Comentario a la liturgia – Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, director espiritual y profesor en el Centro de Humanidades Clásicas de la Legión de Cristo, en Monterrey (México). 30 mayo 2016 (ZENIT)
Ciclo C
Textos: Ez 34, 11-16; Rom 5, 5-11; Lc 15, 3-7
Idea principal: Contemplemos el amor loco de Cristo. El corazón tiene motivos que la razón no comprende –diría Pascal.
Síntesis del mensaje: En este año de la misericordia la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús debería celebrarse con grande alegría y mayor fervor, pues en el Sacratísimo Corazón de Jesús están encerrados todos los tesoros de ternura, compasión y misericordia divinas para todos los hombres y mujeres. ¡Menos mal que Dios en Cristo se hizo amor misericordioso y loco para salvarnos! De lo contrario, ¿dónde estaríamos ahora?
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, todas las lecturas nos invitan a contemplar la locura del amor de Cristo. El amor que manifiesta su Corazón es un amor humano loco, que revela un amor divino todavía más loco. Los escribas y fariseos del evangelio de hoy no entienden esta locura de amor de Jesús con los pecadores y publicanos, tienen el corazón cerrado en el legalismo y en pergaminos. ¿A quién se le ocurre dejar las 99 ovejas e ir a buscar a la oveja perdida e indócil que se ha alejado del rebaño? Sólo a quien tiene un amor loco. La pérdida de la oveja provoca en el pastor un sentimiento de privación que invade todo su corazón y le hace olvidar todos los otros afectos. Y cuando la encuentra, se alegra, la sube a sus hombros, la acaricia, y cuando llega a casa, hace fiesta, y comparte su alegría con los vecinos. Gestos todos de un corazón loco y lleno de misericordia. Humanamente, este comportamiento del pastor es criticable, porque no es justo reservar más amor a quien merece menos. No es razonable este comportamiento. Pero el amor de Dios no hace cálculos, razonamientos. Lo que quiere es salvar a todos. ¡Cuánto tuvo que luchar Jesús en su vida pública con esos hombres acartonados en la ley, pero sin caridad! Pero el mensaje de Jesús era justamente esto: el amor misericordioso. ¿No estamos celebrando el Año Jubilar de la Misericordia para tomar más conciencia del núcleo del evangelio de Jesús?
En segundo lugar, Pablo en la segunda lectura vuelve a la misma verdad: “Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores” (Rm 5, 6). Ya sabemos que los pecadores –y cada uno de nosotros lo es- no merecen sino castigos. No es razonable que un inocente se ofrezca a sí mismo a la muerte, y a una muerte infame –clavos, espinas, bofetadas, desprecios…-, en beneficio de unos hombres culpables. Desde el punto de vista de la razón, morir por otro, aunque se trate de un justo, es ya un exceso. Nadie se ofrece a sí mismo voluntariamente a la muerte; un hombre muere cuando se le impone la muerte. El Corazón de Jesús no siguió la lógica de la razón, sino la del amor divino. Y sigue entregándose a sí mismo por nosotros en la Eucaristía: nos entrega su Cuerpo y su Sangre derramada por nosotros en remisión de los pecados. Su muerte en la cruz es la mayor locura de amor que se pueda concebir. Y en cada confesión, la sangre de Cristo se derrama por nuestra alma, lavándonos, purificándonos, renovándonos y santificándonos. ¿No es esto amor misericordioso?
Finalmente, algunos cristianos santos y mártires sí comprendieron este amor loco. Preguntemos a san Maximiliano María Kolbe. En 1941 es nuevamente hecho prisionero y ésta vez es enviado a la prisión de Pawiak, y luego llevado al campo de concentración de Auschwitz (campo de concentración construido tras la invasión de Polonia por los alemanes). Allí prosiguió su ministerio a pesar de las terribles condiciones de vida. Los nazis siempre trataban a los prisioneros de una manera inhumana y antipersonal, de manera que los llamaban por números; a San Maximiliano le asignaron el número 16670. A pesar de los difíciles momentos en el campo, su generosidad y su preocupación por los demás nunca le abandonaron. El 3 de agosto de 1941, un prisionero escapa; y en represalia, el comandante del campo ordena escoger a 10 prisioneros para ser condenados a morir de hambre. Entre los hombres escogidos estaba el sargento Franciszek Gajowniczek, polaco como San Maximiliano, casado y con hijos. “No hay amor más grande que éste: dar la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). San Maximiliano, que no se encontraba dentro de los 10 prisioneros escogidos, se ofrece a morir en su lugar. El comandante del campo acepta el cambio. Luego de 10 días de su condena y al encontrarlo todavía con vida, los nazis le colocan una inyección letal el 14 de agosto de 1941. ¿No es esto amor loco por parte de Maximiliano María Kolbe?
Para reflexionar: ¿Cómo es mi amor por Jesús: sólo sentimental, esporádico, interesado, inconstante? ¿O es fuerte, firme, demostrado en obras? ¿Qué estaría dispuesto a hacer por Cristo, si se me pidiera un duro sacrificio: huiría, protestaría, claudicaría? ¿O pondría mi pecho para dar la vida por Cristo y por los hermanos?
Para rezar: recemos con el cardenal, ya beato, John Henry Newman:
Amado Señor, ayúdame a esparcir tu fragancia donde quiera que vaya. Inunda mi alma de espíritu y vida. Penetra y posee todo mi ser hasta tal punto que toda mi vida sólo sea una emanación de la tuya. Brilla a través de mí, y mora en mi de tal manera que todas las almas que entren en contacto conmigo puedan sentir tu presencia en mi alma. Haz que me miren y ya no me vean a mí sino solamente a ti, oh Señor. Quédate conmigo y entonces comenzaré a brillar como brillas Tú; a brillar para servir de luz a los demás a través de mí. La luz, oh Señor, irradiará toda de Ti; no de mí; serás Tú, quien ilumine a los demás a través de mí. Permíteme pues alabarte de la manera que más te gusta, brillando para quienes me rodean. Haz que predique sin predicar, no con palabras sino con mi ejemplo, por la fuerza contagiosa, por la influencia de lo que hago, por la evidente plenitud del amor que te tiene mi corazón. Amén.
Cualquier sugerencia o duda pueden comunicarse con el padre Antonio a este email: [email protected]
Homilía del Papa en la Misa del IX domingo del Tiempo ordinario donde participaron de los diáconos por el Jubileo.
“«Servidor de Cristo» (Ga 1,10). Hemos escuchado esta expresión, con la que el apóstol Pablo se define cuando escribe a los Gálatas. Al comienzo de la carta, se había presentado como «apóstol» por voluntad del Señor Jesús (cf. Ga 1,1). Ambos términos, apóstol y servidor, están unidos, no pueden separarse jamás; son como dos caras de una misma moneda: quien anuncia a Jesús está llamado a servir y el que sirve anuncia a Jesús.
El Señor ha sido el primero que nos lo ha mostrado: él, la Palabra del Padre; él, que nos ha traído la buena noticia (Is 61,1); él, que es en sí mismo la buena noticia (cf. Lc 4,18), se ha hecho nuestro siervo (Flp 2,7), «no ha venido para ser servido, sino para servir» (Mc 10,45). «Se ha hecho diácono de todos», escribía un Padre de la Iglesia (San Policarpo, Ad Phil. V,2). Como ha hecho él, del mismo modo están llamados a actuar sus anunciadores. El discípulo de Jesús no puede caminar por una vía diferente a la del Maestro, sino que, si quiere anunciar, debe imitarlo, como hizo Pablo: aspirar a ser un servidor. Dicho de otro modo, si evangelizar es la misión asignada a cada cristiano en el bautismo, servir es el estilo mediante el cual se vive la misión, el único modo de ser discípulo de Jesús. Su testigo es el que hace como él: el que sirve a los hermanos y a las hermanas, sin cansarse de Cristo humilde, sin cansarse de la vida cristiana que es vida de servicio.
¿Por dónde se empieza para ser «siervos buenos y fieles» (cf. Mt 25,21)? Como primer paso, estamos invitados a vivir la disponibilidad. El siervo aprende cada día a renunciar a disponer todo para sí y a disponer de sí como quiere. Si se ejercita cada mañana en dar la vida, en pensar que todos sus días no serán suyos, sino que serán para vivirlos como una entrega de sí.
En efecto, quien sirve no es un guardián celoso de su propio tiempo, sino más bien renuncia a ser el dueño de la propia jornada. Sabe que el tiempo que vive no le pertenece, sino que es un don recibido de Dios para a su vez ofrecerlo: sólo así dará verdaderamente fruto. El que sirve no es esclavo de la agenda que establece, sino que, dócil de corazón, está disponible a lo no programado: solícito para el hermano y abierto a lo imprevisto, que nunca falta y a menudo es la sorpresa cotidiana de Dios.
Servidor abierto a la sorpresa, a las sorpresas cotidianas de Dios. El siervo sabe abrir las puertas de su tiempo y de sus espacios a los que están cerca y también a los que llaman fuera del horario, a costo de interrumpir algo que le gusta o el descanso que se merece.
El servidor no se aferra a sus horarios, me hace mal al corazón cuando veo en las parroquias el horario de tal hora a tal hora, después no están las puertas abiertas, no hay cura, no hay diácono, no hay laico que reciba a la gente, esto hace mal. Descuidar los horarios, tener este coraje de descuidar los horarios. Así, queridos diáconos, viviendo en la disponibilidad, vuestro servicio estará exento de cualquier tipo de provecho y será evangélicamente fecundo.
También el Evangelio de hoy nos habla de servicio, mostrándonos dos siervos, de los que podemos sacar enseñanzas preciosas: el siervo del centurión, que es curado por Jesús, y el centurión mismo, al servicio del emperador.
Las palabras que este manda decir a Jesús, para que no venga hasta su casa, son sorprendentes y, a menudo, son el contrario de nuestras oraciones: «Señor, no te molestes; no soy yo quién para que entres bajo mi techo» (Lc 7,6); «por eso tampoco me creí digno de venir personalmente» (v.7); «porque yo también vivo en condición de subordinado» (v. 8). Ante estas palabras, Jesús se queda admirado. Le asombra la gran humildad del centurión, su mansedumbre. La mansedumbre es una de las virtudes de los diáconos, cuando el diácono es humilde y servidor y no juega a evitar a los curas, no, es manso.
Él, ante el problema que lo afligía, habría podido agitarse y pretender ser atendido imponiendo su autoridad; habría podido convencer con insistencia, hasta forzar a Jesús a ir a su casa. En cambio se hace pequeño, discreto, manso, no alza la voz y no quiere molestar. Se comporta, quizás sin saberlo, según el estilo de Dios, que es «manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). En efecto, Dios, que es amor, oír amor llega incluso a servirnos por amor: con nosotros es paciente, comprensivo, siempre solícito y bien dispuesto, sufre por nuestros errores y busca el modo para ayudarnos y hacernos mejores.
Estos son también los rasgos de mansedumbre y humildad del servicio cristiano, que es imitar a Dios en el servicio a los demás: recibirlos con amor paciente, comprenderlos sin cansarnos, hacerlos sentir acogidos, en casa, en la comunidad eclesial, donde no es más grande quien manda, sino el que sirve (cf. Lc 22,26). Y nunca retar, nunca. Así, queridos diáconos, en la mansedumbre, madurará vuestra vocación de ministros de la caridad.
Además del apóstol Pablo y el centurión, en las lecturas de hoy hay un tercer siervo, aquel que es curado por Jesús. En el relato se dice que era muy querido por su dueño y que estaba enfermo, pero no se sabe cuál era su grave enfermedad (v.2). De alguna manera, podemos reconocernos también nosotros en ese siervo.
Cada uno de nosotros es muy querido por Dios, amado y elegido por él, y está llamado a servir, pero tiene sobre todo necesidad de ser sanado interiormente. Para ser capaces del servicio, se necesita la salud del corazón: un corazón curado por Dios, que se sienta perdonado y no sea ni cerrado ni duro.
Nos hará bien rezar con confianza cada día por esto, pedir que seamos sanados por Jesús, asemejarnos a él, que «no nos llama más siervos, sino amigos» (cf. Jn 15,15).
Queridos diáconos pueden pedir cada día esta gracia en la oración, en una oración donde se presenten las fatigas, los imprevistos, los cansancios y las esperanzas: una oración verdadera, que lleve la vida al Señor y el Señor a la vida.
Y al servir en la celebración eucarística, allí se encontrará la presencia de Jesús, que se entrega, para que vosotros os deis a los demás. Así, disponibles en la vida, mansos de corazón y en constante diálogo con Jesús, no tendréis temor de ser servidores de Cristo, de encontrar y acariciar la carne del Señor en los pobres de hoy”.
Carta pastoral del obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández. (ZENIT – Madrid)
La celebración del Corpus Christi quiere ser como una prolongación de aquella procesión con el Santísimo Sacramento, que el jueves santo realizamos al terminar la Cena del Señor. Quedamos asombrados de este admirable misterio, cuando Jesús en la última Cena con sus apóstoles instituyó la Eucaristía. ¡Qué invento más admirable! Jesús vive en el cielo junto a su Padre con el Espíritu Santo, con María Santísima y todos los santos. Y al mismo tiempo está tan cerca de nosotros que hasta lo podemos tocar, en el Sacramento del Altar, en la Eucaristía. Qué gran compañía, qué buen amigo, y al mismo tiempo cómo no adorarlo postrándonos ante él, porque él es Dios.
En esta fiesta quisiéramos decirle todo nuestro amor, nuestra gratitud por esta condescendencia con nosotros, la de quedarse para ser cercanía y alimento de nuestras almas. El pan que llevamos ante el altar se convierte, por la acción del Espíritu Santo y por el ministerio del sacerdote, en el Cuerpo de Cristo. El vino se convierte en su Sangre. Cuerpo entregado y Sangre derramada para perdón de los pecados y para nuestra redención. El sacrificio del Calvario, en el que Cristo se ha ofrecido por la multitud, se actualiza todas las veces que celebramos la Santa Misa. Pero además, su presencia es presencia del Resucitado, del que ha vencido la muerte y nos hace partícipes de su victoria. De esta manera cumple su promesa: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28,20), así termina el evangelio de san Mateo. Y qué presencia!
En todas las parroquias y oratorios es agradecida esta presencia por medio de la adoración eucarística. En la parroquia de Consolación de la ciudad y en el pueblo de Villaviciosa, la adoración es perpetua, día y noche, todos los días del año. En todas las parroquias hay ejercicio de adoración con frecuencia. Cuánto bien trae a los adoradores y cuántas gracias alcanzadas para la Iglesia, para nuestros familiares y amigos, para nuestra diócesis. No nos cansemos que acudir ante Jesús Sacramentado. Él está cerca de nosotros con su presencia corporal y nosotros debemos corresponder con la misma moneda, con nuestra presencia corporal. Por eso, vamos a donde él está eucarísticamente presente, corporalmente presente. Valoremos esta presencia correspondiendo con la nuestra.
La Eucaristía se nos da a través de los signos sacramentales, que son el pan y el vino comestibles. “Tomad y comed,… tomad y bebed” (Mt 26,26). Es decir, Jesús nos invita al banquete en el que nos sentamos a su mesa para compartir la comida y la bebida. En este caso, la comida y la bebida es él mismo en persona, que se nos da como alimento de vida eterna. “Oveja perdida ven, que hoy no sólo tu pastor soy, sino tu pasto también” (cordobés Luis de Góngora). Comer el mismo pan nos hermana unos con otros. Si comemos el mismo Cuerpo de Cristo, no podemos seguir desunidos, sino que al comerlo nos unimos a él y entre nosotros. Y él nos comunica sus actitudes de fraternidad y de servicio. En la última Cena, se despojó de sus vestiduras y se puso a lavar los pies a sus apóstoles, dejándonos el mandamiento nuevo de amarnos unos a otros como él nos ha amado, es decir, en actitud de servicio hasta darla vida por los hermanos.
Cáritas es la organización diocesana del amor fraterno de los cristianos. Caritas recoge de todos los que quieren ayudarla y reparte a todos los que le piden ayuda, sin distinción de credo ni ideología, es universal (católica). La caridad cristiana no es una rémora para el desarrollo de las personas y de la sociedad, sino la cercanía del amor de Cristo para toda persona que lo necesite. Cáritas tiene su alimento fundamental en la Eucaristía, porque comiendo el Cuerpo y la Sangre del Señor, él nos impulsa a amar a nuestros semejantes como hermanos. Por eso, el día del Corpus es día de la caridad fraterna, es el día de Cáritas.
Adoremos, comamos, sirvamos. Adoremos al Señor, porque es Dios. Comamos de este alimento de vida eterna. Sirvamos a nuestros hermanos con el amor de Cristo. Al acompañar a Cristo en su procesión del Corpus, se ensanche nuestro corazón para que quepan todos aquellos a quienes él ama.
Recibid mi afecto y mi bendición: + Demetrio Fernández.
Homilía de S.E.R. CARD. FERNANDO FILONI en Santa Misa de envío de los Misioneros, en la Catedral Sagrada Familia de Bucaramanga
Sábado, 28 de mayo de 2016
Jds 17.20-25; Sal 62; Mc 11,27-33
“¿Con qué autoridad hace estas cosas?”
Queridos hermanos y hermanas, hemos llegado al final de nuestro XII (decimosegundo) Congreso Nacional Misionero, durante el cual hemos reflexionado sobre la conciencia y la acción misionera de nuestras Iglesias locales, para que los planes y procesos de evangelización puedan responder con mayor generosidad y eficacia a los desafíos de la misión interna y ad gentes.
La Liturgia de la Palabra de hoy nos presenta a Jesús, que es interrogado por los sumos sacerdotes, por los escribas y los ancianos: "¿Con qué autoridad hace estas cosas? ¿O quién le ha dado autoridad para hacerlas?". Ellos se consideran representantes cualificados de la ley y, en consecuencia, se arrogan el derecho de tutelar su integridad. Y, frente a las novedades inesperadas e incómodas de las enseñanzas de Cristo, se sienten con frecuencia gravemente ofendidos o irritados. Su embarazo, que se desfoga en rabia y abierta oposición, crece al constatar que muchos, cada vez más numerosos y devotos, siguen a Jesús, lo reconocen como verdadero profeta y, sobre todo, notan que "enseñaba como uno que tiene
autoridad, y no como los escribas" (Mt 7,29). Esta comparación les irrita de manera particular, por lo que hacen cara a Jesús con la ya mencionada pregunta precisa: "¿Con qué autoridad hace estas cosas? ¿O quién le ha dado autoridad para hacerlas?".
La autoridad no viene de la ciencia ni de la doctrina, sino del Espíritu Santo que gobierna nuestra historia y guía nuestros pasos. Dios es la fuente y el manantial de toda autoridad. Haciéndose una sola cosa con Él, se adquiere la autoridad, porque el Señor se comunica a sí mismo y vive con todo su ser en la Iglesia, y le confiere poder, autoridad, ciencia y sabiduría. Dios es inseparable de aquello que Él mismo es. Porque, quien posee al Dios vivo y verdadero en su corazón, reconoce su autoridad y todo poder divino.
Queridos hermanos y hermanas, "evangelizamos también cuando procuramos afrontar los diversos desafíos que se nos puedan presentar", dice en Papa Francisco en Evangelii gaudium (EG, 61). La verdad, en efecto, resulta a veces incómoda, y no puede variar en función de las circunstancias. Los escribas y los fariseos quieren acusar a Jesús de abuso de autoridad y no le reconocen el derecho a revelar al mundo la verdad y a proclamar la ley nueva del amor. Se erigen en jueces de Cristo, sin ser capaces de valorar lo que ocurre en su mundo. El Señor ya les había llamado la atención sobre este aspecto: "¡Hipócritas! Sabéis juzgar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo es que no sabéis juzgar este tiempo?" (Lc 12,56).
Queridísimos, ustedes, que han sido enviados como Jesús para la misión, saben que se encontrarán muchas veces con la cerrazón mental en su contra, la ceguera y el prejuicio, por parte de aquellos que todavía no conocen ni reconocen a Cristo, Camino, Verdad y Vida, pero que presumen de juzgar incluso a Dios y querrían ser los instigadores de sus comportamientos. Y la consecuencia de esta actitud puede ser la indiferencia o la persecución: "Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán" (Jn 15, 20). Estar con Cristo es la garantía: "las puertas del infierno no prevalecerán" (Mt 16,18).
La evangelización, más que todos los demás compromisos pastorales de la Iglesia, ha sufrido en los últimos 50 años, desde el Concilio Vaticano II, transformaciones relevantes a causa de los cambios en los modelos culturales. A veces se puede tener la impresión de que el anuncio de la fe no suscite entusiasmo, tanto más si, a causa de algunas formas de diálogo que marginan el Evangelio y la atención a las tradiciones religiosas y culturales, se olvida que la Iglesia, por su naturaleza, es misionera. Sigue vigente la exhortación de San Judas Apóstol: "Acuérdense de las cosas que les fueron predichas por los apóstoles de nuestro Señor Jesucristo. Edificados sobre la fe y orando en el Espíritu Santo, manténganse en la caridad de Dios, aguardando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para la vida eterna".
Las multitudes ven en Jesús a Dios que actúa por medio suyo. Jesús es más que Moisés, el gran guía que atemorizó a Egipto con los prodigios por él obrados. Es más que Elías, cuya oración era tan potente como para cerrar y abril el cielo, dar harina y aceite a una señora durante más de tres años. Es más que Eliseo, el profeta que obraba milagros sobre la naturaleza y sobre los hombres. Es más que cualquier otro profeta u hombre de Dios del Antiguo Testamento. Basta una palabra suya para hacer callar a los espíritus inmundos, para liberar al hombre de cualquier enfermedad y para infundir en los corazones una esperanza nueva. Las multitudes ven toda esta potencia y autoridad, y lo atestiguan, lo proclaman, hacen un gozoso anuncio, un Evangelio. Es justo, entonces que al final de su jornada misionera de cada día se pregunten a sí mismos: ¿Qué ven en mí las multitudes? ¿Qué atestiguan sobre mí? ¿Hacen de mi obra evangelizadora y misionera un Evangelio de fe y de esperanza, una Buena Noticia?
“Sean misericordiosos (…) Tengan compasión”, dice el Papa Francisco en Misericordiae Vultus. En efecto, además de ser la vía que une al hombre a Dios, “la misericordia es la es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida” (MV 2). Para los que somos discípulos y misioneros, el límite de nuestro pecado, nuestra imperfección, no debe ser una excusa; al contrario, la misión de evangelizar debe ser un estímulo constante para no acomodarse en la mediocridad, sino para continuar creciendo en la fe.
Que el Señor, por intercesión de Santa Laura Montoya, nos conceda el don de vivir una fe auténticamente evangélica y la alegría de anunciar, con gran autoridad espiritual, su Palabra entre los hombres.
Reflexión en la solemnidad del Corpus Christi ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
Solemnidad del “Corpus” C
Desde antiguo, los cristianos acostumbramos a considerar en la Eucaristía tres cosas: Presencia sacramental de Cristo, Sacrificio Pascual del Señor, y Banquete de los cristianos.
La solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, que celebramos este domingo, trasladada del jueves, centra nuestra atención en estas tres realidades.
Desde el origen de esta fiesta, se ha querido subrayar, de un modo especial, la presencia de Cristo en la Eucaristía, también fuera de la Santa Misa. En la procesión con el Santísimo, tan característica del Corpus, se hacen todos los esfuerzos para conseguirlo. Y los cristianos veneramos y adoramos constantemente la presencia de Cristo en el Sagrario y en las demás celebraciones eucarísticas.
Esta presencia de Cristo tiene su origen en el “memorial” de la Cena Pascual que se renueva, se actualiza, en el altar, cada vez que se celebra la Santa Misa. Es lo que escuchamos en la segunda lectura de hoy: “Cada vez que coméis de este Pan y bebéis del Cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva”.
El sacrificio de pan y vino que ofrece Melquisedec (1ª lect.) prefigura el Sacrificio de Cristo bajo las especies de pan y de vino. Es el Cuerpo “que se entrega”, es la Sangre “que se derrama”.
Pero al tratar de este Misterio, nunca podemos olvidar que la Eucaristía es siempre comida y bebida, la más grande, sabrosa y sagrada, del pueblo cristiano.
En el Evangelio de hoy contemplamos cómo los discípulos están preocupados por la comida de aquel inmenso gentío y van a decírselo al Señor: hace falta que vayan a los lugares cercanos donde puedan encontrarla.
Nosotros, como ellos, constatamos que sin alimento no hay vida.
Y cuando Jesús se decide a darles de comer a todos, pronuncia una bendición que recuerda la de la Última Cena.
Hoy y siempre deben resonar en nuestros corazones las palabras del Señor de aquella noche: “Tomad y comed…” “Tomad y bebed…”
Ya sabemos que la solemnidad del Corpus es Jornada Nacional de Caridad. Es normal que sea así, porque la Eucaristía es signo y fuente de amor. Y después de la comunión eucarística, el cristiano “tiene que demostrar con obras de caridad, piedad y apostolado lo que ha recibido por la fe y el sacramento”.
Con aquel milagro, Cristo nos manifiesta que el Reino de Dios no consiste sólo palabras, sino también en pan y salud. Por eso Él proclama: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás vendrá por añadidura”. (Mt 6, 33).
En medio de tantas necesidades de todo tipo, que la crisis económica manifiesta y acentúa, los cristianos hemos de considerar también dirigido a nosotros lo que dice Jesucristo a los discípulos en el Evangelio de esta solemnidad: “Dadles vosotros de comer”.
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR
PRIMERA LECTURA
El pan y el vino que ofrece Melquisedec, prefiguran el Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, que se ofreció en la Última Cena y se actualiza en la celebración de la Eucaristía.
SEGUNDA LECTURA
Escuchemos ahora el testimonio más antiguo que conocemos, de la Institución de la Eucaristía, como “memorial” de la Muerte y Resurrección del Señor. “Memorial”, es decir un recuerdo que se hace presente.
SECUENCIA
Escuchamos hoy, antes del Evangelio, la Secuencia. Es un antiguo himno en torno a la Eucaristía, que quiere resaltar el Misterio que celebramos. Escuchemos y oremos.
