Catholic Calendar and Daily Meditation. Sunday, August 31, 2014
Twenty-second Sunday in Ordinary Time
Scripture for Sunday's Liturgy of the Word:
http://new.usccb.org/bible/readings/083114.cfm
Jeremiah 20:7-9
Psalm 63:2, 3-4, 5-6, 8-9
Romans 12:1-2
Matthew 16:21-27
A reflection on today's Sacred Scriptures:
As we approach the end of summer and a new season, we hear the words of St. Paul in this Sunday's readings, "Do not conform yourselves to this age, but be transformed by the renewal of your mind, that you may discern what is the will of God, what is good and pleasing and perfect."
For one thing, we all need a shift in our thinking as to what that will of God is for us Christians. In today's Gospel, Jesus very clearly spells it out for Peter, and for all of us. "Whoever wishes to come after Me must deny himself, take up his cross and follow Me."
We don't need to go looking for crosses, for our lives are chock-full of them: being patient with all the challenges of "back to school," sports-demands from our children and grandchildren, illness and accidents sprinkled in, and generously helping to relieve the cries of refugees, war victims, and children pouring in at our borders. Listen to Christ, speaking through our pope and the bishops, to know how to respond.
It is all found in Jesus, in the Gospel, correcting Peter as to what kind of Messiah He really is, and what He demands of His followers. He is a Messiah who suffers. Like Him, we must expect to suffer for witnessing to God's truth and justice. God demands courage from us in witnessing to His commandments, and reaching out to a world seeking happiness in the wrong places. We know that lasting joy comes from surrendering ourselves to God and to His Way, and urging others to do the same. We have to broadcast our faith loud and clear.
- Msgr. Paul Whitmore | email: pwhitmore29( )yahoo.com
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Texto completo de la catequesis del papa Francisco. La Iglesia, una y santa. CIUDAD DEL VATICANO, 27 de agosto de 2014 (Zenit.org)
Queridos hermanos y hermanas, buenos días
Cada vez que renovamos nuestra profesión de fe recitando el "Credo", afirmamos que la Iglesia es "una" y "santa". Es una, porque tiene su origen en Dios Trinidad, misterio de unidad y de plena comunión. La Iglesia también es santa, en cuanto que está fundada en Jesucristo, animada por su Espíritu Santo, colmada de su amor y de su salvación. Al mismo tiempo, sin embargo, está compuesta de pecadores, todos nosotros, pecadores que cada día experimentan las propias fragilidades y las propias miserias. Entonces, esta fe que profesamos nos empuja a la conversión, a tener la valentía de vivir cotidianamente la unidad y la santidad y si nosotros no estamos unidos, si no somos santos, ¡es porque no somos fieles a Jesús! Pero Él, Jesús, no nos deja solos, no abandona a su Iglesia. Él camina con nosotros, Él nos entiende. Entiende nuestras debilidades, nuestros pecados, nos perdona, siempre que nosotros nos dejemos perdonar. Él está siempre con nosotros, ayudándonos a ser menos pecadores, más santos, más unidos.
El primer consuelo nos viene del hecho que Jesús ha rezado mucho por la unidad de los discípulos. Es la oración de la Última Cena, Jesús ha pedido mucho: 'Padre, que sean una sola cosa'. Ha rezado por la unidad y lo ha hecho en la inminencia de la Pasión, cuando iba a ofrecer toda su vida por nosotros. Es eso a lo que estamos enviados continuamente a releer y meditar, en una de las páginas más intensas y co_nMovedoras del Evangelio de Juan, el capítulo diecisiete. ¡Que bonito es saber que el Señor, justo antes de morir, no se preocupó de sí mismo, sino que pensó en nosotros! Y en su diálogo sincero con el Padre, ha rezado precisamente para que podamos ser una sola cosa con Él y entre nosotros. Con estas palabras, Jesús se ha hecho nuestro intercesor ante el Padre, para que podamos entrar también nosotros en la plena comunión de amor con Él; al mismo tiempo, nos confía a Él como su testamento espiritual, para que la unidad pueda convertirse cada vez más en la nota distintiva de nuestras comunidades cristianas y la respuesta más bella a quien nos pida razón de la esperanza que hay en nosotros.
"Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste". La Iglesia ha buscado desde el principio realizar este propósito que está tan en el corazón de Jesús. Los Hechos de los Apóstoles nos recuerdan que los primeros cristianos se distinguían por el hecho de tener "un solo corazón y una sola alma"; el apóstol Pablo, después, exhortaba a sus comunidades a no olvidar que son "un solo cuerpo". La experiencia, sin embargo, nos dice que son muchos los pecados contra la unidad. Y no pensamos solo a las grandes herejías, los cismas, pensamos a faltas muy comunes en nuestras comunidades, en pecados "parroquiales", a esos pecados en las parroquias. A veces, de hecho, nuestras parroquias, llamadas a ser lugares de compartir y de comunión, están tristemente marcadas por envidias, celos, antipatías... Y el chismorreo está a mano de todos. ¡Cuánto se chismorrea en las parroquias! Esto no es bueno. Por ejemplo, cuando alguien es elegido presidente de tal asociación, se chismorrea contra él. Y si otra es elegida presidenta de la catequesis, las otras chismorrean contra ella. Pero, esta no es la Iglesia. Esto no se debe hacer, ¡no debemos hacerlo! No os digo que os cortéis la lenga, tanto no. Pero pedid a Dios que dé la gracia de no hacerlo.
¡Esto es humano, sí, pero no es cristiano! Esto sucede cuando apuntamos hacia los primeros puestos; cuando nos ponemos a nosotros mismos en el centro, con nuestras ambiciones personales y nuestras formas de ver las cosas, y juzgamos a los otros; cuando miramos a los defectos de los hermanos, en vez de a sus dones; cuando damos más peso a lo que nos divide, en vez de a lo que nos reúne.
Una vez, en la otra diócesis que tenía antes, escuché un comentario interesante y bonito. Se hablaba de una anciana que toda la vida había trabajado en la parroquia, y una persona que la conocía bien, dijo: 'Esta mujer no ha hablado nunca mal, nunca ha chismorreado, siempre era una sonrisa'. ¡Una mujer así puede ser canonizada mañana! Este es un bonito ejemplo. Y si miramos a la historia de la Iglesia, cuántas divisiones entre nosotros cristianos. También ahora estamos divididos.
También en la historia, los cristianos hemos hecho la guerra entre nosotros por divisiones teológicas. Pensemos en la de los 30 años. Pero, esto no es cristiano. Debemos trabajar también por la unidad de todos los cristianos, ir por el camino de la unidad que es el que Jesús quiere y por el que ha rezado.
Frente a todo esto, debemos hacer seriamente un examen de conciencia. En una comunidad cristiana, la división es uno de los pecados más graves, porque la hace signo no de la obra de Dios, sino de la del diablo, el cual es por definición el que separa, que rompe las relaciones, que insinúa prejuicios... La división en una comunidad cristiana, ya sea una escuela, una parroquia o una asociación, es un pecado gravísimo, porque es obra del demonio. Dios, sin embargo, quiere que crezcamos en nuestra capacidad de acogernos, de perdonarnos, de querernos, para parecernos cada vez más a Él que es comunión y amor. En esto está la santidad de la Iglesia: en el reconocer a imagen de Dios, colmada de su misericordia y de su gracia.
Queridos amigos, hagamos resonar en nuestro corazón estas palabras de Jesús: "Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Pidamos sinceramente perdón por todas las veces en la que hemos sido ocasión de división o de incomprensión dentro de nuestras comunidades, aún sabiendo que no se llega a la comunión sino a través de una continua conversión. ¿Qué es la conversión? Es pedir al Señor la gracia de no hablar mal, de no criticar, de no chismorrear, de querer a todos. Es una gracia que el Señor nos da. Esto es convertir el corazón. Y pidamos que el tejido cotidiano de nuestras relaciones pueda convertirse en un reflejo cada vez más bonito y feliz de la relación entre Jesús y el Padre.
Reeflexión a las lecturas del domingo veintitrés del Tiempo Ordinario - A ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR
Domingo 22º del T. Ordinario A
¡Pensar como los hombres! ¡Pensar como Dios! La diferencia es muy grande, a veces, radical.
En el Evangelio de este domingo contemplamos como Jesucristo le dice a Pedro: “Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios”.
Son, tal vez, las palabras más fuertes, más duras, que salen de los labios del Señor.
¡Qué diferencia tan grande con lo que escuchábamos el domingo pasado!: “Dichoso tú Simón…” Eso te lo ha revelado “mi Padre que está en el Cielo…” Y también “Y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”.
¿Qué ha pasado?
Está claro. Jesucristo alaba y felicita a Pedro cuando piensa como Dios y le corrige cuando su pensamiento se desvía y piensa como los hombres.
¿Pero quién podía aceptar, ni siquiera imaginar, en todo Israel, que el Mesías tuviera que padecer? En general, pensaban en un Mesías vencedor, un Mesías Rey. Si él era el liberador que tenía que venir, ¿cómo iba a terminar humillado, vencido, condenado en una cruz? Ellos no entendían nada más. Por eso Jesús tendrá que llevar enseguida a los tres predilectos a una montaña alta, para transfigurarse y enseñarles “que, de acuerdo con la Ley y los Profetas (Moisés y Elías), la Pasión es el camino de la Resurrección”.(Lc 9,30). Este acontecimiento dejó en sus corazones una huella profunda. (1Pe 1,16-18).
Las palabras de Pedro hacen que Jesús se sienta tentado: “Me haces tropezar”. También a Él le gusta más el otro camino, pero reacciona con energía como siempre que se pone en cuestión la voluntad del Padre.
Algo parecido le sucede al profeta Jeremías (1ª Lect.). Tampoco a él le gusta la manera de ser profeta que le ha tocado, y piensa como los hombres y decide dejarlo todo. Pero no puede. La Palabra de Dios no se lo permite, no le deja tranquilo… Y tiene que pensar como Dios y seguir adelante.
La cuestión que se nos plantea a todos este domingo es clara: ¿Tú piensas como los hombres o piensas como Dios?
Y pensar como Dios supone para cada uno negarse a sí mismo, tomar la cruz y seguir a Jesucristo. Es lo que nos dice a continuación el Evangelio de hoy.
Entonces, ¿qué hacer?
S. Pablo (2ª Lect.) nos da la respuesta: “Y no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto”. Y eso exige conversión, abrirse a la conversión. La “metanoia” bíblica supone, en primer lugar, un cambio de mente, de manera de pensar y, después, un cambio de conducta. Y eso no se consigue solamente con el esfuerzo humano, sino que, además, es don de Dios. Por eso, La Sagrada Escritura nos enseña a decir: “Conviértenos, Señor y nos convertiremos a ti” (Lam 5,21).
El trato con Dios, la meditación de su Palabra, la participación en la Eucaristía, el testimonio de los santos…, va transformando nuestra mente y nuestro corazón hasta llegar a “pensar como Dios”. Hasta que podamos decir como S. Pablo: “Y nosotros tenemos la mente (el pensamiento) de Cristo”. (1Co, 2,16).
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
DOMINGO 22º DEL T. ORDINARIO A
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
El profeta Jeremías se encuentra en una situación angustiosa. Abrumado por las dificultades que lleva consigo su misión, se siente tentado a dejarlo todo. Veamos cómo reacciona ante estas dificultades.
SEGUNDA LECTURA
El Apóstol S. Pablo nos invita a presentarnos a Dios como ofrenda agradable, y a no ajustarnos a este mundo. Escuchemos.
TERCERA LECTURA
En el Evangelio escucharemos unas palabras muy duras, que el Señor dirige a Pedro, y la invitación que nos hace a todos a seguirle por el camino de la cruz.
Pero antes de escuchar el Evangelio, aclamemos al Señor con el canto del aleluya.
COMUNIÓN
En la Comunión recibimos a Cristo, que, a pesar de su condición divina, conoció la tentación y soportó la cruz. Que Él nos ayude a seguir sus pasos.
Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio del Domingo veintidos del Tiempo Ordinario A.
APRENDER A PERDER
El dicho está recogido en todos los evangelios y se repite hasta seis veces: “Si uno quiere salvar su vida, la perderá, pero el que la pierde por mí, la encontrará”. Jesús no está hablando de un tema religioso. Está planteando a sus discípulos cuál es el verdadero valor de la vida.
El dicho está expresado de manera paradójica y provocativa. Hay dos maneras muy diferentes de orientar la vida: una conduce a la salvación, la otra a la perdición. Jesús invita a todos a seguir el camino que parece más duro y menos atractivo, pues conduce al ser humano a la salvación definitiva.
El primer camino consiste en aferrarse a la vida viviendo exclusivamente para uno mismo: hacer del propio “yo” la razón última y el objetivo supremo de la existencia. Este modo de vivir, buscando siempre la propia ganancia o ventaja, conduce al ser humano a la perdición.
El segundo camino consiste en saber perder, viviendo como Jesús, abiertos al objetivo último del proyecto humanizador del Padre: saber renunciar a la propia seguridad o ganancia, buscando no solo el propio bien sino también el bien de los demás. Este modo generoso de vivir conduce al ser humano a su salvación.
Jesús está hablando desde su fe en un Dios Salvador, pero sus palabras son una grave advertencia para todos. ¿Qué futuro le espera a una Humanidad dividida y fragmentada, donde los poderes económicos buscan su propio beneficio; los países, su propio bienestar; los individuos, su propio interés?
La lógica que dirige en estos momentos la marcha del mundo es irracional. Los pueblos y los individuos estamos cayendo poco a poco en la esclavitud del “tener siempre más”. Todo es poco para sentirnos satisfechos. Para vivir bien, necesitamos siempre más productividad, más consumo, más bienestar material, más poder sobre los demás.
Buscamos insaciablemente bienestar, pero ¿no nos estamos deshumanizando siempre un poco más? Queremos “progresar” cada vez más, pero, ¿qué progreso es este que nos lleva a abandonar a millones de seres humanos en la miseria, el hambre y la desnutrición? ¿Cuántos años podremos disfrutar de nuestro bienestar, cerrando nuestras fronteras a los hambrientos?
Si los países privilegiados solo buscamos “salvar” nuestro nivel de bienestar, si no queremos perder nuestro potencial económico, jamás daremos pasos hacia una solidaridad a nivel mundial. Pero no nos engañemos. El mundo será cada vez más inseguro y más inhabitable para todos, también para nosotros. Para salvar la vida humana en el mundo, hemos de aprender a perder.
josé Antonio Pagola
Red evangelizadora BUENAS NOTICIAS
31 DE aGOSTO DE 2014
22 Domingo del Tiempor Ordinario - A
Mt 16, 21-27
Comentario a la liturgia dominical por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor y director espiritual en el seminario diocesano Maria Mater Ecclesiae de são Paulo (Brasil). (Zenit.org)
Domingo XXII Ciclo A
Textos: Jr 20, 7-9; Rm 12, 1-2; Mt 16, 21-27
Idea principal: O pensamos como Dios o pensamos como el mundo y los hombres. No hay otra opción.
Resumen del mensaje: Cuando Jesús anuncia por primera vez que va a Jerusalén a padecer y que allí será entregado a muerte, y resucitará al tercer día, se encuentra con la reacción, de buena fe pero exagerada, de Pedro que quiere impedir ese fracaso a Cristo. La respuesta de Jesús hoy no es ciertamente de alabanza, como en el domingo pasado, sino una de las más duras palabras que salieron de su boca: “Apártate de mí, Satanás”. Cristo le invita –nos invita- a pensar como Dios y no como los hombres.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, los hombres pensamos de ordinario en clave de éxito, y no de fracaso. Y cuando no viene ese éxito, nos invade la depresión, el desaliento y la tristeza. Preguntemos, si no, al profeta Jeremías en la primera lectura. Profeta del tiempo final del destierro y figura de Jesús en su camino de pasión, y de todo cristiano que quiera ser consecuente con su fe. Era joven y el ministerio que le tocó no era nada fácil: anunciar desgracias, si no cambiaban de conducta y de planes incluso políticos de alianzas. Nadie le hizo caso. Le persiguieron, le ridiculizaron. Ni en su familia ni en la sociedad encontró apoyo. Jeremías sufrió angustia, crisis personal y pensó en abandonar su misión profética. ¡Qué fácil es acomodarse a las palabras de los gobernantes y del pueblo para granjearnos el éxito y el aplauso! Los profetas verdaderos, los cristianos verdaderos, no suelen ser populares y a menudo acaban mal por denunciar injusticias. En esos momentos, miremos a Cristo en Getsemaní.
En segundo lugar, los hombres pensamos de ordinario en clave de poder y ambición, y no de humildad y desprendimiento. A Pedro no le cabe en la cabeza la idea de la humillación, del despojo, del último lugar. No había entendido que toda autoridad se debe ejercerla como servicio, y no como dominio. ¡Le quedaba tanto por madurar! Nos queda tanto por madurar. Pensamos como los hombres y no como Dios. A esto lo llama el Papa Francisco “mundanidad” (Evangelii gaudium, nn. 93-97). Y cuando Pedro entendió, afrontó todo tipo de persecuciones, hasta la muerte final en Roma, en tiempos de Nerón, como testigo de Cristo. Los proyectos humanos van por otros caminos, de ventajas materiales y manipulaciones para poder prosperar y ser más que los demás y dominar a cuantos más mejor. Pero los proyectos de Dios son otros.
Finalmente, los hombres pensamos de ordinario en clave de comodidad, y no de cruz. Ni a Pedro ni a nosotros nos gusta la cruz, ya sea física –enfermedades-, moral –abandono, calumnia, incomprensión- o espiritual –noches oscuras del alma que nada ve ni siente; sólo hay un túnel oscuro. ¿A quién le gusta la cruz? Ya nos avisó Jesús. No nos prometió que su seguimiento sería fácil y cómodo. “Carga con la cruz y sígueme”. Preferimos un cristianismo “a la carta”, aceptando algunas cosas del evangelio y omitiendo otras. Queremos Tabor, no Calvario. Queremos consuelo y euforia, no renuncia ni sacrificio. La cruz la tenemos, tal vez, como adorno en las paredes o colgada del cuello. Pero que esa cruz se hunda en nuestras carnes y en nuestro corazón, de ninguna manera. La clave para cuando nos visita la cruz de Cristo nos la da san Pablo en la segunda lectura de hoy a los romanos: ofrecernos a Dios como ofrenda viva, santa y agradable a Dios. Sólo así pensaremos como Dios.
Para reflexionar: ¿Pensamos como Dios en materia de negocios, de moral sexual, de política, de relaciones humanas? Dice el papa Francisco: “La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal…Si invadiera la Iglesia (esta mundanidad) sería infinitamente más desastrosa que cualquier otra mundanidad simplemente moral”(Evangelii gaudium, n. 93).
Cualquier sugerencia o duda pueden comunicarse con el padre Antonio a este email: [email protected]
Reflexión de monseñor Rubén Oscar Frassia, obispo de Avellaneda-Lanús, en el programa radial Compartiendo el Evangelio (Domingo 24 de agosto de 2014, 21º del tiempo ordinario) (aica)
Preguntas que requieren respuestas sinceras
Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: "¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?". Ellos le respondieron: "Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas". "Y ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy?". Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo". Y Jesús le dijo: "Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo". Entonces ordenó severamente a sus discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías (San Mateo 16, 13-20).
El primer contacto que uno tiene con Dios es a través de la fe y la fe no inventa, no crea por necesidad sino que es un conocimiento muy fuerte del ser humano, que conoce por la fe; lo que conoce por la fe es cierto, seguro, objetivo y verdadero. Por lo tanto, el conocimiento por medio de la fe es un verdadero conocimiento. Cuando afirmo “yo creo en Jesucristo” afirmo que Jesucristo ES, que le CREO y que en Él CONFIO, no lo invento sino que adhiero a lo que ya es, a lo que ya está.
La fe es un verdadero conocimiento y todos tenemos que cuidar, aumentar, desarrollar y alimentar la fe a través de la oración, de la Palabra de Dios, de la participación en la Misa porque es el hilo conductor. En la Iglesia, es Dios con su Espíritu que nos lleva a todos y va ordenando todas las cosas.
En este Evangelio vemos que Simón, Cefas, reconoce en Jesús al Mesías por obra del Espíritu, como bien le dijo Jesús “es el Padre quien te ha dado este conocimiento, no fueron tu razón, ni tus argumentos, ni tu inteligencia, ni tu astucia, sino que fue Dios; y Yo te digo tú eres Pedro”.
Y desde entonces pasaron todos los Papas. Ayer Benedicto, hoy Francisco, y así Dios va guiándonos en la Iglesia a cada uno de nosotros.
Ahora bien, detengámonos un instante y preguntémonos interiormente: ¿creo de verdad en Jesucristo?, ¿creo que se encarnó en la Virgen?, ¿creo que vino a darnos la doctrina?, ¿creo que murió por nosotros?, ¿creo que resucitó?, ¿creo que está vivo?, ¿creo que está presente en la Eucaristía?, ¿creo que me perdona los pecados?, ¿creo que está -en serio- en todos nosotros? Bueno, si creo verdaderamente, no puedo quedar igual, porque si muchas veces la pertenencia a la Iglesia son costumbres, o actos externos, o eventos, tengamos cuidado porque estamos perdiendo el tiempo.
Es importante pedir al Señor que vivamos de la fe, no de los eventos, no de las cosas externas, no delas costumbres, no de las tradiciones, en todo caso de la TRADICION que es viva y en ella está presente el Señor. Hagámonos esas preguntas pero también tengamos la capacidad de la respuesta.
Que Santa Rosa de Lima bendiga a nuestra nación, a toda América Latina, a todos los peruanos que habitan nuestro país y a todos nosotros: en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén
Mons. Rubén Oscar Frassia, obispo de Avellaneda Lanús
Homilía monseñor Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas para el XXI domingo durante el año (24 agosto 2014) (AICA)
Evangelizar humaniza
El próximo 31 de agosto se retomarán los encuentros diocesanos de nuestros catequistas; el mismo tendrá lugar este año en la Parroquia de Corpus. También en la región del NEA tendremos el encuentro de los Grupos Misioneros y del organismo de evangelización y misiones del nordeste en Formosa el que tendré que participar por ser el obispo que acompaña esta comisión en esta región. Estos acontecimientos se suman a muchas instancias de formación en que sobre todo nuestro laicado participa comprometidamente. Todo esto se inscribe en la búsqueda de ser una Iglesia discípula y misionera que busca confesar la fe en Cristo, El Señor.
El texto de este domingo (Mt. 16, 13-20) nos señala que al igual que el apóstol Pedro la Iglesia debe siempre confesar: “Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios Vivo”. Acompañados con la certeza que nos dio el Señor: “Tu eres Pedro, y sobre esta piedra edificare Iglesia y el poder de la muerte no prevalecerá contra ella” (Mt. 16, 18). La Iglesia entiende su identidad, vocación y misión en la confesión de la persona de Jesucristo, su Señor y maestro.
En este domingo en que reflexionamos sobre el pasaje del evangelio que se refiere a la confesión del Apóstol San Pedro, creo oportuno recordar un texto del documento de Aparecida que se refiere a que la misión de la Iglesia es evangelizar “En el encuentro con Cristo queremos expresar la alegría de ser discípulos del Señor y de haber sido enviados con el tesoro del Evangelio. Ser cristiano no es una carga sino un don: Dios Padre nos ha bendecido en Jesucristo su Hijo, Salvador del mundo. La alegría que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo, a quien reconocemos como el Hijo de Dios encarnado y redentor, deseamos que llegue a todos los hombres y mujeres heridos por las adversidades; deseamos que la alegría de la buena noticia del Reino de Dios, de Jesucristo vencedor del pecado y de la muerte, llegue a todos cuantos yacen al borde del camino, pidiendo limosna y compasión (cf. Lc 10, 29-37; 18, 25-43). La alegría del discípulo es antídoto frente a un mundo atemorizado por el futuro y agobiado por la violencia y el odio. La alegría del discípulo no es un sentimiento de bienestar egoísta sino una certeza que brota de la fe, que serena el corazón y capacita para anunciar la buena noticia del amor de Dios. Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo.
La historia de la humanidad, a la que Dios nunca abandona, transcurre bajo su mirada compasiva.
Dios ha amado tanto nuestro mundo que nos ha dado a su Hijo. Él anuncia la buena noticia del Reino a los pobres y a los pecadores. Por esto, nosotros, como discípulos de Jesús y misioneros, queremos y debemos proclamar el Evangelio, que es Cristo mismo. Anunciamos a nuestros pueblos que Dios nos ama, que su existencia no es una amenaza para el hombre, que está cerca con el poder salvador y liberador de su Reino, que nos acompaña en la tribulación, que alienta incesantemente nuestra esperanza en medio de todas las pruebas. Los cristianos somos portadores de buenas noticias para la humanidad y no profetas de desventuras.
La Iglesia debe cumplir su misión siguiendo los pasos de Jesús y adoptando sus actitudes (cf. Mt 9, 35-36). Él, siendo el Señor, se hizo servidor y obediente hasta la muerte de cruz (cf. Fil 2,8); siendo rico, eligió ser pobre por nosotros (cf. 2 Cor 8,9), enseñándonos el itinerario de nuestra vocación de discípulos y misioneros. En el Evangelio aprendemos la sublime lección de ser pobres siguiendo a Jesús pobre (cf. Lc 6,20; 9,58), y la de anunciar el Evangelio de la paz sin bolsa ni alforja, sin poner nuestra confianza en el dinero ni en el poder de este mundo (cf. Lc 10,4 ss ). En la generosidad de los misioneros se manifiesta la generosidad de Dios, en la gratuidad de los Apóstoles aparece la gratuidad del Evangelio.
En el rostro de Jesucristo, muerto y resucitado, maltratado por nuestros pecados y glorificado por el Padre, en ese rostro doliente y glorioso21, podemos ver, con la mirada de la fe el rostro humillado de tantos hombres y mujeres de nuestros pueblos y, al mismo tiempo, su vocación a la libertad de los hijos de Dios, a la plena realización de su dignidad personal y a la fraternidad entre todos. La Iglesia está al servicio de todos los seres humanos, hijos e hijas de Dios (28,30,31,32).
Junto al Apóstol Pedro que confesó a Jesús: “Tú eres el Mesías el Hijo del Dios Vivo” queremos
como Iglesia ser testigos e instrumentos de evangelización y humanización en nuestro tiempo.
Les envío un saludo cercano y hasta el próximo domingo.
Mons. Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas
Homilía de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, en la misa del “Día del Catequista” (Iglesia Catedral, 23 de agosto de 2014) (AICA)
Catequesis y evangelización
Como todos los años, presido gustosamente esta celebración del “Día del Catequista”, extensión de la memoria litúrgica de San Pío X, gran impulsor de la catequesis a comienzos del siglo XX. Habría que releer, adaptándola a las circunstancias actuales su encíclica Acerbo nimis, en la cual subraya los males que se siguen de la ignorancia de las cosas de Dios.
Tradicionalmente nosotros consagramos esta jornada con la entrega del mandato a los egresados de las escuelas arquidiocesanas en las que tantos fieles generosos se preparan para ejercer la tarea catequística. El mandato, como el nombre mismo lo sugiere, no es un título que se otorga a los que “se reciben”; quienes lo alcanzan quedan comprometidos con la misión de la Iglesia. Insisto en esta afirmación porque, en efecto, a ellos se les confía una misión eclesial. Algunos de ustedes, queridos hermanos, ya están ejerciendo la tarea catequística en sus comunidades, y se han preparado en estos años para hacerlo mejor. Todos son llamados ahora a un compromiso mayor. Quiero ofrecerles entonces algunas indicaciones para ejercer eclesialmente aquella misión.
En nuestra arquidiócesis estamos privilegiando la presencia de la Iglesia en las periferias geográficas de La Plata, allí donde son más exigentes para los pobladores las necesidades de todo tipo, también las espirituales. El vacío daría lugar a la expansión deletérea de las sectas y de las supersticiones. No podemos abandonar a los pobres: sería una traición a la misión de Jesús, que ha venido precisamente para llevar la Buena Noticia a los pobres, como lo dijo al iniciar su ministerio en Nazaret y cumpliendo lo que se leyó –y se lee– en Libro de Isaías (cf. Lc. 4, 16 ss.; Is. 61, 1-2). Los pobres de nuestros barrios, que las más veces carecen de todo, están marcados por esas carencias, no sólo las materiales, sino también las culturales y las espirituales, que únicamente el Evangelio y la gracia del Señor pueden sanar. Necesitan una catequesis que, al comunicarles las verdades fundamentales de la fe y las orientaciones de vida propias del ser cristiano, los rescate de la decadencia que en la Argentina de hoy amenaza y en muchos casos afecta seriamente a las mayorías populares. La evangelización es fuente y garantía de humanización. Los pobres son abandonados por los agentes políticos; abandonados o utilizados clientelísticamente. En el corazón y en la palabra del catequista debe resonar el anuncio de la salvación, como nos recuerda el Papa Francisco; este anuncio: Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte, y ahora está vivo a tu lado cada día, para iluminarte, para fortalecerte, para liberarte (Evangelii gaudium, 164).
Pensemos también en las periferias existenciales, constituidas por tantos contemporáneos nuestros, cristianos o no, quebrados por las contrariedades y tragedias de la vida, necesitados de comprensión y de amor; muchas veces ellos, de modo inconsciente, aspiran al alivio que sólo el encuentro con Dios les puede brindar. En el ámbito urbano se verifican asimismo ciertas periferias culturales; allí aparece como preponderante el pensamiento anticristiano o la ajenidad a la dimensión religiosa de la existencia. Así se sucede frecuentemente en los círculos universitarios, políticos y de poder económico. En estos ambientes también debe penetrar el Evangelio; para que efectivamente se abra paso es preciso buscar las rendijas, abrir un boquete en los muros de la cerrazón a la fe y al cambio de vida que le sigue. Esta situación, lejos de desanimarnos nos apremia a dotarnos de una especial preparación. Es otro lance que se presenta hoy al catequista, si se comprende a sí mismo como evangelizador y está dispuesto a consagrarse a ese múltiple servicio eclesial. Nadie debe quedar excluido de esa intención evangelizadora.
Me detengo ahora un momento en subrayar la dimensión kerigmática y mistagógica de la catequesis. Estos términos, que pueden parecer difíciles –por sus raíces en la lengua griega– se refieren a realidades vividas intensamente en los primeros siglos de la Iglesia y que guardan una perenne actualidad. Cito otra vez al Papa Francisco que dice: en la catequesis tiene un rol fundamental el primer anuncio o kerigma (E.G. 164). Se lo llama primero no sólo en cuanto inicial, o porque es seguido por otros contenidos que lo superan. Es verdad que en la tradición primitiva se distinguían en orden sucesivo tres modos de instrucción: el kerigoma, que identificamos con el primer anuncio del contenido de la fe; la catequesis, como su profundización y desarrollo; la homilía, como enseñanza asidua impartida a los fieles en la asamblea litúrgica. Actualmente, cuando designamos al kerigma primer anuncio, nos referimos a él como cualitativamente primero. Es –podríamos decir– transversal a toda la catequesis: los temas tratados en el trienio catequístico de los niños que se preparan para completar la iniciación bautismal; el itinerario ofrecido a los adultos con la misma finalidad y con mayor razón si recientemente han decidido incorporarse a la Iglesia, deben estar inspirados en el kerigma y hacerlo presente, para expresar la verdad del Evangelio y la propuesta de unirse a Jesús, con el ardor y el entusiasmo espiritual de una fe viva. Ese primer anuncio está sintetizado en la profesión de fe de Pedro, que escuchamos en el Evangelio de la misa de hoy: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo (Mt. 16, 16).
El Santo Padre nos habla también del carácter mistagógico de la catequesis. Mistagogía es, desde los primeros siglos, la conducción o preparación a los misterios del culto divino, a la participación en la liturgia, el ámbito adecuado, bellísimo, en el que resuena la Palabra; en la asamblea de los fieles, que se reúne en torno al sacrificio del Señor y a su presencia real en medio de nosotros. En ese contexto kerigmático y mistagógico se sitúa la propuesta moral, es decir, el llamado a identificarse cada vez más con Cristo para abrazar un estilo de vida según el Evangelio. Francisco dice que se trata de “observar” lo que el Señor nos ha indicado, como respuesta a su amor (E.G. 161). Se refiere, sobre todo, al mandamiento nuevo, síntesis del mensaje moral cristiano. Los apóstoles proponían a las primeras comunidades un camino de crecimiento en el amor, que es precedido por el don de la gracia. La catequesis está al servicio de ese crecimiento (EG. 163).
