Lunes, 21 de octubre de 2013

Homilia de monseñor Marcelo Raúl Martorell, obispo de Puerto Iguazú para el Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario (13 de octubre de 2013) (AICA)

“Ayúdanos, oh Señor, a permanecer fieles”


Las lecturas de este domingo nos sitúan frente al tema de la fe como don de Dios y el reconocimiento a Dios por medio de las obras de la fe. La vida de fe y su compromiso son los argumentos que se entrelazan en la liturgia de hoy.

La primera lectura (2 Re. 5, 14-17) nos narra el suceso de Naamán, el sirio curado de la lepra por el Profeta Eliseo. Dios a través de este milagro llama al pagano Naamán a la vida de fe en Él y este hombre -dócil a la gracia- responde convirtiéndose interiormente y proclamando que el Dios de Israel es el único Dios: “ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra más que el de Israel” (Ib. 15). Como reconocimiento y agradecimiento por la salud recuperada Naamán quiere ofrecer un regalo al profeta por haber sido instrumento de su curación. El sirio quiere ofrecerle algo, pero el profeta lo rehúsa. Eliseo es un hombre de Dios que tiene la misión de predicar y de llevar a los hombres a Dios y los signos milagrosos son una presencia muy particular de Dios en quien tiene la misión de predicar. Por eso Eliseo no quiere aprovecharse del reconocimiento de Naamán para enriquecerse o hacerse de fama personal. Será para el profeta una obra más de Dios que interviene en la historia de los hombres.

Todos los hombres están llamados a la salvación y esto es lo que Jesús en la Sinagoga quiere enseñarnos. La salvación no está reservada solamente a los hijos de Israel, sino que es un don ofrecido a todos los hombres. Durante su último viaje a Jerusalén, un suceso semejante al de la primera lectura tiene lugar cuando Jesús cura a 10 leprosos, pero sólo uno, un extranjero, vuelve a dar las gracias. Éstos -como el sirio Naamán- recibirán el don de la salud física, pero también el don de la salvación (Lc.17,11-19). Jesús envía a los leprosos a presentarse a los sacerdotes como lo mandaba la ley mosaica, pues eran ellos los que examinaban y comprobaban las curaciones, y cuando iban de camino quedaron completamente sanados de su lepra. La curación es la misma en todos, pero no todos reaccionan de la misma manera: “uno de ellos volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús dándole gracias, éste era un samaritano” (ib. 15-16). Es decir que no era un miembro del Pueblo de Dios, sino un extranjero. Los otros nueve curados no vuelven a agradecer a Dios, quizá porque como miembros del Pueblo de Dios, se sentían casi con el derecho de ser curados por Jesús. El extranjero, que considera que no tienen ningún derecho, se siente indigno del favor del Dios de Israel en nombre de quien Jesús hizo el milagro y vuelve para agradecer. Esta actitud de agradecimiento lo dispone a recibir un don aún mayor: la fe y la salvación. Por eso es que Jesús le dice: “levántate y vete en paz, tu fe te ha salvado”(Ib. 19).

San Pablo nos dice que la palabra de Dios no está encadenada y que nadie en particular puede impedir que la palabra arraigue en cualquier corazón y suscite la fe en Dios. La vida de fe debe ser vivida por aquellos que han recibido la palabra e imitar a Cristo, en una vida de sufrimiento si fuera necesario, viviendo en la fe la cruz y los sufrimientos humanos que de ella se derivan, el rechazo, la indiferencia, las burlas y la soledad. La fe vivida y testimoniada será para San Pablo un anticipo de la gloria a la que estamos llamados y un medio seguro para la salvación: “si morimos con él, viviremos con él; si perseveramos reinaremos con él” (2 Tim. 11-12).

Durante toda nuestra vida recibimos dones y regalos de Dios. El agradecimiento y la fidelidad son la respuesta adecuada y el testimonio de fe que estamos llamados a dar los cristianos de hoy en medio de un mundo indiferente, que no reconoce ni agradece a Dios por tantos bienes que sin merecerlo también recibe. Que el testimonio de fe de tantos hombres y mujeres abnegados, como el de Juan Pablo II o de la Madre Teresa de Calcuta en tiempos recientes, nos impulsen a vivir y a esparcir el amor de Dios entre todos los hombres.

Que María del Iguazú nos conceda la gracia de reconocer y agradecer los dones de Dios en nosotros y ser llegar a ser testimonios de su amor por el mundo.


Mons. Marcelo Raúl Martorell, Obispo de Puerto Iguazú


Publicado por verdenaranja @ 18:47  | Homil?as
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