TERCERA LECTURA
La Iglesia contempla en la multiplicación de los panes, de la que nos habla el Evangelio, un anuncio de la Eucaristía: "Comieron todos y se saciaron y recogieron las sobras..."
Acojamos al Señor que nos habla en el Evangelio, con el canto del Aleluya.
OFRENDAS
El Día Nacional de Caridad que celebramos, pone delante de nuestros ojos una serie inmensa de necesidades, problemas, tragedias humanas... "Dadles vosotros de comer" nos dice el Señor. Seamos generosos en la colecta.
COMUNIÓN
En la Comunión recibimos el "Corpus Christi", el Cuerpo de Cristo, como alimento y fuerza de nuestra vida cristiana. Ojalá sepamos alimentarnos con este Pan del Cielo cada vez mejor preparados.
Homilía de S.E.R. CARD. FERNANDO FILONI en Santa Misa celebrada en la Catedral Sagrada Familia de Bucaramanga Viernes, 27 de mayo de 2016
1Pe 4,7-13; Sal 95; Mc 11,11-25
“¡Tened fe en Dios!”
Queridos hermanos y hermanas, en el ambiente de este nuestro XII (decimosegundo) Congreso Nacional Misionero, también hoy, la liturgia nos propone el tema de la fe como condición para que los dones recibidos de Dios se puedan poner en práctica y dar fruto.
En la primera lectura, San Pedro nos interpela, exhortándonos a vivir según los dones que hemos recibido, poniéndolos al servicio de los demás, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios. Nosotros, discípulos de Cristo, ¿ponemos fielmente en práctica los dones recibidos de Dios? Y si es así, ¿cómo los usamos? Justo en estos días en que estamos reflexionando juntos sobre la conciencia y la acción misionera de nuestras Iglesias particulares, se hace necesario un examen de conciencia sobre nuestras obras en favor de la evangelización.
Hoy, por desgracia, podemos encontrar en muchos trabajadores pastorales, "una preocupación exagerada por los espacios personales de autonomía y distensión, que lleva a vivir los propios deberes como un mero apéndice de la vida, como si no fueran parte de la propia identidad" (EG, 78). Por ello, el deber de ser buenos administradores de la multiforme gracia de Dios se hace fundamental, como reto cotidiano dirigido a todos nosotros: obispos, sacerdotes, diáconos permanentes y fieles laicos.
Sabemos que en nuestra vida, todo es un don recibido de Dios gratuitamente, y que cada don tiene que ser generosamente puesto al servicio de la comunidad y de cada uno de los hermanos que la componen. Estos dones, espirituales, morales, de inteligencia, de voluntad, y otros, los hemos recibido, no por nuestro mérito o para nuestra ventaja, sino como talentos confiados para que los administremos con astucia. No nos pertenecen a nosotros, sino a Dios que nos los ha concedido para que podamos contribuir al incremento del cuerpo eclesial y del mundo. Dones, por tanto, que debemos acoger con reconocimiento y trepidación, y gestionar con humildad, ciertamente, pero también con responsabilidad y habilidad. También porque, haciéndonos nosotros mismos siervos fieles a Dios y a los demás, crecemos y nos realizamos. Y cuanto más seamos don para los demás, tanto más recibiremos del amor divino.
Queridos hermanos, me gustaría recomendarles que cada uno, en el encargo pastoral y misionero que se le ha confiado, busque la identificación con aquellas primeras comunidades cristianas a las que el apóstol Pedro dirige su carta. Vivían en la espera gozosa de la vuelta de Cristo. Y esta espera daba forma a su vivencia de fe, no como una fuga hacia un futuro mítico, sino más bien como compromiso premuroso inmerso en su cotidianeidad y, aun así, sin que este les abrumase. La moderación y la sobriedad de la que habla Pedro no apagaban su alegría y el gusto por la vida, sino que los disponía al encuentro orante del Cristo viviente y resucitado con la enseña de la caridad, a cuya luz eran descubiertas y valoradas las dotes de cada uno.
La frescura de esta carta, por tanto, consiste sobre todo en el hecho de que hace hincapié sobre el fundamento de la vida cristiana, es decir, servir para que en todo sea glorificado Dios por medio de Jesucristo. Una invitación dirigida a todos nosotros a volver a lo esencial, o sea, al gozoso testimonio de fe en la caridad, a ser hombres de nuestro tiempo, profundamente insertados en la historia, pero con la conciencia de ser hermanos en la fe y siervos de Dios.
Es interesante que el Evangelio, con la maldición que Jesús hace a la higuera, nos ponga en guardia contra cualquier clase de avaricia en el uso de los talentos recibidos, para hacerlos fructificar. Jesús se dirige a todos los que siguen en su mentalidad servil y de miedo, y nunca hacen saltar el resorte del amor. Nos hace una férvida exhortación sobre el estado interior que nos debe acompañar: "¡Tened fe en Dios! (…) Quien diga a este monte: «Quítate y arrójate al mar» y no vacile en su corazón, sino que crea que va a suceder lo que dice, lo obtendrá". Todo, por lo tanto, supone una fe fuerte y capaz de dar un verdadero significado a nuestra vida. Nada es imposible para Dios. Nada será imposible para el hombre de Dios que se viste de fe verdadera, auténtica, perfecta: "Todo aquello que pidáis en la oración os será concedido". Pero… ¿Somos verdaderamente hombres de oración?
En la vida pastoral, debemos poner el fundamento en la oración, porque sin ella toda acción nuestra corre el riesgo de quedarse vacía, y el anuncio del Evangelio, al final, queda sin alma. La Iglesia no puede desestimar el pulmón de la oración, y "el Pueblo de Dios siente la necesidad de presbíteros-discípulos: que tengan una profunda experiencia de Dios, configurados con el corazón del Buen Pastor, dóciles a las mociones del Espíritu, que se nutran de la Palabra de Dios, de la Eucaristía y de la oración" (Aparecida, 199), por tanto, evangelizadores que anuncien la Buena Noticia, no solo con las palabras, sino sobre todo con una vida transfigurada por la presencia de Dios.
Mujer de fe, Santa Laura Montoya aprendió, en la escuela de la oración y de la mística contemplación de la misericordia de Dios, a hacer fructificar los dones y carismas recibidos del Señor. Santa Laura vivió dichos dones en el servicio caritativo y misionero hacia los más olvidados, como entonces eran los indígenas, que aún se encontraban lejos de los escenarios de la promoción humana y de su primera evangelización. La presencia espiritual de esta santa y su valiosa intercesión, en este clima del Congreso Nacional Misionero, son, ciertamente, un estímulo y una invitación a estar "en salida" hacia todos los ambientes y lugares necesitados de la Buena Nueva del Señor resucitado.
Como comunidad reunida en nombre de Jesús, exhorto, finalmente, a dar testimonio con la vida de su Evangelio, especialmente en este año del Jubileo Extraordinario de la Misericordia, inaugurado por el Papa Francisco, el 8 de diciembre de 2015. En efecto, además de ser la vía que une al hombre a Dios, "la misericordia es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida" (MV 2). Como discípulos de espíritu misionero, nuestra misión de evangelizar deber constante para no acomodarse en la mediocridad y continuar su crecimiento en la fe.
Que el Señor, por intercesión de María, Nuestra Señora de Chiquinquirá y Patrona de Colombia, nos conceda el don de vivir una fe auténticamente evangélica y la alegría de anunciar su Palabra a todos los hombres.
Homilía de S.E.R. Card. FERNANDO FILONI en la Santa Misa con la Comunidad Formativa del “Seminario Intermisional San Luis Bertrán”, Bogotá
Miércoles, 25 de mayo de 2016
1 Pe. 1,18-25; Sal. 147; Mc. 10,32-45
“El Hijo del hombre ha venido para servir y dar su vida en rescate por muchos”.
Queridos hermanos en el episcopado,
Señor Nuncio Apostólico,
Reverendo Padre Rector,
queridos formadores, docentes y seminaristas.
Estoy contento de estar aquí hoy con ustedes en esta casa de formación, como Prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos. Aprovecho la ocasión para transmitirles los saludos de Su Santidad el Papa Francisco y su bendición apostólica.
Antes que nada, quiero presentar al Reverendo Rector, el padre Juan Manuel, y a sus colaboradores, mi gratitud por el compromiso que él y sus colaboradores manifiestan en favor de la formación de los alumnos de este Seminario San Luis Bertrán. Tratándose de un seminario de índole netamente misionera, estoy convencido de que, con su esfuerzo y dedicación, se podrá garantizar siempre una formación adecuada, sólida y acorde con los desafíos específicos misioneros que encontrarán estos futuros sacerdotes.
Ustedes saben el motivo de mi visita a Colombia: la celebración del XII (decimosegundo) Congreso Misionero Nacional, la consagración episcopal de dos nuevos Vicarios Apostólicos y la visita pastoral a los Vicariatos de Guapi y de Puerto Leguízamo.
Este Seminario, fundado en 1959 por la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, se prepara para vivir su LX (sexagésimo) aniversario de vida. Pretendía ser, según las intenciones de los fundadores, un lugar de formación de los Vicariatos Apostólicos, así como promover y orientar a los clérigos a tomarse a pecho la evangelización como objetivo primario de los futuros sacerdotes. Hoy, con más de 100 (cien) alumnos, mientras recordamos también a los muchos sacerdotes preparados y activos en los distintos Vicariatos, continúa respondiendo a las mismas expectativas. Es hermoso que la Dirección del Seminario esté confiada a la Conferencia Episcopal, mientras mantiene su carácter misionero y queda bajo la tutela de nuestra Congregación. Es hermoso porque los obispos de este país sienten que también recae sobre ellos la responsabilidad de la obra de evangelización de todo el país y la formación de los operadores pastorales. En un cierto sentido, lo demuestra la presencia de alumnos del arzobispado castrense que después trabajarán en muchas áreas de los Vicariatos, así como los alumnos de diócesis que fueron en su día Vicariatos Apostólicos.
La liturgia de la Palabra de hoy, queridos seminaristas, nos ha presentado un pasaje del Evangelio de Marcos que es muy significativo en relación con la misión sacerdotal. En dicho texto, el Evangelista nos cuenta el momento en que Jesús, por tercera vez, prepara a sus discípulos para el misterio de su pasión: iban a Jerusalén y cuantos lo acompañaban estaban estremecidos y llenos de temor, porque hablaba de los sufrimientos y de la muerte del Hijo del Hombre; comprendieron que hablaba de sí mismo, pero no todos lo entendieron claramente; alguno pensaba que Jesús, yendo a Jerusalén, fuera a revelarse como una gran autoridad. Por esto, Juan y Santiago, los hijos del Zebedeo, le pidieron poder estar a su lado en el momento de la gloria. Habían comprendido mal, pero, no obstante, los dos hermanos suscitaron los celos de los otros. En realidad, todos habían comprendido mal y Jesús se vio obligado a catequizarlos mejor, no en orden al poder, sino al servicio: "Saben que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos, y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre ustedes, sino que el que quiera llegar a ser grande entre ustedes, será su servidor, y el que quiera ser el primero entre ustedes, será esclavo de todos" (Mc 10, 42-44).
Me gustaría dirigir su atención sobre este aspecto que debería marcar su camino formativo: el servicio. En este seminario misionero se preparan para el sacerdocio ministerial con el objetivo de convertirse en esperanza de la Iglesia misionera de este amado país.
Por lo tanto, es importante acoger la enseñanza del Evangelio apenas se escucha. Jesús habla de servicio. "El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar la propia vida en rescate por muchos".
Cristo no ha dejado de dar ejemplo a sus discípulos, haciéndose siervo y ofreciendo voluntariamente su vida en la cruz, con una dedicación total, humilde y amorosa con respecto a la Iglesia. Es, precisamente, por este tipo de autoridad, es decir, de servicio a la Iglesia, por el que esta es animada y vivificada, así como por la existencia espiritual de cada sacerdote, llamado a la configuración con Cristo, cabeza y siervo de la Iglesia, según las palabras de la Exhortación Apostólica Pastores Dabo Vobis (21), del Papa Juan Pablo II. Se pone en acto, por tanto, la señal del servicio como instrumento de autentificación del camino eclesial y signo de la comunión y adhesión al mensaje del Reino de Dios.
La lógica del Reino de Dios, en efecto, es la del servicio, no la del poder; la del compartir, no la del hacer carrera; la de la donación total al Evangelio, no la de la búsqueda de la promoción social. La vocación sacerdotal es la llamada de Dios al servicio de los hermanos y se configura como "don de la gracia divina", no como "derecho del hombre", de modo que "nunca podrá considerarse la vida sacerdotal como una promoción simplemente humana, ni la misión del ministro como un simple proyecto personal" (Ib. 36). Os recomiendo encarecidamente, por tanto, la meditación de este Evangelio como motivación de vuestra vocación sacerdotal y misionera.
Después San Pablo, en la II lectura, nos dice que en el bautismo y en la fe hemos sido "regenerados no de una semilla corruptible, sino incorruptible, por medio de la palabra de Dios, viva y eterna". La verdad del Evangelio, en efecto, es esta semilla incorruptible. Una semilla que, teniendo en sí misma la vida, cuando se planta en la tierra del corazón humano, crece y produce vida. De modo similar, la vida espiritual no arranca en una persona hasta que no se planta en ella la semilla del Evangelio.
Una última recomendación: tómense muy en serio, –escribieron los Padres Conciliares hace 50 años en el documento sobre la formación sacerdotal Presbiterorum Ordinis– el diálogo cotidiano con Cristo, visitándolo en el sagrario y practicando la amistad personal con el Señor (cfr. PO 18).
La vocación es una aventura digna de vivirse profundamente si se la ama. Por lo tanto, en la respuesta generosa y perseverante a la llamada del Señor, se encuentra la llave para una vida gozosa y plenamente realizada. Ustedes, queridos seminaristas, están llamados a participar en la misión de la Iglesia que tienen delante y que el Señor, a través del obispo, les confiará. Ahora les toca a ustedes prepararse y responder si aceptan o no. Eso es posible, antes que nada, por la gracia y la docilidad al Espíritu Santo, protagonista de la misión en la Iglesia; Él es fuente de santidad que nos conforma con Cristo, nos da la fuerza de seguirle y de dar testimonio de Él.
Queridísimos, querría gritarles con el Papa Francisco: "no dejemos que nos roben el entusiasmo misionero" (Evangelii Gaudium 80), "no dejemos que nos roben la alegría de la evangelización" (ib. 83). ¡Déjense, pues, fascinar por Cristo! ¡Descubran la belleza de donarle la vida, para servir y para llevar a sus hermanos el Evangelio de la salvación! La vastedad del compromiso me estimula a invitarles, con urgencia, a no limitarse a pequeños proyectos o, lo que es peor, a desear un estilo de vida cómodo y, por así decirlo, "seguro". Tengan el valor de aceptar una vocación grande, que tiene por horizonte el mundo entero, y estén dispuestos a considerar seriamente la propuesta de ofrecer los mejores años de su vida en una plena disponibilidad misionera en los lugares también más difíciles y marginados de sus Iglesias particulares y, ¿por qué no?, más allá de sus confines.
Pido al Espíritu del Señor, que constantemente anima y fecunda la Iglesia, que les ofrezca a todos la luz y la generosidad necesaria para ser misioneros del Evangelio. Que Él haga de cada uno de ustedes un testimonio valiente de su amor, un sacerdote fiel y a imagen de Cristo, Buen Pastor.
San Luis Bertrán, patrón de este Seminario y de Colombia, les ayude a todos y a cada uno en particular, a acoger del Señor esa novedad y fuerza que les permita llegar a ser sacerdotes bien preparados para la misión.
Homilía de S.E.R. CARD. FERNANDO FILONI en Eucaristía de apertura del XII Congreso Nacional Misionero en Bucaramanga (Colombia)
Jueves, 26 de mayo de 2016 – Memoria de San Felipe Neri
1 Pe. 2, 2-5.9-12; Sal. 99; Mc. 10, 46-52
“Vete, tu fe te ha salvado”
Eminentísimos Señores Cardenales,
Excelentísimo Señor Nuncio Apostólico,
Excelentísimos Señores Obispos.
Queridos hermanos en el sacerdocio,
respetables autoridades,
hermanos y hermanas en Cristo:
Desearía manifestarles la gratitud de estar aquí con ustedes, como Prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos y, en nombre del Papa Francisco, les transmito sus saludos y su bendición apostólica. Participar en este XII (decimosegundo) Congreso Nacional que se abre hoy es un motivo de profunda alegría eclesial.
La liturgia de hoy nos presenta la curación del ciego Bartimeo, hijo de Timeo. Este, al contrario del joven rico, que tuvo miedo de perder sus seguridades (Mc. 10, 17-27), al contrario de los discípulos que quedaron perplejos ante la idea de tener que sufrir persecuciones (Mc. 10, 28-31) y de los apóstoles, que discutieron por los primeros puestos (Mc. 10, 32-45); se convierte en modelo de creyente, es decir, de aquel que, a través del catecumenado de la propia vida y de las experiencias vividas por su ceguera, es llamado a la luz, obtiene la vista y experimenta la misericordia de Dios.
Estar ciego, en el lenguaje de la Sagrada Escritura, no es simplemente una deficiencia física, sino que también tiene un significado espiritual. Los ejemplos de ceguera espiritual son numerosos en la Biblia. Isaías grita: «Ciegos, mirad y ved. ¿Quién está ciego, sino mi siervo? ¿Y quién tan sordo como el mensajero a quien envío?» (Is. 42, 18-19); los escribas y fariseos son así definidos por Jesús: «Ciegos y guías de ciegos» (Mt. 15, 14). A los mismos apóstoles les costaba muchas veces creer en las palabras del Señor, porque su espíritu estaba “cegado” y orientado por la lógica humana, como sucedió a los dos discípulos de Emaús, que habían olvidado tanto las Escrituras como las palabras de Jesús sobre su muerte y resurrección, sin ni siquiera reconocerle por el camino. Ante la ceguera, Jesús se proclama luz del mundo: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn. 8, 12).
Bartimeo conocía la oscuridad de la ceguera y se sentía necesitado de la vista; de aquí brota su profundo grito: «¡Hijo de David, Jesús, ten piedad de mí!». Jesús le escucha, «se paró y les dijo: “¡Llamadlo!”». En la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, el Papa Francisco hace referencia a esta invitación dirigida a Bartimeo, imagen y símbolo de cada uno de nosotros y de cuantos titubean en la fe: «No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque “nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor”. Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos» (EG 3). El Señor escucha, acoge, devuelve la vista. En resumen, salva mediante la fe. No me gustaría encontrarme entre esos “muchos” que regañaban al ciego Bartimeo para que se callara, en vez de llevarlo a Jesús.
San Pedro, en la segunda lectura, nos recuerda que estamos llamados a exhortar a todo hombre y mujer a tener valor, porque el Señor nos llama a la salvación. Este animar, buscar al hermano, darle esperanza, llevarlo a Jesús, es lo que significa Iglesia “en salida”, «comunidad de discípulos misioneros […] que sabe adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos» (Ibídem 24). Sucedió, dice el Evangelio, que Bartimeo, «arrojando su manto, dio un brinco y vino donde Jesús», hubo un diálogo que es el prototipo de cualquier diálogo pre-bautismal: ¿Qué buscas? ¿Qué te otorga la fe? ¿Crees?
Además de estar ciego, Bartimeo era pobre; en efecto, estaba sentado en el borde del camino mendigando. Pero no había nacido ciego; hubo un tiempo en el que podía ver. Por eso, cuando Jesús le pregunta: «¿Qué quieres que yo te haga?», no dice: «Que yo vea», sino: «Que yo recobre la vista». Aquí se percibe que, seguramente, había llegado a este estado por estar privado o necesitado de alguna cosa. Él creía que solamente el Hijo de David, del que había oído hablar, era capaz de restituírsela. Después de haber recibido una catequesis de Jesús, comenzó a suplicar: «“¡Hijo de David, Jesús, ten piedad de mí […], que yo recobre la vista!”».
Por la fe, Bartimeo creyó en el amor de Dios, que todo lo puede. El Papa Benedicto XVI comentó que él estaría al inicio de su ser cristiano, por lo que no tenía en mente una decisión ética o una gran idea, sino más bien aspiraba solamente al encuentro con un acontecimiento, la persona de Cristo, que da vida a un nuevo horizonte y, con ello, a una dirección decisiva (cfr. DCE 1). Bartimeo, tras haber reconocido a Jesús, se sitúa en relación con Él, recupera la vista y lo sigue por el camino: «Vete, tu fe te ha salvado». Se le enciende en el corazón la fe y finalmente vuelve a ver. Ve el rostro que misteriosamente amaba ahora su corazón y, después de lo que había recibido, su amor no podía sino aumentar.
Impulsado por el amor de Cristo, San Felipe Neri (Florencia 1515 – Roma 26 de mayo de 1595), cuya memoria celebramos hoy, afirmaba: «Quien desea algo distinto de Cristo, no sabe lo que quiere. Quien pregunta por algo que no sea Cristo, no sabe lo que pregunta. Quien no obra por Cristo, no sabe lo que hace». Sin embargo, Bartimeo deseaba a Cristo, sabía qué quería, gritó con insistencia para que Jesús tuviera piedad de él y, cuando lo encontró y lo vio, se puso a seguirlo.
También nosotros estamos un poco ciegos, somos un poco mendigos, un poco pobres. Tenemos necesidad de Cristo, de recuperar una fe cristológica. Tenemos necesidad de creer que nuestra vida es amada por Dios a pesar de la oscuridad y de la incertidumbre de ciertos momentos. Tenemos necesidad de la luz y de la esperanza de que el Señor baje hasta las profundidades en que nos encontramos para disipar cualquier tiniebla y curar cualquier ceguedad o enfermedad. Que podamos oír, como Bartimeo: «Tu fe te ha salvado». Tenemos necesidad de emprender y retomar su seguimiento, el camino con Cristo.
Que María, discípula humilde y fiel, sea nuestra Madre premurosa, y que Santa Laura Montoya, en el día en que celebramos el aniversario de su nacimiento, nos ayude a cumplir con eficacia nuestra misión evangelizadora.
Texto completo de la catequesis del papa Francisco en la audiencia del miércoles 25 de mayo de 2016 (ZENIT- Ciudad del Vaticano)
Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
La parábola evangélica que acabamos de escuchar (cfr. Lc 18, 1-8) contiene una enseñanza importante: “que es necesario orar siempre sin desanimarse” (v. 1). Por lo tanto, no se trata de orar algunas veces, cuando tengo ganas. No, Jesús dice que es necesario “orar siempre sin desanimarse”. Y pone el ejemplo de la viuda y el juez.
El juez es un personaje poderoso, llamado a emitir sentencias basándose en la Ley de Moisés. Por esto la tradición bíblica recomendaba que los jueces sean personas con temor de Dios, dignas de fe, imparciales e incorruptibles (Cfr. Ex 18,21). Nos hará bien escuchar esto también hoy, ¡eh! Al contrario, este juez «no temía a Dios ni le importaban los hombres» (v. 2). Era un juez perverso, sin escrúpulos, que no tenía en cuenta la Ley pero hacía lo que quería, según sus intereses. A él se dirigió una viuda para obtener justicia. Las viudas, junto a los huérfanos y a los extranjeros, eran las categorías más débiles de la sociedad. Sus derechos tutelados por la Ley podían ser pisoteados con facilidad porque, siendo personas solas e indefensas, difícilmente podían hacerse valer: una pobre viuda, allí, sola está sin defensa y podían ignorarla, incluso no hacerle justicia; así como con el huérfano, el extranjero, el migrante. ¡Lo mismo! En aquel tiempo era muy fuerte esto. Ante la indiferencia del juez, la viuda recurre a su única arma: continuar insistentemente importunando presentándole su petición de justicia. Y precisamente con esta perseverancia alcanza su objetivo. El juez, de hecho, en un cierto momento la compensa, no porque esté movido por la misericordia, ni porque la conciencia se lo impone; simplemente admite: «Pero como esta viuda me molesta, le haré justicia para que no venga continuamente a fastidiarme» (v. 5).
De esta parábola Jesús saca una doble conclusión: si la viuda ha logrado convencer al juez deshonesto con sus peticiones insistentes, cuanto más Dios, que es Padre bueno y justo, «hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche»; y además no «les hará esperar por mucho tiempo», sino actuará «rápidamente» (vv. 7-8).
Por esto Jesús exhorta a orar “sin desfallecer”. Todos sentimos momentos de cansancio y de desánimo, sobre todo cuando nuestra oración parece ineficaz. Pero Jesús nos asegura: a diferencia del juez deshonesto, Dios escucha rápidamente a sus hijos, aunque si esto no significa que lo haga en los tiempos y en los modos que nosotros quisiéramos. ¡La oración no es una varita mágica! ¡No es una varita mágica! Esta nos ayuda a conservar la fe en Dios y a confiar en Él incluso cuando no comprendemos su voluntad. En esto, Jesús mismo – ¡que oraba tanto! – nos da el ejemplo. La Carta a los Hebreos recuerda que, así dice, «Él dirigió durante su vida terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a aquel que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión» (5,7). A primera vista esta afirmación parece inverosímil, porque Jesús ha muerto en la cruz. No obstante la Carta a los Hebreos no se equivoca: Dios de verdad ha salvado a Jesús de la muerte dándole sobre ella la completa victoria, pero ¡el camino recorrido para obtenerla ha pasado a través de la misma muerte! La referencia a la súplica que Dios ha escuchado se refiere a la oración de Jesús en el Getsemaní. Invadido por la angustia oprimente, Jesús pide al Padre que lo libere del cáliz amargo de la pasión, pero su oración está empapada de la confianza en el Padre y se encomienda sin reservas a su voluntad: “Pero – dice Jesús – no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mt 26,39). El objeto de la oración pasa a un segundo plano; lo que más importa es la relación con el Padre. Es esto lo que hace la oración: transforma el deseo y lo modela según la voluntad de Dios, cualquiera que esa sea, porque quien ora aspira ante todo a la unión con Dios, Amor misericordioso.