Estas características del ministerio catequístico no podrían hacerse verdad operativa y realizable sin contar con una profunda vida espiritual de los catequistas. No me refiero a una espiritualidad en sentido genérico, sino a aquella que se despliega por la apertura a la acción del Espíritu Santo de la que brota la relación continua con Dios, la oración, espacio en el cual la verdad conocida se hace amor, comunión, diálogo. El fruto es el entusiasmo misionero, la alegría de evangelizar, la esperanza y la paciencia que ayudan a perseverar en la tarea sin desánimo, a pesar de las dificultades. Señalo además que el ministerio del catequista no se puede identificar sin más con el empeño del docente, del maestro de escuela; en todo caso es, en su espacio propio, maestro de la fe, que no sólo se inspira en sus estudios –que son imprescindibles-, sino también en su experiencia de fe y en su “sentir con la Iglesia”. Esta dimensión eclesial se concreta en la participación del catequista en la vida de la diócesis y en los acontecimientos principales de la misma, de los que no puede estar ajeno.
Vuelvo a mi exhortación del comienzo. El gesto de otorgarles el mandato es una incitación al amor de aquellos a quienes se han de dirigir sus desvelos, sean niños, jóvenes o adultos. A este propósito pueden apropiarse ustedes de las palabras del Apóstol que evoca su actitud paternal y maternal para con los fieles de Tesalónica: Fuimos tan condescendientes con ustedes como una madre que alimenta y cuida a sus hijos. Sentíamos por ustedes tanto afecto, que deseábamos entregarles, no solamente la Buena Noticia de Dios, sino también nuestra propia vida: tan queridos llegaron a sernos (1 Tes. 2, 7-8).
Concluyo. La virgen María ha sido llamada Patrona de la Palabra. La razón la expone con acierto San Roberto Belarmino: Aquella que dotando al Verbo de carne mortal, lo había hecho visible y tangible, es la más apta para hacer visible a las gentes la palabra divina anunciada por los predicadores. Nosotros podemos traducir: por los catequistas. A ella, a la Madre de la Palabra hecha carne, los encomiendo de corazón.
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata
Antes de rezar la oración mariana del domingo 24 de Agosto de 2014, ante una plaza de San Pedro repleta, el santo padre Francisco dirigió las siguientes palabras. (Zenit.org)
«Queridos hermanos y hermanas, el evangelio de este domingo es la celebre parte central de la narración de san Mateo, cuando Simón en nombre de los doce, profesa su fe en Jesús como “el Cristo, el Hijo del Dios viviente”; y Jesús llama 'beato' a Simón por esta fe que tiene, reconociendo en ésta un don especial del Padre, y le dice: 'Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia'.
Detengámonos un momento justamente sobre este punto, sobre el hecho que Jesús atribuye a Simón este nuevo nombre: 'Pedro', que en el idioma de Jesús se dice 'Kefa', una palabra que significa 'roca'. En la biblia este término 'roca' se refiere a Dios. Jesús lo atribuye a Simón no por sus cualidades o méritos humanos, pero por su fe genuina y sólida que le viene desde lo alto.
Jesús siente en su corazón una gran alegría, porque reconoce en Simon la mano del Padre, la acción del Espíritu Santo. Reconoce que Dios Padre le dio a Simón una fe en la que se puede confiar, sobre la cual Jesús podrá construir su Iglesia, o sea su comunidad. Como en todos nosotros.
Jesús tiene en su ánimo dar vida a su Iglesia, un pueblo fundado no más sobre la descendencia, sino sobre la fe, o sea sobre la relación con Él mismo, una relación de amor y de confianza. Nuestra relación con Jesús construye la Iglesia.
Y por lo tanto para iniciar con su Iglesia Jesús tiene necesidad de encontrar en los discípulos una fe sólida, confiable. Es esto que Él debe verificar en este punto del camino.
El señor tiene en mente la imagen del construir, la imagen de la comunidad como un edificio. Por ello cuando escucha la profesión de fe simple de Simón, lo llama 'roca', y manifiesta la intención de construir su Iglesia sobre esta fe.
Hermanos y hermanas, lo que sucedió de manera única con san Pedro, sucede también con cada cristiano que madura una fe sincera en Jesús el Cristo, el Hijo del Dios viviente.
El evangelio de hoy interpela también a cada uno de nosotros: ¿Cómo va tu fe? Cada uno dé una respuesta en su corazón. ¿Cómo va tu fe, cómo es?
¿Qué encuentra el Señor encuentra en nuestro corazón?, un corazón firme como la roca o un corazón arenoso, o sea dubitativo, desconfiado, incrédulo. Nos hará bien durante el día de hoy pensar sobre esto.
Si el Señor encuentra en nuestro corazón una fe, no digo perfecta, pero sincera, genuina, entonces Él ve también en nosotros a piedras vivas con las cuales puede construir su comunidad. De esta comunidad, la piedra fundamental es Cristo, piedra angular y única. Por su parte Pedro es piedra, en cuanto fundamento visible de la unidad de la Iglesia. Pero cada bautizado está llamado a ofrecer a Jesús la propia fe, pobre pero sincera, de manera que Él pueda seguir a construir su Iglesia, hoy y en cada parte del mundo.
También en nuestros días la gente piensa que Jesús sea un gran profeta, un maestro de sabiduría, un modelo de justicia... Y también hoy Jesús le pregunta a sus discípulos, o sea todos nosotros: '¿Quienes dicen que yo sea?, ¿un profeta?, ¿un maestro de sabiduría?, ¿un modelo de Justicia?
¿Qué responderemos?, pensemos, pero sobretodo recemos a Dios Padre, para que nos dé la respuesta. Y por intercesión de la Virgen María pidamos que nos dé la gracia de responder con corazón sincero: Tú eres el Cristo, el Dios vivo. Esta es una confesión de fe, este es el Credo propiamente. Podemos repetirlo tres veces todos juntos: 'Tu eres el Cristo el hijo del Dios vivo' ». (Repite tres veces).
Ángelus...
«Queridos hermanos y hermanas, mi pensamiento va de manera particular a la amada tierra de Ucrania, que hoy celebra su fiesta nacional, a todos sus hijos e hijas, a sus deseos de paz y serenidad amenazados por una situación de tensión y de conflicto que no indica querer disminuir, generando tanto sufrimiento entre la población civil. Confiamos toda esta nación al Señor Jesús y a la Virgen, y rezamos unidos especialmente por las víctimas, sus familiares y por todos los que sufren.
Saludo cordialmente a todos los peregrinos romanos y a los que llegan desde diversos países, en particular a los fieles de Santiago de Compostela (España), los niños de Maipú (Chile), i los jóvenes de Chiry- Ourscamp (Francia) y a todos los que participan al encuentro internacional promovido por la diócesis de Palestrina.
Saludo con afecto a los nuevos seminaristas del Pontificio Colegio Norteamericano, que llegaron a Roma para realizar estudios teológicos.
Saludo a los 600 jóvenes de Bérgamo, que a pié junto a su obispo, llegaron a Roma desde Asís. Queridos jóvenes, vuelvan a casa con el deseo de dar testimonio a todos sobre la belleza de la fe cristiana. Saludo a los jóvenes de Verona, Montegrotto Terme y del Valle Liona, así como a los fieles de Giussano y Bassano del Grappa.
Y a todos les deseo “buona domenica” y “buon pranzo”».
Mensaje de monseñor Martín de Elizalde OSB, obispo de Nueve de Julio, pronunciado en el Encuentro Catequístico Diocesano -ENCADI- (Ameghino, 23 de agosto de 2014)
Iglesia, Familia, Comunidad, Comunión
Queridos sacerdotes, diáconos, seminaristas,
queridos catequistas, hermanos y hermanas:
Nos encontramos reunidos como todos los años, sacerdotes y diáconos, catequistas y ministros, educadores cristianos, para una nueva celebración diocesana de la catequesis. Y lo hacemos en Ameghino, comunidad dinámica y generosa, que albergó años atrás un ciclo del Seminario catequístico. Estoy seguro que los frutos de este encuentro darán sobrada satisfacción a quienes lo han preparado, desde la Junta diocesana y en la organización local.
He dicho celebración, porque se trata de un encuentro que, ante todo, quiere renovar el compromiso cristiano en este ámbito fundamental de la vida eclesial, que es la introducción en la fe de niños y adultos. Eso solo se puede realizar en un espíritu de profunda comunión con la gracia divina. Y la gracia llega a nosotros por el ministerio de la Iglesia, por los sacramentos, y se vive en la comunión de fe y de adoración, iluminada por la Palabra. A ello unimos la súplica comprometida e insistente a Dios, para que este servicio evangelizador, verdadero ministerio, pueda, siempre, expresar cuanto el Señor ha confiado a sus discípulos y logre integrar en la Iglesia a todos los que Él mismo convoca para formar parte de su pueblo y alcanzar la salvación.
El Sínodo de la Familia
Centramos nuestros trabajos sobre la familia, que es el argumento que tratarán los pastores de la Iglesia en el Sínodo de Obispos de este año, sesión extraordinaria, y el próximo, sesión ordinaria. Nos proponemos profundizar en la primera iniciación del cristiano, la que recibe en su hogar, por la enseñanza y el testimonio de sus padres en el clima familiar. Luego señalaremos, desde allí, algunas pautas útiles para que el acompañamiento de las familias prosiga junto al niño y al joven en su itinerario catequístico, y en cierto modo, lo conduzca hasta su incorporación, con madurez y compromiso, a la participación plena, sacramental y apostólica, en la vida de la Iglesia. Nuestro Encuentro de este año, retoma para la reflexión y el intercambio de los participantes, el tema propuesto por el papa Francisco para el Sínodo, con el propósito de motivar a los catequistas, pero también para llegar a los hogares cristianos como una visita de la gracia de Dios. Nos dirigimos con afecto a las familias que asumen con convicción y alegría su vocación de formadores para que sus hijos alcancen a vivir el Evangelio en la santidad y con la firme esperanza de la vida eterna.
La Nueva evangelización es el contexto dentro del cual se plantea la cuestión pastoral de la familia. No es solo por sus características sociológicas o para interpretar las estadísticas, que se ha propuesto este tema; hay una situación que se refiere inmediatamente a la fe y a la presentación de la misma, al accionar del cristiano, en consonancia con esta misma fe (la moral), y la catequesis tiene la misión de preparar a los fieles para poder recibir y confesar la doctrina que nos dejó Jesucristo. Es decir, que la preocupación de la Iglesia es evangelizar, y preparar a sus hijos para lo puedan hacer en todos los ámbitos, afianzando con raíces sólidas en los espíritus jóvenes aquello que deberá desarrollarse a lo largo de la vida. Y ello comienza en el ámbito familiar, y se afianza y trasmite desde la familia.
La familia cristiana trasmite la fe
El primer encuentro de cada uno de nosotros con la fe, en la inmensa mayoría de los casos, ha acontecido en el seno y por iniciativa de la propia familia. Son los padres quienes presentan a sus hijos a la Iglesia, para que reciban la vida divina en el Bautismo y sean incorporados como miembros vivos del Cuerpo de Cristo. Al hacerlo, los padres asumen un compromiso, que es un compromiso ante Dios y su propia conciencia, expresándolo frente a la comunidad eclesial. Se comprometen a educar a sus hijos en la fe, y esto significa iniciarlos en el conocimiento de Dios y de su Ley, en el amor de su Hijo y enviado Jesucristo y promover en ellos, por la oración y el testimonio, el deseo de seguirlo, tomando el ejemplo que nos trasmite el Evangelio, preparándose para vivir en la comunión del Espíritu Santo, es decir en la santidad y en la unidad de la Iglesia.
Porque este inicio se da en la familia, la familia resulta ser, en efecto, la primera catequista, ante todo con el clima espiritual que se vive, la práctica de los mandamientos cristianos y la manifestación de su fe en el ámbito interior y en la participación en la sociedad. Por eso, la catequesis atiende y asiste a las familias de quienes se están formando, para que puedan llevar adelante con mayor conciencia su misión y acompañen y alienten a sus hijos.
Comunidad eclesial e iglesia doméstica
La participación en la gracia divina se obtiene e inicia en la Iglesia, en ella se alimenta y ejercita. No es solamente estar en la Iglesia, sino que el cristiano es Iglesia. Por eso, la vivencia de la fe, comenzada en el hogar cristiano, se expresa y se desarrolla en el seno de la familia, iglesia doméstica. Esto significa que el ámbito íntimo de la familia reúne algunas de las características de la comunidad eclesial, simbolizadas en el templo, que es imagen de Cristo y es imagen del cristiano regenerado por Cristo. En la familia se ora, en la familia se aprende a vivir la fe, en la familia encontramos los ejemplos que nos ilustran sobre las actitudes y conductas propias del discípulo. Pero lo que produce el arraigo profundo y sólido de la fe recibida en el alma de los cristianos, especialmente de los niños, en su hogar, es la oración, que nos vincula con Dios y establece lazos fuertísimos entre los creyentes, al orar juntos. Es así que la oración da sentido y establece la orientación de toda la existencia; es la invocación a Dios para que bendiga y acompañe el camino de la pequeña comunidad familiar y es el ofrecimiento a Él, con la alabanza y el agradecimiento, de cuanto nos ha dado.
La familia así consagrada se funda en el sacramento del matrimonio, para volverse signo del amor de Dios, que se expresan los esposos recíprocamente y se derrama y hace manifiesto en la generación de la vida y en la proyección en la sociedad. En nuestro tiempo, con la crisis de la estabilidad matrimonial y un fuerte desapego por la formalización de los vínculos esponsales, un proyecto formativo en la fe no puede soslayar este problema, sino que debe, por el contrario, abordarlo con la mayor delicadeza y comprensión, y mostrando el sentido profundo del sacramento del matrimonio. Y en aquellos casos en que no sea posible celebrar el sacramento, habrá que acompañarlos discretamente, sugiriendo aquellos sentimientos y actitudes que más los acerquen a los valores cristianos, que son a la vez los más profundamente humanos. La presencia del amor recíproco, la colaboración con Dios en la trasmisión de la vida, la responsabilidad por contribuir a mejorar la sociedad, hacerla más justa y solidaria, y volcar todos estos aspectos tan importantes en la educación de los hijos, ofrece a los esposos una vivencia que los acerca a Dios, del cual son instrumento amante e inteligente, y será fuente de bendiciones abundantes.
Catequesis y fe
Cuando los padres presentan un hijo suyo a la catequesis están demostrando que tienen una vivencia de la fe. Tal vez no sea tan profunda y desarrollada, incluso puede estar acompañada por motivaciones sociales y culturales y no llegue a provocar en los padres un acompañamiento más adecuado de sus hijos en el proceso catequístico, como tampoco se preocuparon por sentar las bases de una vida cristiana. Pero existe un principio, por débil que sea, que el catequista debe reconocer y esforzarse por fortalecer. En cierto modo, es como una evangelización dirigida a los padres, ontológicamente anterior a la catequesis, en cierto sentido, pero que se presenta con motivo de esta, y que la debe acompañar. El itinerario de la incorporación de los hijos en la Iglesia no puede hacerse sin el concurso de los padres y es además una oportunidad para estos, que podría no volver a presentarse.
Abordar la acción catequística desde la fe es importante, para apreciar en su justa dimensión lo que significa la adhesión a la Iglesia y la participación en los sacramentos, y no quedar en una mera afiliación registral o un paso por ritos que pueden quedar en lo puramente exterior. La nueva evangelización requiere la audacia que tan bien expresaba san Juan Pablo II, recordándonos que debe ser nueva en su ardor, en sus métodos, en su contenido. Y volvemos siempre a ello: es el anuncio de la fe, confesada, orada, practicada, y la catequesis forma parte de ella. El resultado de la evangelización es vivir según las enseñanzas de Jesús, y la participación en la catequesis de niños y jóvenes es una ocasión para alcanzar a sus familias con el mensaje de Cristo, y llevarlas a que vivan su condición eclesial, como iglesia doméstica.
Oración y actitudes cristianas
Una de las expresiones de la eclesialidad de la familia es la práctica sincera y frecuente de la oración en el hogar. El catequista puede ayudar a las familias a rezar juntos, sugiriéndoles ocasiones y motivos, facilitándoles modos y fórmulas, con el protagonismo de todos los miembros. El sentido religioso, la adoración, la reverencia frente al misterio, aparecen en el niño a una edad muy temprana, generalmente antes de iniciar la catequesis sacramental formal; así perdemos muchas veces, si las familias no saben o no pueden descubrirlo y acompañarlo, el momento más adecuado para que ese despertar en el alma del niño se encamine hacia su meta propia, con los elementos y ayudas que necesita. Si a las familias en nuestras comunidades les pudiéramos trasmitir la importancia que tiene la oración, en sí misma, en primer lugar, como culto ofrecido a Dios, y su valor como causa y también resultado de la fe vivida, se fortalecería el crecimiento espiritual de los niños y ello repercutiría favorablemente en el clima de la familia toda. La práctica de la oración sostiene la actitud religiosa, forma para vivir en la presencia de Dios, alimenta la dimensión contemplativa, sostiene los esfuerzos de todos, con la confianza en el recurso a Dios y el recuerdo de la destinación sobrenatural de nuestras obras.
Retengamos esto, entonces: hay que invitar a las familias que recen, y formarlos para ello; por eso, los catequistas deben ser, primero, testigos de una vida comprometida con la oración.
Solicitud del catequista por llegar a las familias
La catequesis no se limita a ocuparse del niño y del joven, para la iniciación en los sacramentos, como tampoco la formación religiosa se ciñe a los contenidos impartidos en el aula. La condición de bautizado se expresa en el compromiso por la presencia y la acción. Y ello debe comenzar en el seno del hogar, desde los comienzos de la instrucción en la fe. Por eso mismo, el catequista debe estar capacitado para incorporar a los niños en la vida de la Iglesia, y no solo como recipiendarios pasivos. Son muchos las aspectos para tener en cuenta: la participación y la colaboración en la evangelización, la caridad, el sacrificio que hace posible la limosna, el incorporarse a los puestos donde el testimonio del Evangelio se hace patente y da fruto.
Señalemos las acciones más urgentes y significativas, que todo catequista, todo educador cristiano, deben realizar para trasmitir la fe:
Promover una participación en la liturgia que no sea exclusivamente exterior ni ocupada por acciones, muchas veces desprovistas de significado y de toda relación con el misterio que se celebra. La liturgia expresa en las palabras, los gestos y los cantos el mensaje de salvación; ella dirige a nosotros, los participantes, la palabra que viene de Dios con la seguridad de la promesa, nos hace vivir desde ya el encuentro y la presencia del misterio de Cristo. Es escuela de sensibilidad a esa presencia y nos conduce a expresar con gestos y palabras la respuesta a esa llamada, y así se convierte en diálogo. La importancia del silencio no necesita ser subrayada. Y tiene que haber una introducción del niño en el clima espiritual de la celebración, sin pretender llenarlo como si estuviera vacía, sin contenidos propios. El mejor ejemplo es el episodio de la Transfiguración, cuando los discípulos descubren quién es verdaderamente Jesús, con el testimonio de Moisés y Elías y la voz del Padre.
Complementar la trasmisión de conocimientos, afirmados en la celebración litúrgica y asumidos para fortalecer la fe profesada, con las acciones apostólicas, misioneras, caritativas, formativas, que se encuentran tan ligadas a la vida cristiana. Llevar a los grupos de catequesis a realizar acciones apostólicas y caritativas, a promover iniciativas de oración y de sacrificio para ayudar a los que sufren, ofrecer de lo propio, cuando aprendieron a abstenerse de gastar con egoísmo o con una actitud consumística, para entregarlo a la Iglesia y aplicarlo al servicio de la caridad, a las necesidades pastorales, a la evangelización, a la formación de seminaristas y de ministros.
Capacitarse para motivar a los niños y jóvenes y a sus familiares, para que se incorporen a estas actividades, atendiendo por supuesto al espíritu que debe animarlas.
Promover la presencia y colaboración de los padres en la catequesis misma, ya sea en los mismos encuentros, invitándolos a apoyar con su testimonio la introducción de sus hijos en la fe de la Iglesia, ya sea recurriendo a su ayuda para actividades complementarias, aunque no estén directamente vinculadas a la trasmisión catequística, por ejemplo, oración, caridad, misión, recreación.
Participar en la vida de la comunidad
Cuanto se ha expresado hasta aquí, que constituye el modo de realizar la catequesis, necesita obligadamente, pero no como imposición institucional sino en virtud de la misma naturaleza de la evangelización, un vínculo estrecho con la vida de la comunidad cristiana. La catequesis no es un área independiente ni aislada; al contrario, es para introducir en la Iglesia, por personas que se han formado para ello y han recibido un mandato de parte de los pastores. Cuando se trata de la catequesis sacramental de niños y jóvenes, el fin de este proceso no puede ser la participación material en un acto, cualquiera sea su grado de preparación. Al contrario, se requiere convicción, adhesión cordial, y sobre todo la fe confesada y afirmada en una conducta. La celebración comunitaria de los sacramentos de iniciación no es un expediente para aligerar la tarea de los sacerdotes; puede ser una ocasión excepcional para afianzar la comunión que vive esta familia congregada en el templo, en una auténtica fiesta de la fe.
El clima que reine en una celebración sacramental es el indicio infalible que nos permite saber si la catequesis ha tenido en cuenta y ha sabido preparar esta proyección eclesial, llevando a los niños y a sus familias al encuentro con Cristo, fuente de vida eterna, en la Iglesia. A partir de esta celebración, cima y fuente de la vida sobrenatural del cristiano, surgirá el compromiso de cada uno de los fieles, con su participación en la Iglesia.
La misión del catequista no concluye con una celebración de cierre, especie de acto de egresados -¿egresados de qué? Preguntémonos -. La perseverancia, que es un tema que tanto nos preocupa a todos, tenemos que relacionarla con la calidad de las celebraciones litúrgicas, primero, con la práctica de la oración - ¿el catequista enseña a orar? -, después, con la participación en las acciones evangelizadoras y caritativas, finalmente. Y un ciclo catequístico que termina sin una aproximación de los padres de estos niños, sin una propuesta dirigida a ellos que los invite y motive, será probablemente un ciclo más en el que hemos perdido una oportunidad preciosa para evangelizar.
***
En la misma línea quiero agregar un párrafo dirigido a los educadores cristianos, y en especial a los catequistas escolares y a los encargados de ofrecer la formación religiosa en nuestras escuelas católicas. En los últimos encuentros de la JUREC (Junta Regional de Educación Católica) hemos insistido frecuentemente, muy enfáticamente, también, en el deber insoslayable de la evangelización en el aula, de la trasmisión de los principios evangélicos para la vida en la sociedad, el progreso de la ciencia, el empleo justo de tantos adelantos científicos y tecnológicos. La llegada a los padres de los alumnos y a los docentes es una prioridad evangelizadora, y pensamos que pueden obtenerse muchos y valiosos frutos del encuentro de las familias con lo que reciben sus hijos en la escuela.
Por eso, sin querer exagerar las oposiciones, –de ninguna manera–, pero sí marcando prioridades, una escuela católica tiene que procurar que la trasmisión del saber se haga en el marco de la fe. De poco sirve una catequesis sacramental, en el ámbito de la escuela, si el niño y el joven no reciben los instrumentos adecuados para conducirse en la vida según la luz del Evangelio, con el compromiso de su inteligencia, alimentada desde la fuente de la verdad, y la aplicación que se realiza con una voluntad libre y un esfuerzo generoso. Si puedo hacer público un sentimiento que se ha ido fortaleciendo en mí en todos estos años es: a) que en los colegios católicos, aunque haya catequesis sacramental, no hay generalmente una iluminación por la fe del esfuerzo de la inteligencia; si ello es así ¿este colegio cumple su vocación?, y b) que en las comunidades donde existen escuelas parroquiales o congregacionales, la mayoría, casi sin excepción, de quienes reciben los sacramentos de la Eucaristía y de la Confirmación, proceden de esos colegios, y no de niños y jóvenes que frecuentan las escuelas de gestión estatal. Esto quiere decir que no se alcanza a llevar la invitación a la catequesis a los niños de las capillas e incluso del centro, o no se puede ayudarlos a perseverar. Permítanme que diga que en algunos casos locales, de los que se confirman, casi dos tercios son jóvenes de escuelas católicas o privadas con enseñanza catequística, y apenas un tercio de los jóvenes provienen del sector mayoritario de la población. Si esto lo proyectamos en la posibilidad de alcanzar a las familias de la comunidad, vemos que hay todavía un abismo por superar, que el número de alumnos de las escuelas confesionales, aunque siga creciendo, nunca podrá compensar. Como ustedes saben que como obispo me propuse administrar siempre que pudiera hacerlo el sacramento de la Confirmación, me parece que la observación que les trasmito está fundada en la realidad.
Pidamos a la Santísima Virgen María, y al Patrono de los catequistas, San Pío X, que intercedan ante Dios Nuestro Señor para que la misión evangelizadora confiada a la Iglesia de Jesucristo en nuestra familia diocesana de Nueve de Julio, se consolide con catequistas santos y comprometidos, alcance frutos abundantes para todos, especialmente los niños que nos han sido confiados y sus familias, y a todos ustedes, queridos hermanos catequistas, les retribuya su generosidad y disposición.
Mons. Martín de Elizalde, obispo de Nueve de Julio
Alocución de monseñor José María Arancedo, arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz (23 de agosto de 2014)
La Fe se apoya en el obrar de Dios
Las lecturas de este domingo nos ayudan a comprender el camino de la fe visto desde el obrar de Dios. Estamos hablando de un Dios que se acerca a nosotros, que se nos revela, que nos habla. La fe no es un salto al vacío sino un apoyarnos en el testimonio que Él mismo nos ido dejando, al revelarse por sus "palabras y acciones". Ella se apoya en la trasmisión de este testimonio con el que Dios se nos ha ido revelando, y que tuvo su momento cumbre y definitivo en la persona de Jesucristo. En esta certeza se basa la fe cristiana, así lo hemos recibido: "Después de haber hablado antiguamente a nuestros padres, nos dice la Biblia, por medio de los Profetas, en muchas ocasiones y diversas maneras, ahora, en este tiempo final, Dios nos habló por medio de su Hijo" (Heb. 1, 1).
Cuando el Concilio quiere explicar el motivo y el modo de este revelarse de Dios, lo dice de un modo simple: "Dispuso Dios en su bondad y sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen partícipes de la naturaleza divina" (DV. 2). Es el amor y su libertad la única fuente de este camino de Dios hacia nosotros, que se convierte en el fundamento de nuestra fe. En ella, Jesucristo, ocupa el lugar central, por ello nos dice la carta a los Hebreos: "Fijemos la mirada en el iniciador y consumador de nuestra fe, en Jesús" Heb. 12, 2). Este camino de Dios se realiza "mediante acciones y palabras", íntimamente ligadas entre sí y que se esclarecen mutuamente (cfr. DV. 2). Hay una pedagogía de Dios que debemos saber leer. El evangelio de este domingo nos habla de una de esas "palabras y acciones de Jesucristo", en el que se nos manifiesta, se revela "el misterio de su voluntad", objeto de nuestra fe.
Vemos un ejemplo de este manifestarnos su voluntad en la respuesta que le da a Pedro, luego que él le dijera: "Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo", y Jesús le dice: "Tu eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mt. 16, 16-18). Este es un ejemplo de esa pedagogía de Dios que nos va dejando en nuestra historia expresiones de su voluntad, como lugares de su presencia y de encuentro con él. La Iglesia no es una institución fundada por los hombres, sino expresión viva de esas "palabras y acciones de Jesucristo". Cuando perdemos de vista este origen de la Iglesia, la despojamos de su verdad más profunda, que es ser expresión de la voluntad de Dios manifestada en Jesucristo y animada por el Espíritu Santo. Por eso Ella es objeto de nuestra fe, como lo expresamos en el Credo: "Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica". ¿Qué nos da la fe? La fe en Dios que se nos ha manifestado en su Hijo nos da a la Iglesia, y es ella quién nos introduce en esa comunión de Vida con Jesucristo. Por ello decíamos que la fe no es un salto al vacío, sino un apoyarnos en ese camino de Dios en el que él nos ha ido mostrando "el misterio de su voluntad". La Iglesia se nos presenta en este camino de Dios, como un signo (sacramento) visible de su presencia.
Reciban de su obispo, junto a mi afecto y oraciones, mi bendición en el Señor.
Mons. José María Arancedo, arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz
Catholic Calendar
and Daily Meditation
Sunday, August 24, 2014
Twenty-first Sunday in Ordinary Time
Scripture for Sunday's Liturgy of the Word:
http://new.usccb.org/bible/readings/082414.cfm
Isaiah 22:19-23
Psalm 138:1-2, 2-3, 6, 8
Romans 11:33-36
Matthew 16:13-20
A reflection on today's Sacred Scriptures:
Our readings today are about keys. A key unlocks everything from bank vaults and jewelry boxes to buildings and car doors. Keys represent authority and power. When that power is abused, keys can be taken away by those in higher authority. Parents sometimes take away the keys to the car from a teenager who "messes up."
In today's first reading, God takes away the key from Shebna, the master of the palace of King Hezekiah, and gives that key to a worthier man, Eliakim. Shebna had torn down the houses of their power and used them to build a magnificent tomb for himself.
In the Gospel, Jesus gives the keys to the kingdom of heaven to Peter. We all know that, through the ages, the successors to Peter have not always used their power responsibly. Many bishops, too, have not used their authority as God intended them to do. Christ foresaw all of this when he first entrusted Peter with the keys. He knew that human weakness would sometimes frustrate His plans for the Church.
Through their baptism, all Christians have received a share in the power of the keys to heaven. With that power goes responsibility to witness to the Gospel. This includes loving those close to us, and those distant from us, to forgive those who offend us, and to protect and aid those in need, especially children.
We certainly don't want God to take those keys away from us and give them to those He feels are more worthy!
Msgr. Paul Whitmore | email: pwhitmore29( )yahoo.com
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Single or 4-volume print versions available. Complete information: http://divineoffice.org
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(c)2010 Reprints permitted, except for profit. Credit required.
Mensaje del cardenal Mario Aurelio Poli, arzobispo de Buenos Aires, con motivo del Día del Catequista (AICA)
Catequistas para una Iglesia en salida
Querido hermano, tú obras fielmente,
al ponerte al servicio de tus hermanos,
incluso de los que están de paso,
y ellos dieron testimonio
de tu amor delante de la Iglesia.
(3° Jn 5-6a)
Siempre es muy iluminador volver sobre el magisterio de Francisco, en especial cuando se dirige a los catequistas. Sus palabras pueden iluminar la espiritualidad y la identidad de quienes recibieron el ministerio de transmitir la fe a sus hermanos. En septiembre del año pasado se celebró en Roma un Congreso de catequistas y el Papa se dirigió a ellos diciéndoles: “El corazón del catequista vive siempre este movimiento de «sístole y diástole»: unión con Jesús y encuentro con el otro. Son las dos cosas: me uno a Jesús y salgo al encuentro con los otros. Si falta uno de estos dos movimientos, ya no late, no puede vivir. Recibe el don del kerigma, y a su vez lo ofrece como don. Esta palabrita: don. El catequista es consciente de haber recibido un don, el don de la fe, y lo da como don a los otros. Y esto es hermoso. ¡Y no se queda para sí su tanto por ciento! Todo lo que recibe lo da. No se trata de un negocio. No es un negocio. Es puro don: don recibido y don transmitido. Y el catequista se encuentra allí, en ese intercambio del don. La naturaleza misma del kerigma es así: es un don que genera la misión, que empuja siempre más allá de uno mismo. San Pablo decía: «El amor de Cristo nos apremia», pero este «nos apremia» también puede traducirse como «nos posee». Así es: el amor te atrae y te envía, te atrapa y te entrega a los demás. En esta tensión se mueve el corazón del cristiano, especialmente el corazón del catequista. Preguntémonos todos: ¿Late así mi corazón de catequista: unión con Jesús y encuentro con el otro? ¿Con este movimiento de “sístole y diástole”? ¿Se alimenta en la relación con Él, pero para llevarlo a los demás y no para quedárselo él? Les digo una cosa: no entiendo cómo un catequista puede permanecer firme sin este movimiento. No lo entiendo.”(1)
El Papa Francisco, quien nos ha dado testimonio de ser un buen catequista, nos invita a tomar conciencia del don recibido, apelando a la imagen del ritmo cardíaco para ilustrar los dos momentos que no pueden faltar en la vida de los servidores del kerigma: el contemplativo, porque se trata de un misterio al que hay acceder por la vía de la intimidad divina, la oración personal, y por otro lado, el compromiso misionero, que late en cada catequista, invitándonos siempre a dar generosamente lo que gratuitamente hemos recibido.
De tal modo que, los catequistas, contemplativos y misioneros, vienen a ser como los “pedagogos” que llevan a los catecúmenos al encuentro con el Resucitado, y su servicio, tan importante en el proceso de la trasmisión de la fe, está inmerso en un movimiento más amplio, que caracteriza a toda la evangelización, y que en este tiempo el Papa le puso el nombre de “una Iglesia en salida”.(2)
Sabemos que esa expresión tiene una dirección específica: las periferias geográficas, existenciales, sociales, culturales, etc. Al Papa le interesa que salgamos al encuentro de los hermanos que no conocen a Jesús y que también necesitan de la persuasiva pedagogía de la catequesis, siendo Él mismo el que los atrae.
