Columna de opinión de monseñor Jorge Lozano, obispo de Gualeguaychú y miembro dela Comisión Episcopal de Pastoral Social, publicada el 4 de septiembre de 2011. (AICA)
LOS DILEMAS ANTE LA MUERTE DIGNA O LA EUTANASIA
Varias veces me han acercado preguntas –no sin angustia– acerca de qué hacer ante una situación de enfermedad grave. ¿Hasta cuándo mantener artificialmente la vida? ¿Qué se puede y qué no? ¿“Ayudar a morir bien” no se parece a “ayudar a vivir bien”?
Intentaré compartir algunas reflexiones que confío puedan aportar luz a esos dilemas con los que a veces nos enfrenta la enfermedad grave.
Lo primero es preguntarnos, ¿a qué enfermedad nos referimos?: a una enfermedad irreversible, con pronóstico de muerte en el corto plazo, y ante la cual no hay tratamiento conocido y de eficacia comprobada. Algunos suelen hablar de “enfermedad terminal”.
Para mantener la vida sea como sea, en algunos casos se puede caer en lo que se llama “encarnizamiento terapéutico”. Es una intervención médica no adecuada a la situación concreta del paciente, por ser desproporcionada a los resultados esperados o bien por ser demasiado gravosa, entonces la llamamos “desproporción terapéutica” la cual no estamos obligados a realizarla (aunque a veces los mismos pacientes o sus familiares nos piden a los médicos: ¡hagan todo lo posible…!)
Pero que una enfermedad sea irreversible no quiere decir que “nada se puede hacer”. Siempre podemos acompañar a nuestros enfermos, y este es un paso muy importante: el pasar de curar a cuidar y para esto existen los “cuidados paliativos” ¿En qué consisten? Cuando para un paciente ya no existen “tratamientos curativos”, se comienza y muchas veces se continua con una serie de cuidados activos que buscan controlar los síntomas corporales (dolor, descomposturas…), y anímicos-psicológicos (angustia, depresión), espirituales-existenciales (miedo a la muerte, a la soledad), incluyendo el cuidado con el acompañamiento también de la familia. El objetivo no es “prolongar la vida” sino mejorar las condiciones presentes del paciente y su familia.
¿Qué es la muerte digna? Es el derecho a morir dignamente sin el empleo de medios desproporcionados para el mantenimiento de la vida. Es la aceptación sencilla y humilde de la llegada de la muerte natural, que tarde o temprano llega a todo ser humano. Es aceptación, no resignación.
Por eso, ante la inminencia de la muerte inevitable no obstante los medios usados, es lícito renunciar a tratamientos –que sólo lograrían un prolongamiento precario y penoso de la vida– pero sin interrumpir el tratamiento normal a enfermos en casos similares.
Es diferente a la eutanasia porque no pretende provocar deliberadamente la muerte.
La alimentación y la hidratación, aun administrados de modo artificial, siempre se han de suministrar al enfermo cuando no resultan gravosos para él, acompañados del necesario confort, donde se respete la integralidad de la vida que termina.
Estamos en una cultura tecnocrática contradictoria. No acepta los procesos naturales, quiere –o pretende– suplantarlos por la técnica. Ella –la técnica– debe estar al servicio de la vida y no al revés. La vida es un don de Dios; ni la ciencia ni la técnica pueden decidir su duración. Hoy es más común morir en soledad, cuando lo más natural y humano es poder atravesar ese momento sostenido por el cariño de familiares y amigos. Paradójicamente la sociedad busca prolongar el mayor tiempo posible la vida de los enfermos, pero no los acompaña en el proceso del morir.
Entonces, ¿qué medios son obligatorios usar? Reafirmando que siempre tienen que ser proporcionados (considerando la visión del equipo médico actuante), son obligatorios los medios llamados ordinarios (desde la mirada del paciente). Nadie está obligado a medios extraordinarios, sea por lo costosos o dificultosos de obtener. Por esto hoy se habla más del “principio de proporcionalidad terapéutica”.
La Sagrada Congregaciónparala Doctrinadela Fees un organismo del Vaticano por medio del cualla Iglesianos enseña y orienta. En una “Declaración sobrela Eutanasia” de Mayo de 1980 dice:
“Es siempre lícito contentarse con los medios normales que la medicina puede ofrecer. No se puede, por lo tanto, imponer a nadie la obligación de recurrir a un tipo de cura que, aunque ya esté en uso, todavía no está libre de peligro o es demasiado costosa. Su rechazo no equivale al suicidio: significa más bien la simple aceptación de la condición humana, o el deseo de evitar la puesta en práctica de un dispositivo médico desproporcionado a los resultados que se podrían esperar, o bien una voluntad de no imponer gastos excesivamente pesados a la familia”.
Escribiendo estas líneas me ha surgido de modo personal una pregunta: ¿Qué me gustaría para el momento de mi muerte? Alguna vez ha sido tema de conversación con amigos. Deseo que si se sabe que tengo una enfermedad irreversible y grave, me lo comuniquen con claridad y dulzura. No quiero enfrentar tratamientos caros que impliquen gastos enormes y desproporcionados. Si estar aislado en terapia intensiva no va a ser una curación, quisiera poder vivir la muerte de modo más natural.
San Pablo nos alienta diciendo: “Nosotros sabemos en efecto, que si esta tienda de campaña –nuestra morada terrenal– es destruida, tenemos una casa permanente en el cielo, no construida por el hombre, sino por Dios”. (2 Cor. 5,1)
En el momento en que nacemos tenemos algunas certezas: la primera es que la vida es hermosa, un regalo de Dios. La segunda, que en algún momento vamos a morir. Y la más importante, que Dios es amor y no pasará jamás: vivimos para siempre en Él.
Mons. Jorge Eduardo Lozano, obispo de Gualeguaychú