La parábola termina con una pregunta: “Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (v. 8). Y con esta pregunta estamos todos advertidos: no debemos desistir de la oración aunque no sea correspondida. ¡Es la oración que conserva la fe, sin ella la fe vacila! Pidamos al Señor una fe que se haga oración incesante, perseverante, como la de la viuda de la parábola, una fe que se nutre del deseo de su llegada. Y en la oración experimentamos la compasión de Dios, que como un Padre va al encuentro de sus hijos lleno de amor misericordioso. ¡Gracias!
Traducción realizada por ZENIT
El papa Francisco presidió, en la tarde de este jueves 26 de mayo, en la basílica romana de San Juan de Letrán, la celebración eucarística por la Solemnidad del Corpus Christi.
Homilía del Santo Padre en Corpus Christi
«Hagan esto en memoria mía» (1Co 11,24.25).
El apóstol Pablo, escribiendo a la comunidad de Corinto, refiere por dos veces este mandato de Cristo en el relato de la institución de la Eucaristía. Es el testimonio más antiguo de las palabras de Cristo en la Última Cena.
«Hagan esto». Es decir, tomen el pan, den gracias y pártanlo; tomen el cáliz, den gracias y distribúyanlo. Jesús manda repetir el gesto con el que instituyó el memorial de su Pascua, por el que nos dio su Cuerpo y su Sangre. Y este gesto llegó hasta nosotros: es el «hacer» la Eucaristía, que tiene siempre a Jesús como protagonista, pero que se realiza a través de nuestras pobres manos ungidas de Espíritu Santo.
«Hagan esto». Ya en otras ocasiones, Jesús había pedido a sus discípulos que «hicieran» lo que él tenía claro en su espíritu, en obediencia a la voluntad del Padre. Lo acabamos de escuchar en el Evangelio. Ante una multitud cansada y hambrienta, Jesús dice a sus discípulos: «Denle ustedes de comer» (Lc 9,13). En realidad, Jesús es el que bendice y parte los panes, con el fin de satisfacer a todas esas personas, pero los cinco panes y los dos peces fueron aportados por los discípulos, y Jesús quería precisamente esto: que, en lugar de despedir a la multitud, ofrecieran lo poco que tenían.
Hay además otro gesto: los trozos de pan, partidos por las manos sagradas y venerables del Señor, pasan a las pobres manos de los discípulos para que los distribuyan a la gente. También esto es «hacer» con Jesús, es «dar de comer» con él. Es evidente que este milagro no va destinado sólo a saciar el hambre de un día, sino que es un signo de lo que Cristo está dispuesto a hacer para la salvación de toda la humanidad ofreciendo su carne y su sangre (cf. Jn 6,48-58). Y, sin embargo, hay que pasar siempre a través de esos dos pequeños gestos: ofrecer los pocos panes y peces que tenemos; recibir de manos de Jesús el pan partido y distribuirlo a todos.
Partir: esta es la otra palabra que explica el significado del «hagan esto en memoria mía». Jesús se dejó «partir», se parte por nosotros. Y pide que nos demos, que nos dejemos partir por los demás.
Precisamente este «partir el pan» se convirtió en el icono, en el signo de identidad de Cristo y de los cristianos. Recordemos Emaús: lo reconocieron «al partir el pan» (Lc 24,35). Recordemos la primera comunidad de Jerusalén: «Perseveraban en la fracción del pan» (Hch 2,42).
Se trata de la Eucaristía, que desde el comienzo fue el centro y la forma de la vida de la Iglesia. Pero recordemos también a todos los santos y santas –famosos o anónimos–, que se dejaron «partir» a sí mismos, sus propias vidas, para «alimentar a los hermanos».
Cuántas madres, cuántos papás, junto con el pan de cada día, cortado en la mesa de casa, se parten el pecho para criar a sus hijos, y criarlos bien. Cuántos cristianos, en cuanto ciudadanos responsables, se desviven para defender la dignidad de todos, especialmente de los más pobres, marginados y discriminados.
¿Dónde encuentran la fuerza para hacer todo esto? Precisamente en la Eucaristía: en el poder del amor del Señor resucitado, que también hoy parte el pan para nosotros y repite: «Hagan esto en memoria mía».
Que el gesto de la procesión eucarística, que dentro de poco vamos a hacer, responda también a este mandato de Jesús. Un gesto para hacer memoria de él; un gesto para dar de comer a la muchedumbre actual; un gesto para «partir» nuestra fe y nuestra vida como signo del amor de Cristo por esta ciudad y por el mundo entero.+
Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio del domingo del Corpus Christi C
HACER MEMORIA DE JESÚS
Al narrar la última Cena de Jesús con sus discípulos, las primeras generaciones cristianas recordaban el deseo expresado de manera solemne por su Maestro: «Haced esto en memoria mía». Así lo recogen el evangelista Lucas y Pablo, el evangelizador de los gentiles.
Desde su origen, la Cena del Señor ha sido celebrada por los cristianos para hacer memoria de Jesús, actualizar su presencia viva en medio de nosotros y alimentar nuestra fe en él, en su mensaje y en su vida entregada por nosotros hasta la muerte. Recordemos cuatro momentos significativos en la estructura actual de la misa. Los hemos de vivir desde dentro y en comunidad.
La escucha del Evangelio
Hacemos memoria de Jesús cuando escuchamos en los evangelios el relato de su vida y su mensaje. Los evangelios han sido escritos, precisamente, para guardar el recuerdo de Jesús alimentando así la fe y el seguimiento de sus discípulos.
Del relato evangélico no aprendemos doctrina sino, sobre todo, la manera de ser y de actuar de Jesús, que ha de inspirar y modelar nuestra vida. Por eso, lo hemos de escuchar en actitud de discípulos que quieren aprender a pensar, sentir, amar y vivir como él.
La memoria de la Cena
Hacemos memoria de la acción salvadora de Jesús escuchando con fe sus palabras: «Esto es mi cuerpo. Vedme en estos trozos de pan entregándome por vosotros hasta la muerte… Este es el cáliz de mi sangre. La he derramado para el perdón de vuestros pecados. Así me recordaréis siempre. Os he amado hasta el extremo».
En este momento confesamos nuestra fe en Jesucristo haciendo una síntesis del misterio de nuestra salvación: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús». Nos sentimos salvados por Cristo, nuestro Señor.
La oración de Jesús
Antes de comulgar, pronunciamos la oración que nos enseñó Jesús. Primero, nos identificamos con los tres grandes deseos que llevaba en su corazón: el respeto absoluto a Dios, la venida de su reino de justicia y el cumplimiento de su voluntad de Padre. Luego, con sus cuatro peticiones al Padre: pan para todos, perdón y misericordia, superación de la tentación y liberación de todo mal.
La comunión con Jesús.
Nos acercamos como pobres, con la mano tendida; tomamos el Pan de la vida; comulgamos haciendo un acto de fe; acogemos en silencio a Jesús en nuestro corazón y en nuestra vida: «Señor, quiero comulgar contigo, seguir tus pasos, vivir animado con tu espíritu y colaborar en tu proyecto de hacer un mundo más humano».
José Antonio Pagola
Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo – C (1 Corintios 11,23-26)
Comentario a la liturgia dominical – Noveno domingo tiempo común por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor y director espiritual en el seminario diocesano Maria Mater Ecclesiae de são Paulo (Brasil). 24 mayo 2016 (ZENIT)
Ciclo C Textos: 1 Re 8, 41-43; Ga 1, 1-2.6-10; Lc 7, 1-10
Idea principal: La salvación de Dios es para todos, y no privilegio exclusivo de una raza. Dios pide la fe en Cristo Jesús para que esa salvación se haga realidad.
Síntesis del mensaje: Dios, abriendo su salvación a todos sin excepción, está demostrando su grande e infinita misericordia (1ª lectura). Nos hará bien meditar en el mensaje de este domingo, justamente cuando estamos viviendo y celebrando el año de la misericordia. Dios quiere la salvación para todos. Sólo pide que el hombre y la mujer se acerquen a Dios con una fe firme en Cristo Jesús y le expongan con humildad sus necesidades (2ª lectura y evangelio).
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, Salomón deja bien claro en la primera lectura de hoy que la salvación es universal. Por eso eleva su oración a Dios para que escuche no sólo a los judíos que vendrán al templo, sino también a los paganos y extranjeros. Dios no es sólo el Dios monopolio de Israel, sino el Dios de todo el mundo. Es el Dios de todos y, por consiguiente, todos deberán conocerle en la oración, honrarle en el culto y tener las manos abiertas para recibir toda clase de gracias que el buen Dios quiera concederles, para después repartirlas a los demás. Salomón muestra aquí un espíritu universal, que luego no imitarán desgraciadamente muchos pueblos. Al profeta Daniel le costó abrirse a esta salvación universal ofrecida por Dios y hasta se enoja con Dios, por ser tan clemente y misericordioso.
En segundo lugar, Pablo en la segunda lectura pone en guarda de aquellos que quieren anunciar otro evangelio distinto que ciertamente no llevará a esa salvación. Pablo escribe a los Gálatas, que eran paganos antes de hacerse cristianos. Les predicó la fe en Cristo y ellos se adhirieron a esta fe, aceptaron el bautismo y obtuvieron las gracias de Dios para conseguir la salvación. Pero más tarde llegaron algunos judaizantes perturbadores diciéndoles que, además de la fe en Cristo, necesitaban la observancia de la ley antigua de Moisés (circuncisión, observancias alimentarias, pureza ritual). Pablo es firme y fuerte: basta la fe y la adhesión a Cristo para salvarse. Es cierto que la fe en Cristo nos pedirá coherencia de vida, es decir, nos hace actuar y realizar las “obras de la fe”, y no tanto las obras de la ley, con las cuales los judíos creían alcanzar para ellos la salvación.
Finalmente, Cristo en el Evangelio, alabando la fe de ese centurión romano, abrió su mano comprensiva a ese criado a punto de morir y ofreció su salvación a esos paganos. Ese oficial pagano tenía el alma preparada para recibir esa salvación ofrecida por Dios, porque era un hombre bueno, honesto y humilde, simpatizante del pueblo de Israel, tanto que les ha construido la sinagoga. Los mismos judíos lo reconocieron delante de Cristo. Jesús queda admirado de la actitud del centurión y elogia su fe, que le arrancó el milagro para su siervo. Si hay algo claro en el evangelio de Lucas, que nos acompaña en este año litúrgico, es justamente la salvación universal traída por Cristo, desde que nace en Belén. Después, cuando Jesús sale a predicar pone atención por los más marginados, alaba al leproso extranjero o al samaritano que tuvo entrañas de misericordia con ese malherido del camino. Jesús, curando al criado del centurión romano, perteneciente a las “fuerzas de ocupación”, diríamos hoy, está demostrándonos que su salvación no tiene fronteras ni pide pasaporte ni papeles, como exigen los países cuando la gente viaja; la dichosa, aburrida y cansada burocracia que todos sufrimos. Cristo abre su corazón y su salvación a todos, sin distinción de raza, lengua, color. Sólo pide fe en Él. Él es el único y universal Salvador (cf. “Dominus Iesus”, Declaración de la Congregación de la Doctrina de la fe, 6 de agosto de 2000). Cristo es el único mediador de la salvación de Dios (1 Tm 2, 5). La Iglesia lleva más de dos mil años predicándolo: “En ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, en el cual podamos ser salvos” (Hech 4, 12).
Para reflexionar: ¿Soy de mentalidad abierta o cerrada en alguna clase de racismo o nacionalismo? ¿Sé reconocer los valores que tienen los “otros”, los que no son de nuestra cultura, raza, lengua, religión? ¿Sé dialogar con ellos, ayudarles en lo que puedo? ¿Reconozco que la verdad y el bien no son exclusiva mía? ¿Me alegro de saber que Dios es un Dios abierto, universal, que “hace salir el sol sobre justos y pecadores”? ¿Aun permaneciendo fiel y coherente a mi fe y predicando con convicción esta verdad “En Cristo todos pueden salvarse”, soy persona de diálogo y respeto de los que piensan distinto de mí?
Para rezar: Señor, que la vivencia de la Eucaristía nos enseñe y nos estimule a vivir este universalismo en nuestra vida cristiana, pues es en la Eucaristía donde formamos una asamblea comunitaria heterogénea, pero fraternal, con personas de cultura y edad distinta. Es ahí, Señor, donde elevamos en la oración universal nuestras súplicas a Dios, solidarizándonos con todo el mundo. Es ahí, Dios mío, donde en el gesto simbólico de paz damos y deseamos a los vecinos la paz. Y es ahí, donde comemos el único pan partido, sintiéndonos hermanos los unos de los otros, porque creemos en ti, Cristo Jesús.
Cualquier sugerencia o duda pueden comunicarse con el padre Antonio a este email: [email protected]
Visita PASTORAL del Prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos S.E.R. Card. FERNANDO FILONI AL Vicariato Apostólico de PUERTO LEGUÍZAMO-SOLANO
HOMILÍA: Catedral de Nuestra Señora del Carmen
(Martes, 24 mayo 2016)
Lecturas: 1 Pe. 1, 10-16; Mc. 10, 28-31
“Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”
Queridos hermanos y hermanas, con mi más cordial saludo y en nombre también del Papa Francisco, quisiera, antes que nada, manifestarles mi alegría al encontrarme en esta Catedral de Nuestra Señora del Carmen. Aquí está el corazón de vuestra comunidad local, de la familia de Dios en Puerto Leguízamo-Solano. Al tratarse de un Vicariato Apostólico, esta circunscripción eclesiástica tiene por cabeza al Papa, que actúa a través de su Vicario, actualmente en la persona del obispo, Monseñor Joaquín Humberto Pinzón Güiza, I.M.C., al cual saludo fraternalmente y le agradezco la invitación a visitar esta comunidad cristiana que le ha sido confiada.
Vosotros sabéis que el estado jurídico de un vicariato es un paso intermedio antes de convertirse en diócesis. Una diócesis, en efecto, representa el estado adulto de una Iglesia local, con suficiente número de sacerdotes, religiosos y religiosas, parroquias y sustento para las exigencias pastorales propias. Es algo así como el caso de un joven que está creciendo, pero que aún no es autosuficiente y, por eso, necesita ayuda en su maduración antes de tener su propia casa.
Como ven, me acompaña el Nuncio Apostólico, su Excelencia Monseñor Ettore Balestrero, al que agradezco la organización de esta visita pastoral. Extiendo mi saludo a las autoridades civiles y militares, a las cuales se les ha confiado el crecimiento civil, la seguridad y el bien común de esta población. Doy las gracias a los sacerdotes, religiosos, religiosas y catequistas por su presencia. A ellos deseo manifestarles mi más sincero aprecio por la labor pastoral que desarrollan entre ustedes. A todos transmito la bendición del Santo Padre.
Mi visita pastoral a Colombia tiene tres objetivos: El primero es celebrar y predicar en el 12° (decimosegundo) Congreso Misionero de Colombia, animando la obra misionera de la Iglesia en el país, tanto a nivel interno como hacia el exterior, a aquellos lugares donde la Palabra de Dios aún no ha sido anunciada o recibida. El segundo es consagrar a dos nuevos Vicarios Apostólicos, los de Puerto Gaitán y de San Andrés y Providencia, recientemente nombrados por el Papa Francisco. El tercero es visitarles, encontrarme con ustedes, rezar juntos, escucharles y hablar con ustedes. Finalmente, estando en el Año Jubilar de la Misericordia, un don del Papa Francisco a la Iglesia, no hay nada más hermoso que intercambiarnos también este don de la misericordia en la alegría del encuentro.
La Palabra de Dios que hemos escuchado hoy en esta Catedral de Nuestra Señora del Carmen quizás ya la conozcamos. De todas formas, esta no deja de ser, a mi parecer, un sorbo de agua fresca y, al mismo tiempo, de sorpresa, porque no es una palabra del pasado que nosotros recordamos ahora y que no nos interesa, sino al contrario, se trata de una palabra viva y actual, que se refiere a nosotros. Como hemos escuchado en el pasaje de hoy, Jesús nos habla y nos invita a ser sus seguidores.
El evangelista Marcos nos hace entender que los discípulos que ya llevaban tiempo siguiendo al Señor, al Maestro, lo acompañaban, lo asistían, le procuraban el alimento, pasaban todo el tiempo por él y con él. Jesús había estado hablando ese día sobre las riquezas y la concupiscencia humana. Les había dicho, incluso, que era más fácil que un camello pudiera pasar por el ojo de una aguja a que un rico pudiera entrar en el reino de Dios (cfr. Mc. 10, 25). Frente a tales afirmaciones, hiperbólicas pero significativas, Pedro pregunta: Entonces, nosotros que hemos dejado familia, trabajo, casa, en fin, todo, y te hemos seguido, ¿qué recibiremos a cambio, visto que no nos debemos esperar cosas materiales?
La respuesta del Señor es sorprendente, habla de un porcentaje enorme, cien veces mayor de lo que se ha dejado junto a persecuciones, es decir, a sufrimientos que, como ya sabemos, son como la sal en el pan y la vida en Él. Os puedo asegurar que, personalmente, como sacerdote que ha dejado su familia, su casa, sus afectos, el Señor nunca ha sido tacaño conmigo y me ha dado el céntuplo. Por ejemplo, aquí también, su afecto me dice que ustedes son, para mí, familia, queridísimos hermanos y hermanas. En el Señor nos sentimos que somos profundamente amados e hijos de Dios. Es en la misericordia donde yo, nosotros, encontramos al Señor, que nos permite no ser vencidos por los pecados, que son nuestros verdaderos perseguidores, y que nos da la vida que no muere.
La misericordia, dice el Papa Francisco con muy acertadas expresiones, es como una caricia sobre las heridas, es el verdadero nombre de Dios, es el rostro del Padre que se ve en Cristo, es un abrazo fortísimo que dura por siempre. La Iglesia vive una vida auténtica –decía San Juan Pablo II (segundo)– cuando profesa y proclama la misericordia que es el más estupendo atributo del Creador y Redentor, y que acerca a los hombres a las fuentes de la vida del Salvador, de la cual ella es depositaria y dispensadora (Dives in misericordiae, nº 11).
Este Vicariato es una joven Iglesia, erigida el 21 (veintiuno) de febrero de 2013 (dos mil trece), y, por tanto, en crecimiento, aunque todavía cuente con una reducida presencia de personal misionero (un sacerdote local, once sacerdotes religiosos, once religiosas y veinte catequistas a tiempo completo). Ya ha iniciado su propia vida, su camino interior. Para esto es fundamental incentivar en nuestros jóvenes la vocación a la vida sacerdotal y consagrada. Y, contando con la colaboración de todos los fieles, es oportuno que se desarrolle entre vosotros una conciencia de autoconocimiento como Iglesia en crecimiento y de autosustento local que la haga llegar a la edad adulta. Esta puede hacer frente también a la pobreza con el trabajo y a la luz de los criterios del Evangelio. No hay que cerrarse nunca en las estériles reivindicaciones que no tiene nada que ver con la Palabra de Dios.
Sois parte de la Iglesia de Dios. El Santo Padre, a través de mi presencia, ha querido hacerse cercano a este Vicariato. Por lo tanto, aunque se encuentren en un territorio que geográficamente pueda parecer remoto, no por eso dejan de estar en el corazón de la Iglesia. Les encomiendo, por tanto, que sigan e intensifiquen sus esfuerzos para volver a lanzar la pastoral familiar, exhortando a los jóvenes a una vida cristiana coherente con los principios del Evangelio, formándolos para que creen auténticas familias cristianas, fundadas en el sacramento del matrimonio como institución permanente e indisoluble, como enseña la reciente Exhortación Apostólica Amoris Laetitia (cfr. 123-125). La Palabra de Dios, para que se cumpla en nuestra vida, tiene que ser escuchada y meditada, hay que vivirla en el día a día y dondequiera que estemos. La misma Palabra, cuando encuentra espacio en nosotros, nos previene para que no nos dejemos llevar por una vida contraria a la vida cristiana, inclinándose al alcohol, a la droga, al materialismo, etcétera. Es necesario duplicar los esfuerzos para permitir a los catequistas y a los laicos, en particular a los jóvenes, adquirir una sólida formación cristiana, consolidar su propia fe y afrontar, a través del diálogo, el proselitismo de las sectas.
Tras tantos años de sufrimientos debidos a males como la guerrilla y la corrupción, que aún persisten en el territorio, ha llegado el momento de vencer con el perdón e instaurando una cultura de paz y reconciliación. Mantengamos, pues, la mirada fija en la misericordia, haciéndonos también nosotros un instrumento eficaz en el obrar misericordioso del Padre en este mundo.
Que Nuestra Señora del Carmen, Patrona de esta Iglesia, sostenga nuestra fragilidad con sus virtudes, ilumine con su sabiduría las tinieblas de nuestra mente y reavive en nosotros la fe, la esperanza y la caridad para que podamos crecer cada día más en el amor de Dios y en la devoción a ella.
Carta dominical del arzobispo de Barcelona, Mons. Juan José Omella. ‘La vida contemplativa es expresión del amor a Dios y no se puede amar auténticamente a Dios sin amar a la humanidad’. 22 mayo 2016 (ZENIT)
«Contemplar el rostro de la Misericordia»
“Al hombre de hoy, inmerso en la desazón y el ruido, apenas le queda tiempo para probar el sabor sabrosísimo de la oración y de la presencia de Dios en su vida. Sin embargo, hay hombres y mujeres que se sienten llamados a dedicar toda su vida a la oración, el trabajo y la vida de comunidad en el seno de un monasterio contemplativo. Son personas que han tomado esta decisión para toda la vida y son muy felices.
Por su estilo de vida las vemos muy poco. Han hecho una opción por el silencio y la oración en su entrega a Dios. La vida de los contemplativos y las contemplativas, es decir, la de los monjes y las monjas de clausura, suscita sorpresa y curiosidad en nuestro ambiente social, tan fuertemente marcado por la secularización. ¿Qué sentido tiene esta vida? Pues justamente la vida de estas personas nos recuerda la primacía que debería tener Dios en la vida de cada uno de nosotros.
Este domingo celebramos la Jornada Pro Orantibus con el lema “Contemplemos el rostro de la Misericordia”, en sintonía con el Año Santo de la Misericordia. En este tiempo nuestro de escasez de vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa activa o apostólica, es muy significativo que no falten las peticiones de ingreso en la vida de los monasterios. Son jóvenes que aman la vida, son solidarios con los hermanos y están comprometidos en la transformación del mundo. Su vida contemplativa en un monasterio no es de ninguna manera una evasión del mundo, un desentenderse de la sociedad. La vida contemplativa es expresión del amor a Dios y no se puede amar auténticamente a Dios sin amar a la humanidad.
La vida contemplativa realiza plenamente a las personas que han recibido esta vocación, porque Dios llena maravillosamente todos nuestros anhelos. ¿Habéis visitado alguna vez una comunidad contemplativa? Es una buena experiencia, que interpela y suscita muchas preguntas como estas: ¿Qué valor damos a Dios en nuestra vida? ¿Qué relación creemos que existe entre Dios y la creación, entre Dios y la vida? ¿Qué valor damos a la oración y al silencio en nuestra vida personal y familiar?
En la celebración de la solemnidad de la Santísima Trinidad, este domingo la Iglesia nos propone orar por los consagrados y las consagradas en la vida contemplativa. En este contexto, también quiero recordar a la santa carmelita María Magdalena de Pazzi, la gran mística florentina. El próximo miércoles 25 de mayo se celebra la fiesta litúrgica de esta santa, fundadora de la Orden del Carmen. Este año conmemoramos los 450 años de su nacimiento.
Qué mejor homenaje podemos hacerle que encomendarnos a ella y dar a conocer la vocación de los contemplativos y las contemplativas que, como ella, tanto han aportado a nuestra sociedad. Aunque parece una paradoja, estas personas que han dejado el mundo son muy solidarias y están muy cerca de las necesidades eclesiales y de las inquietudes de los hombres y las mujeres, sus hermanos. Son personas que viven con los ojos puestos en Jesucristo y con el corazón abierto a las necesidades de los hermanos, y que nos llevan a todos en su impetración ante Dios. Hoy, os animo a que nos unamos en la oración por los que contemplan el rostro de la Misericordia.”
+ Juan José Omella Omella
Arzobispo de Barcelona
Texto completo del ángelus del papa Francisco – 22 de mayo de 2016 (ZENIT)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, fiesta de la Santísima Trinidad, el Evangelio de san Juan nos presenta un fragmento del largo discurso de despedida, pronunciado por Jesús poco antes de su Pasión. En este discurso, Él explica a los discípulos las verdades más profundas que tienen que ver con él; y así se delinea la relación entre Jesús, el Padre y el Espíritu Santo. Jesús sabe que está cerca de la realización del diseño del Padre, que se cumplirá con su muerte y resurrección; por eso quiere asegurar a los suyos que nos les abandonará, porque su misión será prolongada por el Espíritu Santo. Será el Espíritu Santo quien prolongue la misión de Jesús. Es decir, guiar la Iglesia hacia adelante.
Jesús revela en qué consiste esta misión. En primer lugar, el Espíritu nos guía a entender las muchas cosas que Jesús mismo todavía tiene que decir (cfr Gv 16,12). No se trata de doctrinas nuevas o especiales, sino de una plena comprensión de todo lo que el Hijo ha escuchado del Padre y que ha hecho conocer a los discípulos (cfr v. 15). El Espíritu nos guía en las nuevas situaciones existenciales con una mirada dirigida a Jesús y, al mismo tiempo, abierto a los eventos y al futuro. Él nos ayuda a caminar en la historia firmemente arraigados en el Evangelio y también con fidelidad dinámica a nuestras tradiciones y costumbres.
Pero el misterio de la Trinidad nos habla también de nosotros, de nuestra relación con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. De hecho, mediante el Bautismo, el Espíritu Santo nos ha metido en la oración y en la vida misma de Dios, que es comunión de amor. Dios es una “familia” de tres Personas que se aman tanto que forman una sola cosa. Esta “familia divina” no está cerrada en sí misma, sino que está abierta, se comunica en la creación y en la historia y ha entrado en el mundo de los hombre para llamar a todos a formar parte. El horizonte trinitario de comunión nos rodea a todos y nos estimula a vivir en el amor y en el compartir fraterna, seguros de que allí donde hay amor, está Dios.
