Jueves, 28 de junio de 2012

Reflexión al evangelio del domingo trece del tiempo ordinario - b, ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"

Domingo 13º del T. Ordinario B 

“Jamás el género humano tuvo a su disposición tantas riquezas, tantas posibilidades, tanto poder económico” nos enseña el Concilio. Sin embargo, la enfermedad, el sufrimiento y la muerte son una realidad de cada día (Cfr. G. et Sp., 4). Ante todo eso, se reacciona de diversas maneras, pero siempre con mucho dolor, mitigado por la fe, la fuerza y el consuelo de Dios, cuando se trata de creyentes. Y no falta quienes, en medio de estas circunstancias, “le echa la culpa a Dios” de cualquier mal que les suceda. Y como consecuencia, se revelan contra Dios, “se pelean con Dios”. A mí, como a cualquier cristiano, me causa perplejidad y confusión esta actitud, porque, desde pequeños, aprendimos  lo que hoy nos recuerda el Libro de la Sabiduría en la primera lectura: El drama del pecado original y de todo pecado por los que entra y se intensifica el sufrimiento, la muerte y toda su secuela de males:

“Dios no hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes; todo lo creó para que subsistiera…”
“Por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo…”
“Por el pecado, la muerte” que dirá S. Pablo. (Rom 5,12).

Es la consecuencia de la falta de formación cristiana, que  ha hecho que el Papa Benedicto XVI hable de “analfabetismo religioso”. ¡Qué peligroso es todo eso! Una lectura equivocada de la realidad y, particularmente, de los Libros Sagrados, puede llevar al hombre y a la sociedad a las peores conclusiones, como nos recuerda la Historia. Por todo eso, cuando Dios se hace hombre nos da la impresión que donde está Él no puede haber enfermedad, ni muerte, ni mal alguno. De esta manera, nos revela el rostro de Dios, que es el amigo de la vida, la fuente de la vida,  el Dios de la vida… Por eso Marta le dice con ocasión de la muerte de su hermano: “Si hubieras estado aquí no hubiera muerto mi hermano…” (Jn 11,21).

         El Evangelio de este Domingo nos ofrece dos ejemplos de lo que venimos comentando: La resurrección de la hija de Jairo, el jefe de la Sinagoga, que S. Marcos se detiene a describirnos. Y la curación de aquella mujer que padecía flujos de sangre, la hemorroisa, con solo tocar su manto. Ya S. Pedro, en casa de Cornelio, describirá  la vida del Señor diciendo: “Pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él” (Hch 10,38).

La segunda lectura nos presenta a S. Pablo organizando  una colecta para la Comunidad pobre de Jerusalén.  Es el ejemplo de la lucha contra el mal que tiene que realizar todo verdadero discípulo de Cristo. Es más. Esta es la señal de su autenticidad. Dios no quiere un mundo donde unos vivan muy bien y otros, muy mal, hasta morir de hambre. Un mundo del trabajo dividido en unos que tienen grandes sueldos, otros que cobran mucho menos y otros que van al “laberinto del paro”.  Y señala el término exacto: “Se trata de nivelar”.

Pero esto no se impone por la fuerza; sólo tiene la fuerza de la verdad.


Publicado por verdenaranja @ 22:53  | Espiritualidad
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