Homilía de monseñor Marcelo Raúl Martorell, obispo de Puerto Iguazú para el cuarto domingo de Cuaresma (10 de marzo de 2013). (AICA)
“Gusten y vean qué bueno es el Señor. Felices los que en Él se refugian”
La proximidad de la Pascua nos hace volver la mirada, en medio de la cuaresma, al tema de la misericordia del Señor. La Pascua está rubricada por la reconciliación del hombre con Dios y nos hace mirarlo con un corazón lleno de deseos de reconciliación.
La primera lectura nos presenta al pueblo elegido, el cual después de peregrinar durante cuarenta años por el desierto -una peregrinación llena de caídas- llega finalmente a la Tierra Prometida y celebra jubiloso su primera Pascua. Dios ha perdonado sus infidelidades, le da a Israel una patria en la que podrá levantarle un Templo. La segunda lectura nos dice que: “lo antiguo ha pasado y lo nuevo ha comenzado” (2ª Cor. 5,17) y nos presenta una gran novedad: Cristo ha sido inmolado para reconciliar a los hombres con Dios. Cristo es la novedad y la nueva Pascua, es la nueva alianza. Es la alianza de la gran reconciliación del hombre con Dios, es el gran gesto de la misericordia de Dios con el hombre.
Esta es la gran novedad: ya no es la sangre del cordero que se ofrece ni el rito de la circuncisión o la ofrenda de los frutos de la tierra, lo que hace agradables ante Dios. Ahora es el mismo Dios quien se compromete en la salvación de la humanidad dando a su Hijo Unigénito: “Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuenta de sus pecados” (Ib.19). Sólo el amor de Dios podía tomar esta iniciativa, sólo su amor podía inspirarla, sólo su misericordia podía realizarla. La humanidad se verá libre de sus culpas, las que ahora caen sobre los hombros de Aquél que no tenía pecado y al que Dios hizo expiar nuestros pecados para que nosotros unidos a Él recibamos la salvación de Dios. Así, la cuaresma nos invita a mirar la misericordia de Dios revelada en el misterio pascual, por el que el hombre se hace en Cristo una criatura nueva.
De dos parábolas se sirve Jesús para hacernos comprender la misericordia de Dios. El Pastor que deja el rebaño para ir en búsqueda de la oveja perdida “y una vez que la encuentra la pone sobre sus hombros (Lc.15,5). La oveja perdida es el pecador que se ha alejado del rebaño y que el amor de Dios en Jesucristo la busca y la lleva consigo. Todo pecador es buscado por Cristo para ponerlo sobre sus hombros y llevarlo a una vida mejor, a la vida de la gracia y del amor junto al rebaño creyente. El otro ejemplo es el del hijo pródigo que ha abandonado la casa del padre y malgastado su herencia, quien -tocado por la gracia- vuelve a la casa paterna y el Padre amorosamente sale a su encuentro y hace para él una fiesta. Dios es el Padre que espera sin cansancio a los hijos que le han abandonado y los toca con su gracia y los incita a regresar permitiendo que les hiera el aguijón del desengaño y de los remordimientos y cuando los ve venir corre a su encuentro permitiendo que se haga más rápida la reconciliación y ofreciéndole el beso del perdón. Es notorio que en la parábola, aquellos que han permanecido junto al Padre son incapaces de comprender esta infinita actitud de amor del Padre.
Todos nosotros, pecadores, somos tocados por la gracia para volvernos a Dios Padre, que nos espera con el beso del perdón en su misericordia. Todos estamos llamados a volver a Dios y la cuaresma se hace un camino maravilloso para la conversión. La gracia de Dios está tocándonos constantemente la interioridad de nuestro corazón para que cambien nuestras costumbres, nuestros gestos y actos humanos. Sepamos que la misericordia de Dios es infinita y que su amor nos está esperando. Su Hijo hecho Pascua nos está esperando, para hacernos gustar del amor del Padre, ese amor que hace que el que ha caído se levante y el que está en medio del camino se ponga a caminar con la esperanza de una vida nueva en el amor.
La Iglesia nos invita en este domingo a gustar de esa inmensa misericordia de Dios Padre, a no quedarnos caídos en medio del camino. Pone en nuestro corazón la necesidad de reconciliarnos con Él, de convertirnos cada vez más al amor de Dios y de los hermanos. Toca con su gracia la dureza de nuestro corazón llamándonos a la conversión y a gustar de su infinita misericordia.
Que la Virgen María, madre de la misericordia viviente, nos aliente y nos allane el camino de conversión hacia la misericordia de Dios Padre.
Mons. Marcelo Raúl Martorell, Obispo de Puerto Iguazú