Nuestro ser creados a imagen y semejanza de Dios-comunión nos llama a comprendernos a nosotros mismo como ser-en-relación y a vivir las relaciones interpersonales en la solidaridad y en el amor mutuo. Tales relaciones se juegan, sobre todo, en el ámbito de nuestras comunidades eclesiales, para que se cada vez más evidente la imagen de la Iglesia icono de la Trinidad. Pero se juegan en cada relación social, de la familia a las amistades y al ambiente de trabajo, todo: son ocasiones concretas que se nos ofrecen para construir relaciones cada vez más ricas humanamente, capaces de respeto recíproco y de amor desinteresado.
La fiesta de la Santísima Trinidad nos invita a comprometernos en los acontecimientos cotidianos para ser levadura de comunión, de consolación y de misericordia. En esta misión somos sostenidos por la fuerza que el Espíritu Santo nos dona: cuida la carne de la humanidad herida por la injusticia, la opresión, el odio y la avaricia. La Virgen María, en su humildad, ha acogido la voluntad del Padre y ha concebido al Hijo por obra del Espíritu Santo. Nos ayude Ella, espejo de la Trinidad, a reforzar nuestra fe en el Misterio trinitario y a encarnarla con elecciones y actitudes de amor y de unidad.
Después del ángelus:
¡Queridos hermanos y hermanas!
Ayer en Cosenza, fue proclamado beato Francesco Maria Greco, sacerdote diocesano, fundador de las Hermanas Pequeñas Operarias de los Sagrados Corazones. Entre el siglo XIX y XX fue un animador de la vida religiosa y social de su ciudad, Acri, donde ejercitó todo su fecundo ministerio. Damos gracias a Dios por este sacerdote ejemplar.
Este aplauso también por los muchos buenos sacerdotes que hay en Italia.
Mañana comenzará en Estambul, Turquía, la Primera Cumbre Mundial Humanitaria, con el fin de reflexionar sobre las medidas que hay que adoptar para ir al encuentro de las dramáticas situaciones humanitarias causadas por conflictos, problemáticas ambientales y extrema pobreza. Acompañamos con la oración a los participantes de este encuentro para que se comprometan plenamente a realizar el objetivo humanitario principal: salvar la vida de cada ser humano, nadie excluido, en particular los inocentes y los más indefensos. La Santa Sede participará en este encuentro, en esta Cumbre Humanitaria, y por eso hoy viaja, para representar a la Santa Sede, el secretario de Estado, el cardenal Pietro Parolin.
El martes, 24 de mayo, nos uniremos espiritualmente a los fieles católicos en China, que en este día celebran con particular devoción la memoria de la beata Virgen María “Ayuda de los Cristianos”, venerada en el santuario de Sheshan en Shanghai. Pidamos a María que done a sus hijos en China la capacidad de discernir en cada situación los signos de la presencia amorosa de Dios, que siempre acoge y siempre perdona. En este Año Santo de la Misericordia puedan los católicos chinos, junto a los que siguen otras nobles tradiciones religiosas, convertirse en signo concreto de caridad y de reconciliación. De tal forma promoverán una auténtica cultura del encuentro y la armonía de toda la sociedad. Esa armonía que ama tanto el espíritu chino.
¡Os saludo a todos vosotros, romanos y peregrinos! En particular estoy contento de acoger a los fieles ortodoxos de la Metropolitana de Berat, en Albania, y les doy las gracias por su testimonio ecuménico.
Saludo a los niños de la Escuela de las Hermanas Salesianas de Cracovia; los estudiantes de Pamplona, los fieles de Madrid, Bilbao y Gran Canarias en España, Meudon y Estrasburgo en Francia, Laeken en Bélgica; y el grupo de trabajadores sanitario de Eslovenia.
Saludo a la comunidad católica china de Roma, las Confraternidaes de Cagliari y de Molfetta, los jóvenes de la diócesis de Cefalù, los ministrantes de Vall’Alta, la Acción Católica diocesana de Mileto- Nicotera-Tropea, y las Corales de Desenzano de Garda, Ca’ de David y Lungavilla.
Os deseo a todos un feliz domingo. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!
Visita Pastoral del S.E.R. Cardenal Fernando Filoni al Vicariato Apostólico de Guapi en Colombia. Lunes, 23 mayo 2016
Homilía en la Catedral de la Inmaculada Concepción
1Pe 1,3-9; Sal 110; Mc 10,17-27
“Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?”
Queridos hermanos y hermanas, con mi más cordial saludo y en nombre también del Papa Francisco, quisiera, antes que nada, manifestarles mi alegría al encontrarme en esta Catedral de la Inmaculada Concepción. Aquí está el corazón de vuestra comunidad local, de la familia de Dios en Guapi. Al tratarse de un Vicariato Apostólico, esta circunscripción eclesiástica tiene por cabeza al Papa, que actúa a través de su Vicario, actualmente en la persona del obispo, Monseñor Carlos Alberto Correa Martínez, al cual saludo fraternalmente y le agradezco la invitación a visitar esta comunidad cristiana que le ha sido confiada.
Vosotros sabéis que el estado jurídico de un vicariato es un paso intermedio antes de convertirse en diócesis. Una diócesis, en efecto, representa el estado adulto de una Iglesia local, con suficiente número de sacerdotes, religiosos y religiosas, parroquias y sustento para las exigencias pastorales propias. Es algo así como el caso de un joven que está creciendo, pero que aún no es autosuficiente y, por eso, necesita ayuda en su maduración antes de tener su propia casa.
Como ven, me acompaña el Nuncio Apostólico, Su Excelencia Monseñor Ettore Balestrero, al que agradezco la organización de esta visita pastoral. Extiendo mi saludo a las autoridades civiles y militares, a las cuales se les ha confiado el crecimiento civil, la seguridad y el bien común de esta población. Doy las gracias a los sacerdotes, religiosos, religiosas y catequistas por su presencia. A ellos deseo manifestarles mi más sincero aprecio por la labor pastoral que desarrollan entre ustedes. A todos transmito la bendición del Santo Padre.
Mi visita pastoral a Colombia tiene tres objetivos: El primero es celebrar y predicar en el 12° (decimosegundo) Congreso Misionero de Colombia, animando la obra misionera de la Iglesia en el país, tanto a nivel interno como hacia el exterior, a aquellos lugares donde la Palabra de Dios aún no ha sido anunciada o recibida. El segundo es consagrar a dos nuevos Vicarios Apostólicos, los de Puerto Gaitán y de San Andrés y Providencia, recientemente nombrados por el Papa Francisco. El tercero es visitarles, encontrarme con ustedes, rezar juntos, escucharles y hablar con ustedes. Finalmente, estando en el Año Jubilar de la Misericordia, un don del Papa Francisco a la Iglesia, no hay nada más hermoso que intercambiarnos también este don de la misericordia en la alegría del encuentro.
La Palabra de Dios que hemos escuchado hoy en esta Catedral de la Inmaculada Concepción quizás ya la conozcamos. De todas formas, esta no deja de ser, a mi parecer, un sorbo de agua fresca y, al mismo tiempo, de sorpresa, porque no es una palabra del pasado que nosotros recordamos ahora y que no nos interesa, sino al contrario, se trata de una palabra viva y actual, que se refiere a nosotros. El evangelio que la liturgia nos propone hoy, nos presenta el encuentro de Jesús con el joven rico, que le pregunta: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?” (Mc 10,17).
La pregunta del joven a Jesús representa la preocupación de cada uno de nosotros en cuanto peregrinos en este mundo. Y, frente a esta inquietud, entre la multiplicidad de caminos que se presentan ante nosotros, está la posibilidad de elegir gozosamente “la herencia de la vida eterna”.
Si se fijan, no se da el nombre del joven rico: es uno de tantos “fieles observantes”, como podría serlo cualquiera de nosotros. Fiel, sí, pero no como uno cualquiera; se trata de uno sin nombre, que nunca ha dejado ninguna señal especial, más que la de observar los diez mandamientos: «Todas esas cosas –responde el joven a Jesús– las he cumplido desde mi juventud”. A pesar de contentarse con la observancia de los preceptos de la Ley, quizá sin dejarse penetrar hasta dentro, sin dejarse transformar el corazón realmente y convertirse, sin decidirse a hacer algo más significativo por su propia vida y por la de los demás; sin embargo, este hombre no está saciado, es como si le faltase algo en lo más íntimo: siente que ha satisfecho la Ley, pero no su corazón, que desea la “vida eterna”. Esto nos lleva a pensar que se siente un poco muerto, porque está enredado en una rutina que le lleva a no estar satisfecho. Como decía San Agustín: “Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti” (Confesiones 1,1,1). El joven del Evangelio, como piadoso hebreo, sabe que ha sido creado a imagen de Dios y, por tanto, sabe que será tanto más feliz cuanto más lleve en sí mismo la imagen de Dios que lo ama. No basta, entonces, con no hacer el mal y observar todos los mandamientos: Dios nos pide que hagamos el bien, que nos abramos al amor.
En ciertos momentos de la vida, como el joven rico, aunque estemos convencidos de no tener grandes pecados, sentimos, sin embargo, que nos falta algo; no estamos abiertos al inmenso amor de Dios. Cristo, entonces, nos sorprende con una profunda revelación, al decir al joven que tiene delante: “Solamente te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ¡ven y sígueme!” (Mc 10, 21). El Señor pide a aquel joven algo más, una cosa impensable para conseguir el ideal de la perfección cristiana, como es el desapego de las cosas del mundo. Pero él quizás se esperaba otra respuesta menos exigente, más tradicional y, sobre todo, más acorde con sus aspiraciones. No se esperaba algo que le implicase toda la vida y lo llamase a dejar las cosas del mundo. Pero no se trata ya solamente de un tener una nueva norma, sino de revolucionar una prospectiva de vida con referencia a Cristo: para entrar en el reino de Dios, es necesario desapegarse de los bienes de la tierra.
Jesús, con su vida y su palabra, añade una nueva cualidad al antiguo mandamiento del amor. Se trata de amar como Él nos ama. La medida del amor de Dios ahora es visible en Cristo. Dios ha enviado a su Hijo para la salvación de los hombres. Por lo tanto, la salvación de los hombres es Jesús, que es el amor, entendido como donación total.
Al hablar de este modo de nuestra consagración a Dios, nos viene la pregunta: ¿cómo vivimos nuestro día a día como cristianos? Observad en que las palabras “ven y sígueme”, que Jesús propone al joven adinerado, tienen un sentido peculiar y nuevo. A pesar de que el joven se sentía conforme respecto a la observancia de la Ley, ahora, en el encuentro con Jesús, comprende que para tener en herencia la vida eterna tiene que ir más allá de la mera observancia de la Ley. Jesús, como dice el Evangelio, lo miró a los ojos, lo amó profundamente, así como era, y después le pidió algo radical: lo invitó a vivir ese “hasta el final” y ese “más”.
“Maestro bueno, ¿qué debo hacer…?”. Os debéis ensimismar en esta pregunta: yo, padre de familia; yo, madre de familia; yo, catequista; yo, religiosa; yo, sacerdote; ¿qué debo hacer para crecer en la vida cristiana en esta comunidad de Guapi? Siendo una comunidad en la que todavía es muy reducido el número de personal misionero, como fieles comprometidos, religiosos, religiosas y sacerdotes, ¿qué puedo hacer para atraer a los jóvenes a la vocación a la vida sacerdotal y consagrada?
Guapi es una Iglesia en crecimiento, deseo que haya un número suficiente de estructuras y, sobre todo, de clero indígena; para esto cuento con la colaboración de todos, en todos los ámbitos, también en el económico y material. Es necesario que se desarrolle entre ustedes, queridos hermanos, una conciencia misionera fuerte de la Iglesia local. Debo subrayar que, también en la pobreza, como era la condición de Cristo, se puede hacer frente a las exigencias del Evangelio y de la Iglesia. Nunca nos limitemos a las falsas seguridades de quien piensa que no tiene nada que ver con la palabra de Dios.
Esta es una comunidad joven. Por lo tanto, les encomiendo que intensifiquen los esfuerzos para dar un empuje a la pastoral familiar, exhortando a los jóvenes a una vida cristiana coherente con los principios del Evangelio, formándolos como auténticas familias cristianas, fundadas en el amor sacramental del matrimonio como Jesús lo ha mostrado: fiel e indisoluble. La Palabra de Dios, para que pueda cumplirse en nuestra vida, después de haber sido escuchada y meditada, debe ser vivida todos los días y en todos los sitios en que nos encontremos. Al hallar espacio en nosotros, nos previene para evitarnos caer en una vida contraria a la vida cristiana e inclinada al alcohol, a la droga, a los juegos de azar, al materialismo, etcétera.
Después de tantos años de sufrimientos debidos a los males de la violencia y la corrupción, ha llegado el momento propicio de extirpar todo mal y de perdonar mutuamente, instaurando una cultura de paz y haciendo surgir entre ustedes dinámicas personales, familiares y comunitarias de reconciliación. Tengamos, por tanto, la mirada fija en la misericordia, haciéndonos también nosotros signos eficaces del obrar del Padre, sobre todo en este año del Jubileo extraordinario de la Misericordia, inaugurado por el Papa Francisco el pasado 8 de diciembre, como “tiempo favorable para la Iglesia, para que hagan más fuerte y eficaz su testimonio de creyentes” (MV, n.3), y que fue aquí abierto por el Nuncio Apostólico.
Quiero, por último, agradecerles a todos ustedes: trabajadores pastorales, catequistas, religiosos (Frailes Menores Franciscanos), religiosas de la Compañía Misionera del Sagrado Corazón de Jesús, Hermanas Franciscanas Misioneras de María Auxiliadora, Hermanas Vicentinas y Hermana Franciscanas Misioneras de Jesús y María, y todos los sacerdotes -16 que están trabajando ahora aquí y dos más que estudian en Valencia (España)-; su empeño pastoral, la atención a los pobres y a los enfermos.
Pido al Señor que haga descender su bendición sobre ustedes aquí presentes y sobre toda la comunidad local, y les confío a la maternal protección de la Virgen María Inmaculada, patrona de Guapi.
El obispo de San Cristobal de las Casas comenta las iniciativas de ley sobre las uniones homosexuales. 20 MAYO 2016. ZENIT
Homofobia no, la verdad sí
VER
El Presidente de la República acaba de enviar al Congreso dos iniciativas de ley, para permitir que las uniones maritales entre personas del mismo sexo sean reconocidas como “matrimonios igualitarios, sin discriminación por motivos de origen étnico, de discapacidades, de condición social, de condiciones de salud, de religión, de género o preferencias sexuales”. Así lo informó en el Día Nacional de Lucha contra la Homofobia, en la residencia oficial de Los Pinos, ante organizaciones que enarbolan la agenda lésbico, gay, bisexual, trans e intersexual (LGBTI), que felices le aplaudieron, como una conquista de sus luchas. 2357-59
Nuestra Iglesia siempre ha expresado, no sólo para los creyentes, sino para toda la humanidad, independientemente de su religión y de su cultura, que un verdadero matrimonio sólo se puede dar entre un hombre y una mujer que se aman y que están abiertos a la generación de nuevas vidas. Esta convicción está afianzada en nuestra fe, pero tiene un fundamento en la misma naturaleza humana, pues, aun biológicamente, una relación genital, sexual, que sea verdaderamente humana, no animal, adquiere su pleno sentido sólo estando una mujer frente a un hombre. Otra cosa es la amistad, el cariño, la ayuda mutua, la complementariedad, que son posibles y convenientes entre personas del mismo sexo.
Sin embargo, nuestra misma fe nos invita a ser respetuosos con quienes piensan y actúan en forma diferente, pues Dios respeta la libertad que El mismo nos dio, aunque la usemos para equivocarnos. Dios nos hizo libres y cada quien puede hacer lo que quiera con su libertad, aunque se perjudique. Si alguien es feliz con una relación homosexual, allá su propia decisión, pero que no le llamen “matrimonio”, por favor, pues la misma palabra tiene en su raíz la maternidad, y un hombre no fecunda a otro hombre, ni una mujer a otra. Esto no es homofobia; es una simple verdad de la naturaleza humana de todos los tiempos y de todas las culturas.
PENSAR
El Papa Francisco, en su reciente Exhortación La alegría del amor, afirma: “En una sociedad en la que ya no se advierte con claridad que sólo la unión exclusiva e indisoluble entre un varón y una mujer cumple una función social plena, por ser un compromiso estable y por hacer posible la fecundidad, reconocemos la gran variedad de situaciones familiares que pueden brindar cierta estabilidad, pero las uniones de hecho o entre personas del mismo sexo, por ejemplo, no pueden equipararse sin más al matrimonio. Ninguna unión precaria o cerrada a la comunicación de la vida nos asegura el futuro de la sociedad” (AL 52).
“No existe ningún fundamento para asimilar o establecer analogías, ni siquiera remotas, entre las uniones homosexuales y el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia” (AL 251).
Sin embargo, nos invita a “evitar todo signo de discriminación injusta, y particularmente cualquier forma de agresión y violencia… Se debe tratar de asegurar un respetuoso acompañamiento, con el fin de que aquellos que manifiestan una orientación sexual distinta puedan contar con la ayuda necesaria para comprender y realizar plenamente la voluntad de Dios en su vida” (AL 250). Es algo que ya el Catecismo de la Iglesia Católica ya nos había indicado, en el No. 258.
Y en cuanto a que la ley obligará a los funcionarios públicos acatar la disposición de realizar esos “matrimonios igualitarios”, y si no lo hacen se les juzgará por homofobia, el Papa Francisco, en una entrevista con el periódico francés La Croix, recuerda que los funcionarios católicos no deberían estar obligados a celebrarlos: “Una vez que se aprueba una ley, el Estado debería ser respetuoso de las conciencias. La objeción de conciencia debe ser posible en todas las jurisdicciones legales, porque es un derecho humano”. Es decir, si un juez, por su conciencia, se niega a realizar estos actos, debería ser respetado y no castigado con retirarle el cargo, o con otras sanciones.
ACTUAR
¡Nada pues, de homofobia! Mucho respeto a quienes tienen una orientación sexual diferente, sea por opción y gusto personal, sea por consecuencias de su infancia familiar, o por modas del ambiente. Pero no podemos dejar de anunciar lo que es propio de nuestra fe, ni dejar de denunciar lo que perjudica a las personas y a la sociedad.
Carta del obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández. ‘Para acercarnos a este misterio, no se trata de elucubrar mucho con nuestra mente, sino de contemplar con el corazón este círculo de amor del Padre amando a su Hijo en el Espíritu Santo’. 20 MAYO 2016 (ZENIT)
Santísima Trinidad
El Dios de los cristianos no es un Dios solitario, lejano y aburrido. El Dios de los cristianos, el que nos ha revelado Jesús es un Dios familia, comunidad, que se acerca hasta nosotros para introducirnos en su intimidad, que ha llegado hasta nosotros en su Hijo hecho hombre, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado, y que nos ha dado su Espíritu Santo, que vive en nuestros corazones como en un templo.
Este domingo celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad: Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, un solo y único Dios en tres personas. No se trata de ningún juego de palabras, sino de una realidad misteriosa que conjuga la unidad absoluta (monoteísmo) con la trinidad de personas, familia comunidad de amor. El Padre es el principio sin principio, el Hijo es reflejo del Padre, engendrado en la eternidad de la misma naturaleza. El Espíritu Santo es el Aliento del Padre y del Hijo, es el Amor que los abraza. Los tres coexisten desde toda la eternidad, sin comienzo y para siempre. El proyecto de Dios es hacernos a nosotros partícipes de esa felicidad, y para eso hemos sido creados.
La liturgia de este día y a lo largo de todo el año nos invita a contemplar este misterio tan sublime y tan cercano. Es el Dios que nos ha revelado Jesucristo, al que otras religiones se acercan, pero sin llegar a la profundidad de este misterio y sin descubrir toda su riqueza. Por eso, en Jesucristo la revelación de Dios ha llegado a su plenitud, y Dios ya no tiene más que decirnos, porque en su Hijo nos lo ha dicho todo. Para acercarnos a este misterio, no se trata de elucubrar mucho con nuestra mente, sino de contemplar con el corazón este círculo de amor del Padre amando a su Hijo en el Espíritu Santo, sintiéndonos incorporados a ese círculo de la intimidad de Dios como hijos, como hermanos, como templos donde los Tres habitan como huéspedes.
En esta fiesta la Iglesia nos propone el testimonio de las vocaciones contemplativas con el lema: “Contemplad el rostro dela misericordia”. Ellos y ellas han descubierto este misterio de Dios tan atrayente y se han sentido fascinados por él. Toda una vida para contemplar, alabar, interceder, dar gloria a Dios, reparar con amor ante el Amor que no es amado. ¿Qué hace en la Iglesia una comunidad contemplativa? ¿Qué provecho alcanza de ello la sociedad de nuestro tiempo? Los contemplativos responden a una vocación de Dios, que se convierte en profecía para todos: amar y buscar a Dios sobre todas las cosas, y son para la sociedad como oasis de paz y de silencio que invitan a encontrarse con Dios y restaurar nuestras fuerzas. Son los grandes bienhechores de la humanidad desde el silencio del claustro. Oremos por estas vocaciones, para que no nos falten y sirvan a la Iglesia y a los hombres de nuestro tiempo de reclamo al “Sólo Dios”, que tanto necesitamos.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, Obispo de Córdoba.
Trinidad: familia amorosa por ENRIQUE DÍAZ DÍAZ. 19 MAYO 2016
Fiesta de la Santísima Trinidad
Proverbios 8, 22-31: “Antes de que existiera la tierra, la sabiduría ya había sido engendrada”
Salmo 8: “¡Qué admirable, Señor, es tu poder!”.
Romanos 5, 1-5: “Vayamos a Dios por Cristo mediante el amor que nos ha infundido el Espíritu Santo”
San Juan 16, 12-15: “Todo lo que tiene el Padre es mío.- El Espíritu recibirá de mí lo que les vaya comunicando a ustedes”
Sus ojos tienen un nuevo brillo… ha pasado ya más de un año que encontró “un nuevo hogar”. No fue fácil, ya había tenido tantas experiencias, ya había tenido tantos fracasos que ella misma se cerraba a una nueva posibilidad. Los hogares y familias por las que había pasado siempre terminaban en egoísmos y en individualismos que la herían y le cortaban sus aspiraciones. Cuando la llevaron a este nuevo sitio, fue como obligada y a más no poder… No es la familia ideal, pero en las “Aldeas Infantiles, SOS” ha tenido un poco de cariño, un mucho de comprensión y ha encontrado “una mamá” y “unas hermanas” que le han devuelto la fe. “Ahora puedo sonreír y mirar el futuro. He descubierto a Dios y hasta ya hice mi confirmación. Para mí ha sido como el paraíso. No recuerdo mi familia de sangre, pero ha de ser emocionante y maravilloso tener verdaderos papás… verdadera familia”, suspira con nostalgia.
¿Hemos perdido nosotros también nuestra “familia”? ¿Nos conformamos con apariencias de familia y retazos de amor que vienen a saciar nuestra sed de amor, de comunidad, de compartir? No me refiero a la familia de sangre, sino a nuestra “verdadera” familia. La misión de Jesús se puede resumir en el pequeño pasaje que hoy hemos escuchado: darnos a conocer todo el amor del Padre para que movidos por el Espíritu descubramos nuestra verdadera familia. Rescatarnos del más horrible de los destierros y de las orfandades para introducirnos en el amor seguro y cálido de la Trinidad. No, el hombre no es un ser huérfano, errante y solitario que vague sin sentido por los abismos. Tiene su fundamento en el amor Trinitario que se desborda en torrentes de vida y que da origen al ser humano como su imagen y semejanza. Tiene su meta final en la comunión con el Dios Trino y Uno que nos convoca a una vida plena y eterna.
Es el sueño del Padre y es la misión del Jesús: un Padre lleno de Misericordia no descansará hasta contemplar a todos sus hijos e hijas disfrutando del banquete final, de la fiesta sin límites. Fiel a este Padre y movido por el Espíritu, Jesús nos trae la gran noticia y abre los horizontes para hacernos participes de este gran amor: nadie está excluido, todos son llamados: pecadores, pobres, despreciados… son los invitados del Dios Trino. Jesús, con imágenes, con acciones, siempre nos habla del Padre y de su gran amor por nosotros, Jesús siempre nos busca y nos encamina a participar de este gran amor.
Este día, fiesta de la Santísima Trinidad, no debemos perdernos en elucubraciones teológicas que nos lleven a descubrir las relaciones de las tres personas en una misma esencia. El misterio más que teoría es vida: contemplemos a este Dios familia, trinidad, comunicación, y experimentemos su amor y su invitación a participar de la misma vida. Porque de la imagen y de la experiencia que tengamos de Dios, dependerá la valoración y la imagen que tengamos de nosotros mismos y de nuestros hermanos. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo han estado siempre presentes en la historia de la humanidad, donando la vida y comunicando su amor; introduciendo y transformando el devenir de la historia en la comunión divina de las Tres Personas. La Trinidad es la hermosa relación interior del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Cada uno persona distinta, cada uno persona diferente y sin embargo todos un solo Dios. Se dan mutuamente, se reciben mutuamente, y no se entiende el uno sin el otro.
Son bastantes los que llamándose “religiosos”, “cristianos”, o de cualquier denominación, viven una vida triste y sin sentido. Tienen una idea aburrida y lejana de Dios. Dios sería para ellos un dios nebuloso, gris, “sin rostro”, algo impersonal, frío e indiferente. Y si les queremos decir que Dios es “Trinidad”, harán un gesto de enfado, de un enredo sin sentido que no tiene nada que ver con su vida. Y sin embargo es, en toda su profundidad, sin querer dar explicaciones, la experiencia del Dios cercano que nos presenta Jesús. El misterio no es la oscuridad, sino el amor y la vida que nos manifiesta Jesús que hay en Dios.
