y hermanas, y a quienes ustedes representan, de todas las comunidades de la diócesis, invitándolos a rezar por ellos y por el Obispo, para que sean fieles ministros de Cristo, Sumo Sacerdote, en su tarea de evangelizar, para conducirlos hacia Él, que es la fuente de la salvación. Ahora bien, esto supone de parte de los miembros de la Iglesia, en cualquier vocación y estado, el deseo y la búsqueda sincera para recibir el mensaje de salvación que nos llega por la Iglesia, y que nos dispone a aceptar las enseñanzas de Cristo, colaborar con los pastores en la obra del Evangelio, secundando su testimonio y servicio, en cumplimiento del sacerdocio bautismal que la celebración del Santo Crisma hoy nos recuerda y actualiza. Es también importante y urgente que toda la comunidad eclesial se haga responsable de la promoción de las vocaciones sacerdotales y a la vida consagrada.