S?bado, 24 de abril de 2010

Homilía de monseñor Mario Aurelio Poli, obispo de Santa Rosa en la Misa Crismal (Iglesia catedral, 31 de marzo de 2010). (AICA)

MISA CRISMAL 

San Lucas 4, 16-21: «Vino a Nazaret, donde se había criado y, según su costumbre, entró en la sinagoga el día de sábado, y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron el volumen del profeta Isaías y desenrollando el volumen, halló el pasaje donde estaba escrito: El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor. Enrollando el volumen lo devolvió al ministro, y se sentó. En la sinagoga, todos los ojos estaban fijos en él. Comenzó, pues, a decirles: “Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy”».

La Semana Mayor de los cristianos despliega en su liturgia una delicada pedagogía. En esta Misa Crismal, pórtico del triduo pascual, la Iglesia “expresa con este rito la comunión que existe entre los presbíteros y su obispo..., para significar la unidad del presbiterio diocesano” (Nuevo Misal Romano, 233, 4). No es que la hallamos alcanzado plenamente, pero sí, con la mirada puesta en el Señor, al celebrar la Eucaristía alimentamos la esperanza de renovar el don precioso, con el que Cristo nos ha configurado a sí, asociándonos a su misión salvífica; queremos decirle a Aquél que todo lo puede, que no tenga en cuenta nuestros pecados de infidelidad y división, sino que mire la fe de su pueblo, y con humildad le pedimos que cumpla su promesa de paz y unidad para toda nuestra diócesis, también para nuestra fraternidad sacerdotal.

Esta es una Misa de Unción y de Gracia, donde el pueblo cristiano, que ejerce por el bautismo el auténtico sacerdocio real de los fieles, mirando al Ungido del Señor, implora para remozar el “óleo de alegría”. Es el momento de acción de gracias al Santo Espíritu de Dios, por aquella vez que infundió los siete dones, cuando el Santo Crisma se derramó en cruz sobre nuestra frente en el Bautismo y en la Confirmación, el mismo que nosotros, los ministros ordenados, recibimos como don sacerdotal, en nuestras manos y nuestra cabeza.

Atentos a la proclamación de la Palabra, advertimos que la profecía de Isaías es un cántico a la esperanza. La misión del profeta alcanza su pleno cumplimiento cuando el Espíritu del Señor derrama la unción y lo envía a cuidar a sus hermanos: los pobres en primer lugar, los que tienen herido el corazón, los cautivos y prisioneros son los destinatarios de una buena noticia. Asimismo, toda tristeza que causa la muerte se cambiará por el óleo de alegría y su aflicción y desaliento por un canto de alabanza. Hará de su pueblo desolado un pueblo de Sacerdotes y a estos los hará misioneros de buenas noticias para las naciones. Este pueblo vivirá de su bendición. El salmo nos recordó que la unción nos deja a merced de su mano firme y su brazo poderoso que nos sostiene en toda obra buena. Él es fiel y su amor se hará sentir en el camino.