Dios no es un ser solitario condenado a estar encerrado en sí mismo, sino comunión interpersonal, comunicación gozosa de vida. Dios es familia. Dios es vida compartida, amor comunitario, comunión de personas. Creer en la Trinidad es creer que el origen, el modelo y el destino último de toda vida es el amor compartido en fraternidad. Si estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, no descansaremos hasta que podamos disfrutar de ese amor compartido y encontrarnos todos en esa “familia”, en la que cada uno pueda ser él mismo en plenitud, feliz en la entrega y en la solidaridad total con el otro. Celebramos a la Trinidad cuando descubrimos con gozo que la fuente de nuestra vida es un Dios-familia, Dios-comunidad, y cuando nos sentimos llamados desde lo más íntimo de nuestro ser, a buscar nuestra verdadera felicidad en el compartir, en el amar, en la fraternidad.
Qué triste sería que este día de Trinidad, nos quedáramos solos y encadenados a nuestro egoísmo. Habrá que abrir el corazón y los ojos para experimentar y hacer experimentar este Dios amor. Ojalá vengan a cada uno de nosotros muchos cuestionamientos: ¿Cómo puedo hacer que se refleje mucho más claramente en mi vida cristiana el ser “comunitario” de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo? ¿En qué aspectos concretos de mi vida se manifiesta el misterio del Dios trinitario como amor y vida? ¿Cómo podría abrirme más a la acción del Espíritu de la Verdad en mi vida, para que me lleve a un conocimiento existencial y actualizado del Evangelio de Jesús?
Dios amor, comunidad, familia, Padre, Hijo y Espíritu Santo, concédenos participar plenamente de tu amor divino. Amén
Reflexión a las lecturas del domingo de la Santísima Trinidad C ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
Domingo de la Santísima Trinidad C
La solemnidad de la Santísima Trinidad es una fiesta preciosa. Es como si dijéramos, “la fiesta de Dios”.
Nos acercamos al misterio más grande que Jesús nos ha revelado acerca de Dios. Podríamos decir que se nos manifiesta algo de lo que es “Dios por dentro”: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Pero aquí no se trata de satisfacer una curiosidad intelectual, sino de acercarnos al Misterio, que Dios nos ha dado a conocer a lo largo de la Historia de la Salvación, que recordamos y celebramos a lo largo del año.
Por eso, terminadas las fiestas pascuales, celebramos, con inmensa alegría, el Domingo de la Santísima Trinidad, que centra nuestros ojos en Dios, que nos enseña cómo tenemos que relacionarnos con Él y que nos anima a la adoración, la acción de gracias, la alabanza, la súplica, al culto del Señor.
A primera vista, hablar de la Santísima Trinidad parece que no tiene mucha importancia. Incluso, pudiera parecernos, a primera vista, que entorpece, más que aclara, el Misterio. Pero, por poco que reflexionemos, cuánto nos dice acerca de Dios.
¡Decir que Dios es Padre es decir mucho de Dios!
Nuestro Dios, no es, por tanto un “ser supremo”, sin corazón, que vaga sobre las nubes del cielo, indiferente a cuanto sucede en la tierra; ni “el dios del palo” que nos acecha siempre para “castigarnos”, ni “el dios abuelo”, que nos quiere tanto, que todo lo justifica, sea bueno o malo.
¡Decir que Dios es Hijo es decir mucho de Dios!
Dios es el Hijo único del Padre, engendrado desde toda la eternidad.
Él es la Persona Divina que se hace hombre para mostrarnos el verdadero rostro de Dios. Y Él, hombre y Dios, tiene la facultad de “pagar nuestra deuda original” y de reconciliar al mundo con el Padre; de abrirnos a una vida nueva - la vida divina - que no termina jamás. Él, camino, verdad y vida, nos enseña a vivir como verdaderos hijos de Dios.
Esto supone que el hombre no puede salvarse solo. Por sí mismo, puede alejarse de Dios, pero no puede volver a Él. Tiene que venir el Hijo de Dios a salvarle.
¡Decir que Dios es Espíritu Santo es decir mucho de Dios!
Cuando Cristo se va y vuelve al Padre, no nos deja huérfanos, sino que nos envía el Espíritu Santo como “el otro Defensor”.
¡Es el Espíritu de la verdad, de la fortaleza y del consuelo!
Dios, por tanto, no es un ser alejado, olvidado de todo, indiferente. No. Dios es el Espíritu que lo penetra todo, lo conoce todo, incluso, “lo profundo de Dios”.
Ya vemos cuánto nos dice, nos enseña, nos grita, incluso, esta solemnidad.
Démosle gracias a Dios Padre, por Jesucristo, en el Espíritu Santo, porque nos ha manifestado este misterio tan grande, y pidámosle que nos ayude a conocerle, amarle, seguirle y darle a conocer, hasta que un día podamos contemplar cara a cara el esplendor infinito de su gloria.
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
SANTÍSIMA TRINIDAD C
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
El único Dios se revela como Trinidad de Personas en el Nuevo Testamento, pero ya el Antiguo Testamento había preparado, en cierto modo, esta revelación. Es lo que constatamos en esta lectura que vamos a escuchar, en la que se nos presenta la Sabiduría de Dios como si fuera una persona viviente. Para los cristianos, Jesucristo es la Sabiduría divina hecha carne.
SALMO
El misterio de Dios, revelado en las obras de la Creación, impulsa al hombre a una alabanza agradecida como nos presenta el salmo responsorial.
En este día en que celebramos el misterio de la Santísima Trinidad, aclamemos, pues, al Señor con este salmo.
SEGUNDA LECTURA
San Pablo nos habla ahora de la acción de las tres divinas Personas en nosotros: Estamos en paz con Dios por medio de Cristo. Y el Espíritu Santo ha derramado en nuestros corazones el amor del Padre.
TERCERA LECTURA
En el Evangelio Jesús nos habla de la unión inefable que existe entre las tres Personas divinas, con especial referencia al Espíritu Santo.
Pero antes de escuchar el Evangelio, cantemos el aleluya.
COMUNIÓN
En la Comunión Jesucristo se nos ofrece como el alimento principal de la vida de Dios, de la Santísima Trinidad, en nosotros, que poseemos desde el día de nuestro Bautismo.
Que Él nos ayude a vivir como auténticos creyentes en el Dios trino y uno, hasta que lleguemos a contemplar cara a cara el esplendor de su gloria.
Texto completo de la catequesis del papa Francisco en la audiencia del miércoles 18 de mayo de 2016 (ZENIT – Ciudad del Vaticano)
“Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Deseo detenerme hoy con los aquí presentes, en la parábola del hombre rico y del pobre Lázaro. La vida de estas dos personas parece pasar por andenes paralelos: sus condiciones de vida son opuestas y del todo incomunicadas. La puerta de casa del rico está siempre cerrada al pobre, que está fuera, tratando de comer algo de lo que sobra en la mesa del rico. Este lleva vestidos de lujo, mientras que Lázaro está cubierto de llagas; el rico da banquetes todos los días, mientras que Lázaro muere de hambre. Solo los perros le cuidan y van a lamerle las llagas.
Esta escena recuerda la dura reprimenda del Hijo del hombre en el juicio final: “porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; estaba […] desnudo, y no fui vestido; enfermo y preso, y me han visitado” (Mt 25,42-43). Lázaro representa bien el grito silencioso de los pobres de todos los tiempos y la contradicción de un mundo en el que riquezas inmensas y recursos están en las manos de pocos.
Jesús dice que un día ese hombre rico murió, ese hombre murió. Los pobres y los ricos mueren, tienen el mismo destino, todos nosotros, no hay excepciones a esto. Y ese hombre se dirigió a Abrahán suplicándole con el apelativo de “padre” (vv. 24.27). Reivindica ser su hijo, perteneciente al pueblo de Dios. Ni siquiera en vida ha mostrado consideración alguna hacia Dios, es más, ha hecho de sí mismo el centro de todo, cerrado en su mundo de lujo y de derroche.
Excluyendo a Lázaro, no ha tenido en cuenta ni al Señor ni a su ley. ¡Ignorar al pobre es despreciar a Dios! Y esto debemos aprenderlo bien. Ignorar al pobre es despreciar a Dios. Hay un particular en la parábola que hay que notar: el rico no tiene nombre, solamente un adjetivo, “el rico”; mientras que el del pobre se repite cinco veces, y “Lázaro” significa “Dios ayuda”. Lázaro, que está delante de la puerta, es un reclamo viviente al rico para acordarse de Dios, pero el rico no acoge este reclamo. Será condenado no por sus riquezas, sino por no haber sido capaz de sentir compasión por Lázaro y socorrerlo.
En la segunda parte de la parábola, encontramos a Lázaro y al rico después de la muerte (vv. 22-31). En el más allá, la situación ha cambiado: el pobre Lázaro es llevado por los ángeles al cielo ante Abraham, el rico sin embargo se precipita entre los tormentos. Entonces el rico “alzó los ojos y vio de lejos a Abraham, y Lázaro junto a él”. A él le parece ver a Lázaro por primer vez, pero sus palabras le traicionan: “Padre Abraham –dice– ten piedad de mí y manda a Lázaro –lo conocía ¿eh?– a meter en el agua la punta del dedo y a mojarme la lengua, porque sufro terriblemente en esta llama”. Ahora el rico reconoce a Lázaro y le pide ayuda, mientras que en vida fingía no verlo. ¡Cuántas veces, cuántas veces, tanta gente finge no ver a los pobres! Para ellos los pobres no existen. Antes le negaba incluso lo que le sobraba de la mesa, ¡y ahora quiere que le lleve agua! Todavía cree poder tener derechos por su precedente condición social.
Declarando imposible cumplir su petición, Abraham en persona ofrece la clave de toda la historia: él explica que bienes y males han sido distribuidos de forma que compense la injusticia terrena y la puerta que separaba en vida al rico y al pobre, se ha transformado en un “gran abismo”.
Mientras Lázaro estaba bajo su casa, para el rico había la posibilidad de salvación, abrir la puerta, ayudar a Lázaro, pero ahora que ambos han muerto, la situación se ha hecho irreparable. Dios no es llamado nunca directamente, pero la parábola advierte claramente: la misericordia de Dios con nosotros está unida a nuestra misericordia hacia el prójimo; cuando falta nuestra misericordia con los demás, la de Dios no encuentra espacio en nuestro corazón cerrado, no puede entrar. Si yo no abro la puerta de mi corazón al pobre, esa puerta se queda cerrada, también para Dios y esto es terrible.
En este punto el rico piensa en sus hermanos que corren el riesgo de terminar igual y pide que Lázaro pueda volver al mundo para advertirles. Pero Abraham replica: “Tienen a Moisés y a los profetas, que los escuchen”. Para convertirnos, no tenemos que esperar eventos prodigiosos, sino abrir el corazón a la Palabra de Dios, que nos llama a amar a Dios y al prójimo. La Palabra de Dios puede hacer revivir un corazón marchito y sanarlo de su ceguera.
El rico conocía la Palabra de Dios, pero no la dejado entrar en el corazón, no la ha escuchado, por eso ha sido incapaz de abrir los ojos y de tener compasión del pobre. Ningún mensajero y ningún mensaje podrán sustituir a los pobres que encontramos en el camino, porque en ellos viene Jesús mismo a nuestro encuentro: “Todo lo que habéis hecho a uno solo de estos mis hermanos más pequeños, me lo habéis hecho a mí” (Mt 25,40), dice Jesús.
Así en el intercambios de las situaciones que la parábola describe está escondido el misterio de nuestra salvación, en la que Cristo une la pobreza a la misericordia. Queridos hermanos y hermanas, escuchando este Evangelio, todos nosotros, junto a los pobres de la tierra, podemos cantar con María: “Derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías” (Lc 1,52-53).
(Texto traducido por ZENIT desde el audio).
Comentario a la liturgia dominical por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, director espiritual y profesor en el Centro de Humanidades Clásicas de la Legión de Cristo, en Monterrey (México). 17 mayo 2016 (ZENIT)
Solemnidad de la Santísima Trinidad
Ciclo C – Textos: Prov 8, 22-31; Rom 5, 1-5; Jn 16, 12-15
Idea principal: ¿Quién es Dios?
Síntesis del mensaje: Toda nuestra vida cristiana gira –o debería girar- en torno a la Trinidad Santa. Nos levantamos y nos acostamos en el nombre de la Trinidad. Trabajamos y sufrimos en el nombre de la Trinidad. Celebramos y participamos en los sacramentos y hacemos oración en el nombre de la Trinidad. Comemos y compartimos nuestro pan en nombre de la Trinidad Santa. Toda nuestra vida debería ser un diálogo entre nosotros y el Padre, hecho por medio de Jesucristo, a la luz y con el sostén del Espíritu Santo.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, un poco de historia. Cuenta san Gregorio de Nisa, que en sus tiempos del siglo IV era imposible ir a la plaza del mercado a comprar pan, a las termas a darse una sauna, a los cambistas a hablar de dinero, etc., sin irse todos a la greña a cuenta del misterio de la Trinidad. Informan los historiadores que Constantino tenía su imperio en dos partidos mal avenidos: los arrianos, cuyo jefe Arrio, clérigo sin mitra ni báculo, sostenía que el Padre es Dios pero el Hijo no; y los atanasios, cuyo jefe, Atanasio, clérigo también sin mitra ni báculo, sostenía que el Hijo es tan Dios como el Padre. Y aquello era “guerra civil” a la vista. Cuenta la historia de la Iglesia que el emperador Constantino, ya en vilo y con el imperio en un brete, convocó el primer concilio ecuménico para que los obispos de la Iglesia se batieran el cobre por la Trinidad y, de paso, le salvaran el imperio. 20 de mayo del año 325 en la ciudad de Nicea, en la Turquía asiática: el emperador Constantino –corona imperial a la cabeza, manto de cola y arrastre, empaque oriental- entró en la sala conciliar por entre las 318 mitras y báculos de los padres sinodales, subió el estrado y felicitó al legado del Papa Silvestre I, que era español: el gran Osio, obispo de Córdoba. Allí, a cuentas de la Trinidad, el Papa se jugaba la unidad de la Iglesia y Constantino la unidad del imperio. Nicea, 19 de junio de 325: el gran Osio dio con esa palabra mágica, luminosa y clave, y solucionó el problema: “homoúsios” (= consustancial). El Hijo, pues, es consustancial al Padre y viceversa, es decir, el Hijo es Dios igual que el Padre. Fin del concilio. Y dice el historiador eclesiástico, Eusebio de Cesarea, que Constantino dio a los obispos un banquete imperial y a sus súbditos una orden imperial: o aceptación del concilio o destierro de por vida.
En segundo lugar, ¿cómo se acercan los teólogos a este misterio de la Trinidad? Observan por las mirillas que el Padre, en efecto, ejerce autoridad sobre el Hijo y sobre los hombres. Autoridad que no autoritarismo. Paternidad que no paternalismo que mima, agobia y no hace crecer a los hijos. Y le dice al Hijo: ésa es la situación de los hombres y este es mi plan de redención, y el redentor eres tú. Y nos dice a nosotros: yo soy el Padre que os amo y quiero la felicidad de todos vosotros; pero cumplid mis mandatos para que seáis felices y me hagáis feliz. Siguen los teólogos y observan al Hijo y su obediencia, que es una, grande y libre (pero sin yugo ni flechas, como en el escudo español). Y escuchan al Hijo decir: “Yo hago siempre la voluntad de mi Padre” (Jn 8, 29), “el Padre y yo somos uno” (Jn 10, 30), “…llevo tu ley en mi corazón” (Heb 10, 7 y Salmo 39, 9). Y no cansados de reflexionar y meditar, los teólogos oyen el aletear del Espíritu, que en vuelo rasante sobrevoló el caos previo a la creación del mundo, que habló lo mismo a los patriarcas en las grandes teofanías que a los profetas y caudillos de Israel, que bajó sobre Jesús y las aguas del Jordán, que llegó a los apóstoles a bordo del huracán. El Espíritu es energía, vitalidad, actividad. Es luz que nos guiará a la verdad completa (evangelio).
Finalmente, nosotros, por ser bautizados, somos portadores de la Trinidad. Rápido se percibe cuando uno está lleno de ese Dios y valora lo espiritual más que lo material, el alma más que el cuerpo, el cielo más que la tierra, al prójimo como a Dios y a Dios más que a nadie y sobre todas las cosas. Y a ese Dios Uno y Trino debemos adorar con toda el alma; amar con todo el corazón; agradecer con todo el ser y corresponder llevando una vida según el Espíritu. Por ser portadores de la Trinidad hasta nos gloriamos de los sufrimientos, pues sabemos que el sufrimiento engendra la paciencia, la paciencia engendra la virtud sólida, la virtud sólida engendra la esperanza, pues Dios nos ha infundido el amor en nuestros corazones por medio del Espíritu (2ª lectura). Y vivimos felices, pues las delicias de ese Dios Uno y Trino son estar con los hijos de los hombres (1ª lectura).
Para reflexionar: ¿Acepto a Dios como misterio? ¿Rezo a Dios en términos vagos, o me relaciono de persona a persona con el Padre, o con Jesús, o con el Espíritu Santo? ¿Hago todo en nombre la Santísima Trinidad: trabajo, estudio, descanso, sufrimiento, éxito y fracasos?
Para rezar: Himno de las primeras Vísperas de la Solemnidad de la Santísima Trinidad
Dios mío, Trinidad a quien adoro!
La Iglesia nos sumerge en tu misterio;
te confesamos y te bendecimos,
Señor Dios nuestro.
Como un río en el mar de tu grandeza,
el tiempo desemboca en hoy eterno,
lo pequeño se anega en lo infinito,
Señor, Dios nuestro.
Oh, Palabra del Padre, te escuchamos;
oh, Padre, mira el rostro de tu Verbo;
oh, Espíritu de amor, ven a nosotros;
Señor, Dios nuestro.
¡Dios mío, Trinidad a quien adoro!,
haced de nuestros almas vuestro cielo,
llevadnos al hogar donde tú habitas,
Señor, Dios nuestro.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu:
Fuente de gozo pleno y verdadero,
al Creador del cielo y de la tierra,
Señor, Dios nuestro. Amén.
Cualquier sugerencia o duda pueden comunicarse con el padre Antonio a este email: [email protected]
Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio de la fiesta de la Santísima Trinidad2016
ABRIRNOS AL MISTERIO DE DIOS
A lo largo de los siglos, los teólogos han realizado un gran esfuerzo por acercarse al misterio de Dios formulando con diferentes construcciones conceptuales las relaciones que vinculan y diferencian a las personas divinas en el seno de la Trinidad. Esfuerzo, sin duda, legítimo, nacido del amor y el deseo de Dios.
Jesús, sin embargo, no sigue ese camino. Desde su propia experiencia de Dios, invita a sus seguidores a relacionarse de manera confiada con Dios Padre, a seguir fielmente sus pasos de Hijo de Dios encarnado, y a dejarnos guiar y alentar por el Espíritu Santo. Nos enseña así a abrirnos al misterio santo de Dios.
Antes que nada, Jesús invita a sus seguidores a vivir como hijos e hijas de un Dios cercano, bueno y entrañable, al que todos podemos invocar como Padre querido. Lo que caracteriza a este Padre no es su poder y su fuerza, sino su bondad y su compasión infinita. Nadie está solo. Todos tenemos un Dios Padre que nos comprende, nos quiere y nos perdona como nadie.
Jesús nos descubre que este Padre tiene un proyecto nacido de su corazón: construir con todos sus hijos e hijas un mundo más humano y fraterno, más justo y solidario. Jesús lo llama «reino de Dios» e invita a todos a entrar en ese proyecto del Padre buscando una vida más justa y digna para todos empezando por sus hijos más pobres, indefensos y necesitados.
Al mismo tiempo, Jesús invita a sus seguidores a que confíen también en él: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios; creed también en mí». Él es el Hijo de Dios, imagen viva de su Padre. Sus palabras y sus gestos nos descubren cómo nos quiere el Padre de todos. Por eso, invita a todos a seguirlo. Él nos enseñará a vivir con confianza y docilidad al servicio del proyecto del Padre.
Con su grupo de seguidores, Jesús quiere formar una familia nueva donde todos busquen «cumplir la voluntad del Padre». Esta es la herencia que quiere dejar en la tierra: un movimiento de hermanos y hermanas al servicio de los más pequeños y desvalidos. Esa familia será símbolo y germen del nuevo mundo querido por el Padre.
Para esto necesitan acoger al Espíritu que alienta al Padre y a su Hijo Jesús: «Vosotros recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros y así seréis mis testigos». Este Espíritu es el amor de Dios, el aliento que comparten el Padre y su Hijo Jesús, la fuerza, el impulso y la energía vital que hará de los seguidores de Jesús sus testigos y colaboradores al servicio del gran proyecto de la Trinidad santa.
José Antonio Pagola
Fiesta de la Trinidad – C (Juan 16,12-15)
Evangelio del 22/may/2016
por Coordinador Grupos de Jesús
Conferencia del Cardenal Beniamino Stella al clero de la Diócesis de Córdoba, con motivo de la fiesta de San Juan de Ávila. 10 de mayo de 2016
EL SACERDOTE, TESTIGO Y MINISTRO DE LA MISERICORDIA
Querido D. Demetrio, pastor de esta Iglesia particular de Córdoba; queridos sacerdotes:
Siempre ha sido para mi motivo de satisfacción y alegría convivir y compartir con sacerdotes, mucho más desde que Su Santidad, el Papa Francisco, me encomendó la misión de dirigir la Congregación para el Clero. Más grandes son la alegría y la satisfacción al poder hablar con vosotros junto al sepulcro de San Juan de Ávila, en este lugar en el que se palpa, después de cinco siglos, la presencia y la santidad de este doctor de la Iglesia y patrón del clero secular español.
Quisiera compartir algunas reflexiones acerca del sacerdote como testigo y ministro de la misericordia de Dios, por razones obvias. Hablaré, en primer lugar, de nuestro ser testigos y, a continuación, de nuestra misión como ministros; porque nadie puede dar lo que no tiene, nadie puede transmitir, como ministro, la misericordia que antes no ha recibido, como mendigo, y experimentado, como testigo. Para desarrollar esta conferencia, voy a apoyarme en la palabra de dos personas, muy conocidas y muy queridas para todos nosotros: San Juan de Ávila y el Papa Francisco.
Comienzo con una afirmación un poco atrevida: no podemos dar por hecho que nosotros, los sacerdotes, experimentemos cotidianamente la misericordia de Dios, la misericordia gratuita de Dios. Muchos de nosotros establecemos, más o menos a menudo, relaciones con Dios que no están marcadas por la misericordia, que se parecen más a un “comercio”, en el que las personas nos ganamos la misericordia de Dios, bien con nuestra rectitud moral, bien con nuestros compromisos sociales. La herejía pelagiana se nos cuela por los pliegues del orgullo, hasta llegar al corazón y cerrarlo a la posibilidad de acoger la misericordia gratuita de Dios.
San Juan de Ávila, como explicaremos más adelante, nos anima a establecer relaciones gratuitas con Dios, relaciones que nacen sólo del amor y la misericordia de Dios, no del miedo al castigo por hacer el mal, ni del premio merecido por hacer el bien. Con pocas y precisas palabras lo explica en su obra más conocida, el Audi Filia: “Aunque no hubiese infierno que amenazase, ni paraíso que convidase, ni mandamiento que constriñese, obraría el justo por sólo el amor de Dios lo que obra”, que evoca el tan conocido soneto a Cristo crucificado:
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
¡Ojalá que todos nosotros experimentemos habitualmente la misericordia gratuita de Dios, en nuestro encuentro personal con Jesucristo, más allá de nuestros éxitos pastorales y de nuestros fracasos morales! ¡Ojalá tengamos el deseo de seguir sintiéndola cada día en nuestra vida! La misericordia, como el maná, es un don que debemos pedir y acoger cada día. No podemos “vivir de rentas”, de la misericordia que un día sentimos, no podemos hablar de teorías o de experiencias que se quedaron en un pasado más o menos lejano.
Para acoger la misericordia de Dios propongo dos caminos complementarios, que vinculo a dos sacramentos que han marcado nuestra vida: el sacramento del bautismo y el sacramento del orden.
No podemos dar por vivida esta realidad. Los sacerdotes somos, antes que ministros, bautizados, fieles cristianos. Os invito a recordar la estructura definitiva de la Constitución Apostólica Lumen Gentium. Aunque los primeros borradores proponían hablar primero de la jerarquía y, a continuación, de los fieles cristianos, los Padres conciliares cambiaron este presentación y dedicaron los dos primeros capítulos a describir lo que atañe a “todos” los bautizados, los capítulos tercero y cuarto explican lo que corresponde a “algunos”. Al respecto, el Código de Derecho Canónico también es muy certero, cuando utiliza la expresión “fieles” referida a todos los bautizados, no sólo a los laicos.
En este sentido, es esencial que los sacerdotes seamos “fieles”, fieles cristianos, que aprovechemos los medios ordinarios de la vida cristiana: la oración, la “recepción”, no sólo la presidencia, de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía y de la Reconciliación, la vivencia de la comunidad cristiana, el ejercicio de la caridad, la lectura meditada de la Palabra de Dios, más allá de las homilías que hayamos de preparar...
Quisiera subrayar la importancia de que los sacerdotes nos arrodillemos ante el confesor, para acoger la gracia del sacramento de la Reconciliación. El mismo Papa Francisco nos anima con su ejemplo y su palabra. En la entrevista publicada por La Civiltà Cattolica, el 19 de septiembre de 2013, se presentó como un pecador al que el Señor ha dirigido su mirada. A través de la Iglesia, también nosotros recibimos la misericordia de Dios que, por una parte, perdona nuestros pecados y, por otra parte, nos hace capaces de acoger, con un corazón curado y ensanchado, el don de su amor. El sacerdote es un pecador perdonado y esta experiencia nos capacita para ser canales del amor misericordioso de Dios. La vergüenza por nuestros propios pecados nos convierte en hombres compasivos con los errores ajenos. La alegría por el perdón recibido, sin merecerlo, nos permite ayudar a los penitentes a experimentar el gozo de sentir el abrazo amoroso de Dios.
A través de todos estos medios “ordinarios”, comunes a todos los fieles cristianos, experimentamos el amor y la misericordia de Dios, un amor y una misericordia que han de marcar nuestra existencia y dar forma a la misión que nos ha sido encomendada.