Sabemos que a los catequistas les motivan los desafíos, porque cada grupo de niños y niñas, de jóvenes y adultos, traen sus experiencias de la fe, y a pesar de que vienen de ambientes donde no le dejan lugar al espíritu, buscan con sinceridad de corazón y se abren al camino de la fe y la piedad, tan solo porque el catequista le da confianza y lo alienta a buscar a Jesús, que siempre se deja encontrar. Por eso nos sorprende cuando al trasmitirles la más humilde de las verdades de la Iglesia, ellos abren sus corazones y se adhieren sinceramente por el testimonio y la palabra del catequista que los acompaña en el crecimiento de “las cosas” de Dios.
Yo bendigo a Dios por los miles de catequistas que hay en nuestra Arquidiócesis, los que han asumido su ministerio con alegría y no se guardan nada del don recibido. Por eso los felicito y los bendigo de corazón y les pido que se abran con docilidad al viento del Espíritu que nos lleva a una Iglesia en salida.
Cordialmente
Card. Mario Aurelio Poli, arzobispo de Buenos Aires
Notas
(1) Discurso del Santo Padre Francisco a los participantes en el Congreso Internacional sobre la catequesis, Sala Pablo VI Viernes 27 de septiembre de 2013.
(2) Evangelii Gaudium, 20-24.
XXI Domingo Ordinario por Mons. Enrique Díaz Diaz. SAN CRISTóBAL DE LAS CASAS, 21 de agosto de 2014 (Zenit.org)
Pregunta amorosa
Isaías 22, 19-23: “Pondré la llave de David sobre su hombro”
Salmo 137: “Señor, tu amor perdura eternamente”
Romanos 11, 33-36: “Todo proviene de Dios, todo ha sido hecho por Él y todo está orientado hacia Él”
San Mateo 16, 13-20: “Tú eres Pedro y yo te daré las llaves del Reino de los cielos
La pregunta nos llega por sorpresa a todos: “¿Quién dicen que soy yo?”. Y nos presentan al Cristo de Dalí, esa pintura de Jesús Crucificado, tomado en perspectiva y visto desde arriba, cuya cabeza, mirando hacia abajo, es el punto central. Cristo es representado de forma humana y sencilla. Tiene el pelo corto, muy distinto a las representaciones clásicas de Jesús con el pelo largo, y tiene una posición relajada. Cristo no está herido ni está clavado en la cruz; no hay llagas ni heridas ni mucho menos sangre. Parece que flota junto a la cruz. Esta es posiblemente, la obra más humana y humilde que se ha pintado sobre la Crucifixión de Cristo. “Mi principal preocupación era pintar a un Cristo bello como el mismo Dios que Él encarna”, diría el mismo Dalí. Eso es lo que significa para él y lo que quiere expresar a través de su obra. Pero para mí, ¿quién es Jesús? ¿Cómo se manifiesta en mis obras?
Jesús hace una encuesta, sin maquillajes, sin engaños, sin inducciones. Y los discípulos van soltando desparpajadamente las diferentes opiniones, sin darle mucha importancia. Actualmente se realizan también muchas encuestas y también se pide que digamos quién dice la gente que es Jesús. Al escuchar las respuestas encontramos que la mayoría de los cristianos habla de Cristo no como de alguien que lanza a la aventura y nos motiva, sino como de un vecino con el que hemos estado toda la vida, lo conocemos poco, pero hemos perdido el interés por conocerlo más de cerca. Como sucede con lugares excepcionales que llegan visitantes de lejanos lugares, pero los cercanos los ven con indiferencia, o los aprecian sólo por los beneficios que les pudieran reportar. Por ejemplo las cascadas de Agua Azul o el Santuario de la Mariposa Monarca, fueron apreciados por los propios lugareños sólo cuando se acumulaban las visitas. Y esta experiencia la repetimos en muchos lugares: los que tienen una riqueza son quienes menos la aprecian. Me parece que a los católicos con Jesús nos pasa igual. Estamos tan acostumbrados a tenerlo toda la vida que no le damos ninguna importancia y no nos dejamos impactar por Él, por su vida, por su pensamiento, por su ejemplo. No provoca conmoción en nosotros, no nos dejamos impactar.
La pregunta la coloca Mateo a mitad del camino de su vida pública. Jesús hace un alto para cuestionar a sus discípulos sobre el significado de su obra y su persona. Lanza la cuestión sobre lo que opina la gente. "Juan el Bautista” es la primera respuesta. Pero Juan, a pesar de ser un hombre valiente, coherente y honrado, no es el Mesías. “Elías, Jeremías o uno de los profetas”, son personajes que tuvieron una influencia decisiva para la historia del pueblo de Israel, pero que no son el Mesías. Jesús es el centro y el culmen y no es en comparaciones como descubriremos su persona sino encontrándonos con Él. No es lo que opinan los demás, ni nuestros padres, ni nuestros abuelos, sino la relación personal, íntima, de cada uno de nosotros. A Cristo se le compara, se le admira, se le ponen adjetivos, pero para saber quién es, se necesita tener una experiencia personal con Él.
Por eso Cristo hace una pregunta que no podemos evadir ni Pedro, ni los discípulos, ni cada uno de nosotros. No se puede afirmar que Cristo es un profeta que habla en nombre de Dios, y quedarse tan tranquilos, porque Cristo es el Profeta, la Palabra de Dios hecha carne, que se mete en nuestra vida, que la transforma y la cambia, que nos hace ver el mundo de forma diferente. Pero si no escuchamos la Palabra, hablaremos de ideologías y no de vivencias. Pedro afirma que Cristo es el Mesías, pero tiene que adentrarse en todo lo que significa ser “mesías” al estilo de Jesús: no viene a destruir, sino a dar vida; no viene a ser servido, sino a servir; no viene a poner en el pedestal a Israel, sino a construir la fraternidad de todos los pueblos, y esto lo hace por el camino de la pequeñez, de la entrega, de la muerte y la resurrección.
Del corazón y del Espíritu brota la preciosa confesión de Pedro: “Tú eres el Hijo de Dios vivo”. Sin embargo no se imagina todo lo que esta frase encierra; lo harán después en su reflexión, las comunidades cristianas. Es Dios que, tomando carne, asume nuestra condición y comparte nuestro destino. Siendo Dios se hace uno de los nuestros para darnos vida y salvación. Él comparte nuestra vida pero quiere hacernos compartir su vida en un maravilloso intercambio. Pero si nosotros cerramos nuestro corazón, si no nos abrimos a toda la riqueza de este intercambio, nos quedaremos vacíos, a pesar de estar tan cerca de Él. Por eso hoy resuena para cada uno de nosotros la pregunta, al mismo tiempo amorosa y exigente, de Jesús: “y para ti ¿quién soy Yo?”. Es la pregunta del enamorado queriendo mirar el corazón de la persona amada, es un reclamo de amor. ¿Qué le respondemos al Señor? ¿Cómo es nuestra relación personal con Él? ¿Tenemos diálogo con Él, le damos tiempo, lo tomamos en serio?
La confesión de Pedro es paradigma de la confesión de todo creyente. Es la respuesta comprometedora de quien está dispuesto a seguir al Mesías. Es la verdad que poco a poco penetra en el corazón, transforma nuestros intereses, cambia nuestras actitudes y nos asemeja más a Jesús. Duro camino el de transformar nuestras pobres y miserables miras en los ideales generosos, liberadores y serviciales de Jesús. A nosotros también nos dice que somos piedras y que sobre estas piedras, toscas y deformes, quiere construir su Iglesia. No tengamos miedo. Quien deja entrar a Cristo en su corazón no pierde nada de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera… ¡No tengamos miedo de Cristo! Él no quita nada y lo da todo. Quien se da a Él, recibe el ciento por uno. Coloquémonos delante de Jesús, contemplémoslo y dejémonos contemplar. Sintámonos amados y después respondamos sinceramente su pregunta: “y tú, ¿quién dices que soy Yo?”
Jesús, Palabra amorosa del Padre, que vienes a sembrarte en nuestros corazones, concédenos experimentar de tal forma tu presencia que transforme toda nuestra vida. Amén.
Reflexión de monseñor Rubén Oscar Frassia, obispo de Avellaneda-Lanús, en el programa radial Compartiendo el Evangelio (Domingo 17 de agosto de 2014, vigésimo del tiempo ordinario) (AICA)
“Mujer ¡qué grande es tu fe!”
Jesús partió de allí y se retiró al país de Tiro y de Sidón. Entonces una mujer cananea, que procedía de esa región, comenzó a gritar: "¡Señor, Hijo de David, ten piedad de mí! Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio". Pero él no le respondió nada. Sus discípulos se acercaron y le pidieron: "Señor, atiéndela, porque nos persigue con sus gritos". Jesús respondió: "Yo he sido enviado solamente a las ovejas perdidas del pueblo de Israel". Pero la mujer fue a postrarse ante él y le dijo: "¡Señor, socórreme!". Jesús le dijo: "No está bien tomar el pan de los hijos, para tirárselo a los cachorros". Ella respondió: "¡Y sin embargo, Señor, los cachorros comen las migas que caen de la mesa de sus dueños!". Entonces Jesús le dijo: "Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!". Y en ese momento su hija quedó curada. (Mt. 15, 21-28)
Por el Antiguo Testamento y toda la historia, sabemos que Israel era un pueblo y junto a él había otros pueblos, pero Israel fue elegido por Dios y no otro pueblo. A tal punto fue que su Hijo se encarna en el seno virginal de María, siendo una mujer judía y por ende Jesús judío. Nace en un lugar, con una cultura propia, con un modo propio de ser, con todas las características de ese lugar.
Es importante destacar que el privilegio de esa elección no puede cerrarse; esa elección tiene que universalizarse. Por eso el mensaje de Cristo es concreto y universal: da unidad no uniformidad, porque Dios viene para todos. ¿Qué es lo distintivo? La fe. Ella es la carta de ciudadanía de cada persona que se adhiere al Mesías, a Cristo, el Hijo de Dios y María.
La fe da pertenencia, vinculación, identidad, pero tiene que organizarse y al hacerlo reconoce la primacía de las cosas: siempre lo primero y principal es Dios, es Jesucristo. Esa fe nos organiza, nos ordena toda la realidad de nuestra vida pero, fundamentalmente, la fe está por encima de toda cultura, de toda tradición, de toda raza, de todo color de piel, de toda diferencia de clases sociales.
Porque somos iguales podemos ser diferentes y podemos ser diferentes porque somos iguales. Pero nuestra igualdad está en el ser humano, la naturaleza creada, en la persona y para el creyente en Jesucristo, el cristiano. Esa es la unidad que nos ayuda a relacionarnos y vincularnos con todo lo demás.
En este Evangelio, el diálogo con la mujer cananea -que era extranjera- demuestra fe. Hay mucha gente de adentro, podemos ser nosotros mismos, que seguimos costumbres pero a veces no tenemos la vivencia fuerte de la fe. Seguimos cosas, hacemos cosas. El diálogo de Jesús con esta mujer es muy fuerte y ella, en lugar de enojarse, murmurar o rebelarse, sigue manteniendo viva la confianza en el Señor. Por eso Jesús la alaba y le dice “mujer qué grande es tu fe”.
Pidamos a Jesús tener confianza, sabiendo que el Señor cura, sana, perdona, cambia, envía y da sentido. Que tengamos esa similitud y confianza como esta mujer extranjera que creyó y perseveró en su confianza
Les dejo mi bendición: en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén
Mons. Rubén Oscar Frassia, obispo de Avellaneda-Lanús
Comentario a la liturgia dominical por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor y director espiritual en el seminario diocesano Maria Mater Ecclesiae de são Paulo (Brasil). (Zenit.org)
Domingo XXI. Ciclo A
Textos: Is 22, 19-23; Rm 11, 33-36; Mt 16, 13-20
Idea principal: la misión de Pedro en la Iglesia por voluntad de Cristo es presidir en la caridad.
Resumen del mensaje: A Pedro lo ha puesto el mismo Señor al frente de la Iglesia. Como respuesta a un acto de fe por parte de Pedro, Jesús le alaba y le anuncia la misión que ha pensado para él en la primera comunidad: presidir en la caridad. Y lo hace con tres imágenes: la piedra, las llaves, y el acto de atar y desatar.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, Pedro será la piedra sobre la que Jesús quiere edificar su Iglesia. Para eso, Cristo le cambia de nombre: de Simón a Kefas, o sea, Piedra en arameo, que traducimos Pedro en griego, y que en el Nuevo Testamento resuena 163 veces. Sólo Jesús y este apóstol en el Nuevo Testamento reciben un tal apelativo: piedra. ¿Pedro la roca sobre la que estamos fundados, cuando sabemos que negó a Cristo? No. La Roca es Cristo. Pero Pedro, precisamente por la profesión de fe que ha sabido formular con tanta decisión, es el signo visible de ese fundamento sólido que es Cristo. El sentido está claro: Pedro tiene en la historia la misión de hacer visible la función de fundamento, de unidad, de estabilidad de Cristo respecto a su Iglesia. Los creyentes en Cristo no estarán dispersos o aislados, sino que se encontrarán juntos en torno a la piedra de Pedro, que en el nombre de Cristo reúne la Iglesia de Dios. No es una autoridad de privilegio, sino de servicio en el amor. Veintiún siglos esta Iglesia ha sido azotada por vientos, tempestades y olas inmensas: persecuciones, herejías, cismas, etc. Pero sigue firme, porque esta Iglesia es guiada por el Espíritu Santo y tiene como piedra angular a Cristo, el Hijo de Dios vivo.
En segundo lugar, además le dará las llaves de esa comunidad que Cristo quiere fundar. La llave de una casa, de un cofre precioso o de la lectura de un texto, es señal de una autoridad en sede jurídica, administrativa o cultural. Las llaves son necesarias para mantener cerradas o abrir en el momento oportuno las puertas de una casa. Pedro de ahora en adelante será aquel que dispensará los tesoros de la salvación; será el canal a través del cual la palabra de Cristo será comunicada e interpretada; será el camino a través del cual los dones del amor de Dios serán continuamente y visiblemente infundidos en la comunidad cristiana. Veintiún siglos algunos han pretendido sacar una copia de estas llaves que Cristo concedió a Pedro en las cerrajerías ideológicas del mundo, pero a la hora de querer introducir la llave, no entraba en el cerrojo de esta Iglesia una, santa, católica y apostólica.
Finalmente, y a Pedro le concede la potestad de atar y desatar, que en el judaísmo indicaba el acto legal de la prohibición y del permiso. Es la definición de Pedro como guía en la moral y sobre todo en el perdón de los pecados. Es una misión de la que participan todos los apóstoles. Misión también de consolar, de amonestar, de exhortar, de guiar al pueblo de Dios. Veintiún siglos algunos se han querido arrogar esta potestad, proclamando que tienen línea directa con Dios; otros, de corte liberal y libertino, se creen con permiso de hacer lo que desean y quieren, sin necesidad de permisos ni prohibiciones. Y así les ha ido: pasarán en las páginas de la historia de la Iglesia como herejes, cismáticos y renegados.
Para reflexionar: ¿Somos conscientes de lo que decimos en la oración eucarística de cada misa cuando pedimos a Dios que confirme en la fe y en la caridad al Papa y a los obispos, en comunión con él? ¿Nos cuesta aceptar el ministerio del Papa, sucesor de Pedro? ¿Tenemos ojos de fe para ver que su encargo es asegurar el servicio de la fe, de la caridad, de la unidad, de la misión? ¿Creemos firmemente que la Iglesia es apostólica, es decir, cimentada sobre Pedro y los demás apóstoles?
Cualquier sugerencia o duda pueden comunicarse con el padre Antonio a este email: [email protected]
DOMINGO 21º DEL TIEMPO ORDINARIO A
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
La primera lectura de hoy es una profecía de Isaías, en la que se anuncia un cambio en el gobierno del palacio real, significado en unos símbolos externos, entre ellos, la entrega de unas llaves: “Colgaré de su hombro la llave del palacio de David: lo que él abra, nadie lo cerrará; lo que él cierre, nadie lo abrirá".
SALMO
La Iglesia se contempla y proclama en el salmo, como obra de las manos de Dios. Nosotros, conscientes de la fragilidad de todo lo humano, pedimos al Señor su misericordia y su ayuda continua.
SEGUNDA LECTURA
La segunda lectura nos presenta un himno de S. Pablo a los designios de Dios, siempre misteriosos y desconcertantes. Escuchemos.
TERCERA LECTURA
Jesús dice a Pedro, después de su confesión de fe, que le dará la responsabilidad suprema de la Iglesia. Aclamémoslo ahora con el canto del aleluya.
COMUNIÓN
En la Comunión recibimos a Jesucristo, proclamado hoy por Pedro como el Mesías, el Hijo de Dios vivo.
Que Él nos ayude a reconocerle siempre así, en la unidad de la Iglesia, presidida por el Sucesor de Pedro.
Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio del domingo veintiuno del Tiempo Ordinario - A
QUÉ DECIMOS NOSOTROS
También hoy nos dirige Jesús a los cristianos la misma pregunta que hizo un día a sus discípulos: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. No nos pregunta solo para que nos pronunciemos sobre su identidad misteriosa, sino también para que revisemos nuestra relación con él. ¿Qué le podemos responder desde nuestras comunidades?
¿Conocemos cada vez mejor a Jesús, o lo tenemos “encerrado en nuestros viejos esquemas aburridos” de siempre? ¿Somos comunidades vivas, interesadas en poner a Jesús en el centro de nuestra vida y de nuestras actividades, o vivimos estancados en la rutina y la mediocridad?
¿Amamos a Jesús con pasión o se ha convertido para nosotros en un personaje gastado al que seguimos invocando mientras en nuestro corazón va creciendo la indiferencia y el olvido? Quienes se acercan a nuestras comunidades, ¿pueden sentir la fuerza y el atractivo que tiene para nosotros?
¿Nos sentimos discípulos y discípulas de Jesús? ¿Estamos aprendiendo a vivir con su estilo de vida en medio de la sociedad actual, o nos dejamos arrastrar por cualquier reclamo más apetecible para nuestros intereses? ¿Nos da igual vivir de cualquier manera, o hemos hecho de nuestra comunidad una escuela para aprender a vivir como Jesús?
¿Estamos aprendiendo a mirar la vida como la miraba Jesús? ¿Miramos desde nuestras comunidades a los necesitados y excluidos con compasión y responsabilidad, o nos encerramos en nuestras celebraciones, indiferentes al sufrimiento de los más desvalidos y olvidados: los que fueron siempre los predilectos de Jesús?
¿Seguimos a Jesús colaborando con él en el proyecto humanizador del Padre, o seguimos pensando que lo más importante del cristianismo es preocuparnos exclusivamente de nuestra salvación? ¿Estamos convencidos de que el modo de seguir a Jesús es vivir cada día haciendo la vida más humana y más dichosa para todos?
¿Vivimos el domingo cristiano celebrando la resurrección de Jesús, u organizamos nuestro fin de semana vacío de todo sentido cristiano? ¿Hemos aprendido a encontrar a Jesús en el silencio del corazón, o sentimos que nuestra fe se va apagando ahogada por el ruido y el vacío que hay dentro de nosotros?
¿Creemos en Jesús resucitado que camina con nosotros lleno de vida? ¿Vivimos acogiendo en nuestras comunidades la paz que nos dejó en herencia a sus seguidores? ¿Creemos que Jesús nos ama con un amor que nunca acabará? ¿Creemos en su fuerza renovadora? ¿Sabemos ser testigos del misterio de esperanza que llevamos dentro de nosotros?
José Antonio Pagola
Red Evangelizadora NUEVAS NOTICIAS
Domingo 21 Tiempo Ordinario A
24 de Agosto de 2014
Francisco recuerda el miércoles 20 de Agosto de 2014 en la audiencia general su viaje a Corea e invita a rezar por los hijos de esas tierras, para que puedan cumplir un camino de fraternidad y reconciliación (Zenit.org)
Queridos hermanos y hermanas,
en los días pasados he realizado un viaje apostólico a Corea y hoy, junto a vosotros, doy gracias al Señor por este gran don. He podido visitar una Iglesia joven y dinámica, fundada en el testimonio de los mártires y animada por el espíritu misionero, en un país donde se encuentran antiguas culturas asiáticas y la perenne novedad del Evangelio, se encuentran a las dos.
Deseo nuevamente expresar mi gratitud a los queridos hermanos obispos de Corea, a la señora presidenta de la República, a las otras autoridades y a todos aquellos que han colaborado con mi visita. El significado de este viaje apostólico se puede condensar en tres palabras: memoria, esperanza, testimonio.
La República de Corea es un país que ha tenido un notable y rápido desarrollo económico. Sus habitantes son grandes trabajadores, disciplinados, ordenados, y deben mantener la fuerza hereditaria de sus antepasados.
En esta situación, la Iglesia es custodia de la memoria y de la esperanza: es una familia espiritual en la que los adultos transmiten a los jóvenes la antorcha de la fe recibida por los ancianos; la memoria de los testigos del pasado se convierte en nuevo testimonio en el presente y esperaza de futuro. En esta perspectiva se pueden leer los dos eventos principales de este viaje: la beatificación de 124 mártires coreanos, que se añaden a los que ya canonizó hace 30 años san Juan Pablo II; y el encuentro con los jóvenes, en ocasión de la Sexta Jornada Asiática de la Juventud.
El joven es siempre una persona buscando algo por lo que valga la pena vivir, y el mártir da testimonio de algo. Es más, de Alguno por el que vale la pena dar la vida. Esta realidad es el amor, es Dios que ha tomado carne en Jesús, el Testigo del Padre. En los dos momentos del viaje dedicados a los jóvenes, el Espíritu del Señor Resucitado nos ha llenado de alegría y de esperanza, ¡que los jóvenes llevarán en sus diferentes países y que harán tanto bien!
La Iglesia en Corea custodia también la memoria del rol primario que tuvieron los laicos ya sean en los albores de la fe, como en la obra de evangelización. En esta tierra, de hecho, la comunidad cristiana no ha sido fundada por misioneros, sino de un grupo de jóvenes coreanos de la segunda mitad del 1700, quienes quedaron fascinados por algunos textos cristianos, los estudiaron a fondo y lo eligieron como regla de vida. Uno de ellos fue enviado a Pekín para recibir el Bautismo y después, este laico, bautizó a su vez a sus compañeros. De ese primer núcleo se desarrolló una gran comunidad, que desde el inicio y durante casi un siglo sufrió violentas persecuciones, con miles de mártires. Por tanto, la Iglesia en Corea está fundada en la fe, en el compromiso misionero y el martirio de los fieles laicos.
Los primeros cristianos coreanos tomaron como modelo a la comunidad apostólica de Jerusalén, practicando el amor fraterno que supera cualquier diferencia social. Por eso he animado a los cristianos de hoy a que sean generosos en el compartir con los más pobres y los excluidos, según el Evangelio de Mateo en el capítulo 25: "Todo lo que habéis hecho a uno de estos mis hermanos pequeños, me lo habéis hecho a mí".
Queridos hermanos, en la historia de la fe que se desarrolla en Corea se ve como Cristo no anula las culturas, Cristo no anula las culturas, no suprime el camino de los pueblos que atraviesan los siglos y los milenios buscando la verdad y practican el amor por Dios al prójimo. Cristo no elimina lo que es bueno, sino que lo lleva adelante, a cumplimiento.
Lo que sin embargo combate Cristo y derrota es al maligno, que siembra cizaña entre hombre y hombre, entre pueblo y pueblo; que genera exclusión a causa de la idolatría del dinero; que siembra el veneno de la nada en los corazones de los jóvenes. Esto sí, Jesucristo lo ha combatido y lo ha vencido con su sacrificio de amor. Y si permanecemos en Él, en su amor, también nosotros, como mártires, podemos vivir y dar testimonio de su victoria. Con esta fe hemos rezado, y también ahora rezamos para que todos los hijos de la tierra coreana, que sufren las consecuencias de guerras y divisiones, puedan cumplir un camino de fraternidad y reconciliación.
Este viaje ha sido iluminado por la fiesta de la Asunción de María. Desde lo alto, donde reina con Cristo, la Madre de la Iglesia acompaña el camino del pueblo de Dios, sostiene en los momentos de mayor cansancio, conforta a cuantos están en la prueba y tiene abierto el horizonte de la esperanza. Por su materna intercesión, el Señor bendiga siempre al pueblo coreano, les done paz y prosperidad; y bendiga la Iglesia que vive en esa tierra, para que sea siempre fecunda y llena de la alegría del Evangelio.
Gracias.
Traducido por Rocío Lancho García
Homilía monseñor Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas, para el domingo XX durante el año (17 de agosto 2014) (AICA)
Primerear en el amor y servicio
Si bien en el texto del Evangelio de este domingo (Mt. 15, 21-28), el Señor plantea la elección preferencial de Israel, también deja en claro la apertura de salvación a los paganos, como es el caso de la mujer cananea que se acerca a Jesús para implorar con fe: “Entonces Jesús le dijo: ¡Mujer, que grande es tu fe! Que te suceda lo que pides (Mt 15, 28). Esta actitud de apertura a los paganos (o sea, a los que no eran el Pueblo elegido de Israel), ya se manifiesta incluso en el Antiguo Testamento. El profeta Isaías en la primera lectura de este domingo nos dice: “Así dice el Señor…y a los extranjeros que deciden unirse al Señor, que se entreguen a su amor y a su servicio…los llevare al monte santo y hare que se alegren en mi casa de oración” (Is. 56, 6-7).
Los textos bíblicos de este domingo nos ayudan a profundizar en un momento eclesial que puede ser muy fecundo para nuestro tiempo, en relación a la dimensión misionera. El Espíritu Santo nos anima sobre todo con el aporte del acontecimiento y documento de Aparecida y en nuestra Diócesis con la gracia de integrar rápidamente dicho documento en nuestro primer Sínodo Diocesano que nos dio como fruto las “Orientaciones Pastorales”. La providencia ha obrado en la persona de nuestro Papa Francisco para impulsarnos decididamente en la misión.
Durante estos años nos hemos propuesto acentuar la conversión, comunión y misión. Ser una Iglesia abierta, atenta a los problemas y desafíos de este inicio de siglo, desde un seguimiento más profundo como discípulos de Jesucristo, el Señor. Este es un gran don. En este tiempo buscaremos asumir y concretar dichas orientaciones pastorales, sabiendo que no faltaran cruces y sufrimientos, para cumplir el mandato de la evangelización.
Quizás una de las mayores dificultades en la acción evangelizadora sea una rutina sin conversión y Pascua, que lleva a una falta de fervor expresada en la fatiga y desilusión de los discípulos, en el acomodamiento al ambiente y en el desinterés, sobre todo en la falta de alegría y esperanza. Sobre esto el Papa francisco nos dice en Evangelii Gaudium que el evangelizar llena de gozo el corazón del discípulo:
“La Iglesia en salida es la comunidad de discípulos misioneros que primerean, que se involucran, que acompañan, que fructifican y festejan. «Primerear»: sepan disculpar este neologismo. La comunidad evangelizadora experimenta que el Señor tomó la iniciativa, la ha primereado en el amor (cf. 1 Jn 4,10); y, por eso, ella sabe adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos. Vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva. ¡Atrevámonos un poco más a primerear! Como consecuencia, la Iglesia sabe «involucrarse». Jesús lavó los pies a sus discípulos. El Señor se involucra e involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante los demás para lavarlos. Pero luego dice a los discípulos: «Seréis felices si hacéis esto» (Jn 13,17). La comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo. Los evangelizadores tienen así «olor a oveja» y éstas escuchan su voz. Luego, la comunidad evangelizadora se dispone a «acompañar». Acompaña a la humanidad en todos sus procesos, por más duros y prolongados que sean. Sabe de esperas largas y de aguante apostólico. La evangelización tiene mucho de paciencia, y evita maltratar límites. Fiel al don del Señor, también sabe «fructificar». La comunidad evangelizadora siempre está atenta a los frutos, porque el Señor la quiere fecunda. Cuida el trigo y no pierde la paz por la cizaña. El sembrador, cuando ve despuntar la cizaña en medio del trigo, no tiene reacciones quejosas ni alarmistas. Encuentra la manera de que la Palabra se encarne en una situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia sean imperfectos o inacabados. El discípulo sabe dar la vida entera y jugarla hasta el martirio como testimonio de Jesucristo, pero su sueño no es llenarse de enemigos, sino que la Palabra sea acogida y manifieste su potencia liberadora y renovadora. Por último, la comunidad evangelizadora gozosa siempre sabe «festejar». Celebra y festeja cada pequeña victoria, cada paso adelante en la evangelización. La evangelización gozosa se vuelve belleza en la liturgia en medio de la exigencia diaria de extender el bien. La Iglesia evangeliza y se evangeliza a sí misma con la belleza de la liturgia, la cual también es celebración de la actividad evangelizadora y fuente de un renovado impulso donativo.
En este domingo como esta mujer cananea que nos presenta el Evangelio queremos acercarnos a Jesús con humildad y con fe pedir ser sus testigos y primerear en el amor y servicio.
Les envío un saludo cercano y hasta el próximo domingo
Mons. Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas
Homilía del Papa en la misa por la reconciliación. Texto completo .SEúL, 18 de agosto de 2014 (Zenit.org)
- Queridos hermanos y hermanas:
Mi estadía en Corea llega a su fin y no puedo dejar de dar gracias a Dios por las abundantes bendiciones que ha concedido a este querido país y, de manera especial, a la Iglesia en Corea. Entre estas bendiciones, cuento también la experiencia vivida junto a ustedes estos últimos días, con la participación de tantos jóvenes peregrinos, provenientes de toda Asia. Su amor por Jesús y su entusiasmo por la propagación del Reino son un modelo que todos debermos seguir.
Mi visita culmina con esta celebración de la Misa, en la que imploramos a Dios la gracia de la paz y de la reconciliación. Esta oración tiene una resonancia especial en la península coreana. La Misa de hoy es sobre todo y principalmente una oración por la reconciliación en esta familia coreana. En el Evangelio, Jesús nos habla de la fuerza de nuestra oración cuando dos o tres nos reunimos en su nombre para pedir algo (cf. Mt 18,19-20). ¡Cuánto más si es todo un pueblo el que alza su sincera súplica al cielo!
La primera lectura presenta la promesa divina de restaurar la unidad y la prosperidad de su pueblo, disperso por la desgracia y la división. Para nosotros, como para el pueblo de Israel, esta promesa nos llena de esperanza: apunta a un futuro que Dios está preparando ya para nosotros. Por otra parte, esta promesa va inseparablemente unida a un mandamiento: el mandamiento de volver a Dios y obedecer de todo corazón a su ley (cf. Dt 30,2-3). El don divino de la reconciliación, de la unidad y de la paz está íntimamente relacionado con la gracia de la conversión, una transformación del corazón que puede cambiar el curso de nuestra vida y de nuestra historia, como personas y como pueblo.
Naturalmente, en esta Misa escuchamos esta promesa en el contexto de la experiencia histórica del pueblo coreano, una experiencia de división y de conflicto, que dura más de sesenta años. Pero la urgente invitación de Dios a la conversión pide también a los seguidores de Cristo en Corea que revisen cómo es su contribución a la construcción de una sociedad justa y humana.
Le pide a todos ustedes que se pregunten hasta qué punto, individual y comunitariamente, dan testimonio de un compromiso evangélico en favor de los más desfavorecidos, los marginados, de cuantos carecen de trabajo o no participan de la prosperidad de la mayoría. Les pide, como cristianos y como coreanos, rechazar con firmeza una mentalidad fundada en la sospecha, en la confrontación y la rivalidad, y promover, en cambio, una cultura modelada por las enseñanzas del Evangelio y los más nobles valores tradicionales del pueblo coreano.
En el Evangelio de hoy, Pedro pregunta al Señor: «Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?». Y el Señor le responde: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18,21-22). Estas palabras son centrales en el mensaje de reconciliación y de paz de Jesús. Obedientes a su mandamiento, pedimos cada día a nuestro Padre del cielo que nos perdone nuestros pecados «como también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden». Si no estuviésemos dispuestos a hacerlo, ¿cómo podríamos rezar sinceramente por la paz y la reconciliación?
Jesús nos pide que creamos que el perdón es la puerta que conduce a la reconciliación. Diciéndonos que perdonemos a nuestros hermanos sin reservas, nos pide algo totalmente radical, pero también nos da la gracia para hacerlo. Lo que desde un punto de vista humano parece imposible, irrealizable y quizás, hasta inaceptable, Jesús lo hace posible y fructífero mediante la fuerza infinita de su cruz. La cruz de Cristo revela el poder de Dios que supera toda división, sana cualquier herida y restablece los lazos originarios del amor fraterno.
