Comentario al evangelio del domingo quinto de Pascua, publicado en Diario de Avisos el domingo 2 de Mayo de 2010 bajo el epígrafe DOMINGO CRISTIANO.
Uno de los nuestros
Daniel Padilla
En qué quedamos, Señor: te vas a quedar? Tú habías dicho con toda solemnidad: "Yo estaré con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos". Y, de pronto, en el evangelio de hoy, después de decir que "Dios va a glorificar a su hijo", al mismo tiempo que "el Padre va a ser glorificado en él", añades: "Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros". Lo repito: "Te vas o te quedas?". Porque verás: mal que bien, entendemos que Dios está aquí allá en toda la Creación, en todo el devenir del cosmos, en todo el desarrollo de la historia. Aunque sea memorísticamente, en nuestros libros estudiantiles aprendimos que Dios está en el universo por esencia, por presencia y por potencia. Sin ser San Juan de la Cruz, uno ha comprobado que "mil gracias derramando, pasó por estos sotos con presura, y, yéndolos mirando, vestidos los dejó de su hermosura". Y constantemente uno recita el salmo: "Los cielos proclaman la gloria de Dios y el universo la obra de sus manos". Creo también en tu presencia real en la Eucaristía. Me arrodillo ante el sagrario y, cuando entro en el templo me digo: esta es la morada de Dios entre los hombres. A los niños que en estos días hacen la primera comunión les hemos inculcado muy tenazmente que tú estás presente en esa forma blanca que van a recibir. Y, cada día, cuando celebro la Eucaristía, procuro centrarme bien al coger el pan entre mis manos, porque sé que, ante las cuatro palabras misteriosas, tú estás allí.
Pero hay otra presencia tuya que, hoy, tus palabras me inculcan de una manera inequívoca: "Les doy un mandamiento: que se amen unos a otros como yo les he amado. En eso conocerán que son mis discípulos". O, con otras palabras: aunque te vas, te quedas. Te quedas en los otros. En ellos te hemos de encontrar. Por eso aclaraste: "Cualquier cosa que hagan, a mí me la hacen". Esa es la presencia tuya que hoy nos predicas. Ese es el ejercicio visual y operativo al que ya, para siempre, me sometes. Tendré que ajustar bien las niñas de mis ojos hacia cada próximo mío. Tendré que centrar bien la imagen de cada uno de los seres con quienes convivo hasta que desaparezcan de ellos las posibles sombras, las insignificantes motas, hasta conseguir ver en ellos, nítidamente, tu imagen. Habré de graduar a cada paso y con mucho esmero los ojos de mi corazón, eliminando fobias. Hasta conseguir adivinarte en todos: en el amigo en el enemigo, en mis vecinos y conocidos. Incluso, en los que, sin figura atrayente, me vaya encontrando a lo largo del camino. Cuentan que a algunos hombres les hiciste esa merced. Cuando estaban realizando algún meritorio acto de amor a favor de algún desgraciado, dejaste traslucir tu rostro resplandeciente en la cara de aquel enfermo. Algo así le pasó a San Juan de Dios, cuando lavaba los pies llagados y sucios de un enfermo. Está claro, Señor. Aunque nos soliviantes diciendo: me queda poco para estar con vosotros, la verdad es que no te irás nunca. Tú te has hecho, ya para siempre, uno de los nuestros.