Permitidme que os recuerde siete aspectos de la espiritualidad cristiana, que subrayó el patrón del clero español y que, después de tanto tiempo, no han perdido actualidad:
En estos siete puntos resplandece la primacía de la gracia, la iniciativa de Dios que hace posible la vida, la oración y la misión de cada cristiano y de la Iglesia en su conjunto. El Santo Padre, siguiendo la huella de sus predecesores, insiste a menudo en este aspecto:
La salvación que Dios nos ofrece es obra de su misericordia. No hay acciones humanas, por más buenas que sean, que nos hagan merecer un don tan grande. Dios, por pura gracia, nos atrae para unirnos a sí[1]. Él envía su Espíritu a nuestros corazones para hacernos sus hijos, para transformarnos y para volvernos capaces de responder con nuestra vida a ese amor... Bien lo expresaba Benedicto XVI al abrir las reflexiones del Sínodo: «Es importante saber que la primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad verdadera viene de Dios y sólo si entramos en esta iniciativa divina, sólo si imploramos esta iniciativa divina, podremos también ser —con Él y en Él— evangelizadores»[2] (EG 112).
No me da tiempo de detenerme más en este aspecto; pero sí quiero recomendarles y recomendarme la importancia de aplicarnos a nosotros mismos lo que predicamos a los fieles respecto a la espiritualidad cristiana y sus “medios ordinarios”: la oración cotidiana, la recepción de los sacramentos, el encuentro con el Pueblo de Dios, la misión…
Pasamos del sacramento del bautismo al sacramento del orden. El Decreto Presbyterorum ordinis, del Concilio Vaticano II, sostiene que, a través del ejercicio del ministerio recibido, los sacerdotes se ordenan a la perfección de vida, a la santidad (cf. nn. 12 y 14). Esta idea fue desarrollada en la Exhortación apostólica postsinodal Pastores Dabo vobis (cf. nn. 24.26). En este Año jubilar, bien podemos afirmar, siguiendo la enseñanza conciliar, que el ejercicio de ministerio es fuente de misericordia para nosotros, los sacerdotes.
Estas afirmaciones contradicen algo que muchos de nosotros hemos escuchado más de una vez: que la oración personal es fuente de espiritualidad, fuente de misericordia, mientras que el ejercicio del ministerio es solamente ocasión de desgaste. Este planteamiento, que tiene su parte de verdad, ya que refleja experiencias concretas que todos hemos sufrido alguna vez y, además, nos recuerda la importancia del encuentro con Dios en la vida de un presbítero, es sin embargo muy incompleto, en la teoría y en la práctica.
Por eso, esta bella enseñanza conciliar, que aplicamos hoy a la misericordia, ha de probarse y verificarse en el tamiz de la realidad. A este respecto, el Cardenal Carlo María Martini planteó una pregunta muy interesante a los participantes en el Congreso sobre Espiritualidad Sacerdotal, organizado por la Conferencia Episcopal Española, hace casi 30 años, en 1989[3]: ¿nos santifica, de hecho, nuestro ministerio de presbíteros y obispos?
En esta mañana, también nos preguntamos: ¿De qué manera, el ejercicio del ministerio es habitualmente fuente de misericordia para nosotros? Sería muy hermoso y edificante escuchar vuestras experiencias. Cada uno de vosotros podría compartir hechos concretos en los que habéis recibido la misericordia de Dios a través del ejercicio del ministerio.
Siguiendo la interesante intuición del Cardenal Martini, os invito a responder a esta pregunta mediante la reflexión sobre los diversos tiempos de la propia vida ministerial, unos más puntuales, otros más prolongados:
Termino esta primera parte con un texto precioso del Papa Francisco en la Misa Crismal de este año, que nos invita a ser conscientes y agradecidos de la misericordia que Dios nos brinda continuamente: Cada uno de nosotros, mirando su propia vida con la mirada buena de Dios, puede hacer un ejercicio con la memoria y descubrir cómo ha practicado el Señor su misericordia para con nosotros, cómo ha sido mucho más misericordioso de lo que creíamos
Hemos sido bendecidos con la misericordia de Dios para bendecir a los hermanos. Hemos sido perdonados, para perdonar. Hemos sido amados para amar. Por eso, tras recordar y agradecer la misericordia que Dios nos regala en nuestro ministerio y en toda nuestra vida, dediquemos la segunda parte de esta reflexión a pensar cómo somos y cómo podemos ser ministros de la Misericordia divina. El Santo Padre Francisco nos guiará en esta reflexión.
En la Misa crismal de este año, nos dijo: Como sacerdotes, somos testigos y ministros de la Misericordia siempre más grande de nuestro Padre; tenemos la dulce y confortadora tarea de encarnarla, como hizo Jesús, que «pasó haciendo el bien» (Hch 10,38), de mil maneras, para que llegue a todos.
Toda nuestra vida debe ser transparencia de la misericordia de Dios: la oración, el trabajo y las pocas vacaciones que podamos tener; la catequesis y las celebraciones; el despacho parroquial, el acompañamiento a los laicos y la animación de la acción caritativa-solidaria de la parroquia. ¡Qué bueno sería que los sacerdotes y las diversas comunidades cristianas hiciéramos en este Año jubilar de la misericordia una revisión a fondo de todas nuestras actividades y actitudes, para tomar conciencia de todo lo que nos ayuda a ser cauces de la misericordia de Dios y, también, de aquello que lo impide o lo dificulta! Necesitamos urgentemente convertirnos y, de esta manera hacer realidad el deseo del Santo Padre:
La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia. Todo en su acción pastoral debería estar revestido por la ternura con la que se dirige a los creyentes; nada en su anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede carecer de misericordia. La credibilidad de la Iglesia pasa a través del camino del amor misericordioso y compasivo (MV 10).
Hemos dicho que toda nuestra existencia debe ser transparencia de la misericordia de Dios. Sin embargo, bueno será que nos detengamos en aspectos concretos, que hoy resultan especialmente importantes y decisivos. En la aludida homilía de la Misa Crismal de este año, el Papa Francisco subrayó dos ámbitos en los que el Señor se excede en su Misericordia. Dado que es él quien nos da ejemplo, no tenemos que tener miedo a excedernos nosotros también: un ámbito es el del encuentro; el otro, el de su perdón que nos avergüenza y dignifica.
La pastoral habitual de los sacerdotes nos ofrece muchas ocasiones de encuentro con personas de todo tipo, creyentes y no creyentes: el despacho parroquial, la atención a las familias de los niños y jóvenes que participan en la catequesis parroquial, las visitas a los tanatorios o a las casas de las familias que han perdido un ser querido, la acogida a los turistas que visitan nuestros templos, la participación en las fiestas o en otros acontecimientos del barrio…
No hace mucho me contaron la historia de una pareja de novios que había decidido casarse ante las autoridades civiles y habían dado los primeros pasos en este sentido. Sin embargo, en unas vacaciones, conocieron a un sacerdote llamado Benjamín, que les acogió con tanto cariño en su parroquia, que finalmente decidieron casarse por la Iglesia. Los novios comentaban que los funcionarios que los habían atendido en el Registro Civil los habían tratado con la misma frialdad con que se compra un campo o se vende una casa; en cambio en este sacerdote habían experimentado una acogida cercana y cordial. Al escuchar esta experiencia, recordé las palabras del Papa Francisco en su famosa entrevista concedida al P. Spadaro, director de la Civiltà Cattolica:
La primera reforma debe ser la de las actitudes. Los ministros del Evangelio deben ser personas capaces de caldear el corazón de las personas, de caminar con ellas en la noche, de saber dialogar e incluso descender a su noche y su oscuridad sin perderse. El pueblo de Dios necesita pastores y no funcionarios clérigos de despacho.
El otro ámbito en el que vemos que Dios se excede en una Misericordia siempre más grande, es el perdón mismo, dijo el Santo Padre en la Misa Crismal. La Iglesia (y el sacerdote) ha de ser instrumento del perdón y de la reconciliación en una sociedad dividida por los intereses económicos, las ideologías políticas, los prejuicios contra grupos sociales de muy diversa índole… Este ámbito del perdón ha de manifestarse en toda nuestra existencia, en nuestras relaciones con los compañeros sacerdotes, con los laicos de la parroquia… El perdón, además, tiene un lugar privilegiado para nosotros: el sacramento de la Reconciliación. A este respecto, os recuerdo dos textos de nuestro querido Santo Padre:
Cada confesor deberá acoger a los fieles como el padre en la parábola del hijo pródigo: un padre que corre al encuentro del hijo no obstante hubiese dilapidado sus bienes. Los confesores están llamados a abrazar ese hijo arrepentido que vuelve a casa y a manifestar la alegría por haberlo encontrado... No harán preguntas impertinentes, sino como el padre de la parábola interrumpirán el discurso preparado por el hijo pródigo, porque serán capaces de percibir en el corazón de cada penitente la invocación de ayuda y la súplica de perdón. En fin, los confesores están llamados a ser siempre, en todas partes, en cada situación y a pesar de todo, el signo del primado de la misericordia (MV 17).
Algunas veces no se puede absolver. Hay sacerdotes que dicen: «No, de esto no te puedo absolver, márchate». Este no es el camino. Si no puedes dar la absolución, explica diciendo: «Dios te ama inmensamente, Dios te quiere mucho. Para llegar a Dios hay muchos caminos. Yo no te puedo dar la absolución, te doy la bendición. Pero vuelve, vuelve siempre aquí, así cada vez que vuelvas te daré la bendición como signo de que Dios te ama». Y ese hombre o esa mujer se marcha lleno de alegría porque ha encontrado el icono del Padre, que no rechaza nunca; de una forma o de otra lo abrazó (Discurso del Papa Francisco a los participantes en del congreso organizado por la Congregación para el Clero, 20 de noviembre de 2015).
Tenemos entre las manos, todavía caliente, la Exhortación apostólica postsinodal Amoris Laetitia, sobre el amor en la familia. Os animo a leerla y a meditarla con paz. En el texto, el Santo Padre utiliza la palabra “misericordia” más de 40 veces y dedica un apartado a la llamada “lógica de la misericordia pastoral” (cf. nn. 307-312):
Comprendo a quienes prefieren una pastoral más rígida que no dé lugar a confusión alguna. Pero creo sinceramente que Jesucristo quiere una Iglesia atenta al bien que el Espíritu derrama en medio de la fragilidad: una Madre que, al mismo tiempo que expresa claramente su enseñanza objetiva, «no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino» (EG 45). Los pastores, que proponen a los fieles el ideal pleno del Evangelio y la doctrina de la Iglesia, deben ayudarles también a asumir la lógica de la compasión con los frágiles y a evitar persecuciones o juicios demasiado duros o impacientes. El mismo Evangelio nos reclama que no juzguemos ni condenemos (cf. Mt 7,1; Lc 6,37).
Europa está viviendo una situación de crisis humanitaria sin precedentes, con la situación de los refugiados y los inmigrantes que huyen de la guerra y el hambre y encuentran cerradas las puertas de nuestro continente. Además, en España, como en tantos países del entorno, todavía son visibles las consecuencias de una crisis económica que ha dejado a tantas personas y a tantas familias en la indigencia. Por respeto a estas personas que sufren y por coherencia evangélica, no podemos olvidar que en este ámbito se verifica nuestra fidelidad al Señor (cf. NMI 34).
La caridad no es opcional para los sacerdotes y para las comunidades cristianas: practicar el amor hacia las viudas y los huérfanos, los presos, los enfermos y los necesitados de todo tipo, pertenece a su esencia tanto como el servicio de los Sacramentos y el anuncio del Evangelio. La Iglesia no puede descuidar el servicio de la caridad, como no puede omitir los Sacramentos y la Palabra (DCE 22). Que nuestra vida, nuestros gestos y nuestras palabras sean una caricia a las personas que más sufren.
El Papa Francisco es para nosotros un ejemplo a seguir, porque sus palabras en este ámbito están respaldadas por sus gestos y por su vida. Acojamos su invitación a vivir la misericordia con los pobres: Es mi vivo deseo que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de misericordia corporales y espirituales. Será un modo para despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados de la misericordia divina (MV 15).
Conclusión
Concluyo y resumo mi intervención con las últimas palabras de Santo Padre en la referida homilía de la Misa Crismal de este año:
En este Año Santo Jubilar, celebramos con todo el agradecimiento de que sea capaz nuestro corazón, a nuestro Padre, y le rogamos que «se acuerde siempre de su Misericordia»; recibimos con avergonzada dignidad la Misericordia en la carne herida de nuestro Señor Jesucristo y le pedimos que nos lave de todo pecado y nos libre de todo mal; y con la gracia del Espíritu Santo nos comprometemos a comunicar la Misericordia de Dios a todos los hombres, practicando las obras que el Espíritu suscita en cada uno para el bien común de todo el pueblo fiel de Dios.
Qué San Juan de Ávila nos ayude a alcanzar este santo deseo. Gracias por vuestra acogida y vuestra atención.
[1] Propositio 4.
[2] Meditación en la primera Congregación general de la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (8 octubre 2012): AAS 104 (2012), 897.
[3] Conferencia Episcopal Española, Congreso de espiritualidad Sacerdotal, Ed. Edice, pp. 175-191.
Mensaje del papa Francisco para la Jornada Mundial de las Misiones 2016 (Ciudad del Vaticano, 15 de mayo de 2016, solemnidad de Pentecostés)
Iglesia misionera, testigo de misericordia
Queridos hermanos y hermanas:
El Jubileo extraordinario de la Misericordia, que la Iglesia está celebrando, ilumina también de modo especial la Jornada Mundial de las Misiones 2016: nos invita a ver la misión ad gentes como una grande e inmensa obra de misericordia tanto espiritual como material. En efecto, en esta Jornada Mundial de las Misiones, todos estamos invitados a «salir», como discípulos misioneros, ofreciendo cada uno sus propios talentos, su creatividad, su sabiduría y experiencia en llevar el mensaje de la ternura y de la compasión de Dios a toda la familiahumana.
En virtud del mandato misionero, la Iglesia se interesa por los que no conocen el Evangelio, porque quiere que todos se salven y experimenten el amor del Señor. Ella «tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio» (Bula Misericordiae vultus, 12), y de proclamarla por todo el mundo, hasta que llegue a toda mujer, hombre, anciano, joven y niño.
La misericordia hace que el corazón del Padre sienta una profunda alegría cada vez que encuentra a una criatura humana; desde el principio, él se dirige también con amor a las más frágiles, porque su grandeza y su poder se ponen de manifiesto precisamente en su capacidad de identificarse con los pequeños, los descartados, los oprimidos (cf. Dt 4,31; Sal 86,15; 103,8; 111,4).
Él es el Dios bondadoso, atento, fiel; se acerca a quien pasa necesidad para estar cerca de todos, especialmente de los pobres; se implica con ternura en la realidad humana del mismo modo que lo haría un padre y una madre con sus hijos (cf. Jr 31,20). El término usado por la Biblia para referirse a la misericordia remite al seno materno: es decir, al amor de una madre a sus hijos, esos hijos que siempre amará, en cualquier circunstancia y pase lo que pase, porque son el fruto de su vientre. Este es también un aspecto esencial del amor que Dios tiene a todos sus hijos, especialmente a los miembros del pueblo que ha engendrado y que quiere criar y educar: en sus entrañas, se conmueve y se estremece de compasión ante su fragilidad e infidelidad (cf. Os 11,8). Y, sin embargo, él es misericordioso con todos, ama a todos los pueblos y es cariñoso con todas las criaturas (cf. Sal 144.8-9).
La manifestación más alta y consumada de la misericordia se encuentra en el Verbo encarnado. Él revela el rostro del Padre rico en misericordia, «no sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica» (Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 2). Con la acción del Espíritu Santo, aceptando y siguiendo a Jesús por medio del Evangelio y de lossacramentos, podemos llegar a ser misericordiosos como nuestro Padre celestial, aprendiendo a amar como él nos ama y haciendo que nuestra vida sea una ofrenda gratuita, un signo de su bondad (cf. Bula Misericordiae vultus, 3). La Iglesia es, en medio de la humanidad, la primera comunidad que vive de la misericordia de Cristo: siempre se siente mirada y elegida por él con amor misericordioso, y se inspira en este amor para el estilo de su mandato, vive de él y lo da a conocer a la gente en un diálogo respetuoso con todas las culturas y convicciones religiosas.
Muchos hombres y mujeres de toda edad y condición son testigos de este amor de misericordia, como al comienzo de la experiencia eclesial. La considerable y creciente presencia de la mujer en el mundo misionero, junto a la masculina, es un signo elocuente del amor materno de Dios. Las mujeres, laicas o religiosas, y en la actualidad también muchas familias, viven su vocación misionera de diversas maneras: desde el anuncio directo del Evangelio al servicio de caridad. Junto a la labor evangelizadora y sacramental de los misioneros, las mujeres y las familias comprenden mejor a menudo los problemas de la gente y saben afrontarlos de una manera adecuada y a veces inédita: en el cuidado de la vida, poniendo más interés en las personas que en las estructuras y empleando todos los recursos humanos y espirituales para favorecer la armonía, las relaciones, la paz, la solidaridad, el diálogo, la colaboración y la fraternidad, ya sea en el ámbito de las relaciones personales o en el más grande de la vida social y cultural; y de modo especial en la atención a los pobres.
En muchos lugares, la evangelización comienza con la actividad educativa, a la que el trabajo misionero le dedica esfuerzo y tiempo, como el viñador misericordioso del Evangelio (cf. Lc 13.7-9; Jn 15,1), con la paciencia de esperar el fruto después de años de lenta formación; se forman así personas capaces de evangelizar y de llevar el Evangelio a los lugares más insospechados. La Iglesia puede ser definida «madre», también por los que llegarán un día a la fe en Cristo. Espero, pues, que el pueblo santo de Dios realice el servicio materno de la misericordia, que tanto ayuda a que los pueblos que todavía no conocen al Señor lo encuentren y lo amen. En efecto, la fe es un don de Dios y no fruto del proselitismo; crece gracias a la fe y a la caridad de los evangelizadores que son testigos de Cristo. A los discípulos de Jesús, cuando van por los caminos del mundo, se les pide ese amor que no mide, sino que tiende más bien a tratar a todos con la misma medida del Señor; anunciamos el don más hermoso y más grande que él nos ha dado: su vida y su amor.
Todos los pueblos y culturas tienen el derecho a recibir el mensaje de salvación, que es don de Dios para todos. Esto es más necesario todavía si tenemos en cuenta la cantidad de injusticias, guerras, crisis humanitarias que esperan una solución. Los misioneros saben por experiencia que el Evangelio del perdón y de la misericordia puede traer alegría y reconciliación, justicia y paz. El mandato del Evangelio: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20) no está agotado, es más, nos compromete a todos, en los escenarios y desafíos actuales, a sentirnos llamados a una nueva «salida» misionera, como he señalado también en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium: «Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio» (20).
En este Año jubilar se cumple precisamente el 90 aniversario de la Jornada Mundial de las Misiones, promovida por la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe y aprobada por el Papa Pío XI en 1926. Por lo tanto, considero oportuno volver a recordar la sabias indicaciones de mis predecesores, los cuales establecieron que fueran destinadas a esta Obra todas las ofertas que las diócesis, parroquias, comunidades religiosas, asociaciones y movimientos eclesiales de todo el mundo pudieran recibir para auxiliar a las comunidades cristianas necesitadas y para fortalecer el anuncio del Evangelio hasta los confines de la tierra. No dejemos de realizar también hoy este gesto de comunión eclesial misionera. No permitamos que nuestras preocupaciones particulares encojan nuestro corazón, sino que lo ensanchemos para que abarque a toda la humanidad.
Que Santa María, icono sublime de la humanidad redimida, modelo misionero para la Iglesia, enseñe a todos, hombres, mujeres y familias, a generar y custodiar la presencia viva y misteriosa del Señor Resucitado, que renueva y colma de gozosa misericordia las relaciones entre las personas, las culturas y los pueblos
Francisco
Vaticano, 15 de mayo de 2016, Solemnidad de Pentecostés.
Carta dominical del arzobispo de Barcelona, Mons. Juan José Omella. ‘El verdadero apóstol es aquel que, como María, se hace dócil a las palabras e inspiraciones del Señor’. 15 mayo 2016. (ZENIT)
«Ven, Espíritu Santo»
Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”. Así se invoca desde antiguo, en la Iglesia, al Espíritu Santo. Así invito a que lo hagamos todos nosotros, cristianos que peregrinamos en esta archidiócesis entrañable de Barcelona.
La Iglesia necesita, hoy más que nunca, cristianos confesantes. Cristianos que confiesen o reconozcan públicamente su condición de cristianos en la seguridad y en el gozo que la fe en Jesucristo les proporciona. Cristianos que confiesen el nombre del Señor Jesús en los ambientes en los que están insertos: la familia, el trabajo, la diversión, la política… Os invito a hacerlo con humildad, sin ninguna ostentación, pero también sin complejos; más con obras que con palabras, pero sin tener miedo a poner nombre a aquello que las obras predican. Y esa confesión humilde y valiente debe hacerse desde la coherencia de vida. Qué bien lo expresaba el papa Pablo VI cuando decía: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan y si escuchan a los que enseñan es porque dan testimonio”. (Evangelización del Mundo Contemporáneo, Evangelii Nuntiandi, 41)
La Iglesia necesita también apóstoles. “La evangelización del mundo actual se hará por medio de los cristianos laicos o no se hará”, decía la Conferencia Episcopal Española en el año 1992. Esto reclama de todos y cada uno de los que se confiesan discípulos de Jesucristo que asuman la misión de la Iglesia y se inserten en las tareas que realizan las parroquias. Sin vosotros, ninguna parroquia será capaz de evangelizar a los hombres, mujeres, jóvenes y niños. No sirve decir que valemos muy poco, que no estamos preparados, que somos mayores, que nos cansamos… Todos nosotros, jóvenes y mayores, sanos y enfermos, sabios y humildes, todos hemos sido invitados por el Señor, desde el día de nuestro bautismo, a trabajar en su viña. Sabemos que la obra no depende de nosotros. El Espíritu del Señor, el Espíritu Santo, es el alma de todo apostolado. Y el verdadero apóstol es aquel que, como María, se hace dócil a las palabras e inspiraciones del Señor y se entrega totalmente, sin reserva y sin poner objeciones, aunque la empresa sea ardua, contra corriente, porque para Dios nada hay imposible. Por eso, como la Virgen María, no pone pegas y dice siempre sí a Dios.
La Iglesia que peregrina en esta tierra de Barcelona precisa de laicos cristianos decididos a aceptar tareas de colaboración con el ministerio de los pastores, comoanimadores de la comunidad y responsables de sectores pastorales, para poder poner en marcha las nuevas unidades pastorales con las que poder servir en adelante más y mejor a nuestros pueblos y para poner en marcha una verdadera y profunda pastoral familiar, tan necesaria en nuestra sociedad moderna. La Iglesia pide, pues, a todos los bautizados un compromiso especial. ¡Ánimo! No tengáis miedo, el Señor resucitado nos acompaña. Hagamos lo que hagamos, si lo hacemos apoyados en el Señor, en su Palabra, los resultados estarán siempre asegurados aunque no siempre podamos ser testigos de ello.
Tengo la convicción profunda de que el Espíritu del Señor va a venir en este nuevo Pentecostés sobre cada uno de nosotros, sobre toda la Iglesia que peregrina en esta Iglesia de Barcelona. Estoy convencido de que nos animará y fortalecerá para responder con audacia cristiana y corazón generoso a los retos que hoy tienen nuestra Iglesia y nuestra sociedad. Permanezcamos en la oración con María, la Madre de Jesús y Madre de la Iglesia, para recibir con apertura de mente y de voluntad la gracia que viene de lo alto y nos lleva a nacer de nuevo, aunque nos sintamos viejos. Hagamos nuestra la oración de la Iglesia en el día de Pentecostés: “Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. Envía tu Espíritu, Señor, y renueva la faz de la tierra”.
Que Dios os bendiga a todos.
+ Juan José Omella Omella
Arzobispo de Barcelona
En la Solemnidad de Pentecostés, el Santo Padre se ha asomado a la ventana del estudio del Palacio Apostólico, para rezar la oración del Regina Coeli con los fieles reunidos en la plaza. 15 de mayo de 2016 (ZENIT – Ciudad del Vaticano)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy celebramos la gran fiesta de Pentecostés, que cierra el Tiempo Pascual, cincuenta días después de la Resurrección de Cristo. La liturgia nos invita a abrir nuestra mente y nuestro corazón al don del Espíritu Santo, que Jesús prometió varias veces a sus discípulos, el primer y principal don que Él nos ha dado con su Resurrección. Este don, Jesús mismo lo ha pedido al Padre, como indica el Evangelio de hoy, que está ambientado en la Última Cena. Jesús dice a sus discípulos: “Si me amáis, guardad mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre” (Jn 14,15-16). Estas palabras nos recuerdan sobre todo que el amor por una persona, y también por el Señor, se demuestra no solo con las palabras, sino con los hechos; y también “cumplir los mandamientos” va entendido en sentido existencial, de forma que toda la vida esté implicada. De hecho, ser cristiano no significa principalmente pertenecer a una cierta cultura o adherirse a una cierta doctrina, sino más bien unir la propia vida, en cada aspecto, a la persona de Jesús, y a través de Él, al Padre. Con este fin, Jesús promete la efusión del Espíritu Santo a sus discípulos. Precisamente gracias al Espíritu Santo, Amor que une al Padre y al Hijo y procede de ellos, todos podemos vivir la vida misma de Jesús. El Espíritu, de hecho, nos enseña todas las cosas, y la única cosa indispensable: amar como ama Dios.
En el prometer el Espíritu Santo, Jesús lo define “otro Paráclito” (v. 16), que significa Consolador, Abogado, Intercesor, es decir Aquel que nos asiste, nos defiende, está a nuestro lado en el camino de la vida y en la lucha por el bien y contra el mal. Jesús dice “otro Paráclito” porque el primero es Él mismo, que se ha hecho carne precisamente para asumir sobre él nuestra condición humana y liberarla de la esclavitud del pecado.