Éste es el mensaje que les dejo como conclusión de mi visita a Corea. Tengan confianza en la fuerza de la cruz de Cristo. Reciban su gracia reconciliadora en sus corazones y compártanla con los demás. Les pido que den un testimonio convincente del mensaje reconciliador de Cristo, en sus casas, en sus comunidades y en todos los ámbitos de la vida nacional. Espero que en espíritu de amistad y colaboración con otros cristianos, con los seguidores de otras religiones y con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, que se preocupan por el futuro de la sociedad coreana, sean levadura del Reino de Dios en esta tierra. De este modo, nuestras oraciones por la paz y la reconciliación llegarán a Dios desde más puros corazones y, por un don de su gracia, alcanzarán aquel precioso bien que todos deseamos.
Recemos para que surjan nuevas oportunidades de diálogo, de encuentro, para que se superen las diferencias, para que, con generosidad constante, se preste asistencia humanitaria a cuantos pasan necesidad, y para que se extienda cada vez más la convicción de que todos los coreanos son hermanos y hermanas, miembros de una única familia, de un solo pueblo. Hablan el mismo idioma.
Antes de dejar Corea, quisiera dar las gracias a la señora presidenta de la República, Park Geun-hye, a las autoridades civiles y eclesiásticas y a todos los que de una u otra forma han contribuido a hacer posible esta visita. Especialmente, quisiera expresar mi reconocimiento a los sacerdotes coreanos, que trabajan cada día al servicio del Evangelio y de la edificación del Pueblo de Dios en la fe, la esperanza y la caridad. Les pido, como embajadores de Cristo y ministros de su amor de reconciliación (cf. 2 Co 5,18-20), que sigan creando vínculos de respeto, confianza y armoniosa colaboración en sus parroquias, entre ustedes y con sus obispos. Su ejemplo de amor incondicional al Señor, su fidelidad y dedicación al ministerio, así como su compromiso de caridad en favor de cuantos pasan necesidad, contribuyen enormemente a la obra de la reconciliación y de la paz en este país.
Queridos hermanos y hermanas, Dios nos llama a volver a él y a escuchar su voz, y nos promete establecer sobre la tierra una paz y una prosperidad incluso mayor de la que conocieron nuestros antepasados. Que los seguidores de Cristo en Corea preparen el alba de ese nuevo día, en el que esta tierra de la mañana tranquila disfrutará de las más ricas bendiciones divinas de armonía y de paz. Amén.
Homilía del Papa en la misa con los jóvenes de la JJ asiática. SEúL, 17 de agosto de 2014 (Zenit.org)
"Queridos amigos:
«La gloria de los mártires brilla sobre ti». Estas palabras, que forman parte del lema de la VI Jornada de la Juventud Asiática, nos dan consuelo y fortaleza. Jóvenes de Asia, ustedes son los herederos de un gran testimonio, de una preciosa confesión de fe en Cristo. Él es la luz del mundo, la luz de nuestras vidas. Los mártires de Corea, y tantos otros incontables mártires de toda Asia, entregaron su cuerpo a sus perseguidores; a nosotros, en cambio, nos han entregado un testimonio perenne de que la luz de la verdad de Cristo disipa las tinieblas y el amor de Cristo triunfa glorioso. Con la certeza de su victoria sobre la muerte y de nuestra participación en ella, podemos asumir el reto de ser sus discípulos hoy, en nuestras circunstancias y en nuestro tiempo.
Esas palabras son una consolación. La otra parte del lema de la Jornada –«Juventud de Asia, despierta»– nos habla de una tarea, de una responsabilidad. Meditemos brevemente cada una de estas palabras.
En primer lugar, "Asia". Ustedes se han reunido aquí en Corea llegados de todas las partes de Asia. Cada uno tiene un lugar y un contexto singular en el que está llamado a reflejar el amor de Dios. El continente asiático, rico en tradiciones filosóficas y religiosas, constituye un gran horizonte para su testimonio de Cristo, «camino, verdad y vida» (Jn 14,6). Como jóvenes que no sólo viven en Asia, sino que son hijos e hijas de este gran continente, tienen el derecho y el deber de participar plenamente en la vida de su sociedad. No tengan miedo de llevar la sabiduría de la fe a todos los ámbitos de la vida social.
Además, como jóvenes asiáticos, ustedes ven y aman desde dentro todo lo bello, noble y verdadero que hay en sus culturas y tradiciones. Y, como cristianos, saben que el Evangelio tiene la capacidad de purificar, elevar y perfeccionar ese patrimonio. Mediante la presencia del Espíritu Santo que se les comunicó en el bautismo y con el que fueron sellados en la confirmación, en unión con sus Pastores, pueden percibir los muchos valores positivos de las diversas culturas asiáticas. Y son además capaces de discernir lo que es incompatible con la fe católica, lo que es contrario a la vida de la gracia en la que han sido injertados por el bautismo, y qué aspectos de la cultura contemporánea son pecaminosos, corruptos y conducen a la muerte.
Volviendo al lema de la Jornada, pensemos ahora en la palabra "juventud". Ustedes y sus amigos están llenos del optimismo, de la energía y de la buena voluntad que caracteriza esta etapa de su vida. Dejen que Cristo transforme su natural optimismo en esperanza cristiana, su energía en virtud moral, su buena voluntad en auténtico amor, que sabe sacrificarse. Éste es el camino que están llamados a emprender. Éste es el camino para vencer todo lo que amenaza la esperanza, la virtud y el amor en su vida y en su cultura. Así su juventud será un don para Jesús y para el mundo.
Como jóvenes cristianos, ya sean trabajadores o estudiantes, hayan elegido una carrera o hayan respondido a la llamada al matrimonio, a la vida religiosa o al sacerdocio, no sólo forman parte del futuro de la Iglesia: son también una parte necesaria y apreciada del presente de la Iglesia. Permanezcan unidos unos a otros, cada vez más cerca de Dios, y junto a sus obispos y sacerdotes dediquen estos años a edificar una Iglesia más santa, más misionera y humilde, una Iglesia que ama y adora a Dios, que intenta servir a los pobres, a los que están solos, a los enfermos y a los marginados.
En su vida cristiana tendrán muchas veces la tentación, como los discípulos en la lectura del Evangelio de hoy, de apartar al extranjero, al necesitado, al pobre y a quien tiene el corazón destrozado. Estas personas siguen gritando como la mujer del Evangelio: «Señor, socórreme». La petición de la mujer cananea es el grito de toda persona que busca amor, acogida y amistad con Cristo. Es el grito de tantas personas en nuestras ciudades anónimas, de muchos de nuestros contemporáneos y de todos los mártires que aún hoy sufren persecución y muerte en el nombre de Jesús: «Señor, socórreme». Este mismo grito surge a menudo en nuestros corazones: «Señor, socórreme». No respondamos como aquellos que rechazan a las personas que piden, como si atender a los necesitados estuviese reñido con estar cerca del Señor. No, tenemos que ser como Cristo, que responde siempre a quien le pide ayuda con amor, misericordia y compasión.
Finalmente, la tercera parte del lema de esta Jornada: «Despierta», habla de una responsabilidad que el Señor les confía. Es la obligación de estar vigilantes para no dejar que las seducciones, las tentaciones y los pecados propios o los de los otros emboten nuestra sensibilidad para la belleza de la santidad, para la alegría del Evangelio. El Salmo responsorial de hoy nos invita repetidamente a "cantar de alegría". Nadie que esté dormido puede cantar, bailar, alegrarse. Queridos jóvenes, «nos bendice el Señor nuestro Dios» (Sal 67); de él hemos «obtenido misericordia» (Rm 11,30). Con la certeza del amor de Dios, vayan al mundo, de modo que «con ocasión de la misericordia obtenida por ustedes» (v. 31), sus amigos, sus compañeros de trabajo, sus vecinos, sus conciudadanos y todas las personas de este gran continente «alcancen misericordia» (v. 31). Esta misericordia es la que nos salva.
Queridos jóvenes de Asia, confío que, unidos a Cristo y a la Iglesia, sigan este camino que sin duda les llenará de alegría. Y antes de acercarnos a la mesa de la Eucaristía, dirijámonos a María nuestra Madre, que dio al mundo a Jesús. Sí, María, Madre nuestra, queremos recibir a Jesús; con tu ternura maternal, ayúdanos a llevarlo a los otros, a servirle con fidelidad y a glorificarlo en todo tiempo y lugar, en este país y en toda Asia. Amén".
Discurso completo del Santo Padre a los líderes del apostolado laical. SEúL, 16 de agosto de 2014 (Zenit.org)
Queridos hermanos y hermanas:
Me alegro de tener la oportunidad de encontrarme con ustedes, que representan las diversas manifestaciones del floreciente apostolado de los laicos en Corea. Floreciente porque siempre ha sido floreciente. Son flores que permanecen. Agradezco al Presidente del Consejo del Apostolado Seglar Católico, el señor Paul Kwon Kil-joog, sus amables palabras de bienvenida en nombre de todos.
La Iglesia en Corea, como todos sabemos, ha heredado la fe de generaciones de laicos que perseveraron en el amor a Jesucristo y en la comunión con la Iglesia, a pesar de la escasez de sacerdotes y de la amenaza de graves persecuciones. El beato Pablo Yun Ji-chung y los mártires que hoy han sido beatificados constituyen un capítulo extraordinario de esta historia. Dieron testimonio de la fe no sólo con los tormentos y la muerte, sino también con su vida de afectuosa solidaridad de unos con otros en las comunidades cristianas, que se distinguían por una caridad ejemplar.
Este precioso legado sigue vivo en sus obras actuales de fe, de caridad y de servicio. Hoy, como siempre, la Iglesia tiene necesidad del testimonio creíble de los laicos sobre la verdad salvífica del Evangelio, su poder para purificar y trasformar el corazón humano, y su fecundidad para edificar la familia humana en unidad, justicia y paz. Sabemos que no hay más que una misión en la Iglesia de Dios, y que todo cristiano bautizado tiene un puesto vital en ella. Sus dones como hombres y mujeres laicos son múltiples y sus apostolados variados, y todo lo que hacen contribuye a la promoción de la misión de la Iglesia, asegurando que el orden temporal esté informado y perfeccionado por el Espíritu de Cristo y ordenado a la venida de su Reino.
De modo particular, me gustaría reconocer la labor de las numerosas asociaciones que se ocupan directamente de la atención a los pobres y necesitados. Como demuestra el ejemplo de los primeros cristianos coreanos, la fecundidad de la fe se expresa en la práctica de la solidaridad con nuestros hermanos y hermanas, independientemente de su cultura o condición social, ya que en Cristo «no hay judío ni griego» (Ga 3,28). Quiero manifestar mi profundo agradecimiento a cuantos, con su trabajo y su testimonio, llevan la presencia consoladora del Señor a los que viven en las periferias de nuestra sociedad. Esta tarea no se puede limitar a la asistencia caritativa, sino que debe extenderse también a la consecución del crecimiento humano, no solo la asistencia, también el desarrollo de la persona. Asistir a los pobres es bueno y necesario, pero no basta. Los animo a multiplicar sus esfuerzos en el ámbito de la promoción humana, de modo que todo hombre y mujer llegue a conocer la alegría que viene de la dignidad de ganar el pan de cada día y de sostener a su propia familia. Y esta dignidad, en este momento está amenzada de ser eliminada por esta cultura del dinero, que deja sin trabajo a tantas personas. Y nosotros podemos decir, 'padre, nosotros les damos de comer'. Pero no es suficiente. Él y ella, que están sin trabajo, deben sentir en su corazón la dignidad de llevar el pan a casa, de ganarse el pan. Y os confío este trabajo a vosotros.
También quiero reconocer la valiosa contribución de las mujeres católicas coreanas a la vida y la misión de la Iglesia en este país como madres de familia, como catequistas y maestras y de tantas otras formas. Asimismo, no puedo dejar de destacar la importancia del testimonio dado por las familias cristianas. En una época de crisis de la vida familiar, lo sabemos todos, nuestras comunidades cristianas están llamadas a ayudar a los esposos cristianos y a las familias a cumplir su misión en la vida de la Iglesia y de la sociedad. La familia sigue siendo la célula básica de la sociedad y la primera escuela en la que los niños aprenden los valores humanos, espirituales y morales que los hacen capaces de ser faros de bondad, de integridad y de justicia en nuestras comunidades.
Queridos hermanos, cualquiera que sea su colaboración con la misión de la Iglesia, les pido que sigan promoviendo en sus comunidades una formación cada vez más completa de los fieles laicos, mediante la catequesis continua y la dirección espiritual. Les pido que todo lo hagan en completa armonía de mente y corazón con sus pastores, intentando poner sus intuiciones, talentos y carismas al servicio del crecimiento de la Iglesia en unidad y en espíritu misionero. Su colaboración es esencial, puesto que el futuro de la Iglesia en Corea, como en toda Asia, dependerá en gran medida del desarrollo de una visión eclesiológica basada en una espiritualidad de comunión, de participación y de poner en común los dones (cf. Ecclesia in Asia, 45).
Una vez más les expreso mi gratitud por todo lo que hacen para la edificación de la Iglesia en Corea en santidad y celo. Que encuentren constante inspiración y fuerza para su apostolado en el Sacrificio eucarístico, que comunica y alimenta “el amor a Dios y a los hombres, alma de todo apostolado” (Lumen gentium, 33). Para ustedes, sus familias y cuantos participan en las obras corporales y espirituales de sus parroquias, de las asociaciones y de los movimientos, imploro la alegría y la paz del Señor Jesucristo y la solícita protección de María, nuestra Madre. Os pido por favor que recéis por mí. Y ahora todos junto, rezamos a la Virgen y después os doy la bendición.
El papa Francisco invita a los consagrados a ser signo tangible de la presencia del Reino de Dios. SEúL, 16 de agosto de 2014 (Zenit.org)
- Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Saludo a todos con afecto en el Señor. Es bello estar hoy con ustedes y compartir este
momento de comunión. La gran variedad de carismas y actividades apostólicas que ustedes representan enriquece maravillosamente la vida de la Iglesia en Corea y más allá de forma maravillosa. En este marco de la celebración de las Vísperas, en la que debíamos haber cantado las alabanzas de la bondad y de la misericordia infinita de Dios, agradezco a ustedes, y a todos sus hermanos y hermanas, sus desvelos por construir el Reino de Dios en este querido país. Doy las gracias al Padre Hwang Seok-mo y a Sor Escolástica Lee Kwang-ok, Presidentes de las conferencias de Superiores Mayores masculinos y femeninos de los Institutos religiosos y las Sociedades de Vida Apostólica, por sus amables palabras de bienvenida.
Las palabras del Salmo –«Se consumen mi corazón y mi carne, pero Dios es la roca de mi corazón y mi lote perpetuo» (Sal 73,26)– nos invitan a reflexionar sobre nuestra vida. El salmista manifiesta gozosa confianza en Dios. Todos sabemos que, aunque la alegría no se expresa de la misma manera en todos los momentos de la vida, especialmente en los de gran dificultad, «siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado» (Evangelii gaudium, 6). La firme certeza de ser amados por Dios está en el centro de su vocación: ser para los demás un signo tangible de la presencia del Reino de Dios, un anticipo del júbilo eterno del cielo. Sólo si nuestro testimonio es alegre, atraeremos a los hombres y mujeres a Cristo. Y esta alegría es un don que se nutre de una vida de oración, de la meditación de la Palabra de Dios, de la celebración de los sacramentos y de la vida en comunidad, que es muy importante. Cuando éstas faltan, surgirán debilidades y dificultades que oscurecerán la alegría que sentíamos tan dentro al comienzo de nuestro camino.
Para ustedes, hombres y mujeres consagrados a Dios, esta alegría hunde sus raíces en el misterio de la misericordia del Padre revelado en el sacrificio de Cristo en la cruz. Sea que el carisma de su Instituto esté orientado más a la contemplación o más bien a la vida activa, siempre están llamados a ser «expertos» en la misericordia divina, precisamente a través de la vida comunitaria. Sé por experiencia que la vida en comunidad no siempre es fácil, pero es un campo de entrenamiento providencial para el corazón. Es poco realista no esperar conflictos: surgirán malentendidos y habrá que afrontarlos. Pero, a pesar de estas dificultades, es en la vida comunitaria donde estamos llamados a crecer en la misericordia, la paciencia y la caridad perfecta.
La experiencia de la misericordia de Dios, alimentada por la oración y la comunidad, debe dar forma a todo lo que ustedes son, a todo lo que hacen. Su castidad, pobreza y obediencia serán un testimonio gozoso del amor de Dios en la medida en que permanezcan firmes sobre la roca de su misericordia. Esa es la roca. Éste es ciertamente el caso de la obediencia religiosa. Una obediencia madura y generosa requiere unirse con la oración a Cristo, que, tomando forma de siervo, aprendió la obediencia por sus padecimientos (cf. Perfectae caritatis, 14). No hay atajos: Dios desea nuestro corazón por completo, y esto significa que debemos «desprendernos» y «salir de nosotros mismos» cada vez más.
Una experiencia viva de la diligente misericordia del Señor sostiene también el deseo de llegar a esa perfección de la caridad que nace de la pureza de corazón. La castidad expresa la entrega exclusiva al amor de Dios, que es la «roca de mi corazón». Todos sabemos lo exigente que es esto, y el compromiso personal que comporta. Las tentaciones en este campo requieren humilde confianza en Dios, vigilancia y perseverancia y apertura del corazón al hermano sabio o a la hermana sabia que el Señor pone en nuestro camino.
Mediante el consejo evangélico de la pobreza, ustedes podrán reconocer la misericordia de Dios, no sólo como una fuente de fortaleza, sino también como un tesoro. Parece contradictorio per ser pobre significa encontrar un tesoro. Incluso cuando estamos cansados, podemos ofrecer nuestros corazones agobiados por el pecado y la debilidad; en los momentos en que nos sentimos más indefensos, podemos alcanzar a Cristo, que se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8,9). Esta necesidad fundamental de ser perdonados y sanados es en sí misma una forma de pobreza que nunca debemos olvidar, no obstante los progresos que hagamos en la virtud. También debe manifestarse concretamente en el estilo de vida, personal y comunitario. Pienso, en particular, en la necesidad de evitar todo aquello que pueda distraerles y causar desconcierto y escándalo a los demás. En la vida consagrada, la pobreza es a la vez un «muro» y una «madre». Un «muro» porque protege la vida consagrada, y una «madre» porque la ayuda a crecer y la guía por el justo camino. La hipocresía de los hombres y mujeres consagrados que profesan el voto de pobreza y, sin embargo, viven como ricos, daña el alma de los fieles y perjudica a la Iglesia. Piensen también en lo peligrosa que es la tentación de adoptar una mentalidad puramente funcional, mundana, que induce a poner nuestra esperanza únicamente en los medios humanos y destruye el testimonio de la pobreza, que Nuestro Señor Jesucristo vivió y nos enseñó. Y doy las gracias a este punto, al padre presidente, a la hermana presidenta de los religiosos porque han hablado justamente sobre el peligro que la globalización y el consumismo dan a la vida de la pobreza religiosa. Gracias
Queridos hermanos y hermanas, con gran humildad, hagan todo lo que puedan para demostrar que la vida consagrada es un don precioso para la Iglesia y para el mundo. No lo guarden para ustedes mismos; compártanlo, llevando a Cristo a todos los rincones de este querido país. Dejen que su alegría siga manifestándose en sus desvelos por atraer y cultivar las vocaciones, reconociendo que todos ustedes tienen parte en la formación de los consagrados y consagradas del mañana. Tanto si se dedican a la contemplación o a la vida apostólica, sean celosos en su amor a la Iglesia en Corea y en su deseo de contribuir, mediante el propio carisma, a su misión de anunciar el Evangelio y edificar al Pueblo de Dios en unidad, santidad y amor.
Encomiendo a todos ustedes, de manera especial a los ancianos y enfermos de sus comunidades, también un saludo especial para ellos, y les confío a los cuidados amorosos de María, Madre de la Iglesia, y les imparto de corazón mi bendición.
El santo padre Francisco en la misa de beatificación de de Paul Yun Ji-Chung y de 123 compañeros mártires celebrada en Seúl este sábado 16 de agosto de 2014, en la Puerta de Gwanghwamun, dirigió su homilía a los cientos de miles de personas presentes. A continuación el texto de la homilía. (Zenit.org)
«¿Quién nos separará del amor de Cristo?». Con estas palabras, san Pablo nos habla de la gloria de nuestra fe en Jesús: no sólo resucitó de entre los muertos y ascendió al cielo, sino que nos ha unido a él y nos ha hecho partícipes de su vida eterna. Cristo ha vencido y su victoria es la nuestra.
Hoy celebramos esta victoria en Pablo Yun Ji-chung y sus 123 compañeros. Sus nombres quedan unidos ahora a los de los santos mártires Andrés Kim Teagon, Pablo Chong Hasang y compañeros, a los que he venerado hace unos momentos. Vivieron y murieron por Cristo, y ahora reinan con él en la alegría y en la gloria. Con san Pablo, nos dicen que, en la muerte y resurrección de su Hijo, Dios nos ha concedido la victoria más grande de todas. En efecto, «ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor».
La victoria de los mártires, su testimonio del poder del amor de Dios, sigue dando frutos hoy en Corea, en la Iglesia que sigue creciendo gracias a su sacrificio. La celebración del beato Pablo y compañeros nos ofrece la oportunidad de volver a los primeros momentos, a la infancia –por decirlo así– de la Iglesia en Corea. Los invita a ustedes, católicos de Corea, a recordar las grandezas que Dios ha hecho en esta tierra, y a custodiar como un tesoro el legado de fe y caridad confiado a ustedes por sus antepasados.
En la misteriosa providencia de Dios, la fe cristiana no llegó a las costas de Corea a través de los misioneros; sino que entró por el corazón y la mente de los propios coreanos. En efecto, fue suscitada por la curiosidad intelectual, por la búsqueda de la verdad religiosa. Tras un encuentro inicial con el Evangelio, los primeros cristianos coreanos abrieron su mente a Jesús. Querían saber más acerca de este Cristo que sufrió, murió y resucitó de entre los muertos. El conocimiento de Jesús pronto dio lugar a un encuentro con el Señor mismo, a los primeros bautismos, al deseo de una vida sacramental y eclesial plena y al comienzo de un compromiso misionero. También dio como fruto comunidades que se inspiraban en la Iglesia primitiva, en la que los creyentes eran verdaderamente un solo corazón y una sola mente, sin dejarse llevar por las diferencias sociales tradicionales, y teniendo todo en común.
Esta historia nos habla de la importancia, la dignidad y la belleza de la vocación de los laicos. Saludo a los numerosos fieles laicos aquí presentes, y en particular a las familias cristianas, que día a día, con su ejemplo, educan a los jóvenes en la fe y en el amor reconciliador de Cristo. También saludo de manera especial a los numerosos sacerdotes que hoy están con nosotros; con su generoso ministerio transmiten el rico patrimonio de fe cultivado por las pasadas generaciones de católicos coreanos.
El Evangelio de hoy contiene un mensaje importante para todos nosotros. Jesús pide al Padre que nos consagre en la verdad y nos proteja del mundo.
Es significativo, ante todo, que Jesús pida al Padre que nos consagre y proteja, pero no que nos aparte del mundo. Sabemos que él envía a sus discípulos para que sean fermento de santidad y verdad en el mundo: la sal de la tierra, la luz del mundo. En esto, los mártires nos muestran el camino.
Poco después de que las primeras semillas de la fe fueran plantadas en esta tierra, los mártires y la comunidad cristiana tuvieron que elegir entre seguir a Jesús o al mundo. Habían escuchado la advertencia del Señor de que el mundo los odiaría por su causa; sabían el precio de ser discípulos. Para muchos, esto significó persecución y, más tarde, la fuga a las montañas, donde formaron aldeas católicas. Estaban dispuestos a grandes sacrificios y a despojarse de todo lo que pudiera apartarles de Cristo –pertenencias y tierras, prestigio y honor–, porque sabían que sólo Cristo era su verdadero tesoro.
En nuestros días, muchas veces vemos cómo el mundo cuestiona nuestra fe, y de múltiples maneras se nos pide entrar en componendas con la fe, diluir las exigencias radicales del Evangelio y acomodarnos al espíritu de nuestro tiempo. Sin embargo, los mártires nos invitan a poner a Cristo por encima de todo y a ver todo lo demás en relación con él y con su Reino eterno. Nos hacen preguntarnos si hay algo por lo que estaríamos dispuestos a morir.
Además, el ejemplo de los mártires nos enseña también la importancia de la caridad en la vida de fe. La autenticidad de su testimonio de Cristo, expresada en la aceptación de la igual dignidad de todos los bautizados, fue lo que les llevó a una forma de vida fraterna que cuestionaba las rígidas estructuras sociales de su época. Fue su negativa a separar el doble mandamiento del amor a Dios y amor al prójimo lo que les llevó a una solicitud tan fuerte por las necesidades de los hermanos. Su ejemplo tiene mucho que decirnos a nosotros, que vivimos en sociedades en las que, junto a inmensas riquezas, prospera silenciosamente la más denigrante pobreza; donde rara vez se escucha el grito de los pobres; y donde Cristo nos sigue llamando, pidiéndonos que le amemos y sirvamos tendiendo la mano a nuestros hermanos necesitados.
Si seguimos el ejemplo de los mártires y creemos en la palabra del Señor, entonces comprenderemos la libertad sublime y la alegría con la que afrontaron su muerte. Veremos, además, cómo la celebración de hoy incluye también a los innumerables mártires anónimos, en este país y en todo el mundo, que, especialmente en el siglo pasado, han dado su vida por Cristo o han sufrido lacerantes persecuciones por su nombre.
Hoy es un día de gran regocijo para todos los coreanos. El legado del beato Pablo Yun Ji- chung y compañeros –su rectitud en la búsqueda de la verdad, su fidelidad a los más altos principios de la religión que abrazaron, así como su testimonio de caridad y solidaridad para con todos– es parte de la rica historia del pueblo coreano. La herencia de los mártires puede inspirar a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a trabajar en armonía por una sociedad más justa, libre y reconciliada, contribuyendo así a la paz y a la defensa de los valores auténticamente humanos en este país y en el mundo entero.
Que la intercesión de los mártires coreanos, en unión con la de Nuestra Señora, Madre de la Iglesia, nos alcance la gracia de la perseverancia en la fe y en toda obra buena, en la santidad y la pureza de corazón, y en el celo apostólico de dar testimonio de Jesús en este querido país, en toda Asia, y hasta los confines de la tierra. Amén».
El santo padre Francisco en la misa de beatificación de de Paul Yun Ji-Chung y de 123 compañeros mártires celebrada en Seúl este sábado 16 de agosto de 2014, en la Puerta de Gwanghwamun, dirigió su homilía a los cientos de miles de personas presentes. A continuación el texto de la homilía. (Zenit.org)
«¿Quién nos separará del amor de Cristo?». Con estas palabras, san Pablo nos habla de la gloria de nuestra fe en Jesús: no sólo resucitó de entre los muertos y ascendió al cielo, sino que nos ha unido a él y nos ha hecho partícipes de su vida eterna. Cristo ha vencido y su victoria es la nuestra.
Hoy celebramos esta victoria en Pablo Yun Ji-chung y sus 123 compañeros. Sus nombres quedan unidos ahora a los de los santos mártires Andrés Kim Teagon, Pablo Chong Hasang y compañeros, a los que he venerado hace unos momentos. Vivieron y murieron por Cristo, y ahora reinan con él en la alegría y en la gloria. Con san Pablo, nos dicen que, en la muerte y resurrección de su Hijo, Dios nos ha concedido la victoria más grande de todas. En efecto, «ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor».
La victoria de los mártires, su testimonio del poder del amor de Dios, sigue dando frutos hoy en Corea, en la Iglesia que sigue creciendo gracias a su sacrificio. La celebración del beato Pablo y compañeros nos ofrece la oportunidad de volver a los primeros momentos, a la infancia –por decirlo así– de la Iglesia en Corea. Los invita a ustedes, católicos de Corea, a recordar las grandezas que Dios ha hecho en esta tierra, y a custodiar como un tesoro el legado de fe y caridad confiado a ustedes por sus antepasados.
En la misteriosa providencia de Dios, la fe cristiana no llegó a las costas de Corea a través de los misioneros; sino que entró por el corazón y la mente de los propios coreanos. En efecto, fue suscitada por la curiosidad intelectual, por la búsqueda de la verdad religiosa. Tras un encuentro inicial con el Evangelio, los primeros cristianos coreanos abrieron su mente a Jesús. Querían saber más acerca de este Cristo que sufrió, murió y resucitó de entre los muertos. El conocimiento de Jesús pronto dio lugar a un encuentro con el Señor mismo, a los primeros bautismos, al deseo de una vida sacramental y eclesial plena y al comienzo de un compromiso misionero. También dio como fruto comunidades que se inspiraban en la Iglesia primitiva, en la que los creyentes eran verdaderamente un solo corazón y una sola mente, sin dejarse llevar por las diferencias sociales tradicionales, y teniendo todo en común.
Esta historia nos habla de la importancia, la dignidad y la belleza de la vocación de los laicos. Saludo a los numerosos fieles laicos aquí presentes, y en particular a las familias cristianas, que día a día, con su ejemplo, educan a los jóvenes en la fe y en el amor reconciliador de Cristo. También saludo de manera especial a los numerosos sacerdotes que hoy están con nosotros; con su generoso ministerio transmiten el rico patrimonio de fe cultivado por las pasadas generaciones de católicos coreanos.
El Evangelio de hoy contiene un mensaje importante para todos nosotros. Jesús pide al Padre que nos consagre en la verdad y nos proteja del mundo.
Es significativo, ante todo, que Jesús pida al Padre que nos consagre y proteja, pero no que nos aparte del mundo. Sabemos que él envía a sus discípulos para que sean fermento de santidad y verdad en el mundo: la sal de la tierra, la luz del mundo. En esto, los mártires nos muestran el camino.
Poco después de que las primeras semillas de la fe fueran plantadas en esta tierra, los mártires y la comunidad cristiana tuvieron que elegir entre seguir a Jesús o al mundo. Habían escuchado la advertencia del Señor de que el mundo los odiaría por su causa; sabían el precio de ser discípulos. Para muchos, esto significó persecución y, más tarde, la fuga a las montañas, donde formaron aldeas católicas. Estaban dispuestos a grandes sacrificios y a despojarse de todo lo que pudiera apartarles de Cristo –pertenencias y tierras, prestigio y honor–, porque sabían que sólo Cristo era su verdadero tesoro.
En nuestros días, muchas veces vemos cómo el mundo cuestiona nuestra fe, y de múltiples maneras se nos pide entrar en componendas con la fe, diluir las exigencias radicales del Evangelio y acomodarnos al espíritu de nuestro tiempo. Sin embargo, los mártires nos invitan a poner a Cristo por encima de todo y a ver todo lo demás en relación con él y con su Reino eterno. Nos hacen preguntarnos si hay algo por lo que estaríamos dispuestos a morir.
Además, el ejemplo de los mártires nos enseña también la importancia de la caridad en la vida de fe. La autenticidad de su testimonio de Cristo, expresada en la aceptación de la igual dignidad de todos los bautizados, fue lo que les llevó a una forma de vida fraterna que cuestionaba las rígidas estructuras sociales de su época. Fue su negativa a separar el doble mandamiento del amor a Dios y amor al prójimo lo que les llevó a una solicitud tan fuerte por las necesidades de los hermanos. Su ejemplo tiene mucho que decirnos a nosotros, que vivimos en sociedades en las que, junto a inmensas riquezas, prospera silenciosamente la más denigrante pobreza; donde rara vez se escucha el grito de los pobres; y donde Cristo nos sigue llamando, pidiéndonos que le amemos y sirvamos tendiendo la mano a nuestros hermanos necesitados.
Si seguimos el ejemplo de los mártires y creemos en la palabra del Señor, entonces comprenderemos la libertad sublime y la alegría con la que afrontaron su muerte. Veremos, además, cómo la celebración de hoy incluye también a los innumerables mártires anónimos, en este país y en todo el mundo, que, especialmente en el siglo pasado, han dado su vida por Cristo o han sufrido lacerantes persecuciones por su nombre.
Hoy es un día de gran regocijo para todos los coreanos. El legado del beato Pablo Yun Ji- chung y compañeros –su rectitud en la búsqueda de la verdad, su fidelidad a los más altos principios de la religión que abrazaron, así como su testimonio de caridad y solidaridad para con todos– es parte de la rica historia del pueblo coreano. La herencia de los mártires puede inspirar a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a trabajar en armonía por una sociedad más justa, libre y reconciliada, contribuyendo así a la paz y a la defensa de los valores auténticamente humanos en este país y en el mundo entero.
Que la intercesión de los mártires coreanos, en unión con la de Nuestra Señora, Madre de la Iglesia, nos alcance la gracia de la perseverancia en la fe y en toda obra buena, en la santidad y la pureza de corazón, y en el celo apostólico de dar testimonio de Jesús en este querido país, en toda Asia, y hasta los confines de la tierra. Amén».