Pero nuestros sentidos se dirigen a recrear la escena que nos presentó el Evangelio de San Lucas, donde la Palabra y la persona de Jesús se hacen una sola cosa. El evangelista nos relata sobriamente la presencia de Jesús en la sinagoga de su patria chica. Nos dice también que fue invitado a hacer la lectura y buscando un texto del Profeta Isaías, abrió el rollo y «“encontró” el pasaje donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió...». Hasta el momento nadie había logrado una plena identificación con las palabras inspiradas. Pero ahora el Libro de la Palabra en sus manos es el “Libro de la generación de Jesucristo, hijo de David, Hijo de Abraham...” (Mt 1, 1). Lo que se anunciaba de Él en imágenes y veladamente, ahora en sus labios adquiere un realismo pleno, pues ahora ha llegado el tiempo del alumbramiento, pues se “presentó Cristo como Sumo Sacerdote de los bienes futuros” (Hb 9,11), y bajo la mirada de una asamblea de paisanos –que no le quitaban los ojos de encima–, después de una pausa agregó: «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír». Tampoco nadie se había apropiado estas palabras, hasta que ellas encontraron el eco de la voz del Verbo que las encarnó, dándoles pleno cumplimiento. El “hoy” tuvo sabor a la “hora” anunciada en las bodas de Caná y serenamente esperada por el Hijo del Hombre, (cfr. Jn 13, 1; 17, 1). A partir de esta “hora”, la misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la misión de la Iglesia: «Como el Padre me envió, también yo los envío» (Jn 20, 21; cf. Lc 24, 47-48; Hch 1, 8). Nuestro sacerdocio escucha el “Hoy”, y como un desafío misionero, siente el llamado y busca espejarse nuevamente con el rostro de quien nos confió el ministerio de la reconciliación, el rostro de Jesús de Nazaret. Sí, volvemos a la Eucaristía de los Santos Óleos, para que respirando el suave aroma de Cristo, Él que nos ha ungido, sellado y enviado, renueve en nosotros la alegría del servicio ministerial, el fervor misionero y la entrega generosa de Palabra buena, para que nuestro pueblo en Él tenga vida.

Recordemos que antes de hacerse óleo, el Crisma es una persona, el Ungido de Dios, Jesús el Cristo, el Mesías que salva, y es desde la Cruz que recibe su virtud santificadora porque se mezcló con la sangre del sacrificio agradable al Padre. Crisma y Cruz se hicieron sacramento y don de la gracia santificante, que la Iglesia derrama copiosamente sobre la vida de sus hijos peregrinos en La Pampa. El Crisma es signo de la unción especial del Espíritu Santo que hace fecundo nuestro ministerio. Es el mismo que pasó por la Cruz y el Sepulcro, y posee el suave aroma del Evangelio de la Resurrección y la Vida. Contiene y actúa sacramentalmente en nosotros con la fuerza misionera de la Pascua. Si la gracia resucitadora del Día Glorioso toca nuestro sacerdocio, renovaremos el oficio intercesor de hablar a los hombres de Dios y a Dios de los hombres.

Hay sobrados motivos para encontrarnos año tras año en esta eucaristía de Óleos y de renovación de promesas sacerdotales. Nos hace bien escuchar nuevamente cómo se abren para nosotros las puertas de la misericordia, porque «Él nos amó y nos purificó de nuestros pecados, por medio de su sangre», y sin reparar en nuestras fragilidades y mediocridades, «hizo de nosotros un Reino sacerdotal para Dios, su Padre.» Ap 1, 7.

También “hoy” retomamos la invitación del Papa cuando al comienzo del año sacerdotal que estamos promediando, nos expresó su intención de “promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo” (Carta convocatoria...). Precisamente, la unción que hemos recibido nos debe contagiar el ánimo para entregarnos con pasión por la misión. Cuando ella está ausente sobreviene “la falta de fervor y se manifiesta en la fatiga y la desilusión, en la acomodación al ambiente y en el desinterés y sobre todo en la falta de alegría y de esperanza” EN 80. Pero si confiamos en que la unción recibida, y hoy nuevamente renovada y prometida, es la comunicación especial del Espíritu Santo que mueve a la virtud y a la perfección, cómo no dejarnos invadir por la acción apostólica que hace de nuestro sacerdocio un instrumento bello y verdadero en las manos del Buen Pastor.

No pocas veces María lo acompañó al Señor al templo, y otras tantas quedó admirada de lo que decía la gente de él. Desbordada por el misterio que había salido de sus entrañas, decidió guardar las palabras en su corazón. Actitud cordial que hoy queremos imitar y le pedimos a Ella, misionera, visitadora y peregrina con los pies descalzos, nos ayude a renovar el fervor apostólico en nuestro corazón sacerdotal.

Dios los bendiga y la Virgen los ampare. 

Mons. Mario Aurelio Poli, obispo de Santa Rosa 


Publicado por verdenaranja @ 22:57  | Homil?as
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