Además, el Espíritu Santo ejercita una función de enseñanza y de memoria. Enseñanza y memoria. Nos lo ha dicho Jesús: “El Consolador, el Espíritu Santo, al cual el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todas las cosas que os he dicho” (v. 26). El Espíritu Santo no lleva una enseñanza diferente, pero hace vivo y operante la enseñanza de Jesús, para que el tiempo que pasa no lo cancele y no lo borre. El Espíritu Santo coloca esta enseñanza dentro de nuestro corazón, nos ayuda a interiorizarlo, haciéndolo ser parte de nosotros, carne de nuestra carne. Al mismo tiempo, prepara nuestro corazón para que sea capaz realmente de recibir las palabras y los ejemplos del Señor. Todas las veces que la palabra de Jesús es acogida con alegría en nuestro corazón, esto es obra del Espíritu Santo.
Rezamos ahora juntos el Regina Coeli –por última vez este año–, invocando la materna intercesión de la Virgen María. Ella nos dé la gracia de ser fuertemente animados por el Espíritu Santo, para testimoniar a Cristo con franqueza evangélica y abrirse cada vez más a la plenitud de su amor.
Después del Regina Coeli
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, en el contexto apropiado de Pentecostés, se publica mi Mensaje para la próxima Jornada Mundial de las Misiones que se celebra cada año el tercer domingo de octubre. El Espíritu dé fuerza a todos los misioneros ad gentes y sostenga la misión de la Iglesia en el mundo entero. El Espíritu Santo nos dé jóvenes, chicos y chicas, fuertes que tengan ganas de ir a anunciar el Evangelio. Pedimos esto hoy al Espíritu Santo.
Os saludo a todos vosotros, familias, grupos parroquiales, asociaciones, peregrinos procedentes de Italia y de tantas partes del mundo, en particular de Madrid, de Praga y de Tailandia; como también los miembros de la Comunidad católica coreana de Londres.
Saludo a los fieles de Casalbuttano, Cortona, Terni, Ragusa; los jóvenes de Romagnano de Massa; y la “Sacra Corale Jónica” de la Provincia de Taranto. Saludo de forma particular a todos los que participan en la Jornada de hoy de la Fiesta de los Pueblos, en el 25º aniversario, que se celebra en la plaza de San Juan de Letrán. Que esta fiesta, signo de unidad y de la diversidad el culturas,nos ayude a entender que el camino hacia la paz es este, hacer la unidad respetando las diversidades.
Dirijo un pensamiento especial a los Alpinos, reunidos en Asti para el Encuentro Nacional. Les exhorto a ser testigos de misericordia y de esperanza, imitando el ejemplo del beato Don Carlo Gnocchi, del beato Fratel Luigi Bordino y del venerable Teresio Olivelli, que honran el Cuerpo de los Alpinos con la santidad de su vida.
A todos os deseo una buena fiesta de Pentecostés, este domingo. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!
Texto completo de la audiencia jubilar del sábado 14 de mayo de 2016 (ZENIT – Ciudad del Vaticano)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El día no parece muy bueno, pero vosotros sois valientes y habéis venido con la lluvia. Gracias. Esta audiencia se hará en dos lugares. Los enfermos están en el Aula Pablo VI, por la lluvia, están más cómodos allí y nos siguen desde allí con las pantallas gigantes. Y nosotros aquí. Estamos unidos los dos y os pido que les saludemos con un aplauso. No es fácil aplaudir con el paraguas en la mano ¿eh?
Entre los aspectos de la misericordia, hay uno que consiste en sentir piedad o apiadarse de los que necesitan amor. La pietas, la piedad, es un concepto presente en el mundo greco-romano, donde se indicaba un acto de sumisión a los superiores: sobre todo la devoción a los dioses, después el respeto de los hijos hacia los padres, sobre todo ancianos. Hoy, sin embargo, debemos estar atentos a no identificar la piedad con el pietismo, bastante difundido, que es solo una emoción superficial y ofende la dignidad del otro.
Al mismo tiempo, la piedad no se debe confundir con la compasión que sentimos por los animales que viven con nosotros; sucede, de hecho, que a veces se siente esto hacia los animales, y se permanece indiferente hacia el sufrimiento de los hermanos. Cuántas veces vemos gente muy unida a los gatos, a los perros, y después no ayudan con el hambre del vecino, la vecina, ¿eh? No, no. ¿De acuerdo?
La piedad de la que queremos hablar es una manifestación de la misericordia de Dios. Es uno de los siete dones del Espíritu Santo que el Señor ofrece a sus discípulos para hacerlos “dóciles al obedecer a las inspiraciones divinas” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1830). Muchas veces en los Evangelio se habla del grito espontáneo que personas enfermas, endemoniadas, pobres o afligidas dirigían a Jesús: “Ten piedad” (cfr Mc 10,47-48; Mt 15,22; 17,15). A todos Jesús respondía con la mirada de la misericordia y el consuelo de su presencia. En estas invocaciones de ayuda y petición de piedad, cada uno expresaba también su fe en Jesús, llamándolo “Maestro”, “Hijo de David” y “Señor”. Intuían que en Él había algo extraordinario, que le llevaba a ayudar y salir de la condición de tristeza en la que se encontraban. Percibían en Él el amor de Dios mismo. Y también si la multitud se aglomeraba, Jesús se daba cuenta de esas invocaciones de piedad y se apiadaba, sobre todo cuando veía personas que sufrían y heridas en su dignidad, como en el caso de la hemorroísa (cfr Mc 5,32). Él les pedía tener confianza en Él y en su Palabra (cfr Jn 6,48-55). Para Jesús sentir piedad equivale a compartir la tristeza de quien encuentra, pero al mismo tiempo a trabajar en primera persona para transformarla en alegría.
También nosotros estamos llamados a cultivar actitudes de piedad delante de tantas situaciones de la vida, sacudiéndonos de encima la indiferencia que impide reconocer las exigencias de los hermanos que nos rodean y liberándonos de la esclavitud del bienestar material (cfr 1 Tm 6,3-8).
Miremos el ejemplo de la virgen María, que cuida de cada uno de sus hijos y es para nosotros creyentes icono de la piedad. Dante Alighieri lo expresa en la oración a la Virgen en la cima del Paraíso: “In te misericordia, in te pietate, […] in te s’aduna quantunque in creatura è di bontate” (XXXIII, 19-21). Gracias.
Traducción realizada por ZENIT
Reflexión a las lecuras de la solemnidad de Pentecostés ofrecida por el sacerdote don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
Domingo de Pentecostés
¡Por fin, hemos llegado a Pentecostés! ¡Cuántas gracias debemos dar al Señor que nos concedido celebrar un año más, los cincuenta días de Pascua, que culminan en esta gran solemnidad.
Hay una pregunta en el Catecismo que dice: ¿Qué celebramos el día de Pentecostés? Y contesta: “Que Jesucristo ha enviado sobre los apóstoles el Espíritu Santo y que continúa enviándolo sobre nosotros”.
¡Cuántas reflexiones podríamos hacer aquí!
Comenzamos preguntándonos: ¿quién es el Espíritu Santo? Nos responde el Credo: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas”. ¡Impresionante!
La primera lectura nos presenta la venida del Espíritu del Señor sobre los apóstoles. ¡Qué hermoso y espectacular resulta todo! ¡Cómo los transforma y los capacita para la Misión!
Pero los apóstoles no sólo recibieron el Santo Espíritu, sino también la misión de darlo a todos los cristianos. ¡Y cuánto interés mostraban en que lo recibieran todos! Hay un sacramento que garantiza la presencia y la acción del Espíritu en cada cristiano: el de la Confirmación.
La segunda lectura nos recuerda que sin el Espíritu Santo no podemos hacer ni decir nada, ni siquiera lo más elemental: que Jesús es el Hijo de Dios.
Y en realidad, ¿qué es un ser humano sin espíritu? Un muerto, un cadáver. Y decimos expiró, es decir, exhaló el espíritu. ¡Sin el Espíritu, por tanto, no hay nada!
La fiesta de Pentecostés nos recuerda y subraya que el don del Espíritu, que Jesús envía desde el Cielo, es la gracia más excelente de la Pascua. Dice S. Juan en una ocasión, que el Espíritu del Señor no había bajado sobre ninguno, porque Jesús no había sido glorificado (Jn 7, 37). Y el Evangelio de hoy nos presenta cómo Jesús, el mismo día de la Resurrección, al atardecer, infunde en los apóstoles el Espíritu Santo. ¡Jesús Resucitado se convierte en Dador del Espíritu! Lástima que tantos cristianos estén como aquellos de Éfeso, que no sabían siquiera que había un Espíritu Santo; pero tuvieron la dicha de que S. Pablo se lo explicara y lo hiciera bajar sobre ellos (Hch 19, 1-7).
Uno de los síntomas del desconcierto actual es la cantidad de cristianos que dejan de confirmarse. ¡Y les parece que no tiene importancia, que no pasa nada…! Pero el asunto es grave. A este respecto, recuerdo las palabras de S. Pablo: “El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo” (Rom 8, 9).
¡Qué importante es que invoquemos y que recibamos con frecuencia al Espíritu Defensor! ¡Es tan necesario en nuestra vida…!
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
DOMINGO DE PENTECOSTÉS
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
Escuchemos ahora, con espíritu de fe y devoción, la narración de la Venida del Espíritu Santo y el impacto que produce en Jerusalén. Y pidamos al Señor que “no deje de realizar hoy, en el corazón de sus fieles, aquellas mismas maravillas que obró en los comienzos de la predicación evangélica”.
SALMO
Uniéndonos a las palabras del salmo, pidamos al Señor que envíe sobre nosotros, sobre la Iglesia y sobre el mundo, el don de su Espíritu.
SEGUNDA LECTURA
La segunda lectura nos presenta unas enseñanzas de S. Pablo sobre la acción del Espíritu del Señor en nosotros y en la Iglesia, Cuerpo de Cristo, que tiene variedad de ministerios pero una única misión: anunciar y actualizar la Redención de Cristo a todos los pueblos, en todos los tiempos, hasta su Vuelta.
SECUENCIA
Leemos hoy, antes de escuchar el Evangelio, una antigua plegaria al Espíritu Santo -la Secuencia-. Unámonos a ella desde el fondo de nuestro corazón, pidiéndole al Espíritu Divino que venga a nosotros, nos renueve y nos acompañe.
EVANGELIO
En el Evangelio se nos narra la primera aparición de Jesucristo Resucitado a los discípulos, su envío al mundo y la donación del Espíritu Santo.
Aclamemos al Señor con el canto del aleluya.
COMUNION
"Nadie puede decir Jesús es Señor si no es bajo la acción del Espíritu Santo", hemos escuchado en la segunda lectura. Realmente, sin Él no podemos ser ni hacer nada.
Pidamos a Jesucristo que renueve en nuestro interior el don de su Espíritu, para que sostenga y acreciente nuestra fe en su presencia en la Eucaristía, nos impulse a recibirle con frecuencia y debidamente preparados en la Comunión y a dar el fruto que exige la recepción de este Sacramento.
Reflexiones del obispo de San Cristóbal de las Casas sobre la exhortación apostólica Amoris Laetitia. 12 mayo 2016 (ZENIT)
Pastoral hacia los divorciados y vueltos a casar
VER
Durante muchos años, a los papás que tenían hijos en amasiato, o que no se habían casado por la Iglesia, se les impedía acercarse a la comunión sacramental, como si ellos fueran los culpables. Con mayor razón, se juzgaba como pecador público a quien, casado por la Iglesia, se separaba y se unía a otra persona. No se le excomulgaba, pero se le condenaba sin miramientos.
Luego sucedió lo contrario: se empezaron a ver estos casos como “normales” y ordinarios, una forma de rehacer la propia vida, la reivindicación de un derecho. Y como aumentaron los casos, muchos ahora prefieren no casarse por la Iglesia, a veces ni por lo civil, para sentirse libres de romper una relación cuando “ya no funciona”, e iniciar otra experiencia. Lo más grave es que se van regando hijos, dejados a su suerte.
El Papa Francisco nos está advirtiendo que no podemos juzgar y condenar a todos por igual, sino que debemos analizar los casos, pues, en algunos, no se podría afirmar que están lejos de Dios. Cuando hay verdadero amor, Dios se hace presente de alguna forma, aunque imperfecta, y no puedan recibir la comunión eucarística. Nos invita a una acción pastoral hacia quienes se encuentran en situaciones complicadas.
PENSAR
En su Exhortación Amoris laetitia, dice: “La mirada de Cristo, cuya luz alumbra a todo hombre, inspira el cuidado pastoral de la Iglesia hacia los fieles que simplemente conviven, quienes han contraído matrimonio sólo civil o los divorciados vueltos a casar. Con el enfoque de la pedagogía divina, la Iglesia mira con amor a quienes participan en su vida de modo imperfecto: pide para ellos la gracia de la conversión; les infunde valor para hacer el bien, para hacerse cargo con amor el uno del otro y para estar al servicio de la comunidad en la que viven y trabajan. Cuando la unión alcanza una estabilidad notable mediante un vínculo público —y está connotada de afecto profundo, de responsabilidad por la prole, de capacidad de superar las pruebas— puede ser vista como una oportunidad para acompañar hacia el sacramento del matrimonio, allí donde sea posible” (78).
“Un discernimiento particular es indispensable para acompañar pastoralmente a los separados, los divorciados, los abandonados. Hay que acoger y valorar especialmente el dolor de quienes han sufrido injustamente la separación, el divorcio o el abandono, o bien, se han visto obligados a romper la convivencia por los maltratos del cónyuge. El perdón por la injusticia sufrida no es fácil, pero es un camino que la gracia hace posible. De aquí la necesidad de una pastoral de la reconciliación y de la mediación, a través de centros de escucha especializados que habría que establecer en las diócesis” (242).
“Las comunidades cristianas no deben dejar solos a los padres divorciados en nueva unión. Al contrario, deben incluirlos y acompañarlos en su función educativa. Porque, ¿cómo podremos recomendar a estos padres que hagan todo lo posible para educar a sus hijos en la vida cristiana, dándoles el ejemplo de una fe convencida y practicada, si los tuviésemos alejados de la vida en comunidad, como si estuviesen excomulgados? Se debe obrar de tal forma que no se sumen otros pesos además de los que los hijos, en estas situaciones, ya tienen que cargar. Ayudar a sanar las heridas de los padres y ayudarlos espiritualmente, es un bien también para los hijos, quienes necesitan el rostro familiar de la Iglesia que los apoye en esta experiencia traumática. El divorcio es un mal, y es muy preocupante el crecimiento del número de divorcios. Por eso, sin duda, nuestra tarea pastoral más importante con respecto a las familias, es fortalecer el amor y ayudar a sanar las heridas, de manera que podamos prevenir el avance de este drama de nuestra época” (246).
“Se trata de integrar a todos, se debe ayudar a cada uno a encontrar su propia manera de participar en la comunidad eclesial, para que se sienta objeto de una misericordia inmerecida, incondicional y gratuita. Nadie puede ser condenado para siempre, porque esa no es la lógica del Evangelio” (297).
ACTUAR
Dejemos nuestras actitudes de rechazo y condena hacia quienes viven en estas situaciones, y aprendamos de Jesucristo el camino de la misericordia y su invitación al ideal evangélico del matrimonio.
Carta del obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández. ‘El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, es quien la conduce por los caminos de la historia según los planes de Dios’. 12 mayo 2016 (ZENIT – Madrid)
Recibiréis el Espíritu Santo
La fiesta de Pentecostés viene a rematar la acción redentora de Cristo y llevarla a cumplimiento. Cincuenta días después de su Resurrección y a los diez días de haber ascendido al cielo, Jesús cumple su promesa: nos envía el Espíritu Santo desde el seno del Padre para que nos acompañe como abogado en nuestro peregrinar hasta el cielo y en la transformación del mundo presente.
La vida cristiana no es una imitación externa de un modelo superhombre, Jesucristo, y por tanto algo inalcanzable. La vida cristiana es la vida de Dios en nosotros y Dios quiere vivir su vida en todas y cada una de las personas que vienen a este mundo. Dios quiere poner su morada en nuestro corazón e ir construyendo desde dentro una personalidad nueva. El bautismo nos sumerge en la vida de Cristo y nos hace renacer con Él a otra vida, la de hijos de Dios. Y todo ello es obra del Espíritu Santo en nuestras almas. Por tanto, la vida cristiana no surge ni se sostiene de un voluntarismo, de una decisión humana, sino de un proyecto de Dios, si le dejamos que se cumpla en nosotros.
El Espíritu Santo nos sitúa en la gracia de Dios. “Estar en gracia de Dios” es tener en el alma la presencia de Dios por inhabitación de las Personas divinas. Y junto a la gracia, las virtudes y los dones. Todas las virtudes tienen su centro y su motor en el amor, en el amor de Dios que nos ama y en el amor que genera en nosotros ese amor (ágape, caritas). Dios es amor. El Espíritu Santo es el amor personal de Dios, que abraza en amor al Padre y al Hijo, y que ha sido derramado en nuestros corazones, encendiendo en nosotros el mismo amor de Dios.
El Espíritu Santo reproduce en nosotros las mismas actitudes de Cristo. La vida cristiana es la vida según el Espíritu Santo, movidos por él. La fe, la esperanza y la caridad son virtudes principales, que mueven todas las demás. Y junto a las virtudes, los dones: sabiduría, entendimiento, consejo, ciencia, fortaleza, piedad y temor de Dios. Y la acción perfecta del Espíritu produce en nosotros los frutos del Espíritu: caridad, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad (Gal 5,22).
El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, es quien la conduce por los caminos de la historia según los planes de Dios. Así aparece en los Hechos de los Apóstoles, en aquella primera comunidad. Y así continúa siendo a lo largo de la historia. La Iglesia, que ha pasado por todo tipo de avatares prósperos y adversos, continúa con una frescura siempre nueva sirviendo al mundo el Evangelio de Jesucristo. Ahí tenemos a los santos de todos los tiempos, también los de nuestra época, que son grandes bienhechores de la humanidad y son elocuentes testimonios de amor a Dios, movidos por el Espíritu Santo. Las dificultades no hunden a la Iglesia, sino que la renuevan. Las persecuciones la restauran y siempre son ocasión de un amor más grande.
La fiesta de Pentecostés es ocasión propicia para tomar conciencia de pertenencia a una familia en la que todos tenemos una misión encomendada, para el servicio común del Cuerpo de Cristo. Pero en esta fiesta queda subrayada la acción apostólica de los laicos en el mundo. El mandato misionero de Cristo: “Id a todas las gentes y anunciadles el Evangelio”, adquiere en Pentecostés todo su vigor. El fiel cristiano seglar, laico en el mundo, tiene la preciosa misión de hacer visible a Jesucristo y su Evangelio en el mundo en el que vive, con el reto permanente de transformar este mundo en un mundo más parecido al proyecto de Dios, en un mundo más justo y más fraterno, en un mundo en que los más débiles no son descartados, en un mundo en el que se respeta la creación porque es regalo de Dios para los hombres.
Pentecostés es el día de la Acción Católica y del Apostolado Seglar, porque el Espíritu Santo, que viene continuamente a su Iglesia, quiere suscitar testigos valientes en medio de las plazas de la civilización del amor, de la vida según el Espíritu.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, Obispo de Córdoba.
Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio de la solemnidad de pentecostés
INVOCACIÓN
Ven, Espíritu Creador, e infunde en nosotros la fuerza y el aliento de Jesús. Sin tu impulso y tu gracia, no acertaremos a creer en él; no nos atreveremos a seguir sus pasos; la Iglesia no se renovará; nuestra esperanza se apagará. ¡Ven y contágianos el aliento vital de Jesús!
Ven, Espíritu Santo, y recuérdanos las palabras buenas que decía Jesús. Sin tu luz y tu testimonio sobre él, iremos olvidando el rostro bueno de Dios; el Evangelio se convertirá en letra muerta; la Iglesia no podrá anunciar ninguna noticia buena. ¡Ven y enséñanos a escuchar solo a Jesús!
Ven, Espíritu de la Verdad, y haznos caminar en la verdad de Jesús. Sin tu luz y tu guía, nunca nos liberaremos de nuestros errores y mentiras; nada nuevo y verdadero nacerá entre nosotros; seremos como ciegos que pretenden guiar a otros ciegos. ¡Ven y conviértenos en discípulos y testigos de Jesús!
Ven, Espíritu del Padre, y enséñanos a gritar a Dios «Abba» como lo hacía Jesús. Sin tu calor y tu alegría, viviremos como huérfanos que han perdido a su Padre; invocaremos a Dios con los labios, pero no con el corazón; nuestras plegarias serán palabras vacías. ¡Ven y enséñanos a orar con las palabras y el corazón de Jesús!
Ven, Espíritu Bueno, y conviértenos al proyecto del «reino de Dios» inaugurado por Jesús. Sin tu fuerza renovadora, nadie convertirá nuestro corazón cansado; no tendremos audacia para construir un mundo más humano, según los deseos de Dios; en tu Iglesia los últimos nunca serán los primeros; y nosotros seguiremos adormecidos en nuestra religión burguesa. ¡Ven y haznos colaboradores del proyecto de Jesús!
Ven, Espíritu de Amor, y enséñanos a amarnos unos a otros con el amor con que Jesús amaba. Sin tu presencia viva entre nosotros, la comunión de la Iglesia se resquebrajará; la jerarquía y el pueblo se irán distanciando siempre más; crecerán las divisiones, se apagará el diálogo y aumentará la intolerancia. ¡Ven y aviva en nuestro corazón y nuestras manos el amor fraterno que nos hace parecernos a Jesús!
Ven, Espíritu Liberador, y recuérdanos que para ser libres nos liberó Cristo y no para dejarnos oprimir de nuevo por la esclavitud. Sin tu fuerza y tu verdad, nuestro seguimiento gozoso a Jesús se convertirá en moral de esclavos; no conoceremos el amor que da vida, sino nuestros egoísmos que la matan; se apagará en nosotros la libertad que hace crecer a los hijos e hijas de Dios y seremos, una y otra vez, víctimas de miedos, cobardías y fanatismos. ¡Ven, Espíritu Santo, y contágianos la libertad de Jesús!
José Antonio Pagola
Pentecostés – C (Juan 14,15-16.23b-26)
Evangelio del 15/may/2016
En su carta semanal, el arzobispo de Madrid, monseñor Carlos Osoro, recuerda la figura del santo patrono de la ciudad, san Isidro Labrador, cuya fiesta se celebra el próximo domingo, 15 de mayo. 11 May, 2016 (ZENIT – Madrid)
En san Isidro, amigo fuerte de Dios, se revela Pentecostés
Hacemos memoria de un amigo fuerte de Dios, cuya santidad dejó una huella tan profunda en Madrid que ha traspasado fronteras. El trabajo realizado, las relaciones mantenidas con quienes se encontraba y con quienes venían en su ayuda, convirtieron su casa y sus campos en un lugar de encuentro; en una casa común en la que quien llegaba no se sentía forastero, advenedizo o un estorbo, sino que percibía que era de su familia. Hizo verdad lo que muchos siglos después con palabras muy bellas nos dice el Concilio Vaticano II: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo».
San Isidro, su esposa y su hijo dieron testimonio de generosidad, entrega, misericordia y justicia; vivieron pendientes de las necesidades de los demás, tuvieron siempre abiertas las puertas a todos. Su vida perfiló de una manera singular quién es el ser humano y qué está llamado a ser en esa imponente obra de la creación. La vida de san Isidro es una manifestación clara y sabia de que Dios ha creado todo por amor, que ha hecho un mundo bueno, ordenado y que tiene un fin. ¡Con qué hondura, según la tradición, manifiesta san Isidro en su vida que todo lo que existe, por muy pequeño que sea, tiene un autor que es Dios mismo! Precisamente por eso, el ser humano, que ha sido creado a su imagen y semejanza, tiene necesidad de vivir abierto a Dios y a los demás, tiene necesidad de relación con Él y con los otros. Y no de cualquier apertura o relación, sino de la misma que Dios tiene con todo y que nosotros tenemos por gracia.
San Isidro es amigo de Dios por la fuerza que en su vida tiene la acción del Espíritu Santo. En su persona se revela Pentecostés. Entre otras cosas por su conocimiento vivo de Jesucristo, que le hacía vivir en tono pascual y que se manifiesta en estas realidades: a) Supo vivir teniendo las puertas de su vida totalmente abiertas para que todos pudieran entrar; b) Precisamente por ello, nunca tuvo miedos, sabía que estos llegan a la vida cuando queremos guardar algo por nuestras fuerzas. Él todo lo ponía para que lo guardase Jesucristo, de ahí su generosidad y caridad absoluta con todos los que se acercaban a su vida; c) Jesucristo y el Espíritu Santo le daban un modo de entender la vida que tenía y daba paz, la que tiene un rostro que es Cristo; d) Su vida estaba llena de alegría que contagiaba a quienes vivieron con él, una alegría que no venía de sí mismo, sino de saberse salvado, querido, ayudado, conformado por Jesucristo; e) Y todo lo anterior le hizo vivir como discípulo misionero; su trabajo, su tarea, su familia, todas sus relaciones, los vivía como alguien que se sabía enviado por Cristo para regalar la Buena Noticia.
Os invito a contemplar a este amigo fuerte de Dios que es san Isidro en cinco dimensiones de su existencia:
1. Como amigo fuerte de Dios, san Isidro nada vive, hace o construye sin experimentar y hacer experimentar a quienes viven a su lado que somos criaturas de Dios. De alguna manera su vida enlaza con lo que el Papa Francisco nos dice en la encíclica Laudato si, recordando el Cántico de las criaturas de san Francisco: «Alabado seas, mi Señor, por la hermana nuestra madre tierra, la cual nos sustenta, y gobierna y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba». ¡Qué hondura alcanza descubrir a hombres como san Isidro, quien nos dice con su vida que el auténtico desarrollo humano supone el respeto a la persona humana en su conexión con todo lo creado! Acoge la vida de Dios que siempre nos impulsa a darnos y a no guardarnos.
2. Como amigo fuerte de Dios, san Isidro crea fraternidad y compromiso en el cuidado de todo lo que existe. Lo manifiesta en el cuidado de sus campos, en la caridad expresada en toda su vida. El fruto de la tierra que él cultivaba era para el hombre. ¡Qué profundidad tiene para nosotros descubrir que todo lo que existe y creó Dios tiene parentesco! Llamados siempre a buscar el bienestar de todos, llamados siempre a comportarnos como Dios mismo, que cuando creó lo que existe vio que todo era bueno y todo lo puso al servicio de los hombres.