XX Domingo Ordinario por Mons. Enrique Díaz Diaz (Zenit.org)
¡Extranjeros!
Isaías 56, 1. 6-7: “Conduciré a los extranjeros a mi monte santo”
Salmo 66: “Que te alaben, Señor, todos los pueblos”
Romanos 11, 13-15. 29-32: “Dios no se arrepiente de sus dones ni de su elección”
San Mateo 15, 21-28: “Mujer, ¡qué grande es tu fe!”
Después de visitar el albergue para migrantes en Palenque nos queda un sentimiento agridulce. Es una casa que brota de la generosidad y el trabajo de muchísimas personas comprometidas con los hermanos y hermanas que pasan día a día en búsqueda de mejores condiciones de vida. Suscita un sentimiento de admiración: muchísimas personas colaboran y apoyan esta iniciativa sin esperar recompensa. Pero al mirar la enorme cantidad de migrantes, hombres, niños, mujeres y niñas, en condiciones deplorables, humillantes, huyendo de su realidad de miseria, se siente la impotencia y no pocas veces el desaliento. Día a día hay que renovar los esfuerzos, nuevos rostros, nuevos nombres, pero la misma miseria. Con el Jesús en la boca buscando que alcancen los recursos, siempre insuficientes, con la fe puesta en la providencia y con un tesón admirable continúan ofreciendo un oasis en el duro peregrinar de “desconocidos”. No es suficiente dar un poco de alimento y un poco de paz, hay una estructura económica y política, asesina e injusta, que provoca estas situaciones y contra esto poco se puede hacer. Los vecinos inicialmente veían con buenos ojos la iniciativa, ahora algunos empiezan a cansarse y a temer por su propia seguridad. “Me dan muchísima tristeza, pero también me dan miedo… ¿por qué no se quedan mejor en su casa?”. Es el comentario de “alguien” que ya se cansó de verlos pasar y que no oculta su disgusto, para él siempre serán “extranjeros” que quitan oportunidades y que causan daños.
Hoy tenemos un pasaje evangélico que choca y cuestiona, como choca y cuestiona la realidad de discriminación, desprecio y abuso que sufren los migrantes. A Jesús lo encontramos en una situación poco usual. Nos habíamos acostumbrado, sobre todo en los últimos domingos, a un Jesús misericordioso y compasivo. A quien hablaba de un amor universal, hoy lo encontramos diciendo: “Yo no he sido enviado sino a las ovejas descarriadas de la casa de Israel”. Quien había hecho la multiplicación de los panes como signo de una mesa universal, ahora afirma: “No está bien quitarles el pan a los hijos para echárselo a los perritos” y se muestra duro para conceder un favor a una pobre mujer cananea. Dos de sus más grandes presupuestos: la universalidad y el amor incondicional y respetuoso a la mujer y a cualquier persona, hoy parecería que son puestos en tela de juicio por esta narración. ¿Qué hay en el trasfondo de la narración de la mujer cananea? Está toda la ideología del tiempo de Jesús donde Israel se autonombraba como el único portador de las esperanzas de salvación y llamaba infieles a los otros pueblos. Adoptaba una postura intransigente ante los pueblos paganos llamándolos incluso “perros” como sinónimo de incrédulo, en contraposición de “oveja”, el arquetipo de la docilidad y pertenencia al pueblo. A esto se añade la discriminación y desprecio hacia la mujer, considerada con frecuencia impura y ocasión de pecado. “Mujer y extranjera”, la cananea tiene todas las deficiencias.
Grandes discusiones se han suscitado en los últimos días ante el escándalo de la migración infantil y la trata de personas. Todos opinan, pero muy poco se hace. Se acepta y justifica disimulada o abiertamente la discriminación a los pueblos diferentes y la mujer continúa viviendo en un ambiente de opresión. La xenofobia sigue haciendo estragos en nuestras sociedades. Las fronteras son cada día más custodiadas para impedir el paso de los hermanos que buscan una mejor vida. Nos escandalizamos del trato a los migrantes mexicanos más allá de nuestras fronteras, pero mexicanos y centroamericanos siguen pasando las de Caín en nuestro propio territorio. Hay mexicanos de primera y de segunda; y hay mexicanos que no tienen voz, ni ningún derecho. La mujer con grandes trabajos va logrando espacios en la sociedad y en la Iglesia, sin embargo sigue siendo explotada y oprimida. Se le utiliza y se denigra. Se le considera objeto de lujo o de placer y como a “objeto” se le trata. Su trabajo es menos remunerado y se le chantajea y acosa. Son violadas y denigradas. Es escandaloso el número de mujeres que sufren violencia en su propio hogar o son reducidas a un trabajo doméstico, obligado, sin retribución y sin aspiraciones. El Papa Francisco desde Lampedusa hasta nuestros días, sigue insistiendo en que los migrantes son hermanos y que no podemos voltearles la espalda, pero poco eco tienen sus palabras y algunos hasta las han juzgado inoportunas.
¿Qué hay en el corazón de Jesús? ¿La rechaza porque es extranjera? ¿Nos quiere dar una lección? ¿Cambió obligado por la oración de la mujer o por la insistencia de los apóstoles? Hay quienes afirman que la tenacidad y la fuerza de la oración de aquella madre provocan este milagro al igual que en Caná la insistencia de María provocó la conversión del agua en vino. Hay quienes dicen que es pedagogía de Jesús para enseñar no solamente el valor de la oración, sino también para abrir la puerta a los gentiles y reconocer la dignidad de la mujer. El mensaje de esperanza de Jesús va destinado a todos los hombres y mujeres, sea cual sea su nación o su condición. Así lo anuncia el profeta Isaías en la primera lectura: “Mi templo será la casa de oración para todos los pueblos”, hablando expresamente de la acogida a los extranjeros que se han adherido al Señor. Desde el inicio del evangelio de hoy se nos anunciaba cómo Jesús se dirigía a la comarca de Tiro y de Sidón, para escándalo de los judíos. Era acercarse descaradamente a los paganos. Y el mismo evangelio concluye con una alabanza: “Mujer, ¡qué grande es tu fe!”. Precisamente aquello de lo que más se enorgullecía Israel, su credo, ahora lo escuchan pero aplicado a ¡una mujer!, ¡una mujer pagana!, ¡cananea! Jesús tiene el corazón abierto a los extranjeros, a los pecadores y reconoce la dignidad de la mujer.
Tres tareas grandes y cuestionantes nos deja hoy Jesús: la primera es ese sentido de universalidad fraterna: todos los hombres somos hermanos aunque sean de otro grupo, de otra raza, de otro pueblo, de otro credo. La segunda, una lucha seria por un verdadero equilibrio entre la dignidad del hombre y la mujer, su papel y su participación dentro de la sociedad y de la Iglesia. Y la tercera, el poder de la oración insistente. ¿Cuál es nuestra actitud ante el migrante, ante el diferente? ¿Qué podemos hacer para lograr el respeto a la dignidad de la mujer? ¿Cómo es nuestra oración, sobre todo cuando no alcanza en un primer momento lo que nosotros quisiéramos?
Padre Bueno, en cuyo corazón caben todas las naciones y todas las personas, abre nuestros ojos para aprender a mirar en cada persona, un hermano; en cada extranjero, un hijo tuyo; y en cada mujer, tu rostro. Amén.
Corea: Texto de la homilía del Papa en la misa de la juventud asiática. En la ciudad coreana de Daejon. SEúL, 15 de agosto de 2014 (Zenit.org)
«Queridos hermanos y hermanas en Cristo: En unión con toda la Iglesia celebramos la Asunción de Nuestra Señora en cuerpo y alma a la gloria del cielo. La Asunción de María nos muestra nuestro destino como hijos adoptivos de Dios y miembros del Cuerpo de Cristo. Como María, nuestra Madre, estamos llamados a participar plenamente en la victoria del Señor sobre el pecado y sobre la muerte y a reinar con él en su Reino eterno.
La “gran señal” que nos presenta la primera lectura –una mujer vestida de sol coronada de estrellas nos invita a contemplar a María, entronizada en la gloria junto a su divino Hijo. Nos invita a tomar conciencia del futuro que también hoy el Señor resucitado nos ofrece. Los coreanos tradicionalmente celebran esta fiesta a la luz de su experiencia histórica, reconociendo la amorosa intercesión de María en la historia de la nación y en la vida del pueblo.
En la segunda lectura hemos escuchado a san Pablo diciéndonos que Cristo es el nuevo Adán, cuya obediencia a la voluntad del Padre ha destruido el reino del pecado y de la esclavitud y ha inaugurado el reino de la vida y de la libertad. La verdadera libertad se encuentra en la acogida amorosa de la voluntad del Padre. De María, llena de gracia, aprendemos que la libertad cristiana es algo más que la simple liberación del pecado. Es la libertad que nos permite ver las realidades terrenas con una nueva luz espiritual, la libertad para amar a Dios y a los hermanos con un corazón puro y vivir en la gozosa esperanza de la venida del Reino de Cristo.
Hoy, venerando a María, Reina del Cielo, nos dirigimos a ella como Madre de la Iglesia en Corea. Le pedimos que nos ayude a ser fieles a la libertad real que hemos recibido el día de nuestro bautismo, que guíe nuestros esfuerzos para transformar el mundo según el plan de Dios, y que haga que la Iglesia de este país sea más plenamente levadura de su Reino en medio de la sociedad coreana.
Que los cristianos de esta nación sean una fuerza generosa de renovación espiritual en todos los ámbitos de la sociedad. Que combatan la fascinación de un materialismo que ahoga los auténticos valores espirituales y culturales y el espíritu de competición desenfrenada que genera egoísmo y hostilidad. Que rechacen modelos económicos inhumanos, que crean nuevas formas de pobreza y marginan a los trabajadores, así como la cultura de la muerte, que devalúa la imagen de Dios, el Dios de la vida, y atenta contra la dignidad de todo hombre, mujer y niño.
Como católicos coreanos, herederos de una noble tradición, ustedes están llamados a valorar este legado y a transmitirlo a las generaciones futuras. Lo cual requiere de todos una renovada conversión a la Palabra de Dios y una intensa solicitud por los pobres, los necesitados y los débiles de nuestra sociedad.
Con esta celebración, nos unimos a toda la Iglesia extendida por el mundo que ve en María la Madre de nuestra esperanza. Su cántico de alabanza nos recuerda que Dios no se olvida nunca de sus promesas de misericordia . María es la llena de gracia porque «ha creído» que lo que le ha dicho el Señor se cumpliría. En ella, todas las promesas divinas se han revelado verdaderas. Entronizada en la gloria, nos muestra que nuestra esperanza es real; y también hoy esa esperanza, «como ancla del alma, segura y firme», nos aferra allí donde Cristo está sentado en su gloria.
Esta esperanza, queridos hermanos y hermanas, la esperanza que nos ofrece el Evangelio, es el antídoto contra el espíritu de desesperación que parece extenderse como un cáncer en una sociedad exteriormente rica, pero que a menudo experimenta amargura interior y vacío. Esta desesperación ha dejado secuelas en muchos de nuestros jóvenes. Que los jóvenes que nos acompañan estos días con su alegría y su confianza no se dejen nunca robar la esperanza.
Dirijámonos a María, Madre de Dios, e imploremos la gracia de gozar de la libertad de los hijos de Dios, de usar esta libertad con sabiduría para servir a nuestros hermanos y de vivir y actuar de modo que seamos signo de esperanza, esa esperanza que encontrará su cumplimiento en el Reino eterno, allí donde reinar es servir. Amén».
Texto completo del discurso del Papa a los participantes de la VI Jornada de la Juventud Asiática en el Santuario de Solmoe. SEúL, 15 de agosto de 2014 (Zenit.org)
- Queridos jóvenes amigos:
«¡Qué bueno es que estemos aquí!» (Mt 17,4). Estas palabras fueron pronunciadas por san Pedro en el Monte Tabor ante Jesús transfigurado en gloria. En verdad es bueno para nosotros estar aquí juntos, en este Santuario de los mártires coreanos, en los que la gloria del Señor se reveló en los albores de la Iglesia en este país. En esta gran asamblea, que reúne a jóvenes cristianos de toda Asia, casi podemos sentir la gloria de Jesús presente entre de nosotros, presente en su Iglesia, que abarca toda lengua, pueblo y nación, presente con el poder de su Espíritu Santo, que hace nuevas, jóvenes y vivas todas las cosas.
Les doy las gracias por su calurosa bienvenida y por el don de su entusiasmo, sus canciones alegres, sus testimonios de fe y las bellas manifestaciones de sus variadas y ricas culturas. Gracias, especialmente, a los tres jóvenes que han compartido sus esperanzas, inquietudes y preocupaciones; las he escuchado con atención, y no las olvidaré. Agradezco a monseñor Lazzaro You Heung-sik sus palabras de introducción y les saludo a todos ustedes desde lo más hondo del corazón.
Esta tarde quisiera reflexionar con ustedes sobre un aspecto del lema de esta Sexta Jornada de la Juventud Asiática: «La gloria de los mártires brilla sobre ti».
Así como el Señor hizo brillar su gloria en el heroico testimonio de los mártires, también quiere que resplandezca en sus vidas y que, a través de ustedes, ilumine la vida de este vasto Continente. Hoy, Cristo llama a la puerta de sus corazones. Él les llama a despertar, a estar bien despejados y atentos, a ver las cosas que realmente importan en la vida. Y, más aún, les pide que vayan por los caminos y senderos de este mundo, llamando a las puertas de los corazones de los otros, invitándolos a acogerlo en sus vidas.
Este gran encuentro de los jóvenes asiáticos nos permite también ver algo de lo que la Iglesia misma está destinada a ser en el eterno designio de Dios. Junto con los jóvenes de otros lugares, ustedes quieren construir un mundo en el que todos vivan juntos en paz y amistad, superando barreras, reparando divisiones, rechazando la violencia y los prejuicios. Y esto es precisamente lo que Dios quiere de nosotros. La Iglesia pretende ser semilla de unidad para toda la familia humana. En Cristo, todos los pueblos y naciones están llamados a una unidad que no destruye la diversidad, sino que la reconoce, la reconcilia y la enriquece.
Qué lejos queda el espíritu del mundo de esta magnífica visión y de este designio. Cuán a menudo parece que las semillas del bien y de la esperanza que intentamos sembrar quedan sofocadas por la maleza del egoísmo, por la hostilidad y la injusticia, no sólo a nuestro alrededor, sino también en nuestros propios corazones. Nos preocupa la creciente desigualdad en nuestras sociedades entre ricos y pobres. Vemos signos de idolatría de la riqueza, del poder y del placer, obtenidos a un precio altísimo para la vida de los hombres. Cerca de nosotros, muchos de nuestros amigos y coetáneos, aun en medio de una gran prosperidad material, sufren pobreza espiritual, soledad y callada desesperación. Parece como si Dios hubiera sido eliminado de este mundo. Es como si un desierto espiritual se estuviera propagando por todas partes. Afecta también a los jóvenes, robándoles la esperanza y, en tantos casos, incluso la vida misma.
No obstante, éste es el mundo al que ustedes están llamados a ir y dar testimonio del Evangelio de la esperanza, el Evangelio de Jesucristo, y la promesa de su Reino. En las parábolas, Jesús nos enseña que el Reino entra humildemente en el mundo, y va creciendo silenciosa y constantemente allí donde es bien recibido por corazones abiertos a su mensaje de esperanza y salvación. El Evangelio nos enseña que el Espíritu de Jesús puede dar nueva vida a cada corazón humano y puede transformar cualquier situación, incluso aquellas aparentemente sin esperanza. Éste es el mensaje que ustedes están llamados a compartir con sus coetáneos: en la escuela, en el mundo del trabajo, en su familia, en la universidad y en sus comunidades. Puesto que Jesús resucitó de entre los muertos, sabemos que tiene «palabras de vida eterna» (Jn 6,68), y que su palabra tiene el poder de tocar cada corazón, de vencer el mal con el bien, y de cambiar y redimir al mundo.
Queridos jóvenes, en este tiempo el Señor cuenta con ustedes. Él entró en su corazón el día de su bautismo; les dio su Espíritu en el día de su confirmación; y les fortalece constantemente mediante su presencia en la Eucaristía, de modo que puedan ser sus testigos en el mundo. ¿Están dispuestos a decirle «sí»? ¿Están listos?
(Texto improvisado en italiano)
Ahora me debo ir. Espero contar con su presencia en estos días y hablar de nuevo con ustedes cuando nos reunamos el domingo para la Santa Misa. Mientras tanto, demos gracias al Señor por el don de haber transcurrido juntos este tiempo, y pidámosle la fuerza para ser testigos fieles y alegres de su amor en todos los rincones de Asia y en el mundo entero.
Que María, nuestra Madre, los cuide y mantenga siempre cerca de Jesús, su Hijo. Y que los acompañe también desde el cielo san Juan Pablo II, iniciador de las Jornadas Mundiales de la Juventud. Con gran afecto, les imparto a todos ustedes mi bendición.
Texto completo del discurso de bienvenida del Papa en Corea del Sur. CIUDAD DEL VATICANO, 14 de agosto de 2014 (Zenit.org)
- Señora Presidenta,
Excelentísimos Miembros del Gobierno y Autoridades Civiles, Ilustres miembros del Cuerpo Diplomático,
Queridos amigos:
Es una gran alegría para mí venir a Corea, la “tierra de la mañana tranquila”, y descubrir no sólo la belleza natural del País, sino sobre todo de su gente así como su riqueza histórica y cultural. Este legado nacional ha sufrido durante años la violencia, la persecución y la guerra. Pero, a pesar de estas pruebas, el calor del día y la oscuridad de la noche siempre han dejado paso a la tranquilidad de la mañana, es decir, a una esperanza firme de justicia, paz y unidad. La esperanza es un gran don. No nos podemos desanimar en el empeño por conseguir estas metas, que son un bien, no sólo para el pueblo coreano, sino para toda la región y para el mundo entero.
Agradezco a la Presidenta, Señora Park Geun-hye, su cordial recibimiento. Mi saludo se dirige a ella y a los distinguidos miembros del Gobierno. Quiero dar las gracias también a los miembros del Cuerpo Diplomático y a todos los presentes, que han colaborado activamente en la preparación de mi visita. Muchas gracias por su acogida, que me ha hecho sentir en casa desde el primer momento.
Mi visita a Corea tiene lugar con ocasión de la VI Jornada de la Juventud Asiática, que reúne a jóvenes católicos de todo este vasto continente para una gozosa celebración de la fe común. Durante esta visita, además, proclamaré beatos a algunos coreanos que murieron mártires de la fe cristiana: Pablo Yun Ji-chung y sus 123 compañeros. Estas dos celebraciones se complementan una a otra. La cultura coreana ha sabido entender muy bien la dignidad y la sabiduría de los ancianos y reconocer su puesto en la sociedad. Nosotros, los católicos, honramos a nuestros mayores que sufrieron el martirio a causa de la fe, porque estuvieron dispuestos a dar su vida por la verdad en que creían y que guiaba sus vidas. Ellos nos enseñan a vivir totalmente para Dios y haciendo el bien a los demás.
Un pueblo grande y sabio no se limita sólo a conservar sus antiguas tradiciones, sino que valora también a sus jóvenes, intentando transmitirles el legado del pasado aplicándolo a los retos del presente. Siempre que los jóvenes se reúnen, como en esta ocasión, es una preciosa oportunidad para escuchar sus anhelos y preocupaciones. Además, esto nos hace reflexionar sobre el modo adecuado de transmitir nuestros valores a la siguiente generación y sobre el tipo de mundo y sociedad que estamos construyendo para ellos. En este sentido, considero particularmente importante en este momento reflexionar sobre la necesidad de transmitir a nuestros jóvenes el don de la paz.
Esta llamada tiene una resonancia especial aquí en Corea, una tierra que ha sufrido durante tanto tiempo la ausencia de paz. Por mi parte, sólo puedo expresar mi reconocimiento por los esfuerzos hechos a favor de la reconciliación y la estabilidad en la península coreana, y animar estos esfuerzos, porque son el único camino seguro para una paz estable. La búsqueda de la paz por parte de Corea es una causa que nos preocupa especialmente, porque afecta a la estabilidad de toda la región y de todo el mundo, cansado de las guerras.
La búsqueda de la paz representa también un reto para cada uno de nosotros y en particular para quienes entre ustedes tienen la responsabilidad de defender el bien común de la familia humana mediante el trabajo paciente de la diplomacia. Se trata del reto permanente de derribar los muros de la desconfianza y del odio promoviendo una cultura de reconciliación y de solidaridad. La diplomacia, como arte de lo posible, está basada en la firme y constante convicción de que la paz se puede alcanzar mediante la escucha atenta y el diálogo, más que con recriminaciones recíprocas, críticas inútiles y demostraciones de fuerza.
La paz no consiste simplemente en la ausencia de guerra, sino que es “obra de la justicia” (cf. Is 32,17). Y la justicia, como virtud, requiere la disciplina de la paciencia; no se trata de olvidar las injusticias del pasado, sino de superarlas mediante el perdón, la tolerancia y la colaboración. Requiere además la voluntad de fijar y alcanzar metas ventajosas para todos, poner las bases para el respeto mutuo, para el entendimiento y la reconciliación. Me gustaría que todos nosotros podamos dedicarnos en estos días a la construcción de la paz, a la oración por la paz y a reforzar nuestra determinación de conseguirla.
Queridos amigos, sus esfuerzos como representantes políticos y ciudadanos están dirigidos en último término a construir un mundo mejor, más pacífico, más justo y próspero, para nuestros hijos. La experiencia nos enseña que en un mundo cada vez más globalizado, nuestra comprensión del bien común, del progreso y del desarrollo debe ser no sólo de carácter económico sino también humano. Como la mayor parte de los países desarrollados, Corea afronta importantes problemas sociales, divisiones políticas, inequidades económicas y está preocupada por la protección responsable del medio ambiente. Es importante escuchar la voz de cada miembro de la sociedad y promover un espíritu de abierta comunicación, de diálogo y cooperación. Es asimismo importante prestar una atención especial a los pobres, a los más vulnerables y a los que no tienen voz, no sólo atendiendo a sus necesidades inmediatas, sino también promoviendo su crecimiento humano y espiritual. Estoy convencido de que la democracia coreana seguirá fortaleciéndose y que esta nación se pondrá a la cabeza en la globalización de la solidaridad, tan necesaria hoy: esa solidaridad que busca el desarrollo integral de todos los miembros de la familia humana.
En su segunda visita a Corea, hace ya 25 años, san Juan Pablo II manifestó su convicción de que «el futuro de Corea dependerá de que haya entre sus gentes muchos hombres y mujeres sabios, virtuosos y profundamente espirituales» (8 octubre 1989). Haciéndome eco de estas palabras, les aseguro el constante deseo de la comunidad católica coreana de participar plenamente en la vida del país. La Iglesia desea contribuir a la educación de los jóvenes, al crecimiento del espíritu de solidaridad con los pobres y los desfavorecidos y a la formación de nuevas generaciones de ciudadanos dispuestos a ofrecer la sabiduría y la visión heredada de sus antepasados y nacida de su fe, para afrontar las grandes cuestiones políticas y sociales de la nación.
Señora Presidenta, Señoras y Señores, les agradezco de nuevo su bienvenida y su acogida. El Señor los bendiga a ustedes y al querido pueblo coreano. De manera especial, bendiga a los ancianos y a los jóvenes que, preservando la memoria e infundiéndonos ánimo, son nuestro tesoro más grande y nuestra esperanza para el futuro.
Catholic Calendar
and Daily Meditation
Sunday, August 17, 2014
Twentieth Sunday in Ordinary Time
Scripture for Sunday's Liturgy of the Word:
http://new.usccb.org/bible/readings/081714.cfm
Isaiah 56:1, 6-7
Psalm 67:2-3, 5, 6, 8
Romans 11:13-15, 29-32
Matthew 15:21-28
A reflection on today's Sacred Scriptures:
One of the coldest words in the English language is "outsider." That is, someone who is excluded from a community or group. If you are an "outsider," someone has excluded you and said, in effect, that you don't belong! That means there are those who consider themselves "insiders."
At the time of Jesus, the Jews considered themselves as chosen by God for His special favors. This conviction kept them apart from all other groups. In today's Gospel, Jesus Himself told the Canaanite woman that she was an outsider, and that He had been sent only to the house of Israel. But, because of her persistence, He gave in and healed her daughter.
We wonder what the Jewish crowd must have thought! We wonder if they pondered the words of Isaiah, which we hear read to us today as the first reading. This prophet (called "Third Isaiah") tells them that God no longer wants them to be "insiders." They had just returned from exile in Babylon, and were probably open to God's decision to allow foreigners also to worship and offer sacrifice on His holy mountain, "for my house shall be called a house of prayer for all peoples."
In today's second reading from St. Paul to the Romans, we learn that the early Christians had to struggle with this problem too. Remember, they were once pious Jews as well. How astounded they were at the enthusiasm, the faith and the holiness of the Gentile converts! St. Paul explains that both Jew and Gentile had disobeyed God, and both Jew and Gentile had received mercy and had been offered redemption.
What a challenge to us Catholics today who are sometimes too smug or self-righteous to share our faith with other Christians and those of other religions! We must learn to open our hearts to all the "outsiders," even those of no religion, and those who have left another religion, those whom we find it difficult to love. We must not let timidity or pride or even fear hold us back. To drag our feet is to risk going against Jesus' own prayer before He died on the Cross: "that they all may be one, as you, Father, are in me and I in you, that the world may believe that you sent me."
(John 17:21)
As a priest, I have often asked converts what took them so long to decide to become Catholic. Many times I had gotten the reply, "No one ever invited me!" Wouldn't it be a good thing if once in a while, we could say to a friend or relative, or a neighbor, "Have you ever thought of becoming a Catholic?" If they show interest, then say to them, "Well, I would like to invite you now!"
Msgr. Paul Whitmore | email: pwhitmore29( )yahoo.com
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Reflexión a las lecturas del domingo veinte del Tiempo Ordinario - A ofrecida por el scerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
Domingo 20º del T. Ordinario A
La Liturgia de este domingo nos trae un mensaje acerca de la universalidad de la salvación: Jesucristo ha venido para todos.
A nosotros nos resulta algo ya sabido porque lo hemos conocido y vivido desde niños; pero no siempre se entendió así, y, con alguna frecuencia, la Palabra de Dios nos lo recuerda.
El pueblo de Israel tuvo siempre una conciencia muy viva de ser el pueblo elegido; y, por medio de él, se incorporarían los demás pueblos a la salvación. Recordemos aquella crisis tan grave que tuvo lugar en la Iglesia Primitiva, cuando lo de los judaizantes (Hch 15, 1-2).
Cuando leemos el Evangelio, constatamos que Jesús tiene una clara conciencia de que había sido enviado solamente al pueblo de Israel, como había sucedido con los profetas. Éstos también habían anunciado, de algún modo, la universalidad de la salvación, como escuchamos en la primera lectura de hoy. En este contexto, las palabras del texto no deben parecernos extrañas: “Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel”. Y también: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselos a los perritos”. Y cuando manda a los apóstoles de dos en dos, les dice: "No vayáis a tierra de paganos ni entréis en las ciudades de Samaría, sino id a las ovejas descarriadas de Israel". (Mt. 10, 5-7).
Es por el Misterio Pascual, por el que Jesucristo hace de los dos pueblos -judíos y gentiles- un pueblo nuevo, la Iglesia. Por eso S. Pablo escribe: “Ahora, gracias a Cristo Jesús, los que en un tiempo estabais lejos, estáis cerca por la sangre de Cristo. Él es nuestra paz: El que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad. Él ha abolido la ley con sus mandamientos y decretos, para crear de los dos, en sí mismo, un único hombre nuevo, haciendo las paces. Reconcilió con Dios a los dos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz, dando muerte en Él, a la hostilidad…” (Ef 2, 13-16).
De este modo, contemplamos, en la segunda lectura, cómo S. Pablo se presenta como “apóstol de los gentiles”, al mismo tiempo que manifiesta su intensa preocupación por la suerte de los judíos.
Pero ya antes de su Muerte y Resurrección, Jesús anticipa y profetiza en algunas ocasiones, la universalidad de la salvación, acogiendo y realizando curaciones de algunos paganos, que sobresalieron por su fe, como contemplamos este domingo, en aquella mujer cananea. Ella tenía una hija con “un demonio muy malo”. Se trataba, probablemente, de alguna enfermedad grave. Y, saliendo de uno de aquellos lugares, pertenecientes al territorio de Tiro y Sidón, empieza a llamar a gritos a Jesucristo, para que le atienda. Grita y vuelve a gritar hasta “molestar” a los discípulos. Ellos interceden ante Jesús, y la mujer se puede acercar y presentarle su petición: “Señor, socórreme”. Jesús le contesta con una especie de refrán: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos”. Y como aquella mujer posee una fe humilde y viva, se coloca en su lugar: Ella era una mujer pagana y no podía venir con exigencias… Y acierta a decirle: “Tienes razón, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. El Señor quedó profundamente sorprendido de su respuesta y le dijo: “Mujer, qué grande es tu fe: Que se cumpla lo que deseas. En aquel momento quedó curada su hija”.
Cuánto valora Jesucristo la fe; una fe humilde y viva, que nos lleve a colocarnos en nuestro lugar ante Él.
Concluyamos nuestra reflexión de hoy, proclamando con el salmo responsorial: “Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben”.
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
DOMINGO 20º DEL TIEMPOP ORDINARIO A
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
En tiempos de Jesús muchos creían que sólo estaban llamados a la salvación los que practicaban la religión del pueblo de Israel. Jesús mismo quiso anunciar primero el Reino de Dios a los judíos. Escuchemos ahora una antigua profecía que nos habla de una salvación para todos.
SALMO
Todos los pueblos están llamados a la salvación, lograda por Jesucristo, el Señor. Proclamémoslo ahora todos con el salmo responsorial.
SEGUNDA LECTURA
S. Pablo expresa, en esta lectura, su preocupación por la suerte de su pueblo Israel; y sueña con el día en que se incorpore a la Iglesia de Jesucristo.
TERCERA LECTURA
Contemplamos ahora a Jesucristo en su encuentro con una mujer que no pertenecía al pueblo de Israel. Aclamémoslo, antes de escuchar el Evangelio, con el canto del aleluya.
COMUNIÓN
En la Comunión nos encontramos con el mismo Jesús del Evangelio, que ha venido para salvarnos a todos. Ojalá que nos acerquemos ahora a Él, con la fe de la mujer cananea.
Reflexión a las lecturas de la solemnidad de la Asunción de la Virgen María a los Cielos ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
La Asunción de la Virgen María
La Asunción de la Virgen María es una fiesta hermosa, alegre, y esperanzadora. Viene a confirmar nuestra fe, nuestra certeza, sobre nuestra victoria definitiva sobre la muerte. Es la Pascua de María. “Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección”, escuchamos en la segunda lectura.
Entonces, ¿por qué la gente sigue muriendo? ¿Y la resurrección? El apóstol San Pablo nos lo clarifica todo. “Pero cada uno en su puesto: Primero Cristo, como primicia, después cuando Él vuelva, todos los que son de Cristo…” “El último enemigo aniquilado será la muerte”. Por eso, todos continuamos sufriendo la muerte. Y el Apóstol añade: “Cristo tiene que reinar hasta que Dios haga de sus enemigos estrado de sus pies”.
No se trata, por tanto, de una ilusión, de una imaginación, de un deseo… Se trata de la Palabra de Dios. Es un dato fundamental de nuestra fe.
Entonces ¿qué nos dice esta gran Solemnidad?
Que la Virgen no ha tenido que esperar hasta la Venida Gloriosa del Señor, para ser glorificada, sino que terminada su vida en la tierra, ha sido llevada en cuerpo y alma al Cielo.
Por tanto, la Palabra de Dios ha comenzado a cumplirse ya, en la Virgen, Madre de Dios. Fue el Concilio el que nos enseñó que la Iglesia contempla ahora en María, lo que ella misma será un día. Ella es, por tanto, el espejo en el que podemos contemplar nuestro futuro eterno.
Hoy es un día en el que experimentamos la dicha de creer. “Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”, escuchamos en el Evangelio. En esta Solemnidad comprendemos mejor la necesidad de conservar y acrecentar nuestra fe; y también, de transmitirla a todos, especialmente, a los que lloran la muerte reciente de seres queridos.
La Santa Misa que celebramos este día es acción de gracias. ¡Cuántas gracias debemos dar al Señor, que nos concede un destino tan glorioso! Jesús nos dice: “El que come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna y yo le resucitaré en el último día” (Jn 6, 54) Por tanto, el que quiera tener vida, ya sabe dónde se encuentran las fuentes de la vida: en la Muerte y Resurrección de Cristo que, “muriendo, destruyó nuestra muerte y resucitando, restauró la vida”. (Pref. Pasc. I).
