Viernes, 16 de diciembre de 2011

Reflexión a las lecturas del domingo cuarto de Adviento - B, ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR".

ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR
Domingo 4º de Adviento B 

         Queridos amigos y amigas:

         El cuarto Domingo de Adviento nos sitúa a las puertas Navidad.

         A lo largo de este Tiempo, tres personajes nos han venido ayudando en nuestra preparación para estas fiestas: El profeta Isaías, que es el profeta de la esperanza y del consuelo del pueblo de Dios, desterrado en Babilonia, y, por fin, liberado; Juan el Bautista, el enviado a preparar los caminos para que la salvación llegue a nosotros, a cada uno de nosotros… Y La Virgen Santísima, la Madre del Señor, especialmente, en el misterio de su Concepción Inmaculada, que hemos celebrado esta misma semana… Y en el misterio de su Maternidad divina, que recordamos y celebramos, también cada año, en este cuarto Domingo de Adviento.

         En Ella, por tanto, se centran hoy los ojos de toda la Iglesia para aprender de Ella cómo tenemos que celebrar la Navidad. Porque nadie como la Virgen María, ha sido capaz de acoger y vivir los misterios que recordamos y celebramos

         Cómo desearíamos volver a ser niños y dejarnos coger de la mano de la Virgen María, Madre de la Iglesia, para que nos vaya acompañando a la hora de acercarnos a los distintos “pasos”  de la Navidad… Para aprender de Ella a buscar en nuestro corazón y en nuestra vida, el mejor lugar para el Señor que viene… Y luego, a  llevar por todas partes la Buena Noticia de la Navidad…

         El Evangelio de este Domingo nos invita a abrir los ojos y el corazón al misterio de la Anunciación.

         ¡Qué delicadas y escogidas son las palabras…, y los gestos! ¡Qué hermoso y esmerado resulta el conjunto!

         El texto de S. Lucas termina con esta sencilla expresión: “Y la dejó el ángel”. Y entonces es cuando “el Verbo de Dios se hizo y carne habitó entre nosotros. Y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14).

         Es el misterio asombroso e inefable de la Encarnación que hace estremecer y palidecer los siglos. Es “el misterio mantenido en secreto durante siglos eternos y manifestado ahora en las Escrituras proféticas…,” como dice S. Pablo en la segunda lectura.

Jesucristo es el descendiente de David, por antonomasia, que construirá el templo del Dios vivo, del que nos habla la primera lectura. Más todavía, El será el templo verdadero y definitivo de Dios… Constructor y templo, al mismo tiempo.  Así llegará a su cumplimiento pleno la promesa del Señor a David.

         Y por eso, el ángel le dice a María: “… El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin”.

         Los santos Padres nos enseñan, además, que la Virgen Santa acogió a Jesucristo antes en su corazón -en su mente- que en su cuerpo.

         Es como una “doble encarnación”: En su corazón y en su vientre. Espiritual una y corporal, la otra…

         La encarnación corporal es un acontecimiento del todo original e irrepetible; la espiritual, en cambio, está al alcance de todos, y se puede alcanzar en mayor o menor grado.

         Y de eso se trata en la Navidad: De que el Señor venga más y mejor a nuestro corazón… Es lo que decíamos el otro día recordando un villancico que dice: “El Niño Dios ha nacido en Belén. Aleluya. Aleluya. Quiere nacer en nosotros también. Aleluya. Aleluya.

         Y esto se consigue, especialmente, a través de dos  sacramentos.

En primer lugar, el sacramento de la Penitencia, o mejor, de la Reconciliación, en el que debe culminar nuestra preparación de Adviento.

         Y el otro sacramento es la Eucaristía por el que viene el mismo Dios a nuestro corazón… Realmente presente como en Belén o Nazaret o como en el Cielo.

         Pero la celebración de la Navidad no termina en sí misma…, sino que encierra la doble dimensión de la misión de la Iglesia, que es también Madre y Virgen: concebir al Hijo de Dios y darlo a luz al mundo.

         Y estas fiestas con su ternura y su encanto, con su alegría y con su asombroso e inefable Misterio, constituyen una ocasión privilegiada para llevar el anuncio de la Venida del Señor a la gente, al mundo entero.                  

                            ¡Feliz Día del Señor! ¡Feliz Navidad!


Publicado por verdenaranja @ 22:47  | Espiritualidad
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