La Iglesia, que peregrina rumbo a la Eternidad gloriosa, levanta los ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos (L. G. 65) porque Ella, “asunta al Cielo, no ha olvidado su función salvadora, sino que continúa procurándonos, con su múltiple intercesión, los dones de la salvación eterna. Con su amor de Madre cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y viven entre angustias y peligros, hasta que lleguen a la patria feliz” (L. G. 62).
Es lo que experimentamos en la mayoría de las imágenes de María, por ejemplo, en la de la Virgen de la Candelaria, Patrona de nuestras islas, que recordamos y festejamos este día. En esa imagen bendita, en efecto, está representada su condición gloriosa, que contemplamos en la primera lectura. No en vano la vemos con una corona en su cabeza, con un manto enriquecido con prendas, con la luna bajo sus pies, llena de luces y flores. Y en el salmo cantamos: “De pie a tu derecha está la Reina, enjoyada con oro de Ofir”.
Toda esta grandeza ha de tener su repercusión en la vida de cada día. “Os anima a esto, nos dice San Pablo, lo que Dios os tiene reservado en los cielos…” (Col 1, 5).
Terminamos nuestra reflexión, dirigiéndonos a la Virgen y diciéndole: “Y después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre, oh clementísima, o piadosa, oh dulce Virgen María”.
SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
Dentro de un lenguaje simbólico, propio del libro del Apocalipsis, se nos presenta ahora una visión de la Iglesia, que lucha y que triunfa sobre el enemigo y sobre el mal. María es figura y primicia de esa Iglesia que un día será glorificada.
SALMO
El salmo responsorial que hoy recitamos, contempla y proclama la gloria de la Virgen María en el cielo, donde vive para siempre junto a Dios, como la reina de una antigua corte real.
SEGUNDA LECTURA
Entre la glorificación de Cristo y de todos los cristianos cuando Él vuelva, se sitúa la glorificación de María, llevada en cuerpo y alma al Cielo. Es la solemnidad que hoy celebramos. Escuchemos.
TERCERA LECTURA
En la Asunción de María llegan a su punto culminante las palabras de su célebre cántico: “Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí.
COMUNIÓN
El Banquete de la Eucaristía en el que participamos ahora, es un anticipo del Banquete festivo del Cielo, hacia donde nos dirigimos como peregrinos; y al mismo tiempo, es garantía de nuestra futura resurrección.
Ojalá participemos siempre de la Eucaristía como lo hacía María, la Madre del Señor.
Reflexiones del obispo de San Cristobal de las Casas, Mons. Felipe Arizmendi Esquivel (Zenit.org)
La Iglesia ante las fuerzas del mal
Por Felipe Arizmendi Esquivel
VER
Un indígena me mandó esta pregunta: ¿Por qué los obispos están dormidos, mientras el sistema nos está comiendo y destruyendo? Se refería particularmente a que no hemos hablado lo suficiente sobre las recientes reformas estructurales aprobadas en nuestro país, que algunos consideran un avance muy notable, mientras otros las condenan y las califican como un despojo, sobre todo para los más pobres. ¿Qué nos toca hacer y decir en este y otros puntos?
En varias partes, se abren más y más cantinas; se consume droga; hay secuestros, asesinatos y violencia; la corrupción invade todo; hay decepción con las autoridades, que no cumplen sus obligaciones; sigue la marginación de la mujer; algunos programas oficiales crean dependencia; se ven con desconfianza proyectos carreteros y empresariales. ¿Qué nos toca hacer como Iglesia ante el dolor y muerte de nuestro pueblo? ¿Limitarnos a rezar y celebrar ritos? ¿Permanecer indiferentes e insensibles? ¿O nos toca cambiar las estructuras y los gobiernos? ¿Qué corresponde a la jerarquía eclesiástica, y qué a los fieles laicos?
PENSAR
El Papa Benedicto XVI, en su Encíclica Deus caritas est, afirma: “La Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de realizar la sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia. Debe insertarse en ella a través de la argumentación racional y debe despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre exige también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar. La sociedad justa no puede ser obra de la Iglesia, sino de la política. No obstante, le interesa sobremanera trabajar por la justicia esforzándose por abrir la inteligencia y la voluntad a las exigencias del bien” (No. 28).
Y en Caritas in Veritate, dice sobre lo mismo: “La Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer y no pretende de ninguna manera mezclarse en la política de los Estados. No obstante, tiene una misión de verdad que cumplir en todo tiempo y circunstancia en favor de una sociedad a medida del hombre, de su dignidad y de su vocación. Para la Iglesia, esta misión de verdad es irrenunciable. Su doctrina social es una dimensión singular de este anuncio: está al servicio de la verdad que libera” (No. 9).
Sobre este asunto, dice el Papa Francisco: “Si bien el orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la política, la Iglesia no puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia. Todos los cristianos, también los Pastores, están llamados a preocuparse por la construcción de un mundo mejor. De eso se trata, porque el pensamiento social de la Iglesia es ante todo positivo y propositivo, orienta una acción transformadora, y en ese sentido no deja de ser un signo de esperanza que brota del corazón amante de Jesucristo” (EG 183).
ACTUAR
Como jerarquía, no nos toca poner y quitar gobiernos, elaborar leyes, distribuir los impuestos, ejercer cargos civiles. Pero es nuestro deber pastoral hacer caer en la cuenta a las autoridades y a los pueblos sobre lo que da vida y lo que trae muerte a la comunidad. Permitir, tolerar o autorizar, por ejemplo, la proliferación de cantinas, quizá mediante dádivas corruptas, es un grave daño para el pueblo, y hay que luchar contra ello; sin embargo, nuestra tarea no es cerrar cantinas, sino evangelizar, para que cuando alguien pase por ellas, aunque le ofrezcan el licor, lo rechace con toda conciencia y libertad. El pueblo sabrá si organiza otras acciones, siempre y cuando sean pacíficas y no dañen a terceros.
Nuestro deber pastoral es ayudar al pueblo a analizar si un proyecto, una carretera, o una serie de leyes le benefician o le perjudican, teniendo siempre como criterio la Palabra de Dios, el proceder de Jesús. No nos podemos eximir de procurar la justicia y el respeto a los derechos sobre todo de los más indefensos, de los presos y migrantes, de las mujeres, los jóvenes y los ancianos; pero nuestra fuerza para que el mundo cambie son la Palabra de Dios, la oración y la cercanía con el pueblo sufriente.
"La libertad religiosa es un derecho humano"
“Ustedes son los que han permanecido
siempre conmigo en medio de mis pruebas”
Lc 22,28
Las imágenes que nos llegan desde Irak por los medios de comunicación, nos hacen testigos de un drama humano al que no podemos ser indiferentes. La violenta persecución a las comunidades cristianas que se desencadenó en estas últimas semanas en el norte de ese país, presentan el doloroso rostro de un pueblo que padece a raíz de la intolerancia de un grupo con sus semejantes. Ancianos, niños y mujeres embarazadas son tratados con un rigor inhumano y ya son numerosos los muertos en ese destierro forzado.
El Papa Francisco oró por ellos diciendo: “Nuestros hermanos son perseguidos, son expulsados, deben dejar sus casas sin tener la posibilidad de llevarse nada consigo. A estas familias y a estas personas quiero expresarles mi cercanía y mi constante oración. Queridos hermanos y hermanas perseguidos, yo sé cuánto sufren, yo sé que han sido despojados de todo. ¡Estoy con ustedes en la fe en Aquel que venció el mal!” (20 de julio)
La historia nos enseña que la intolerancia viene de la mano con la más cruel de las violencias, y lo primero que se pierde es la paz, tan necesaria para la convivencia humana. Las naciones que no aceptan ni valoran la pluralidad religiosa se aíslan de la comunidad internacional y se cierran a la cultura del encuentro. Lo que es más grave, para llevar a cabo su crueldad, invocan el nombre de Dios, que es Padre de todos los hombres.
Por el contrario, cuando se respira la libertad religiosa y la tolerancia virtuosa ordena la convivencia humana entre distintas confesiones, nos permiten aspirar a un mundo más humano, bello y posible, para que todos podamos profesar libremente nuestros ideales trascendentes y vivir la dimensión espiritual del amor a Dios y al prójimo. Nunca la fe en Dios puede justificar la violencia, la discriminación y la muerte.
Los obispos argentinos nos sumamos a la oración del Papa Francisco e invitamos a todos los hombres de buena voluntad a sumarse a esta plegaria. Así elevamos las manos al Dios de la paz y el bien, al Dios clemente y misericordioso: para que cese la persecución a los cristianos y demás creyentes, reine la paz, vuelva la concordia y la razonable convivencia entre los iraquíes; que superando la intolerancia se privilegie el respeto por el derecho de toda persona a profesar libremente sus creencias.
Por este motivo solicitamos que el próximo fin de semana en todas las celebraciones eucarísticas se incluya de manera particular esta intención, y ponemos bajo el manto de Nuestra Señora de la Paz a nuestros hermanos que sufren violencia y persecución.
168º Reunión de la Comisión Permanente
Conferencia Episcopal Argentina
Buenos Aires, 13 de agosto de 2014
Comentario a la liturgia dominical por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor y director espiritual en el seminario diocesano Maria Mater Ecclesiae de são Paulo (Brasil). (Zenit.org)
Domingo XX Ciclo A Textos: Is 56, 1.6-7; Rm 11, 13-15.29-32; Mt 15, 21-28
Idea principal: Dios en Cristo ofrece la salvación a todos, sin excepción.
Resumen del mensaje: ¿Cómo debemos comportarnos con aquellos que no son cristianos, que son distintos a nosotros, de otro credo, de otra religión, de otros puntos de vista políticos o sociales? ¿También se salvarán? La Palabra de Dios de este domingo arroja luz a este problema que se puede dar en nuestra vida: ¡fuera el racismo y el nacionalismo excluyente en nuestra vida! El racismo no sólo de raza, sino también de color, de cultura, de religión, de profesión, de opinión. Dios ha venido a salvar a todos en Cristo Jesús (segunda lectura). La salvación no es un privilegio nacionalista de algunos que cumplen la ley fríamente o se creen mejores (primera lectura). Pero para recibir esta salvación, Cristo pide fe y humildad (evangelio), pues sólo Jesús salva a quien se abre a Él.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, la primera lectura es clara: antes de Cristo sólo había judíos, el pueblo escogido por Dios, y paganos, el resto. La tentación de los primeros –los judíos- fue la de cerrarse en sí mismos y considerar a todos los demás como inmundos, pecadores y excluidos. Parecería que sólo ellos –los judíos- se salvarían. Pero ya Isaías hoy nos dejó una puerta abierta: los extranjeros pueden también adherirse al Señor y servirlo. ¿Condiciones? Si aceptan la Ley, pueden entrar y formar parte del pueblo de la Alianza, y Dios aceptará sus sacrificios y el templo de Dios será casa de oración para todos los pueblos. Pero, ¿es suficiente sólo esto?
En segundo lugar, ¿qué pasó a ese pueblo escogido por Dios cuando Cristo llegó? No se quisieron abrir a la sorpresa de Dios. Si antes estaban cerrados a los paganos, ahora se cierran al mismo Dios encarnado que ha venido para traer la salvación a todos, sin excepción, porque ellos esperaban otro tipo de mesías, político y grandioso. Para abrirnos a esta salvación, Cristo en el evangelio pide la fe. Por eso alabó a esa mujer pagana sirofenicia y le concedió el milagro de la curación de su hija. Pero Cristo la prueba para saber si realmente su fe es auténtica y humilde. Las palabras duras de Cristo en vez de desanimar a esa mujer, le hacen más firme su fe y su oración humilde: “me conformo con las migajas para mi hija”. No es la pertenencia al pueblo judío lo que salva, sino la fe en el Enviado de Dios. No es la raza, sino la disposición de cada uno ante la oferta de Dios. Cristo hoy alaba a esta buena mujer, que no es judía. Mientras que muchas veces tiene que criticar la poca fe de los “oficialmente buenos”, los del pueblo elegido, y también nosotros. Cristo tuvo que corregir muchas veces ese “racismo” que se basaba en que ellos eran “hijos de Abrahán”. Y les pedía que fueran seguidores de Abrahán, no tanto por la herencia racial, sino por la fe.
Finalmente, ¿a qué nos llama Cristo hoy en este domingo? ¡Fuera racismo, prejuicios, discriminación, mentalidad elitista y exclusiva! Todos solemos tener problemas anímicos y de piel a la hora de incluir en nuestra esfera de convivencia a gentes de otra cultura o religión o edad, o a los de ideología política distinta. La primera reacción, ante estas personas, es la desconfianza, y las discriminamos fácilmente. La Iglesia católica nos pide un diálogo interreligioso basado en el respeto y comprensión para superar los prejuicios. La Iglesia nos pide, como dijo el Papa Francisco en su viaje a Tierra Santa, el ecumenismo de sangre, porque por las venas de cuantos creemos en Cristo -ortodoxos, católicos, anglicanos, luteranos- corre la sangre del Redentor. No es que todas las religiones sean iguales. Pero toda persona puede ser fiel a Dios según la conciencia en la que ha sido formada, y puede darnos ejemplos más hermosos como el de la fe que Jesús alabó en la mujer cananea. No miremos a los forasteros con suspicacia, ni a los jóvenes con impaciencia, ni a los adultos con indiferencia, ni a los pobres con disgusto, ni al tercer mundo con desinterés, ni a los alejados de la fe con autosuficiencia, ni a los de otra lengua o cultura con recelo disimulado. Cristo, si tiene alguna preferencia, es para con los débiles y marginados.
Para reflexionar: ¿Ya he leído del Concilio Vaticano II los siguientes documentos: Unitatis Redintegratio, sobre el ecumenismo, y Nostra Aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas? ¿Tengo caridad cristiana y amplitud de miras en las relaciones con todas las personas, a la vez que doy testimonio de fidelidad a mis convicciones católicas? ¿Cómo trato a los forasteros, a los inmigrantes, a los desconocidos, a los turistas?
Cualquier sugerencia o duda pueden comunicarse con el padre Antonio a este email: [email protected]
Comentario a la liturgia dominical - Asunción de la Virgen María por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor y director espiritual en el seminario diocesano Maria Mater Ecclesiae de são Paulo (Brasil). (Zenit.org)
Ciclo A: Ap 11, 19; 12, 1-6.10; 1 Co 15, 20-27; Lc 1, 39-56
Idea principal: Hoy celebramos la fiesta del primer ser humano –María- que, después de Cristo su Hijo, experimentó la victoria total contra la muerte, también corporalmente. No estamos hechos para la muerte sino para la vida, para la resurrección (segunda lectura).
Resumen del mensaje: Este ha sido el último dogma proclamado por el Papa Pío XII el 1 noviembre de 1950: “Pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”. Después de haber luchado contra todos los enemigos de nuestra alma (primera lectura) y gracias a que Cristo venció el último enemigo –la muerte- (segunda lectura), Dios nos concederá la resurrección de nuestro cuerpo.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, ¿qué significa que María fue elevada al cielo en cuerpo y alma? María, como primera seguidora de Jesús, es la primera cristiana y la primera salvada por la Pascua de su Hijo; participa ya de la victoria de su Hijo, y es elevada a la gloria definitiva en cuerpo y alma. El motivo de este privilegio lo formula bien el prefacio de hoy: “con razón no quisiste, Señor, que conociera la corrupción del sepulcro la mujer que, por obra del Espíritu, concibió en su seno al autor de la vida, Jesucristo”. ¿Por qué este privilegio? Porque Ella fue radicalmente dócil en su vida respondiendo con un “sí” total a su vocación, desde la humildad radical (evangelio). Ella estuvo siempre con Jesús, hasta el final, luchando contra el dragón que quería devorar a su Hijo (primera lectura).
En segundo lugar, ¿qué significa para nosotros esta fiesta? En María se condensa nuestro destino. Al igual que su “sí” fue representante del nuestro, también el “sí” de Dios a Ella, glorificándola, es un “sí” a todos nosotros, que somos sus hijos. Señala el destino que Él nos prepara, si vencemos los dragones del mal que nos acechan (segunda lectura) y si caminamos en la fe y en la humildad como María (evangelio). Nuestro destino es la resurrección final en cuerpo y alma, como María que la obtuvo antes, como premio a su fe, humildad y a su vida sin pecado, y para poder abrazar a su Hijo querido y preparar junto con Él un lugar para nosotros.
Finalmente, esta fiesta nos infunde esperanza y optimismo en nuestra vida. El destino de nuestra vida no es la muerte, sino la vida. Toda la persona humana, cuerpo y espíritu, está destinada a la vida. Nuestro cuerpo tiene, pues, una grandísima dignidad; no podemos profanarlo ni mancharlo. Lo que Dios ha hecho en María, lo hará en nosotros. Lo creemos. Lo esperamos. Lo deseamos. Nuestra historia tendrá un final feliz. No terminamos en el sepulcro, sino en la resurrección de nuestro cuerpo. Y la Eucaristía que recibimos semanalmente o diariamente es un anticipo de lo que será nuestra gloria futura: “quien come mi Carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo le resucitaré el último día”. La Eucaristía es como la semilla y la garantía de la vida inmortal para los seguidores de Jesús. Lo que María consiguió –la glorificación definitiva-, nosotros también lo conseguiremos, como fruto de la Pascua de Cristo.
Para reflexionar: al pensar en la resurrección final, ¿me lleno de alegría y optimismo al saber por la fe que mi destino es la vida y no la muerte en el sepulcro? Ya aquí en la tierra, ¿estoy sembrando las semillas de la inmortalidad y resurrección en mi cuerpo, comulgando el Cuerpo de Cristo en la Eucaristía? Esta fiesta de María, ¿me invita a llevar una vida de santidad, de fe, de humildad y de amor?
Cualquier sugerencia o duda pueden comunicarse con el padre Antonio a este email: [email protected]
Reflexión de monseñor Rubén Oscar Frassia, obispo de Avellaneda-Lanús, en el programa radial Compartiendo el Evangelio (Domingo 10 de agosto de 2014) (AICA)
Pedir con fe para sanar nuestros miedos
Después de la multiplicación de los panes, Jesús obligó a los discípulos que subieran a la barca y pasaran antes que él a la otra orilla, mientras él despedía a la multitud. Después, subió a la montaña para orar a solas. Y al atardecer, todavía estaba allí, solo. La barca ya estaba muy lejos de la costa, sacudida por las olas, porque tenían viento en contra. A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se asustaron. "Es un fantasma", dijeron, y llenos de temor se pusieron a gritar. Pero Jesús les dijo: "Tranquilícense, soy yo; no teman". Entonces Pedro le respondió: "Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua". "Ven", le dijo Jesús. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar sobre el agua en dirección a él. Pero, al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como empezaba a hundirse, gritó: "Señor, sálvame". En seguida, Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: "Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?". En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó. Los que estaban en ella se postraron ante él, diciendo: "Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios". (San Mateo 14, 22-33)
Estamos ante una escena muy hermosa. Jesús, después de haber dado de comer a tanta gente, después de haber rezado, despide a los Apóstoles y luego va caminando sobre el agua hacia la barca y ellos creen ver un fantasma. La importancia de esto es que todos estamos representados en este simbolismo.
La barca es el mundo, la vida. El mar y el viento son los vaivenes, las dificultades, las contrariedades de la vida que cada uno tiene como familia, como sociedad y en estas vicisitudes o problemas se producen los miedos. Miedos personales, sicológicos, morales, sociales, laborales; miedo a vivir en pánico, con stress, cansancio, depresión, ¡y tantas cosas más!
Hay dos cosas importantes que quiero destacar: la primera es que la presencia de Cristo da firmeza, seguridad. Cristo sana, cura y tiene poder sobre la naturaleza, sobre las cosas creadas. En segundo lugar, Cristo nos pide que tengamos confianza en Él. Es decir que no por la fuerza de uno sino por la fuerza de Él en uno, uno puede obrar.
Muchas veces no obramos, o no tenemos fuerza, porque no confiamos en que Él puede obrar en nosotros. Es importante pedir “¡Señor, aumenta mi fe!” Tenemos pruebas en cantidades de que si uno pide a Dios, Dios obra; si le pedimos que nos escuche, nos escucha; si le pedimos que intervenga, interviene. Además de intervenir, Dios cambia nuestro corazón. Cuántas veces para salir de un vicio, de un pecado, de una debilidad, de una dificultad, si lo pedimos con fe somos curados.
Vamos a pedir al Señor que aumente nuestra fe y que la Virgen Santísima, Nuestra Señora de la Asunción, nos proteja como diócesis, como familia, como comunidades, como Iglesia, también como existencia y presencia en este mundo.
Les dejo mi bendición: en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén
Mons. Rubén Oscar Frassia, obispo de Avellaneda-Lanús
Alocución de monseñor José María Arancedo, arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz (9 de agosto de 2014) (AICA)
Solemnidad de la Asunción de la Virgen María
El próximo 15 de agosto celebramos la Solemnidad de la Asunción de la Virgen María. Hablamos de una mujer cercana a nosotros, de alguien que pertenece a nuestra misma condición humana. Esto, al tiempo que nos habla de su condición de criatura, de hija de Dios, nos habla también de una mujer única en el proyecto de Dios. Esta realidad que la hace única no la aleja de nosotros, por el contrario, la convierte en modelo de nuestro caminar de hijos de Dios, de discípulos de Jesucristo y de miembros de la Iglesia. Al dirigir nuestra mirada hacia Ella contemplamos nuestra vocación de criaturas y lo que estamos llamados a ser en el plan de Dios: hijos, discípulos y misioneros. Ella es un signo providencial en este camino de Dios hacia nosotros, que tiene su plenitud en Jesucristo, que se convierte en testimonio de fe y de generosa entrega.
Esto nos permite hablar de la relación entre Jesucristo, María y la Iglesia en el marco del plan de Dios. Ello no compromete el lugar ni la supremacía absoluta de Jesucristo, sino que nos habla de la pedagogía de Dios que llega a nosotros utilizando medios humanos; María ha sido la elegida para ser la madre de su Hijo. Sólo desde Jesucristo, por ello, comprendemos el lugar de María como la misión de Iglesia. Una devoción a la Virgen, por lo mismo, que no tenga su fuente en Jesucristo, ni su ámbito en la Iglesia, no pertenece al proyecto de Dios, diría que no es auténtica. La vida de la Virgen María, por haber sido elegida para ser la madre del Hijo de Dios, ha sido objeto de una mirada y de un cuidado especial en el plan de Dios.
A esta mirada y cuidado especial la podemos ver en esas intervenciones de Dios, me refiero a su Inmaculada Concepción que celebramos el 8 de diciembre, y a su Asunción que celebraremos el 15 de agosto: preservada, primero del pecado original y, luego, de las circunstancias físicas de la muerte. La fe de la Iglesia ha conservado en su memoria estas acciones de Dios en ella de un modo constante e ininterrumpido. Esto nos lleva a hablar, ante todo, del camino de Dios en ella. Esta realidad siempre ha sido vivida en la Iglesia como una verdad que nace de la misma Palabra de Dios, recibida y trasmitida por la tradición y que ha sido la fuente de la devoción del pueblo cristiano. La vida y la misión de la Virgen no es una creación de la fe del pueblo, ni de la Iglesia, sino una obra de Dios. Además, María nos es presentada en el Evangelio como un modelo de vida cristiana que nos enseña, con su vida y testimonio, como con sus breves palabras y silencio, a escuchar a Jesucristo. Así, la devoción a la Virgen es garantía de una sólida y madura fe en Dios, que nos lleva a Jesucristo y nos muestra el camino para ser miembros vivos de su Cuerpo, que es la Iglesia. Al ser la primera discípula y misionera de Jesucristo, Ella es modelo de espiritualidad y vida eclesial.
Reciban de su obispo, junto a mi afecto y oraciones, mi bendición en el Señor y María Santísima.
Mons. José María Arancedo, arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz
El papa Francisco antes de rezar el domingo, 10 de Agosto de 2014, la oración del ángelus, comentó delante de la multitud reunida en la Plaza de San Pedro, el episódio evangélico de Jesús que camina sobre las aguas mientras la tempestad azota la barca en donde se encuentran los discípulos. (Zenit.org)
«El evangelio de hoy nos presenta el episodio de Jesús que camina sobre las aguas del lago. Después de la multiplicación de los panes y de los peces, Él invita a los discípulos a su subir a la barca y a esperarle en la otra orilla, mientras se despide de la multitud y después se retira solo a rezar en el monte, hasta la noche tarde.
Y mientras tanto en el lago se levantó una fuerte tempestad, y justamente en medio de la tempestad Jesús va a la barca de los discípulos, caminando sobre las aguas del lago. Cuando los discípulos lo ven se asustan, piensan que es un fantasma, pero Él los tranquiliza: “Coraje, soy yo, no tengan miedo”.
Pedro con el arrojo que le caracteriza le pide casi una prueba: “Señor si eres tú, hazme caminar hacia ti sobre las aguas”; y Jesús le dice “¡Ven!”. Pedro baja de la barca y pone a caminar sobre el agua, pero el viento fuerte azota y comienza a hundirse. Entonces grita: “¡Señor, sálvame!”, y Jesús le tiende la mano y lo levanta.
Esta narración es una hermosa imagen de la fe del apóstol Pedro. En la voz de Jesús que le dice “Ven”, él reconoce el eco del primer encuentro orillas de aquel mismo lago y en seguida, nuevamente, deja la barca y va hacia el Maestro. ¡Y camina sobre las aguas! La respuesta confiada y pronta al llamado del Señor hace cumplir siempre cosas extraordinarias.
Jesús ahora mismo nos decía que nosotros somos capaces de hacer milagros con nuestra fe: la fe en Él, en su palabra, la fe en su amor.
En cambio, Pedro comienza a hundirse cuando que quita la mirada de Jesús y se deja influenciar por las circunstancias que lo circundan.
Pero el Señor está siempre allí, y cuando Pedro lo invoca, Jesús lo salva del peligro. En la persona de Pedro, con sus entusiasmos y debilidades, se describe nuestra fe: siempre frágil y pobre, inquieta y a pesar de todo victoriosa, la fe del cristiano camina hacia el Señor resucitado, en medio a las tormentas y peligros del mundo.
Es muy importante también la escena final: “Apenas subieron a la barca en viento cesó. Aquellos que estaban en la barca se postraron delante de Él diciéndole: '¡Realmente eres el Hijo de Dios!'”.
En la barca están todos los discípulos, unidos por la experiencia de la debilidad, de la duda, del miedo, de la 'poca fe'. Pero cuando en esa barca sube Jesús, el clima inmediatamente cambia: todos se sienten unidos en la fe en Él. Todos pequeños y asustados se vuelven grandes en el momento en el cual se arrodillan y reconocen en su maestro al Hijo de Dios.
Cuantas veces también a nosotros nos sucede lo mismo: sin Jesús, lejos de Jesús nos sentimos miedosos e inadecuados, a tal punto que pensamos no poder lograr nada. Falta la fe, pero Jesús está siempre con nosotros y escondido quizás, pero presente y siempre pronto a sostenernos.
Esta es una imagen eficaz de la Iglesia: una barca que tiene que enfrentar la tempestad y a veces parece estar a punto de ser embestida.
Lo que la salva no es el coraje ni la calidad de sus hombres, pero la fe, que permite caminar también en la oscuridad, en medio a las dificultades. La fe nos da la seguridad de la presencia de Jesús, siempre a nuestro lado, de su mano que nos aferra para sustraernos a los peligros. Todos nosotros estamos en esta barca, y aquí nos sentimos seguros a pesar de nuestros límites y nuestras debilidades. Nos encontramos seguros especialmente cuando nos ponemos de rodillas y adoramos a Jesús, el único Señor de nuestra vida. A esto nos llama siempre nuestra Madre, la Virgen. A ella nos dirigimos con confianza».
Después de rezar la oración del ángelus, Santo Padre dijo:
«Queridos hermanos y hermanas, nos dejan incrédulos y desapuntados las noticias que llegan desde Irak: miles de personas entre las cuales tantos cristianos, son expulsados brutalmente de sus casas; niños que mueren de sed y de hambre durante la fuga; mujeres secuestradas; violencias de todo tipo; destrucción del patrimonio religioso, histórico y cultural.
Todo esto ofende gravemente a Dios y a la humanidad. ¡No se lleva el odio en nombre de Dios! ¡No se hace la guerra en nombre de Dios!
Agradezco a quienes con coraje están llevando ayuda a estos hermanos y hermanas, y confío que una eficaz solución política y a nivel internacional pueda detener estos crímenes y restablecer el derecho.
Para poder asegurarles mejor mi cercanía a estas queridas poblaciones he nombrado como enviado personal a Irak, al cardenal Fernando Filoni.
También en Gaza, después de una tregua ha recomenzado la guerra, que produce víctimas inocentes y que sólo empeora el conflicto entre israelíes y palestinos.
Recémosle juntos al Dios de la paz, por intercesión de la Virgen María: dona la paz Señor, en nuestros días y vuélvenos artífices de la justicia y de la paz.
Recemos también por las víctimas del virus 'ébola' y por quienes están luchando para detenerlo.
Saludo a todos los peregrinos y romanos, en particular a los jóvenes de Verona, Cazzago San Martino, Sarmeola y Mestrino, y a las jóvenes scout de Treviso.
Desde el miércoles próximo hasta el lunes 18 realizaré un viaje apostólico en Corea: ¡Por favor, les pido que me acompáñen con la oración, lo necesito!
Gracias, y a todos les deseo ¡Buona doménica e buon pranzo, arrivederci!».
(Texto debobinado y traducido por H. Sergio Mora)
Reflexiones del obispo de San Cristobal de las Casas, Mons. Felipe Arizmendi Esquivel (Zenit.org)
La familia es cuestionada
Por Felipe Arizmendi Esquivel
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Me llama la atención cuántas dudas surgen en relación con el matrimonio y la familia y cuánto desconcierto hay. ¡Cuántos cuestionamientos a su modelo tradicional! ¡Cuántos riesgos a su estabilidad y fidelidad!
En un programa semanal que tengo en la radio, con frecuencia me llegan preguntas y mensajes como estos:
Vivo con un hombre muy violento, pero apenas conocí a un muchacho que me trata como reina; ¿qué hago, porque tengo miedo por mis hijos?
Soy una mujer dejada con hijos. ¿Será pecado de adulterio meterse con un muchacho de 26 años, siendo yo una mujer de 45?
Me enamoré de un hombre casado. Dice que me quiere y que se quiere casar conmigo, pero ya tiene hijo. Yo también lo quiero mucho. ¿Qué hago?
Soy madre soltera. El papá de mis hijas dice que me ama, pero tiene a su familia y vive con su esposa; ¿qué me aconseja hacer?
Tenía 27 años de casada. Mi esposo y yo participábamos activamente en la Iglesia. Sucedió que mi padre se enfermó y yo lo he cuidado; por ello, mi esposo me dejó a mí y a mis hijos. La mujer con la que mi esposo me dejó vive en la misma calle donde vivimos. No he superado esto; he caído en una depresión y siento que Dios me ha abandonado.
A una niña, cuando era bebé, su mamá la dejó con su abuela. A los 14 años de edad, su papá la violó y ella abortó. Denunció al agresor y por eso su abuela la corrió de su casa. La quiero visitar. ¿Cómo le digo que Dios la ama?
Mi hijo se juntó con una mujer que tiene dos niños. La había dejado, pero le dije que fuera a cuidar a los niños; pero también mi hijo se fue. ¿Hice bien o hice mal?
A veces no entiendo a mi esposo, porque en su trabajo y con las mujeres se porta muy bien, pero a nosotros que somos su familia ni un favor nos quiere hacer; por eso pienso que él tiene otra mujer.
¿Cómo puede aconsejarme, para decirle a mi papá que estoy embarazada? No sé cómo decirle y me siento mal al verlo. Mi mamá ya lo sabe y mis hermanas también. El papá de mi bebé se va a hacer responsable, pero no vamos a vivir juntos, porque él es casado. Ojalá me pueda guiar.
PENSAR
El Papa Francisco, en su Exhortación sobre La Alegría del Evangelio, nos dice: “La familia atraviesa una crisis cultural profunda, como todas las comunidades y vínculos sociales. En el caso de la familia, la fragilidad de los vínculos se vuelve especialmente grave porque se trata de la célula básica de la sociedad, el lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros y donde los padres transmiten la fe a sus hijos. El matrimonio tiende a ser visto como una mera forma de gratificación afectiva que puede constituirse de cualquier manera y modificarse de acuerdo con la sensibilidad de cada uno. Pero el aporte indispensable del matrimonio a la sociedad supera el nivel de la emotividad y el de las necesidades circunstanciales de la pareja. Como enseñan los obispos franceses, no procede ‘del sentimiento amoroso, efímero por definición, sino de la profundidad del compromiso asumido por los esposos que aceptan entrar en una unión de vida total’. El individualismo postmoderno y globalizado favorece un estilo de vida que debilita el desarrollo y la estabilidad de los vínculos entre las personas, y que desnaturaliza los vínculos familiares” (Nos. 66-67).
ACTUAR
Quienes tenemos responsabilidades pastorales y educativas en la comunidad, hemos de prestar particular atención a estas situaciones que están viviendo las personas y las familias, y que acuden a nosotros en espera de orientación y de apoyo. No podemos ceder a los falsos profetas que todo lo toleran, con tal de quedar bien con cierta opinión pública, sino ser fieles al plan de Dios sobre el matrimonio, y a la vez muy sensibles a los sufrimientos de las personas. Tampoco hemos de ser fariseos legalistas y condenar lo que no concuerda con nuestro tradicional modo de pensar, sino ponernos en el lugar de esas personas y ayudarles como lo haría Jesús.
Sigamos educando a los jóvenes en la nobleza del matrimonio definitivo y estable entre un hombre y una mujer, abierto a la generación de nuevas vidas, y formándoles para valorar la castidad en el noviazgo y la madurez que es llegar vírgenes ellos y ellas al matrimonio.
XIX Domingo Ordinario por Mons. Enrique Díaz Diaz (Zenit.org)
Dame tu mano, Señor
I Reyes 19, 9, 11-13: “Quédate en el monte porque el Señor va a pasar”
Salmo 84: “Muéstranos, Señor, tu misericordia”
Romanos 9, 1-5: “Hasta quisiera verme separado de Cristo, si esto fuera para bien de mis hermanos”
San Mateo 14, 22-33: “Mándame ir a ti caminando sobre el agua”
El accidente fue terrible. A la joven señora “le habían agarrado las prisas”, tenía un compromiso importante y sentía que no llegaría a tiempo. Así, imprudentemente, iba a exceso de velocidad y tomó una curva sin precaución. Pronto empezó a derrapar y el auto se quedó sin control, dio varias volteretas y terminó volcado a la orilla de la carretera. La joven terminó con graves heridas pero gracias a Dios ya casi está bien. Nos comenta con angustia sus recuerdos: “Cuando sentí que el auto derrapaba, me quedé inmovilizada por el temor, como si todos mis miembros se hubieran engarrotado y solamente esperé el encontronazo. No hice nada, ni desviarme, ni frenar, ni cubrirme el rostro. El miedo me paralizó y después ya no supe nada”. Paralizarse por el miedo, no hacer nada, son las peores soluciones a los problemas.
Jesús siempre es exigente y a muchos les provoca pánico el seguirlo. San Mateo lo dibuja caminando sobre las aguas frente a los discípulos para mostrarnos las reacciones que suscita. Al surgir entre la neblina de la madrugada trae a la memoria de aquellos pescadores sus fantasmas ancestrales. Marineros, experimentados y curtidos, en muchas ocasiones les había tocado luchar y trabajar en el fragor de la tormenta y en medio de los vientos pero ahora tienen miedo. La escena tiene mucho de simbólico. Desde que acompañan al maestro van apareciendo constantes dificultades que obstaculizan la construcción del Reino: la oposición de las autoridades tanto civiles como religiosas, la presión de la gente, la lucha por el poder que condena Jesús, la exigencia de despojo, el cargar la cruz, el servicio como primordial, el perdón y tantas otras novedades que se les van clavando en el corazón. Es una tormenta que se abate sobre la pequeña comunidad de discípulos. Así, la narración se mueve en los dos niveles: el acontecimiento de la tormenta y las dificultades que atraviesa la comunidad. En los dos casos, Jesús se muestra no como un fantasma, sino como alguien muy cercano que tiende la mano, que los lanza a caminar sobre las aguas de la inseguridad y del miedo, que es hijo de Dios.
También hoy, Jesús aparece para mucha gente como un fantasma y le tienen miedo. Un fantasma que con su doctrina de igualdad y liberación puede poner en riesgo el sistema neoliberal; un fantasma que con su pasión por la vida y por el respeto a la dignidad de cada persona, cuestiona las ambiciones y la vida placentera a la que el mundo convoca; un fantasma que con sus exigencias de rectitud y justicia pone en evidencia la economía del más fuerte. Un fantasma que cuestiona toda nuestra filosofía actual, porque nos dice que es más importante el servir que el servirse; que hay mayor valor en el dar que en el apoderarse; que es más grande el más pequeño. Y a este “fantasma” se le ataca, se le denigra o se le desprecia. Preferimos ignorarlo, o decir que es invención y dejarlo a un lado sin hacerle mucho caso, con temor, sin comprometernos con Él. Y sin embargo Jesús nos dice: “Tranquilícense y no teman. Soy yo”, con todo lo que estas palabras significan. La manifestación de un Dios, “Yo soy”, que viene a dar paz y a tomarnos de la mano, un Dios que navega con nosotros en medio de las peores tempestades. No viene para quitar las tempestades, sino para asegurarnos su presencia en medio de ellas y junto con Él vencerlas a pesar de nuestros miedos.
El Papa Francisco nos asegura que los procesos del Reino son siempre lentos y riesgosos y que a veces el miedo nos paraliza demasiado. Si dejamos que las dudas y temores sofoquen toda audacia, es posible que, en lugar de ser creativos, simplemente nos quedemos cómodos y no provoquemos avance alguno y, en ese caso, no seremos partícipes de procesos históricos con nuestra cooperación, sino simplemente espectadores de un estancamiento infecundo de la Iglesia. No es malo tener miedo, lo malo es quedarse inmóvil. El miedo es el instinto de conservación, la señal de alarma, que nos pone en guardia ante el peligro. El grito de Pedro, “¡Sálvame, Señor!”, es el grito de todo cristiano que confía firmemente en su Señor a pesar de sus miedos y angustias. Todo parecería seguir igual después de este grito, su oración y clamor no lo dispensan de buscar soluciones concretas y comprometidas a los problemas. Pero todo cambia si en el fondo del corazón se despierta esa confianza en Dios. Dios no es un fantasma, como algunos han querido hacernos ver. La experiencia de Dios, el sentirnos en su mano, es el paso más decisivo de nuestra existencia para encontrar nuestra verdadera esencia y nuestra plena realización. Dios es una mano tendida que nadie nos puede quitar, no es un fantasma. Jesús es el amor de Dios hecho mano que salva, que acompaña, que consuela, que atiende.
Como Elías que descubrió a Dios en el susurro del viento, estemos atentos al paso del Señor y descubramos su presencia porque con frecuencia hemos querido reducir a Jesús a una especie de fantasma, a una imagen o amuleto… y solamente acudimos a Él, en contadas ocasiones, pero no para los momentos importantes y decisivos de nuestra vida, no para el acontecer diario donde se fraguan las grandes obras… ha quedado como fuera de nuestra vida. Experimentemos a este Jesús tan cercano, que se da tiempo para despedir a la gente, que le roba tiempo al descanso para hacerlo plegaria, que acompaña al discípulo en la tormenta, que nos lanza a caminar sobre las aguas de los miedos y temores, que tiende la mano a quien se hunde ¿Cómo vives y experimentas a Jesús en tu vida? ¿Cómo lo haces presencia en tu diario caminar? ¿Cómo te dejas acompañar de Él en tus miedos e inseguridades? ¿A qué le temes de la propuesta de Jesús?
Dios, Padre Bueno y lleno de ternura, mira mis miedos y mis fantasmas, dame la audacia y el valor para, de la mano de tu Hijo Jesús, caminar en la construcción del Reino. Amén.
Reflexión a las lecturas del domingo diecinueve del Tiempo Ordinario- A ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
Domingo 19º del T. Ordinario A
La imagen de Cristo caminando sobre el Lago embravecido, ha sido siempre algo muy querido para los cristianos. Con frecuencia, se compara a la Iglesia y a la misma vida del cristiano con una barca, surcando el mar de la existencia. Y es fácil que surja la tormenta. En el Lago de Galilea es un fenómeno normal y frecuente.
Después de aquella jornada de la Multiplicación de los panes y los peces, Jesús urge a los discípulos a pasar a la otra orilla, mientras Él se queda para despedir a la gente; luego sube a la montaña y en oración… Allí encuentra paz y sosiego después de aquel día tan intenso. Y desde allí contempla a los discípulos agobiados, luchando en medio del Lago, porque “el viento era contrario”. Entonces va en su ayuda caminando tranquilo sobre el mar, en medio de la tempestad.
¡Jesús caminando tranquilo sobre el oleaje! ¡Qué imagen más hermosa y más admirable! No deberíamos olvidarla nunca. Cuánta paz, confianza y consuelo despierta en nosotros.
¡Sobre el mar, tantas veces embravecido de nuestra vida, camina también el Señor! ¡Él es más fuerte que cualquier tempestad! Y cuando Él quiera, volverá la calma. En un primer momento, hasta la misma ayuda Dios se convierte para ellos en una gran dificultad. ¡Creen ver un fantasma! Se asustan y gritan. ¡Lo que faltaba! ¡Ahora, en la noche, en medio de la tormenta, un fantasma! Gracias que Jesús les grita enseguida: “¡Soy Yo, no tengáis miedo!” En nuestros problemas y dificultades es muy importante mantener la confianza en el poder de Dios, en su amor y en su misericordia. Alguna vez puede darnos la impresión de que Dios no está, de que se ha olvidado de nosotros, de que es impotente como nosotros. Sin embargo, Él está siempre con nosotros, siempre dispuesto a ayudarnos. Aunque pensemos, en un primer momento, que es un fantasma.
Pedro quiere ir hacia Jesús caminando sobre el mar, pero duda, desconfía, le entra miedo y comienza a hundirse. Y es hermosa, simpática, la actitud del Señor, cogiéndole de la mano y reprochándole su falta de fe.
Cuando S. Mateo escribía el Evangelio, los cristianos, probablemente, estarían siendo perseguidos. La barca de la Iglesia estaría, por tanto, zarandeada por olas gigantescas, el enorme oleaje de la persecución. En ese contexto, los cristianos recordarían estos hechos de la vida del Señor, porque les infundía valor, fortaleza y confianza. Y nunca faltan persecuciones en la vida de la Iglesia. Nunca faltan dificultades en la vida de los cristianos, en nuestra vida. También ahora, los cristianos están siendo perseguidos en muchos lugares de la tierra. El Vaticano II nos presenta a la Iglesia como peregrina “entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios”. “…Está fortalecida, dice, con la fuerza del Señor Resucitado, para poder superar con paciencia y amor todos los sufrimientos y dificultades, tanto interiores como exteriores, y revelar en el mundo el misterio de Cristo, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo su esplendor al final de los tiempos”. (L.G. 8) Cuando llegue la hora de Dios, Él mismo subirá a la barca y entonces amainará el viento y pasará la tempestad. Entonces, postrados ante la grandeza y el poder de Dios, diremos a Jesús lo mismo que los discípulos en la barca: “Realmente eres Hijo de Dios”.
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
DOMINGO 19º DEL TIEMPO ORDINARIO A
Moniciones
PRIMERA LECTURA
Escuchemos una bella página del Antiguo Testamento. El profeta Elías, perseguido por la reina Jezabel que le busca para matarle, huye hasta la Montaña donde Dios, en otro tiempo, había hablado a Moisés. Allí Dios se le manifiesta de una manera inusual e inesperada para él. Escuchemos con atención y con fe.
SEGUNDA LECTURA
Como en los domingos anteriores, escucharemos ahora la lectura de la Carta de S. Pablo a los cristianos de Roma. Hoy nos manifiesta su enorme preocupación por la suerte de su pueblo, Israel, que no ha reconocido a Jesús como el Mesías, el enviado del Padre. Escuchemos.
TERCERA LECTURA
En el Evangelio contemplamos a Jesucristo retirándose a orar a la montaña, tras la intensa jornada que culminó con la Multiplicación de los panes. De madrugada, acude en ayuda de los discípulos, que luchan en medio del Lago, en medio de una gran tormenta.
Aclamémosle con el canto del aleluya.
COMUNIÓN
En la Comunión nos encontramos con el Señor, que camina sobre el oleaje de nuestra vida, de la vida de la Iglesia. Manifestémosle nuestra fe y nuestra confianza.
Homilía de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, en el Día del Ex Alumno (Seminario Mayor "San José", 6 de agosto de 2014)
La transfiguración de Jesús y la nuestra
Una razón de calendario nos hace celebrar hoy el Día de Ex Alumno en coincidencia con la fiesta de la Transfiguración del Señor. Esta circunstancia nos invita ante todo a contemplar este misterio, como si nosotros mismos acompañáramos a aquellos tres dichosos apóstoles elegidos por Cristo para subir con Él a la montaña.
En su obra Jesús de Nazaret, Josef Ratzinger - Benedicto XVI hace notar el papel de la montaña como el lugar de una cercanía particular de Dios con los hombres, de tal modo que en los montes suceden acontecimientos importantes de la vida de Jesús. Enumera así el de la tentación, el de su predicación, inmortalizada como Sermón de la Montaña, el monte de la oración, el de la transfiguración, el de la angustia (Getsemaní), el Calvario, sitio donde ocurrió la crucifixión y la muerte, y finalmente el de la ascensión. Esta figura remite como antecedente a las montañas del Antiguo Testamento en las que se produjo la revelación de Dios: Sinaí, Horeb, Moria.
El monte simboliza la subida, tanto la exterior cuanto la interior: allí se respira el aire puro de la creación; allí se puede contemplar al Creador, escuchar de él palabras decisivas, quedar deslumbrados y ser atraídos por la belleza divina. Cuando hablamos de Dios solemos destacar su Ser perfectísimo, como corresponde al que Es; su Verdadabsoluta por la cual son verdaderas todas las verdades; su Bondad, que es fuente de todo bien. Pero frecuentemente olvidamos su Belleza. Esa belleza se refleja en la persona de Jesús, que es Luz de Luz; en la misteriosa escena de la transfiguración su rostro brilló como el sol y sus vestiduras se tiñeron de un blanco fulgurante. Los tres evangelios sinópticos se complementan en la descripción del acontecimiento, pero además habría que fijar la mirada en los íconos orientales que lo representan, los cuales no han sido pintados con una intencionalidad estética sino en virtud de un designio teológico admirable, que mueve a la contemplación del misterio. En la transfiguración de Jesús culmina la revelación de su filiación divina y de su pascua: se oye la voz del Padre que señala a su Hijo muy amado, y en la conversación con Moisés y Elías se habla de la partida de Jesús que iba a cumplirse en Jerusalén.
Advirtamos que, por añadidura, la escena revela la futura transformación de los hombres por la gracia del bautismo y la esperanza de los fieles en la resurrección final. Entre el bautismo y la resurrección, la vida cristiana es un proceso de transfiguración. San Pablo, en la Segunda Carta a los Corintios dice: Nosotros, con el rostro descubierto reflejamos, como en un espejo, la gloria del Señor, y somos transfigurados a su propia imagen con un esplendor cada vez más glorioso, por la acción del Señor, que es Espíritu (2 Cor. 3, 18). El texto paulino y los relatos de Mateo y Marcos emplean el mismo verbo griego para referirse a la transfiguración de Jesús y a la nuestra: en el primer caso se dice metemorphothe –así escriben los evangelistas– y en el segundo, en el caso de nuestra transformación, Pablo escribe, en plural, metamorphoúmetha. Queda claro que nuestra transfiguración se modela sobre la de Cristo. Cito a este propósito un texto elocuente de la tradición; es de Dionisio Areopagita: Alcemos los ojos hacia la cima y recibamos en paz el Rayo benéfico de Cristo que es el Bien absoluto y que trasciende todo bien; que su Luz nos eleve hasta las divinas operaciones de su Bondad. ¿No es acaso Él, que habiendo creado todo, quiere que todas las creaturas vivan tan cercanas a Él y que participen de la comunidad con Él en cuanto sea posible a cada una participar?
Lo que ocurrió en la montaña de la transfiguración incumbe también al sentido del ministerio apostólico, del cual nosotros participamos, en diverso grado presbíteros y obispos. No me parece una exageración pensar que en la actitud de los tres afortunados apóstoles puede verse un modelo que ilustra el momento original y la fuente continua de nuestro sacerdocio. Ellos subieron con Cristo y quisieron quedarse en la cima para siempre. Interpretando el deseo de sus dos compañeros, lo expresó Pedro, deslumbrado: es bueno quedarnos aquí; hagamos tres carpas... no para ellos sino para Jesús, Moisés y Elías. Digamos entre paréntesis que es como si estuviera evocando la fiesta judía de Sukkot, de las Carpas. Pero quizá también percibía la continuidad entre el Tabor y el cielo. Nosotros también tenemos que subir y asimilarnos allá arriba a la luz del Señor Resucitado, y contemplar cómo se refleja en Él la belleza del Dios Trino. Sin embargo es preciso bajar llevando esa carga dulcísima, inigualable, para compartirla con los hombres, para conducirlos a la comunión con Dios, que es el objeto principal de nuestro ministerio. En el llano damos testimonio de lo que vimos y vivimos en la cima. Quiero decir que si no subimos cada día y nos demoramos un rato, siquiera un rato en la contemplación del Señor, si no nos dejamos envolver por la claridad de la transfiguración, nuestro descenso al campo del servicio cotidiano, tan variado y muchas veces agitado y exigente hasta el extremo del cansancio, no podrá rendir frutos verdaderos. Nos amenazaría, además, la tentación del fastidio, de la desesperanza, o por el contrario, el escapismo del acomodo, de la mundanidad.
Bajar significa trabajar, ejercer un oficio que es servicio. El filón de una tradición desviada se ha detenido muchas veces –antaño especialmente– en ponderar, como se decía entonces, la excelsa dignidad del sacerdocio –que la tiene, sin duda, si se lo comprende como un servicio, que eso significa ministerio, en latín y en castellano. Nuestro servicio consiste en dar de comer a nuestro pueblo del pan de la Palabra y el de la Eucaristía, servicio sostenido por la coherencia de una vida que responda íntegramente a la vocación recibida. Pero hay algo más que debemos a nuestro pueblo: le debemos a los pobres el pan material y cotidiano, el pan de una plena humanización, la que corresponde a la dignidad de la persona y que sólo el Evangelio puede dar. La Iglesia es su depositaria, y nosotros en ella; sólo este don que es caridad activa alcanza una eficacia duradera, más allá de las ideologías y de su predominio circunstancial.
La oración y el ejemplo de vida autentifican nuestro servicio y tornan transparente nuestra palabra, hacen de ella Palabra de Dios. Hay que trabajar y orar como nos enseñan Vianney y Brochero, contemplativos y activísimos, cada uno según su época y con su estilo. En uno de sus Sermones, San Francisco de Sales presentaba una ingeniosa clasificación de los pastores. Según él hay cuatro clases: los que ni hacen ni dicen –se refiere a la predicación y a la vida–; éstos son ignorantísimos y estúpidos, ¡así los califica! Los que dicen y no hacen y por eso causan escándalo; los que hacen pero no dicen son más o menos tolerables; son óptimos, en cambio, los que dicen y hacen. ¡Ojalá nosotros podamos caber en esta cuarta categoría, y ratifiquemos con nuestra acción y nuestra vida lo que predicamos!
Añado otros dos valores que enriquecen la vida sacerdotal: la mansedumbre y la alegría. La mansedumbre no debe confundirse con la cobardía o la blandura ñoña. Se trata de aprender de Cristo: aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y así encontrarán alivio (Mt. 11, 29). El trato asiduo con la gente puede causar una irritación que empuja al destrato, a poner una cara y usar tales maneras que alejan y escandalizan. El alivio surge de la intimidad y la imitación del Corazón de Cristo. No es fácil alcanzar ese estado, aunque a algunos puede ayudarlos su talante natural. La mansedumbre verdadera, que solía llamarse dulzura y que el Papa Francisco llama frecuentemente ternura, es una delicada realidad sobrenatural que hay que implorar como una gracia y ensayar de continuo con una libertad empeñosa, con voluntad fuerte. Depende, sin duda, del dominio sereno de las pasiones.
También cuesta mantenerse en la alegría, a pesar de la tristeza o aun la depresión que muchas veces causan ciertas dificultades que parecen insuperables, o el tedio de la rutina diaria. Pero Jesús nos la ha dejado como herencia: Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes y ese gozo sea perfecto (Jn. 15, 11). Además, la alegría se pide: Pidan y recibirán, y tendrán una alegría que será perfecta (Jn. 16, 24). En los peores momentos, cuando el miedo o la angustia atrapan el alma, puede quedar en el fondo un residuo de alegría; debe quedar, y misteriosamente puede crecer hasta impregnar el espíritu, e incluso los sentidos, de serenidad y de paz. Después de todo, el gozo y la paz, como enseña Santo Tomás, son frutos del amor, de la caridad.
Queridos hermanos sacerdotes, queridos seminaristas: que el misterio de la Transfiguración del Señor nos ilustre y nos anime para vivir con fervor unos, y otros, preparándose seriamente y con ardor, el ministerio sacerdotal.
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata
Comentario a la liturgia dominical por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor y director espiritual en el seminario diocesano Maria Mater Ecclesiae de são Paulo (Brasil). (Zenit.org)
Domingo XIX Ciclo A Textos: 1 Re 19, 9.11-13; Rm 9, 1-5; Mt 14, 22-33
Idea principal: Barca sacudida por las olas porque el viento era contrario.
Resumen del mensaje: este es uno de los episodios evangélicos que mejor ilustra, por una parte, la situación de la comunidad cristiana (la de Mateo y la de todos los tiempos) en su histórico camino en medio de la dificultad y de la tribulación; y por otra, la presencia permanente del Señor resucitado en la barca de Pedro.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, ¿de qué barca se trata? Una barca zarandeada por las olas y el viento son un buen símbolo de tantas situaciones personales y comunitarias que se van repitiendo en la historia y en nuestra vida. Y vientos fuertes. No sólo alisios –vientos suaves, regulares, no violentos- sino también “monzones” –calientes con lluvias. Elías en la primera lectura experimentó que su barca estaba para zozobrar. Elías, después de un gran éxito, al dejar en evidencia él solo y mandar castigar delante de todo el pueblo a los más de cuatrocientos profetas y sacerdotes del dios falso Baal, sabiéndose perseguido a muerte por la reina Jezabel, tiene que huir al desierto. Estaba harto. No quería ser ya más profeta. Todo eran sinsabores. ¿Para qué seguir? ¿Y Pedro en el evangelio? Su barca, símbolo de lo que sería la barca de la Iglesia, cuyo primer timonel sería él, está en situación comprometida. Parece hundirse. No hace pie. Veintiún siglos de tempestades y olas encrespadas para la barca de Pedro, comenzando con las primeras persecuciones de los emperadores romanos, pasando por las herejías y cisma, y hoy por tanta confusión doctrinal que quieren estrellar esta barca en materia moral, matrimonial, litúrgica y exegética.
En segundo lugar, ¿qué hacen Pedro y sus compañeros? El miedo se apodera de ellos. Pedro no teme porque se hunde, sino que se hunde porque teme. La duda le hace perder la seguridad y comienza a hundirse. Mateo quiere mostrar el itinerario espiritual del primer apóstol: cuando Jesús se identifica, lo reconoce; solicita su llamada y la sigue con audacia confiada; titubea, falla en el peligro y es salvado por Jesús. Figura ejemplar para la Iglesia. La comunidad en medio de la tormenta se olvida del Jesús de la solidaridad y lo ven únicamente como un fantasma que se aproxima en la oscuridad. Quieren ir hacia Él, pero se dejan amedrentar por las fuerzas adversas. El evangelio nos invita a hacer una experiencia total de Jesús, rompiendo nuestros prejuicios y nuestras seguridades. Debemos dejar que sea Él quien nos hable a través del libro de la Biblia y del libro de la vida. Cristo nos invita a no dudar nunca, pues Él está en la barca. Y nos dice: “¡Ánimo, soy Yo, no tengáis miedo!”.
Finalmente, ¿qué debemos hacer nosotros cuando parece que nos ahogamos en un vaso de agua? Entre el temor y la esperanza, debemos añorar la cercanía del Señor. Resignarse a la lejanía no es una buena señal para la fe. La fe genera confianza y ésta se manifiesta en la osadía que vence al miedo. Nos hundiremos cuando nos apoyemos sólo en nuestras fuerzas o razones. No es nuestro propio poder y saber el que nos mantiene a flote, sino la fuerza del Señor. Es buena la autoestima con tal de que no degenere en autosuficiencia. Y no nos cansemos de confesar en nuestra barca todos los días: “Realmente eres Hijo de Dios”. Este es el anuncio que se espera de nuestros labios y de nuestra vida entera. Y ayudemos desde la caridad a otras barcas que tal vez se estén ahogando.
Para reflexionar: ¿Qué olas sacuden mi barca? ¿Le grito con la fuerza de la fe a Cristo en la oración que me salve? ¿Cuántas veces he escuchado de Cristo: “Hombre de poca fe”? ¿Creía que mi vida cristiana sería un crucero de placer?
Cualquier sugerencia o duda pueden comunicarse con el padre Antonio a este email: [email protected]
Texto de la catequesis del Papa Francisco el 6 de Agosto de 2014.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En las catequesis precedentes hemos visto como la Iglesia constituye un pueblo, un pueblo preparado con paciencia y amor por Dios y al cual estamos todos llamados a pertenecer. Hoy quisiera subrayar la novedad que caracteriza este pueblo. Hay una novedad que le caracteriza. Se trata realmente de un pueblo nuevo, que se funda sobre la alianza, establecida por Jesús con el don de su vida. Esta novedad no niega el camino precedente ni se opone a él, sino que lo lleva adelante, a cumplimiento.
Hay una figura muy significativa, que actúa como una unión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento: la de Juan Bautista. Para los Evangelios sinópticos es el "precursor", el que prepara la venida del Señor, preparando al pueblo a la conversión del corazón y a la acogida de la consolación de Dios ya cercana. Para el Evangelio de Juan es el "testigo", ya que nos hace reconocer en Jesús al que viene de lo alto, para perdonar nuestros pecados, y hacer de su pueblo su esposa, primicia de la nueva humanidad.
Como "precursor" y "testigo", Juan Bautista juega un papel central en toda la Escritura, ya que hace de puente entre la promesa del Antiguo Testamento y su cumplimiento, entre las profecías y su cumplimiento en Jesucristo. Con su testimonio, Juan nos muestra a Jesús, nos invita a seguirlo, y nos dice en términos inequívocos que esto requiere humildad, arrepentimiento y conversión. Es una invitación que hace a la humildad, al arrepentimiento y a la conversión.
Como Moisés había estipulado la alianza con Dios, en virtud de la Ley recibida en el Sinaí, así Jesús, desde una colina junto al lago de Galilea, entrega a sus discípulos y a la multitud una nueva enseñanza que comienza con las bienaventuranzas. Moisés desde la Ley en el Sinaí, y Jesús, el Nuevo Moisés, desde la nueva Ley en la orilla del lago de Galilea.
Las Bienaventuranzas son el camino que Dios muestra como respuesta al deseo de felicidad inherente en el hombre, y perfeccionan los mandamientos de la Antigua Alianza. Estamos acostumbrados a aprender los diez mandamientos, seguro, todos ustedes lo saben. En la catequesis los aprendieron. Pero no estamos acostumbrados a aprender las bienaventuranzas. Vamos a probar de recordarlas y grabarlas en nuestros corazones. Hacemos una cosa, yo diré una detrás de otra. Yo digo una y ustedes la repiten.
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos.
¡Muy bien! Les doy una tarea para casa, una tarea para hacer en casa. Tomen el Evangelio, el que llevan con ustedes, recuerden que deben llevar siempre un pequeño Evangelio con ustedes en el bolsillo, en el bolso. O el que tengan en casa. Del Evangelio, en los primeros capítulos de Mateo, el 5, están las bienaventuranzas. Y hoy, mañana, en casa, léanlo. ¿Lo harán? Y no lo olviden porque es la Ley que nos da Jesús. Gracias.
En estas palabras está toda la novedad traída por Cristo. Y toda la novedad de Cristo está en estas palabras. De hecho, las Bienaventuranzas son el retrato de Jesús, su forma de vida; y son el camino de la verdadera felicidad, que también nosotros podemos recorrer con la gracia que Jesús nos da.
Además de la nueva Ley, Jesús nos enseña también el "protocolo" sobre el que seremos juzgados: porque al final del mundo seremos juzgados. ¿Y qué preguntas se harán allí? ¿Cuáles serán estas preguntas? ¿Cuál es el protocolo sobre el que se juzgará? Es lo que encontramos en el capítulo 25 del Evangelio de Mateo.
Hoy la tarea es leer el quinto capítulo del Evangelio de Mateo, donde están las bienaventuranzas. Y también leer el 25, donde está el protocolo, las preguntas que nos harán el día de juicio.
No tendremos títulos, créditos o privilegios para presentarnos. El Señor nos reconocerá si nosotros lo hemos reconocido en el pobre, en el hambriento, en el indigente y marginado, en quien sufre y está solo. Y este es uno de los criterios fundamentales de verificación de nuestra vida cristiana, sobre la cual Jesús nos invita a medirnos cada día.
Yo leo las bienaventuranzas, pienso como debe ser mi vida cristiana y después hago el examen de conciencia con este capítulo 25 de Mateo. Cada día. Nos hará bien, porque son cosas sencillas pero concretas.
Queridos amigos, la nueva alianza consiste precisamente en esto: en reconocer, en Cristo, envuelto de la misericordia y de la compasión de Dios. Es esto que llena nuestro corazón de alegría, y es esto que hace de nuestra vida un testimonio hermoso y creíble del amor de Dios para todos los hermanos que encontramos cada día.
Recuerden la tarea. Capítulo 5 de Mateo y capítulo 25 de Mateo.+
Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio del domingo diecinueve del Teimpo Ordinario - A.
EN MEDIO DE LA CRISIS
No es difícil ver en la barca de los discípulos de Jesús, sacudida por las olas y desbordada por el fuerte viento en contra, la figura de la Iglesia actual, amenazada desde fuera por toda clase de fuerzas adversas y tentada desde dentro por el miedo y la poca fe. ¿Cómo leer este relato evangélico desde la crisis en la que la Iglesia parece hoy naufragar?
Según el evangelista, “Jesús se acerca a la barca caminando sobre el agua”. Los discípulos no son capaces de reconocerlo en medio de la tormenta y la oscuridad de la noche. Les parece un “fantasma”. El miedo los tiene aterrorizados. Lo único real es aquella fuerte tempestad.
Este es nuestro primer problema. Estamos viviendo la crisis de la Iglesia contagiándonos unos a otros desaliento, miedo y falta de fe. No somos capaces de ver que Jesús se nos está acercando precisamente desde esta fuerte crisis. Nos sentimos más solos e indefensos que nunca.
Jesús les dice tres palabras: “Ánimo. Soy yo. No temáis”. Solo Jesús les puede hablar así. Pero sus oídos solo oyen el estruendo de las olas y la fuerza del viento. Este es también nuestro error. Si no escuchamos la invitación de Jesús a poner en él nuestra confianza incondicional, ¿a quién acudiremos?
Pedro siente un impulso interior y sostenido por la llamada de Jesús, salta de la barca y “se dirige hacia Jesús andando sobre las aguas”. Así hemos de aprender hoy a caminar hacia Jesús en medio de la crisis: apoyándonos, no en el poder, el prestigio y las seguridades del pasado, sino en el deseo de encontrarnos con Jesús en medio de la oscuridad y las incertidumbres de estos tiempos.
No es fácil. También nosotros podemos vacilar y hundirnos como Pedro. Pero lo mismo que él, podemos experimentar que Jesús extiende su mano y nos salva mientras nos dice: “Hombres de poca fe, ¿por qué dudáis?”.
¿Por qué dudamos tanto? ¿Por qué no estamos aprendiendo apenas nada nuevo de la crisis? ¿Por qué seguimos buscando falsas seguridades para “sobrevivir” dentro de nuestras comunidades, sin aprender a caminar con fe renovada hacia Jesús en el interior mismo de la sociedad secularizada de nuestros días?
Esta crisis no es el final de la fe cristiana. Es la purificación que necesitamos para liberarnos de intereses mundanos, triunfalismos engañosos y deformaciones que nos han ido alejando de Jesús a lo largo de los siglos. Él está actuando en esta crisis. Él nos está conduciendo hacia una Iglesia más evangélica. Reavivemos nuestra confianza en Jesús. No tengamos miedo.
José Antonio Pagola
Red evangelizadora BUENAS NOTICIAS
10 de Agosto de 2014
19 del Tiempo Ordinario - A
Mt 14, 22-33
Homilía monseñor Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas, para el domingo XVIII durante el año (3 de Agosto 2014) (AICA)
“La alegría de dar la vida”
Hace algunos domingos reflexioné sobre un tema central, aunque bastante olvidado entre los titulares que ocupan los espacios de nuestro tiempo. El tema que reflexionamos fue sobre la santidad especialmente como algo alcanzable para cualquier cristiano. La Iglesia siempre ha propuesto ejemplos o modelos a imitar, enseñándonos que la santidad es posible. A algunos les puede parecer poco interesante reflexionar sobre la santidad, y sin embargo como consecuencia de esta omisión de ideales y la ausencia de hombres y mujeres comprometidos y con deseos de santidad, nos ha llevado a encontrarnos en este inicio de siglo con una profunda crisis de valores, sumergidos en el reino de la mediocridad.
El 4 de agosto celebraremos a un santo, San Juan María Vianney, conocido con el nombre de Santo Cura de Ars. Nació cerca de Lyon, Francia, en 1786. Sintió el llamado a la vida sacerdotal, sobre todo la experiencia del amor que Dios le tenía. Al poco tiempo de haber sido ordenado sacerdote lo enviaron como Párroco de un pequeño pueblo de Francia, llamado Ars, de no más de 300 habitantes y allí vivió con intensidad su sacerdocio. Quizá la historia podría haber concluido allí, pero su vida, oración, predicación sencilla, las horas y horas de confesionario y sus consejos, empezaron a tener repercusiones en toda Francia. Desde los lugares más remotos la gente visitaba al pequeño pueblo de Ars, porque querían conocer a ese hombre de Dios.
En este domingo al recordar al Santo Cura de Ars, quiero resaltar que la Iglesia quiso que este hombre santo fuera el patrono de los Párrocos y de aquellos sacerdotes que trabajan en las Parroquias. Creo que es una buena oportunidad para qué recemos por nuestros sacerdotes, que con sus dones y limitaciones humanas, buscan dar su vida para evangelizar, para servir a Dios y a sus hermanos. Es cierto que en varias oportunidades hago referencia a la necesidad de laicos o bien fieles cristianos que vivan esta vocación a la santidad para transformar las realidades temporales o de un mundo con tantas sombras. Pero también necesitamos sacerdotes y consagrados que vivan con radicalidad su vocación y busquen el camino de la santidad. La tarea de un Pastor es indispensable e insustituible. Es el que da su vida sin reservas para evangelizar a sus hermanos, para alimentarlos en la fe, con la Palabra, los Sacramentos, el pastoreo y con la animación de la caridad hacia los más pobres. La Misa diaria que celebra el sacerdote expresa el sentido de su vida, identificándose a Jesús que se ofreció en la Pascua, para salvar a todos.
Hoy más que nunca es clave el llamado a todos los cristianos y especialmente a los sacerdotes en esto”de donar la vida por los demás”, el amor y el sacrificio, en una época que acentúa el individualismo y la excesiva autorreferencia, tiene serias dificultades para comprender el significado profundo de la palabra Amor y “Amor donado”, teniendo al otro como sujeto y no como un mero objeto para mi uso. Por eso la Pascua, celebrada en cada Misa, sigue siendo una respuesta salvadora y sanante, en un contexto demasiado individualista y sin consideración a los otros. Nuestra Diócesis tiene un gran crecimiento poblacional y sabemos que los sacerdotes somos insuficientes para una atención más adecuada. La oración y el cuidado de nuestros sacerdotes, el rezar por las vocaciones y por nuestros seminaristas será fundamental para el futuro evangelizador de los próximos años.
Este domingo 03 de agosto, estamos celebrando al Patrono de nuestro Seminario Diocesano que lleva el nombre del Santo Cura de Ars, a las 11 horas será la Santa Misa con todos los que nos quieran acompañar. En nuestro seminario actualmente viven 25 seminaristas en las distintas etapas formativas, junto a otros jóvenes que son acompañados en su discernimiento vocacional en campamentos y en los encuentros mensuales denominados “Cafarnaúm y Emaús”. Todo ello implica algunos esfuerzos, dedicación de sacerdotes, inversión económica para apoyar el mantenimiento y el proceso que se va dando. No dudamos en afirmar con certeza que es Dios el que acompaña esta obra con su providencia. Pero todos como Iglesia debemos sentirnos responsables, por eso me animo a pedirles que sigan rezando fuerte por nuestro Seminario y seminaristas. Les agradezco todos los aportes, donaciones, bonos contribución que nos ayudan para sostener la formación de nuestros seminaristas. Dios en este lugar tan querido como nuestro Seminario manifiesta abundantemente, sobre todo en este último tiempo, su misericordia y providencia cuidando esta obra que es un fuerte signo de esperanza para la evangelización de nuestra Iglesia Diocesana.
¡Les envío un saludo cercano y hasta el próximo domingo!
Mons. Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas
Alocución de monseñor José María Arancedo, arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz (2 de agosto de 2014) (AICA)
Día del Cura Párroco
El próximo 4 de agosto celebramos la Fiesta del Santo Cura de Ars, Día del Párroco. Hablamos de un sacerdote a quién la Iglesia le confía una comunidad parroquial, para que ejerza en ella la misión de Cristo el Buen Pastor. No es un funcionario es un pastor. Cuando pongo a un sacerdote en una parroquia, siempre le recuerdo que no debe buscar ejemplos de liderazgos para la tarea que la Iglesia le encomienda, sino contemplar con ojos de fe y un corazón generoso la imagen del Jesucristo, el Buen Pastor, él es nuestra fuente y modelo. El Documento de Aparecida lo dice claramente: “La primera exigencia es que el párroco sea un auténtico discípulo de Jesucristo, porque sólo un sacerdote enamorado del Señor puede renovar una parroquia. Pero, al mismo tiempo, debe ser un ardoroso misionero que vive el constante anhelo de buscar a los alejados y no se contenta con la simple administración” (Ap. 201). Es el primer discípulo- misionero en su parroquia. ¡Cuánta riqueza y responsabilidad tiene su ministerio!
Siempre he considerado la misión del párroco como una de las tareas más abarcativas y fecundas en la vida de un sacerdote. Cuando Jesucristo instituye la Iglesia sobre los apóstoles, nos deja en ella su presencia a través de su Palabra y los Sacramentos. El Párroco, en el ejercicio del ministerio de Cristo Pastor en su parroquia y capillas, cumple una misión única en la vida de la Iglesia. Ella debe ser valorada y asumida en primer lugar por el mismo sacerdote. Este es para él el camino eclesial de su plenitud y santidad: predicar la Palabra y celebrar la Eucaristía al servicio de una comunidad que la Iglesia le ha confiado. Esta es su verdad y el motivo central de su gozo y de su realización sacerdotal. Ello no significa que no haya dificultades o no encuentre cruces en su vida y ministerio, pero cuando son asumidas desde la vida de Cristo Pastor y Servidor, son parte de un fecundo camino sacerdotal. Esto requiere una profunda mirada de fe en el plan providente de Dios, llamado a vivirse en la comunión de la Iglesia.
Quiero como obispo en este día estar cerca de cada uno de ellos para manifestarle mi reconocimiento y gratitud. Compartir con ellos la alegría de nuestra vocación al servicio del pueblo de Dios, siendo conscientes de nuestra pequeñez y riqueza, como decía san Pablo: “llevamos ese tesoro en recipientes de barro, para que se vea bien que este poder no procede de nosotros, sino de Dios” (2 Cor. 4, 7). Conciencia de fragilidad, pero sobre todo certeza de la obra de Dios en nosotros. En este sentido debemos vivir con gozo y humildad la verdad de ser sacerdotes, porque no es obra ni mérito nuestro sino del amor gratuito de Dios que nos ha llamado para ejercer el ministerio de Jesucristo al servicio de nuestros hermanos. Quiero invitarlos a acercarse en este día a sus sacerdotes y párrocos para expresarles su reconocimiento y el compromiso de sus oraciones.
Reciban de su obispo, junto a mi afecto y oraciones, mi bendición en el Señor.
Mons. José María Arancedo, arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz
Homilía de monseñor José María Arancedo, arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz en un encuentro interreligioso por la paz convocado por la Iglesia católica y otros credos (Catedral metropolitana, 31 de julio de 2014) (AICA)
Oración por la paz
Celebro que en Santa Fe haya surgido esta inquietud, este deseo de reunirnos los diversos credos, como hombres y mujeres de buena voluntad, para rezar por la paz. Tenemos un camino recorrido, una experiencia de encuentros y de amistad ecuménica e interreligiosa como de amistad civil que nos llevó a encontrarnos en otras circunstancias. Necesitábamos reunirnos en estos momentos para testimoniar nuestra fe en Dios, y decirnos y decirle al mundo que nunca la fe en Dios, el Padre de todos, puede ser el fundamento de la muerte ni de la guerra. Cuando la fe es auténtica ella ilumina la conciencia de sabernos hermanos. Hoy queremos elevar juntos nuestra plegaria para mantener vivo el sentido y el compromiso por el bien de la Paz. La oración es nuestra fuerza. No podemos, ni debemos acostumbrarnos a vivir en un clima de violencia y de muerte que deteriora la dignidad humana y genera odios que marcan un futuro irreconciliable entre los pueblos. La guerra es siempre un fracaso en el camino de la humanidad. La aparente paz obtenida por la guerra es siempre semilla de nuevas guerras.
San Pablo decía de Jesucristo que “hizo la paz destruyendo en sí mismo la enemistad” que nos separaba (Ef. 2, 14), es decir, destruyendo la enemistad no al enemigo. Los enemigos se destruyen con las armas, la enemistad con el diálogo sincero, con la valoración del otro y en la búsqueda del bien de la paz. Este es el camino seguro de la paz. Cuando el don de la vida y el bien de la paz dejan de ser valores moralmente vinculantes en la sociedad, la humanidad se empobrece y se degrada. Hoy está en crisis la cultura de la paz, esto es grave. Esta realidad nos convoca y queremos ser, desde este, nuestro lugar en el mundo, desde nuestra querida ciudad de Santa Fe, nuestra casa grande, protagonistas de la cultura de paz. Como obispo de Santa Fe de la Vera Cruz, quiero hacer mías las palabras de Juan Pablo II cuando decía con dolor y esperanza, me arrodillo ante ti, Señor, para gritar: “Líbranos del flagelo de la guerra. Venga tu Reino; Reino de justicia, de paz, de perdón y de amor. Tú no amas la violencia ni el odio, tú rechazas la injusticia y el egoísmo. Tú quieres que los hombres sean hermanos entre sí y te reconozcan como a su Padre. Tu voluntad es la paz”.
Que nuestra oración, Señor, nos comprometa a ser testigos y protagonistas de un mundo nuevo, donde todo hombre sea mi hermano. Te pedimos especialmente, por tantas víctimas inocentes que padecen hoy el flagelo de la guerra. Señor, da a la dirigencia de los países en guerra “la sabiduría del diálogo” para que encuentren el camino de una paz duradera.
Los invito a rezar juntos en este marco religioso la oración por la Paz, atribuida a San Francisco de Asís:
¡Señor, haz de mí un instrumento de tu paz!
Que allí donde haya odio, ponga yo amor;
donde haya ofensa, ponga yo perdón;
donde haya discordia, ponga yo unión;
donde haya error, ponga yo verdad;
donde haya duda, ponga yo fe;
donde haya desesperación, ponga yo esperanza;
donde haya tinieblas, ponga yo luz;
donde haya tristeza, ponga yo alegría.
¡Oh, Maestro!, que no busque yo tanto
ser consolado como consolar;
ser comprendido, como comprender;
ser amado, como amar.
Porque dando es como se recibe;
olvidando, como se encuentra;
perdonando, como se es perdonado;
muriendo, como se resucita a la vida eterna.
Mons. José María Arancedo, arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz
El santo padre Francisco se ha asomado a las 12.00 a la ventana del estudio del Palacio Apostólico Vaticano, 03 de agosto de 2014, para recitar el ángelus con los fieles y peregrinos, cubiertos por paraguas para protegerse de la lluvia, reunidos en la plaza de san Pedro para rezar juntos la oración mariana. (Zenit.org)
Estas son las palabras del Papa para introducir en ángelus:Queridos hermanos y hermanas,
en este domingo, el Evangelio nos presenta el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces. Jesús lo hizo en el lago de Galilea, en un lugar aislado donde se había retirado con sus discípulos después de enterarse de la muerte de Juan Bautista. Pero muchas personas le siguieron y le alcanzaron; y Jesús, viéndoles, sintió compasión y curó enfermos hasta la noche. Entonces, los discípulos preocupados porque era tarde, le dijeron que despidiera a la multitud para que pudieran ir a los pueblos y comprarse comida. Pero Jesús, tranquilamente respondió: "Dadles vosotros de comer"; y le dieron cinco panes y dos peces, los bendijo, y comenzó a partirlos y darlos a los discípulos, que los distribuyeron entre la gente. ¡Todos comieron hasta saciarse y aún así sobró!
En este acontecimiento podemos acoger tres mensajes. El primero es la compasión. Frente a la multitud que lo sigue y -por así decir- 'no lo deja en paz', Jesús no actúa con irritación, no dice 'esta gente me molesta'. Sino que siente compasión, porque sabe que no lo buscan por curiosidad, sino por necesidad. Estemos atentos, compasión es lo que siente Jesús. No es simplemente sentir piedad, es más, significa misericordia, es decir, identificarse con el sufrimiento del otro, al punto de cargarlo en sí mismo. Así es Jesús, sufre junto a nosotros, sufre con nosotros, sufre por nosotros.
Y el signo de esta compasión son las numerosas curaciones que hace. Jesús nos enseña a anteponer las necesidades de los pobres a las nuestras. Nuestras exigencias, aún legítimas, no serán nunca tan urgentes como las de los pobres, que no tienen lo necesario para vivir. Nosotros hablamos a menudo de los pobres, pero cuando hablamos de los pobres ¿sentimos a ese hombre, esa mujer, ese niño que no tienen lo necesario para vivir? No tienen para comer, no tienen para vestirse, no tienen la posibilidad de medicinas, también los niños que no pueden ir al colegio. Es por esto que nuestras exigencias, aún legitimas, no serán nunca tan urgentes como la de los pobres que no tienen lo necesario para vivir.
El segundo mensaje es el compartir. Primero la compasión, lo que sentía Jesús y después el compartir. Es útil comparar la reacción de los discípulos, frente a la gente cansada y hambrienta, con la de Jesús. Son distintas. Los discípulos piensan que lo mejor es despedirse, para que puedan ir a buscar para comer. Jesús sin embargo dice: dadles vosotros de comer. Dos reacciones diferentes, que reflejan dos lógicas opuestas: los discípulos razonan según el mundo, por lo que cada uno debe pensar en sí mismo. Reaccionan como si dijeran 'arreglároslas solos'. Jesús razona según la lógica de Dios, la del compartir. ¿Cuántas veces nosotros nos giramos hacia otro lado, para no ver a los hermanos necesitados? Y este mirar a otra parte, es una forma educada de decir en muchas cosas 'arreglároslas solos'. Y esto no es de Jesús. Es egoísta. Si hubiera despedido a la gente, muchas personas se habrían quedado sin comer. Sin embargo esos pocos panes y peces, compartidos y bendecidos por Dios, bastaron para todos. Atención: ¡no es magia, es un 'signo'! Un signo que invita a tener fe en Dios, Padre providente, que no permite que nos falte nuestro "pan de cada día", ¡si nosotros sabemos compartirlo como hermanos! Compasión, compartir. El tercer mensaje: el prodigio de los panes preanuncia la Eucaristía. Se ve en el gesto de Jesús que "recitó la bendición" antes de partir los panes y darlos a la multitud. Es el mismo gesto que Jesús hará en la Última Cena, cuando instituyó el memorial perpetuo de su Sacrificio redentor. En la Eucaristía Jesús no da un pan, sino el pan de la vida eterna, se dona a Sí mismo, ofreciéndose al Padre por amor a nosotros. Pero nosotros, debemos ir a la eucaristía con esos sentimientos de Jesús, la compasión. Y con ese deseo de Jesús, compartir. Quien va a la eucaristía sin tener compasión de los necesitados y sin compartir, no se encuentra bien con Jesús.
Compasión, compartir, Eucaristía. Este es el camino que Jesús nos indica en este Evangelio. Un camino que nos lleva a afrontar con fraternidad las necesidades de este mundo, pero que nos conduce más allá de este mundo, porque sale de Dios y vuelve a Él. La Virgen María, Madre de la divina Providencia, nos acompañe en este camino.
Traducido por Rocío Lancho García
Catholic Calendar
and Daily Meditation
Sunday, August 3, 2014
Eighteenth Sunday in Ordinary Time
Scripture for Sunday's Liturgy of the Word:
http://new.usccb.org/bible/readings/080314.cfm
Isaiah 55:1-3
Psalm 145:8-9, 15-16, 17-18
Romans 8:35, 37-39
Matthew 14:13-21
A reflection on today's Sacred Scriptures:
We all have questions about God. What thoughts go through God's mind when He thinks about us?
If God suddenly appeared in front of me, of course I'd be startled and a little afraid. I might even ask, "Lord, what do You want of me? What do You want me to do?" He'd probably say, "I want you to love Me more. Do you realize how much I love you?" No, none of us realizes how much. If we would only just be honest with ourselves and with others, we wouldn't have to do a thing more. God would search us out. He would enter our hearts and flood them with His life, and fire them with His love.
What is God's love like? God's love is a sacrificing love. He was raised up on the Cross that He might draw all people to share in the beauty and strength of that love.
Today's Gospel is one of the clearest events in the life of Jesus to describe this great truth. Jesus came to feed and nourish the world. The multiplication of the loaves and fish is the prelude to Eucharist. What is Eucharist? It is the continuation of the greatest act of Love the world has ever known. When we give God just a little, He changes it and pours it back into hearts a hundredfold. Just as for the hungry crowd on the hillside, at Mass, we bring to the altar our very small gift, and Jesus changes that gift into Himself, then pours Himself into our hearts at Communion.
Unfortunately, as the miracle is repeated over and over again, our appreciation is dulled. We believe, of course, that Jesus redeemed the world from Satan's power, but we often neglect our role in being "God-bearers." If we really understand that we must be "bread for others," then we will share in Jesus' yearning to transform the world, to make every person holy. So often our "Amen" at Mass is feeble and halfhearted. Our "Amen," as the priest offers us this precious divine food, should also impel us to seize this God with passion and love and draw Him to our souls. Then we should become channels of justice and hope for the society around us.
What is the power of that gift that He so needs us to share with our disturbed society? It is the very power needed to bring Peace to the entire world!
Msgr. Paul Whitmore | email: pwhitmore29( )yahoo.com
XVIII Domingo Ordinario por Mons. Enrique Díaz Diaz (Zenit.org)
El hambre duele
Isaías 55, 1-3: “Vengan a comer”
Salmo 144: “Abres, Señor, tu mano y nos sacias de favores”
Romanos 8, 35, 37-39: “Nada podrá apartarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús”
San Mateo 14, 13-21: “Comieron todos hasta saciarse”
El hambre duele y mata. Aunque se le maquille y se le disfrace sigue mordiendo en nuestras comunidades. Mientras discutimos sobre los programas del hambre en Chiapas y los pocos o nulos efectos sobre la población, alguien me dice que es posible hacer algo y me muestra un mensaje que ha recibido: “Hola mi nombre es Lídice Soqui, tengo 12 años y al igual que a ustedes me preocupa el hambre en zonas vulnerables como el basurón de mi ciudad. Yo soy de Cd. Obregón, Sonora, y tengo un proyecto, se llama “ayuda a ayudar”. Junto con 3 compañeros me pregunté por qué no crear algo para poder ayudar a otros niños. Lo platiqué con mis compañeros y formamos este grupo y actualmente estamos casa por casa pidiendo despensa para los niños del basurón. Si me pudieran ayudar, también me gustaría poder conseguirles becas para estudios técnicos donde ellos pudieran estudiar algo rápido y generar ingresos para sus familias. No es darles el pescado sino enseñarlos a pescar, pero para eso ocupan no sentir hambre y enfocarse a un propósito y es lo que quiero hacer y ustedes me podrían ayudar”. Con las palabras de esta niña tenemos el inicio de solución: ser conscientes del problema y sabernos parte de la solución.
México es de los países con mayor riqueza natural y Chiapas sobresale no sólo por su belleza sino por la gran riqueza que posee. Sin embargo no podemos disfrazar la realidad: la pobreza y el hambre siguen mordiendo en nuestro territorio y parecen crecer ante la apatía e indiferencia de muchos. Mortandad infantil, insalubridad, hambre, alcoholismo, analfabetismo, enfermedades de la pobreza… son pan de cada día. Niños desnutridos y mujeres anémicas claman justicia en un país que habla de incorporación al primer mundo, de millones en seguridad y armas, de gastos ingentes en naderías… y no somos capaces de saciar el hambre de nuestros hermanos. El hambre no se reduce a municipios rurales e indígenas, hay enormes cinturones de miseria perdidos en las grandes ciudades que a veces pasan desapercibidos. ¿Dios lo quiere así? ¡Mentira! Dios nunca ha querido el hambre ni el dolor del hermano. Basta escuchar con atención a los profetas del Antiguo Testamento, sus más graves denuncias y condenas son para quienes, viviendo en la opulencia, dejan en la miseria a su prójimo. El grito de los pobres clama al cielo y no podemos voltear la espalda. No podemos quedar en la indiferencia e ignorar a los hermanos.
El Papa Francisco constantemente insiste en el desequilibrio y la injusta distribución de bienes. Hay quienes no ven o no quieren ver la realidad. En el relato evangélico los apóstoles al menos son conscientes de que las muchedumbres tienen hambre, y buscan soluciones… pero soluciones en manos de otros para ellos no verse implicados: despedirlos a sus casas. En el tiempo que han vivido con Jesús han aprendido a detectar las necesidades, a estar pendientes de los demás. Se han abierto a los valores del Reino pero proponen soluciones que no los involucren. Son prácticos y realistas. Desde el principio saben que los alimentos son muy escasos para aquella multitud; describen y denuncian la situación, pero no se implican en ella. No hay suficiente alimento y si se prolonga el sermón del maestro, se provocará un caos. Con estas poderosas razones están dispuestos a despedir a la gente, para que cada uno se busque su comida. Pero Jesús no está dispuesto a esta solución. Jesús tiene un corazón misericordioso, se implica con el que sufre y se encuentra siempre a disposición de los demás. Sabe descubrir su necesidad profunda y sabe hacer surgir lo mejor de cada uno.
De nuestra fe en Cristo hecho pobre, y siempre cercano a los pobres y excluidos, brota la preocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad. Denles de comer, es la respuesta de Jesús y no bromea. Su mandato implica tanto la cooperación para resolver las causas estructurales de la pobreza y para promover el desarrollo integral de los pobres, como los gestos más simples y cotidianos de solidaridad. Jesús sabe que un hermano no debe dar la espalda a su hermano y cree que la persona tiene la capacidad en sí misma para solventar los problemas que afectan el reparto de los bienes de la vida. Esa capacidad existe pero es preciso ponerla en funcionamiento. El discípulo se excusa con lo más fácil: pone la pobreza como obstáculo insalvable. Pero Jesús hace ver que ese no es un impedimento definitivo para un reparto de los bienes. La dificultad está en el corazón de la persona que se abalanza sobre la posesión y el dominio. Efectivamente, el sentido de posesión vela y oculta las posibilidades de reparto. ¿No se ponen muros para que los demás no vengan a molestarnos con su hambre y su miseria? ¿Acaso no se gasta más en armamentos y guerras que en soluciones para el hambre? ¿No volteamos la espalda con la excusa que apenas la vamos pasando? Para Jesús no hay excusa y hoy sigue insistiendo: denles de comer.
Pero pide más todavía. No se trata sólo de asegurar a todos la comida, sino de que tengan «prosperidad sin exceptuar bien alguno». Esto implica educación, acceso al cuidado de la salud y especialmente trabajo, porque en el trabajo libre, creativo, participativo y solidario, el ser humano expresa y acrecienta la dignidad de su vida. Esta responsabilidad brota del mismo relato evangélico. Jesús no quiere que demos migajas, como a veces acostumbran los países ricos enviando desperdicios a los necesitados. Si revisamos el relato, encontramos que hay diálogo, escucha de la palabra, mesa común; les pide que se sienten sobre el pasto, como lo hace quien es libre y que puede participar con los demás; hay participación plena y colaboración mutua. Se entrega todo lo que se tiene, así sea muy poco, pero también se está dispuesto a recibir; sólo esta entrega y apertura hace posible el milagro. Un milagro de aquellos tiempos pero también un milagro actual: las palabras que nos dice Mateo nos recuerdan la Eucaristía: tomó…miró al cielo… bendijo… los repartió. La Eucaristía es la más grande expresión de gratuidad y entrega. Es el más grande milagro, pero también debe ser el más grande compromiso, va cargada con un deber social fortísimo hacia el hermano necesitado. Si no, la Eucaristía se convierte en una mentira y en una contradicción. ¿A qué nos comprometemos al participar en la Eucaristía? ¿Cuáles son nuestras actitudes ordinarias ante las necesidades? ¿Cuáles son las pequeñas acciones que estamos haciendo frente a la pobreza?
Señor, tú que eres nuestro creador y quien amorosamente dispone toda la madre naturaleza como casa y sostén de toda la humanidad, concédenos amarnos de tal manera que no permitamos a nadie sufrir el hambre, la pobreza o la marginación. Amén
Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio del domingo dieciocho del Tiempo Ordinario - A
DÁDLES VOSOTROS DE COMER
Jesús está ocupado en curar a aquellas gentes enfermas y desnutridas que le traen de todas partes. Lo hace, según el evangelista, porque su sufrimiento le conmueve. Mientras tanto, sus discípulos ven que se esta haciendo muy tarde. Su diálogo con Jesús nos permite penetrar en el significado profundo del episodio llamado erróneamente “la multiplicación de los panes”.
Los discípulos hacen a Jesús un planteamiento realista y razonable: “Despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer”. Ya han recibido de Jesús la atención que necesitaban. Ahora, que cada uno se vuelva a su aldea y se compre algo de comer según sus recursos y posibilidades.
La reacción de Jesús es sorprendente: “No hace falta que se vayan. Dadles vosotros de comer”. El hambre es un problema demasiado grave para desentendernos unos de otros y dejar que cada uno lo resuelva en su propio pueblo como pueda. No es el momento de separarse, sino de unirse más que nunca para compartir entre todos lo que haya, sin excluir a nadie.
Los discípulos le hacen ver que solo hay cinco panes y dos peces. No importa. Lo poco basta cuando se comparte con generosidad. Jesús manda que se sienten todos sobre el prado para celebrar una gran comida. De pronto todo cambia. Los que estaban a punto de separarse para saciar su hambre en su propia aldea, se sientan juntos en torno a Jesús para compartir lo poco que tienen. Así quiere ver Jesús a la comunidad humana.
¿Qué sucede con los panes y los peces en manos de Jesús? No los “multiplica”. Primero bendice a Dios y le da gracias: aquellos alimentos vienen de Dios: son de todos. Luego los va partiendo y se los va dando a los discípulos. Estos, a su vez, se los van dando a la gente. Los panes y los peces han ido pasando de unos a otros. Así han podido saciar su hambre todos.
El arzobispo de Tánger ha levantado una vez más su voz para recordarnos “el sufrimiento de miles de hombres, mujeres y niños que, dejados a su suerte o perseguidos por los gobiernos, y entregados al poder usurero y esclavizante de las mafias, mendigan, sobreviven, sufren y mueren en el camino de la emigración”.
En vez de unir nuestras fuerzas para erradicar en su raíz el hambre en el mundo, solo se nos ocurre encerrarnos en nuestro “bienestar egoísta” levantando barreras cada vez más degradantes y asesinas. ¿En nombre de qué Dios los despedimos para que se hundan en su miseria? ¿Dónde están los seguidores de Jesús? ¿Cuándo se oye en nuestras eucaristías el grito de Jesús. “Dadles vosotros de comer”?
José Antonio Pagola
Red evangelizadora BUENAS NOTICIAS
3 de agosto de 2014
28 Tiempo ordinario (A)
Mateo 14, 1321
Reflexión a las lecturas del domingo dieciocho del Tiempo Ordinario - A ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
Domingo 18º del T. Ordinario A
También a Jesucristo le gustan las vacaciones. Por eso se va en barca con los discípulos “a un sitio tranquilo y apartado”.
No sé si todos los cristianos se irán de vacaciones con el Señor; o, por el contrario, se irán de “vacaciones espirituales”, es decir, que quieren “descansar” también de su relación con Dios… Incluso, de la Misa del domingo. Pero aquella pobre gente no entiende de vacaciones; venían siguiendo a Jesús porque sienten profundamente de Él, “la necesidad de Dios”. Y “le estropean” las vacaciones. Pero para Él y, por tanto, para los cristianos, las vacaciones no son un valor absoluto. Algunos dicen: “Estoy de vacaciones y que nadie me moleste…” “No estoy para nadie…” Pero ése no es el sentido de las vacaciones para un cristiano. Pueden surgir necesidades graves y urgentes que hagan que tengamos que compartir el descanso con otras cosas. Y es difícil que haya unas vacaciones sin “ningún contratiempo”. Además, no podemos olvidar en vacaciones la necesidad de compartir las distintas tareas de la casa, para que puedan descansar todos porque, a veces, las madres no descansan. Pero lo que se destaca en el Evangelio de este domingo, es la primera multiplicación de los panes y los peces. Para “unos cinco mil hombres sin contar mujeres y niños”.
Este acontecimiento dejó una profunda huella en la primera generación cristiana, que iba recogiendo y guardando lo que se llaman “los hechos y dichos del Señor”, que dieron origen a los Evangelios. Todos ellos narran este acontecimiento. Y, a partir de él, San Juan nos presenta “el Sermón del Pan de Vida”.
Siempre se ha considerado este hecho como anuncio y prefiguración de la Eucaristía. San Mateo nos lo narra siguiendo el esquema de la última Cena: “Alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; y los discípulos se los dieron a la gente”. Veamos. Ya es tarde. Y los discípulos le dicen a Jesús: “Despide a la multitud para que se vayan a las aldeas y se compren de comer”. La respuesta de Jesús no puede ser más sorprendente: “Dadles vosotros de comer…” “¿Nosotros? ¿De dónde? ¿Si no tenemos más que cinco panes y dos peces?”Jesús les dice: “Traédmelos”
¡Cuánto aprendemos aquí! El Señor nos enseña que los cristianos tenemos que resolver las necesidades y dificultades de los hermanos. Dice Jesús que “el que el crea en mí hará las mismas obras que yo hago, y aún mayores” (Jn 14,12). ¡No hace Dios milagros sin necesidad! A nosotros nos gustaría resolver los problemas del mundo “a base de milagros”. Es mucho más cómodo. Pero no es así. Lo primero es compartir “los panes y peces” que tengamos. No importa el número. Sólo así podrá ahora tener lugar “el milagro”. Los otros milagros ya vendrán. Por eso, los primeros cristianos afrontaban también las necesidades materiales de los hermanos, la situación de las viudas y los huérfanos, por ejemplo. Así, en la Comunidad de Jerusalén “ninguno pasaba necesidad”. (Hch 4,34).
También en la vida cristiana se hace imposible la vida sin el alimento, sobre todo, sin el Pan del Cielo. De aquí que el Señor nos invite y nos urja la Eucaristía de cada domingo, como algo fundamental, que no se puede dejar por cualquier cosa. Incluso, la Misa de cada día, en la medida que sea posible. Pero eso depende de la necesidad de Dios que sienta cada cual. Decía San Juan Pablo II que celebrar la Eucaristía cada día había sido siempre para él “una necesidad existencial”. Y, como decía, en estas cosas no hay vacaciones. ¿Es que en el verano dejamos de comer o de respirar?
Este domingo, en el que experimentamos una vez más la generosidad de Dios con nosotros en el orden material y espiritual, aclamémosle con el salmo responsorial: “Abres tú la mano, Señor, y nos sacias de favores…”
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO 18 º A
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
Escuchemos un texto del Profeta Isaías, en el que Dios invita a comer y a beber a los hambrientos y sedientos; ofrece gratis un alimento que puede saciar de verdad el hambre más profunda de la persona; Un alimento que da vida. Es una profecía que nos remite al alimento que Jesús dará a los discípulos y nosotros cada día, en la Eucaristía.
SALMO
En el salmo proclamamos la bondad de Dios que alimenta y cuida a todo viviente.
SEGUNDA LECTURA
Las palabras de S. Pablo que vamos a escuchar, son la conclusión, el resumen, de lo que hemos venido escuchando estos domingos de su carta a los romanos. ¿Seríamos nosotros capaces de decir lo mismo?
TERCERA LECTURA
Jesús se preocupa, ante todo, de la situación de la gente que le busca y le necesita, hasta el punto de realizar la multiplicación de los panes y los peces.
Pero antes de escuchar el Evangelio, cantemos, de pie, el aleluy a.
COMUNIÓN
En la Comunión Jesús nos ofrece un pan distinto, el Pan del Cielo. Pidámosle que nos dé siempre de ese Pan para que fortalecidos por Él, seamos capaces de trabajar por el bien material y espiritual de nuestros hermanos.