3. Como amigo fuerte de Dios, san Isidro buscaba siempre la justicia, no su beneficio, su placer o su propio enriquecimiento. Supo compartir todo lo que tenía. Para él todos los hombres eran hermanos, de tal modo que el egoísmo inmisericorde nunca habitó en su corazón. Como buen labrador, ¡cómo le preocupaban el clima, el agua, las plantas, los árboles, los animales! Pero era una preocupación y ocupación por el daño que se podía hacer a las personas, especialmente a los pobres y débiles, si no se cuidaba lo creado.
4. Como amigo fuerte de Dios, san Isidro quiso vivir desde la verdadera imagen que Dios ha dado al hombre. No valen imágenes falsas construidas desde ideologías, filosofías o antropologías que no reconocen todas las dimensiones del ser humano. Cuando no se respetan todas las dimensiones, aunque existan personas que no quieran vivir desde ellas, se instauran dictaduras de diversa naturaleza, que son el mayor deterioro ecológico que existe. San Isidro nos muestra la identidad más radical del ser humano, diciéndonos con ello que la dignidad humana se realiza, se manifiesta en su verdadero esplendor, en ser imagen de Dios. Nada ni nadie puede destruir esta imagen. Pero para dar dignidad al ser humano, hay que recurrir al origen y destino en Dios que tiene el hombre. Cada persona es mucho más que un simple individuo de una especie, un pueblo o una clase social.
5. Como amigo fuerte de Dios, san Isidro supo que tenemos el deber de comportarnos entendiendo que la libertad no puede ser exclusivamente un instrumento para ponernos al servicio de nuestros fines particulares, sean los que sean. La libertad tiene que estar orientada al bien común. ¡Qué servicio a la humanidad hizo san Isidro al darnos con su vida un concepto de persona abierto a los demás, soñando fraternidad y paz, sabiendo que él es un regalo de alguien más grande, abrazado por Dios que le pide que él mismo abrace a quienes lo rodean. Este es san Isidro «presencia de Cristo en el mundo» que se convierte en parábola viva del «Dios con nosotros». El amigo fuerte de Dios es audaz y creativo. Es capaz, para que otros tengan esa misma amistad, de pensar nuevos objetivos, estilos y métodos. Tenemos una cultura inédita y se elabora en la ciudad, en nuestra ciudad de Madrid. Nuestra presencia en la misma requiere imaginar espacios de encuentro con Dios y con los hombres. San Isidro los hizo, ¿y tú?
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, arzobispo de Madrid
En la audiencia general del miércoles 11 Mayo 2016 en la plaza de San Pedro, el papa Francisco ha reflexionado sobre la parábola del hijo pródigo y ha recordado que el abrazo y el beso del padre da a entender que “ha sido siempre considerado hijo, a pesar de todo, pero es siempre su hijo”. (ZENIT – Ciudad del Vaticano)
“Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
Hoy esta audiencia se realiza en dos lugares: porque había peligro de lluvia, los enfermos están en el Aula Pablo VI y nos siguen a través de las pantallas. Dos lugares pero una sola audiencia. Saludamos a los enfermos que están en el Aula Pablo VI.
Queremos reflexionar hoy sobre la parábola del padre misericordioso. Esta habla de un padre y de sus dos hijos, y nos hace conocer la misericordia infinita de Dios.
Empezamos por el final, es decir por la alegría del corazón del Padre, que dice: “Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado” (vv. 23-24). Con estas palabras el padre ha interrumpido al hijo menor en el momento en el que estaba confesando su culpa “ya no merezco ser llamado hijo tuyo…” (v. 19).
Pero esta expresión es insoportable para el corazón del padre, que sin embargo se apresura para restituir al hijo los signos de su dignidad: el vestido, el anillo, la sandalias. Jesús no describe un padre ofendido o resentido, un padre que por ejemplo dice “me la pagarás”, no, el padre lo abraza, lo espera con amor; al contrario, la única cosa que el padre tiene en el corazón es que este hijo está delante de él sano y salvo. Y esto le hace feliz y hace fiesta.
La recepción del hijo que vuelve está descrita de forma co_nMovedora: “Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó” (v. 20). Cuánta ternura, lo vio desde lejos, ¿qué significa esto? Que el padre subía a la terraza continuamente para mirar el camino y ver si el hijo volvía. Lo esperaba, ese hijo que había hecho de todo, pero el padre lo esperaba. Es algo bonito la ternura del padre. La misericordia del padre es desbordante y se manifiesta incluso antes de que el hijo hable.
Cierto, el hijo sabe que se ha equivocado y lo reconoce: “trátame como a uno de tus jornaleros” (v. 19). Pero estas palabras se disuelven delante del perdón del padre. El abrazo y el beso de su padre le han hecho entender que ha sido siempre considerado hijo, a pesar de todo, pero es siempre su hijo. Es importante esta enseñanza de Jesús: nuestra condición de los hijos de Dios es fruto del amor del corazón del padre; no depende de nuestros méritos o de nuestras acciones, y por tanto nadie puede quitárnosla. Nadie puede quitarnos esta dignidad, ¡ni siquiera el diablo! Nadie puede quitarnos esta dignidad.
Esta palabra de Jesús nos anima a no desesperar nunca. Pienso en las madres y a los padres aprensivos cuando ven a los hijos alejarse tomando caminos peligrosos. Pienso en los párrocos y catequistas que a veces se preguntan si su trabajo ha sido en vano. Pero pienso también en quien está en la cárcel, y les parece que su vida ha terminado; en los que han tomado decisiones equivocadas y no consiguen mirar al futuro; a todos aquellos que tienen hambre de misericordia y de perdón y creen que no lo merecen… En cualquier situación de la vida, no debo olvidar que no dejaré nunca de ser hijo de Dios, de un Padre que me ama y espera mi regreso. También en la situación más fea en mi vida Dios me espera, quiere abrazarme.
En la parábola hay otro hijo, el mayor; también él necesita descubrir la misericordia del padre. Él siempre se ha quedado en casa, ¡pero es muy distinto al padre! A sus palabras les falta ternura: “Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes… Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto…” (vv. 29-30). Habla con desprecio. No dice nunca “padre”, “hermano”. Presume de haberse quedado siempre junto al padre y haberle servido; y aún así no ha vivido nunca con alegría esta cercanía. Y ahora acusa al padre de no haberle dado nunca un ternero para hacer fiesta. ¡Pobre padre! ¡Un hijo se había ido, y el otro no ha estado nunca cercano realmente! El sufrimiento del padre es como el sufrimiento de Dios y de Jesús, cuando nos alejamos o cuando pensamos estar cerca y sin embargo no lo estamos.
El hijo mayor, también él tiene necesidad de misericordia. Los justos, esos que se creen justos, tienen también necesidad de misericordia. Este hijo nos representa cuando nos preguntamos si vale la pena trabajar tanto si luego no recibimos nada a cambio. Jesús nos recuerda que en la casa del Padre no se permanece para recibir una recompensa, sino porque se tiene la dignidad de hijos corresponsables. No se trata de canjear con Dios, sino de seguir a Jesús que se ha donado a sí mismo en la cruz y esto sin medidas.
«Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría» (v. 31). Así el dice el Padre al hijo mayor. ¡Su lógica es aquella de la misericordia! El hijo menor pensaba que merecía un castigo a causa de sus propios pecados, el hijo mayor esperaba una recompensa por sus servicios. Los dos hermanos no hablan entre ellos, viven historias diferentes, pero ambos razonan según una lógica extraña a Jesús: si haces el bien recibes un premio, si haces el mal serás castigado; y esta no es la lógica de Jesús, no lo es. Esta lógica es invertida por las palabras del padre: «Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado» (v. 31). ¡El padre ha recuperado al hijo perdido, y ahora puede también restituirlo a su hermano! Sin el menor, también el hijo mayor deja de ser un “hermano”. La alegría más grande para el padre es ver que sus hijos se reconozcan hermanos.
Los hijos pueden decidir si unirse a la alegría del padre o rechazarla. Deben interrogarse sobre sus propios deseos y sobre la visión que tienen de la vida. La parábola termina dejando el final en suspenso: no sabemos qué cosa ha decidido hacer el hijo mayor. Y esto es un estímulo para nosotros. Este Evangelio nos enseña que todos tenemos necesidad de entrar a la casa del Padre y participar de su alegría, en la fiesta de la misericordia y de la fraternidad. Hermanos y hermanas, ¡abramos nuestro corazón, para ser “misericordiosos como el Padre”! Gracias.
Comentario a la liturgia dominical por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, director espiritual y profesor en el Centro de Humanidades Clásicas de la Legión de Cristo, en Monterrey (México). 10 mayo 2016 (ZENIT)
Solemnidad de Pentecostés – Ciclo C
Textos: Hech 2, 1-11; Rom 8, 8-17; 10, 19-23; Jn 14, 15-16.23 b-26
Idea principal: Las maravillas que hace el Espíritu Santo en el mundo, en la Iglesia y en nuestras almas.
Síntesis del mensaje: “Siempre que interviene el Espíritu nos deja atónitos”, decía el cardenal Van Thuan en los famosos ejercicios espirituales que predicó al Papa y a la curia romana en marzo del año 2000. Y sólo quien tiene fe descubre las secretas o clamorosas maravillas de ese Espíritu Santo.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, las maravillas que hace el Espíritu Santo en el cosmos y en la naturaleza. ¿No es increíble la acción del Espíritu que hace 15.000 millones de años apretó el botón y desencadenó el Bing Bang y, del estallido de un átomo miles de veces más pequeños que la punta de un alfiler, brotaron la materia y la energía, el tiempo y el espacio, las galaxias, las estrellas, los soles y los planetas, el cielo y la tierra con el mar, los días y las noches, el hombre y la mujer. Pues aquel Espíritu era el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios. Dicen los libros sagrados del Nuevo Testamento que el Espíritu es el Espíritu de la verdad, del amor y de la santidad, de la unidad con la igualdad y la fraternidad universales, de la esperanza, de la alegría y de la paz. O sea, que todo eso que buscamos y no encontramos, que los políticos prometen y no dan, que anhelamos y con que nos frustramos, es, ¡y nosotros sin enterarnos!, el Espíritu Santo de Dios y del hombre.
En segundo lugar, las maravillas que hace el Espíritu Santo en la Iglesia. Basta repasar las hojas de la historia de la Iglesia, desde sus inicios. La Iglesia, comunión viviente en la fe de los apóstoles que ella transmite, es el lugar de nuestro conocimiento del Espíritu Santo: en las Escrituras que El ha inspirado; en la Tradición que Él ha conservado, y de la cual los Padres de la Iglesia son testigos siempre actuales; en el Magisterio de la Iglesia, al que El asiste; en la liturgia sacramental –en cada sacramento-, a través de sus palabras y sus símbolos, en donde el Espíritu Santo nos pone en comunión con Cristo; en la oración en la cual El intercede por nosotros; en los carismas y ministerios mediante los que se edifica la Iglesia; en los signos de vida apostólica y misionera; en el testimonio de los santos, donde El manifiesta su santidad y continúa la obra de la salvación. Ahí está también el Espíritu Santo en todos los Concilios que a lo largo de los siglos se han celebrado para explicar, esclarecer y profundizar la doctrina, para condenar las herejías y para conservar intacta la fe de la Iglesia. Ahí está el Espíritu Santo asistiendo al Papa cuando habla “ex cathedra” en materia de fe y moral, y por eso es infalible. O cuando le inspira al Papa iniciativas increíbles: las Jornadas Mundiales de la Juventud a san Juan Pablo II; o los Años Santos o Jubileos extraordinarios. La Iglesia no es una sociedad como cualquiera; no nace porque los apóstoles hayan sido afines; ni porque hayan convivido juntos por tres años; ni siquiera por su deseo de continuar la obra de Jesús. Lo que hace y constituye como Iglesia a todos aquellos que “estaban juntos en el mismo lugar” (Hch 2,1), es que “todos quedaron llenos del Espíritu Santo” (Hch 2,4). Todo lo que la Iglesia anuncia, testimonia y celebra es siempre gracias al Espíritu Santo. Son dos mil años de trabajo apostólico, con tropiezos y logros; aciertos y errores, toda una historia de lucha por hacer presente el Reino de Dios entre los hombres, que no terminará hasta el fin del mundo, pues Jesús antes de partir nos lo prometió: “…yo estaré con ustedes, todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28,20).
Finalmente, las maravillas que hace el Espíritu Santo en nuestra alma. Si un pecador se arrepiente y se convierte, se debe a la acción secreta e interior del Espíritu Santo. Si un alma buena se lanza a una vida más fervorosa y santa, y deja la mediocridad, sin duda que ha sido el Espíritu Santo quien le ha inspirado y le ha dado la gracia para ese cambio. Y cuando un santo está dispuesto al martirio, no es por sus propias fuerzas. Sólo el Espíritu Santo, con el don de fortaleza, reviste a ese hombre de la valentía necesaria para enfrentar dicho martirio. Nos confirma esto la famosa película basada en el drama del escritor francés George Bernanos “Diálogo de carmelitas”; monjas condenadas al patíbulo y llevadas a la guillotina en tiempo de la revolución francesa; subían una a una cantando el himno del “Veni Creator Spiritus”, himno del siglo VIII dedicado al Espíritu Santo. ¿Cuál fue la sorpresa en esa obra? Una monja, de la nobleza francesa, que por miedo a la muerte se fue al convento, que por miedo a la ejecución martirial se escapó del convento…y ahora fue la última en subir al cadalso y terminar el himno, envalentonada por el Espíritu Santo. ¿Quién inspira a hombres y mujeres a fundar una Congregación religiosa o un Movimiento o Comunidad? El Espíritu Santo que es luz para las mentes. En los momentos de dolor y aflicción, ¿quién nos debería consolar? Que nos lo confirme el cardenal Van Thuan, que estuvo en las cárceles del Vietnam catorce años, nueve de los cuales aislado; y cuando ya él no podía rezar por su cansancio físico y mental, el Espíritu Santo hacía cantar el Himno “Veni Creator Spiritus” que el mismo Van Thuan enseñó a uno de sus carceleros comunistas y que lo contaba todas las mañanas al bajar para hacer gimnasia. Sólo el Espíritu Santo, que es el Divino Consolador nos deja atónitos cuando interviene. En los momentos de decisiones importantes en la vida, ¿a quién deberíamos invocar? Al Espíritu Santo. Cuando un matrimonio supera una crisis y se perdonan esposo y esposa, ¿quién está detrás? El Espíritu Santo que es Espíritu de unión y armonía.
Para reflexionar: “Sin el Espíritu Santo, Dios está lejos, Cristo permanece en el pasado, el Evangelio es letra muerta, la Iglesia una simple organización, la autoridad una dominación, la misión una propaganda, el culto una evocación y el actuar cristiano una moral de esclavos. Pero en Él: el cosmos se subleva y gime en los dolores del Reino. Cristo resucitado está presente, el Evangelio es potencia de vida, la Iglesia es comunión trinitaria, la autoridad es servicio liberador, la misión es Pentecostés, la liturgia es conmemoración y anticipación, el actuar humano se deifica” (Ignacio de Laodicea).
Para rezar: con san Agustín recemos
Espíritu Santo, inspíranos, para que pensemos santamente.
Espíritu Santo, incítanos, para que obremos santamente.
Espíritu Santo, atráenos, para que amemos las cosas santas.
Espíritu Santo, fortalécenos, para que defendamos las cosas santas.
Espíritu Santo, ayúdanos, para que no perdamos nunca las cosas santas.
Cualquier sugerencia o duda pueden comunicarse con el padre Antonio a este email: [email protected]g
Texto completo del Regina Coeli del papa Francisco – 8 de mayo de 2016 (ZENIT – Ciudad del Vaticano)
«Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy en Italia y en el mundo se celebra la Ascención de Jesús al cielo, sucedida cuarenta días después de la Pascua. Contemplamos el misterio de Jesús que sale de nuestro espacio terreno para entrar en la plenitud de la gloria de Dios, llevando consigo nuestra humanidad. Nuestra humanidad entra por primera vez en el cielo. El evangelio de Lucas nos muestra la reacción de los discípulos delante del Señor que “se separó de ellos y era llevado al Cielo”. No hubo en ellos ni dolor ni desorientación, sino que se “postraron delante de él, y después volvieron a Jerusalén con gran alegría”.
Es el regreso de quien no tiene más el temor de la ciudad que había rechazado al Maestro, que había visto la traición de Judas y a Pedro que le renegaba, la dispersión de los discípulos y la violencia de un poder que se sentía amenazado.
Desde aquel día para los apóstoles y para cada discípulo de Cristo fue posible habitar en Jerusalén y en todas las ciudades del mundo, inclusive en aquellas más golpeadas por la injusticia y la violencia, porque encima de cada ciudad está el mismo cielo y cada habitante puede levantar la mirada con esperanza.
Dios es hombre verdadero y su cuerpo de hombre está en el cielo, y esta es nuestra esperanza, es el ancla nuestra que está allá y nosotros estamos firmes en esta esperanza si miramos hacia el cielo. En este cielo habita aquel Dios que se ha revelado tan cercano que tomó el rostro de un hombre, Jesús de Nazaret.
El se queda para siempre, es Dios-con-nosotros. Recordemos esto, Emanuel, ¡Dios-con-nosotros! y no nos deja solos. Podemos mirar hacia lo alto para reconocer delante de nosotros el futuro. En la Ascención de Jesús, el Crucifijo Resucitado, está la promesa de nuestra participación a la plenitud de vida junto a Dios.
Antes de separarse de sus amigos, Jesús refiriéndose al evento de su muerte y resurrección les dijo: “Ustedes son testigos de todo esto”. O sea los discípulos, los apóstoles son testimonios de la muerte y de la resurrección de Cristo y ese día también de la Ascención de Cristo.
Y de hecho, después de haber visto a su Señor subir a los cielos, los discípulos volvieron a la ciudad como testimonios que con alegría anuncian a todos la vida nueva que viene del Crucifijo Resucitado, en cuyo nombre “será predicado a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados”.
Este es el testimonio –hecho no solo con palabras pero también con la vida cotidiana– que cada domingo debería salir de nuestras Iglesias para entrar durante la semana en las casas, en las oficinas, en las escuelas, en los lugares de reunión y diversión, en los hospitales, las cárceles, las casas, para los ancianos, en los lugares abarrotados de inmigrantes, en las periferias de la ciudad.
Este testimonio tenemos que llevarlo cada semana: ‘Cristo está con nosotros, Jesús subió al cielo, está con nosotros, Cristo está vivo’.
Jesús nos ha asegurado que en este anuncio y en este testimonio seremos “revestidos por la potencia de lo alto”. O sea con la potencia del Espíritu Santo. Aquí está el secreto de esta misión: la presencia real entre nosotros del Señor resucitado, que con el don del Espíritu sigue abriendo nuestra mente y nuestro corazón, para que anunciemos su amor y su misericordia también en los ambientes más hostiles de nuestras ciudades.
Es el Espíritu Santo el verdadero artífice del multiforme testimonio que la Iglesia y cada bautizado dan al mundo. Por lo tanto no podemos nunca descuidar el recogimiento en la oración para alabar a Dios e invocar el don de Espíritu. En esta semana que nos lleva a la fiesta de Pentecostés nos quedamos espiritualmente en el Cenáculo, junto a la Virgen María, para recibir el Espíritu Santo. Lo hacemos también ahora en comunión con los fieles que se han reunido en el Santuario de Pompeya, para la tradicional súplica».
El Papa rezó la oración del Regina Coeli y después dirigió las siguientes palabras
«Queridos hermanos y hermanas, Hoy es la 50 Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, querida por el Concilio Vaticano II. De hecho los padres conciliares, reflexionando sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, entendieron la importancia crucial de las comunicaciones, que ‘pueden crear puentes entre las personas, las familias, los grupos sociales y los pueblos. Y esto sea en el ambiente físico que en aquel digital’.
Dirijo a todos los operadores de la comunicación un cordial saludo, y les deseo que nuestro modo de comunicar en la Iglesia tenga siempre un claro estilo evangélico, un estilo que una la verdad y la misericordia.
Saludo a todos ustedes, fieles de Roma y a los peregrinos de Italia y de varios países. En particular a los fieles polacos de Varsovia, Lowicz y Ostroda; a la Filarmónica de Viena; al grupo irlandés ‘Amigos de Mons. O’Flaherty‘; a los estudiantes del colegio Corderius (Países Bajos); y a la Katholische Akademische Verbindung ‘Capitolina’. Saludo a los participantes a la Marcha por la Vida, a los amigos de la Obra Don Folci y del preseminario san Pio X, a los Scouts de Europa de Roma Oeste y Roma Sur, y a los numerosos confirmados de la diócesis de Génova. ¡Son ruidosos los genoveses!
Hoy en tantos países se celebra al fiesta de la madre, recordamos con gratitud y afecto a todas las mamás, las que que están hoy en la plaza, a nuestras mamás, a las que están entre nosotros o las que se fueron al cielo. Confiándolas a María la madre de Jesús, por todas ellas rezamos un Ave María: Ave María…
A todos les deseo un buen domingo y por favor no se olviden de rezar por mi. ‘Buon pranzo e arrivederci!’».
¿ Mirando al cielo? La Ascensión del Señor por Enrique Díaz Díaz. 7 mayo 2016 (ZENIT)
Domingo de la Ascensión del Señor a los cielos
Hechos de los Apóstoles 1, 1-11: “Se fue elevando a la vista de sus apóstoles”
Salmo 46: “Entre voces de júbilo, Dios asciende a su trono. Aleluya”.
Hebreos 9, 24-28; 10, 19-23: “Cristo entró en el cielo mismo”.
Tiene la tristeza metida entre sus ojos, miedo de vivir, angustia por el futuro, incertidumbre en el presente. Sus 22 años no logran borrar su cara de niña y sus palabras se arrastran como si salieran a fuerzas. Las vendas en las muñecas de sus manos no logran ocultar su deseo de muerte. “¿Para qué vivir cuando una no quiere? No tiene sentido estar sufriendo. No me dejaron morir pero no me dan esperanzas para vivir”. Es cierto su mamá y su hermano lograron rescatarla cuando se estaba desangrando en búsqueda de escapar de esta vida. ¿Cómo dar esperanza a quien ya no quiere vivir? ¿Cómo fortalecer un corazón vacío? Cada día es más frecuente el suicidio entre nosotros, principalmente entre los adolescentes pero no sólo. Nos falta darle sentido a nuestra vida y hoy la fiesta de la Ascensión puede ayudarnos a descubrir nuestro camino.
Hoy tenemos una celebración muy especial en nuestro tiempo litúrgico: la Ascensión del Señor a los cielos. ¿Qué tiene que ver la Ascensión del Señor con el sentido de la vida, con la pérdida de la esperanza, con el vacío del corazón? Para quienes tienen fe, todo. Trato de explicarme. Con la Ascensión de Cristo, recordamos el triunfo de Jesús sobre la muerte, sobre la injusticia y sobre todo pecado. Pero este triunfo de Jesús también nos implica a nosotros. En la medida que Él se encarnó, participó de nuestras miserias, vivió nuestros riesgos, ahora con su triunfo nos da la esperanza de también triunfar nosotros. Cristo entra en la vida nueva que supone su Resurrección, no solamente como Dios e Hijo de Dios, sino también como hombre e Hijo del hombre que es. Pues Cristo no asciende Él solo, sino que lleva consigo la condición humana que asumió por la Encarnación. Hoy es un día luminoso por la victoria de Jesús; por lo tanto despierta en nosotros gozo y alabanza, esperanza y optimismo; ¡Vale la pena esta vida humana! Tenemos razones para vivir y amar, sufrir y esperar, contagiar entusiasmo y testimoniar que hemos sido liberados por Cristo y que vale la pena ponerse a trabajar por un mundo mejor.
Atención, en ningún momento esta fiesta es una invitación a olvidarnos de nuestros compromisos y sumirnos a vivir en un mundo de ilusiones. Cuando Jesús se despide de sus discípulos, les recuerda que ellos son testigos de que solamente por medio de la cruz, del sufrimiento y de la conversión se llega a la resurrección. Para llegar al triunfo, necesitamos vivir el misterio de un Jesús plenamente humano y plenamente Dios, siguiendo sus pasos, viviendo en la cercanía con los pobres, participando en sus gozos y sufrimientos. Jesús nos revela a un Dios providente, cercano y misericordioso, profundamente comprometido con los humildes. A veces se ha utilizado el cielo como señuelo que apacigua y adormece. Como las promesas de los políticos en campaña, que prometen y prometen y nunca se alcanzan sus ideales y sirven sólo para engañar y adormecer al pueblo en sus justas reivindicaciones. Nunca el cielo debe ser escape hacia un cristianismo individualista y conservador que puede convivir con la injusticia y la opresión. No es la invitación a quedarnos mirando al cielo, sino es la urgencia de trabajar en la tierra teniendo bien fijos y seguros nuestros ideales. “Trabajar en la tierra mirando al cielo”.
El cielo es la auténtica esperanza cristiana que nos impulsa a construir desde la tierra el Reino de Dios del que hablaba Jesús a sus discípulos, mediante el amor, el trabajo y el servicio a los hermanos. Claramente les dice Jesús que este Reino lo deben construir conforme a su Espíritu. “Aguarden aquí, a que se cumpla la promesa de mi Padre… ustedes serán bautizados en el Espíritu”. No se vale construir el Reino a nuestro estilo, o al estilo del “mundo”, que se base en el egoísmo, en la ley del más fuerte y en el bienestar de los poderosos. Debemos mantenernos en fidelidad al Espíritu que nos empuja a la vida y a conseguir condiciones de una vida humana digna para todos, que alienta al decaído, que no deja que se rompa la caña resquebrajada, que infunde valor y anima a levantarse de la postración.
¿Podremos construir un mundo como nos lo propone Jesús? Ciertamente fácilmente caemos en los extremos: a veces nos olvidamos de que trabajamos con Jesús conforme a la voluntad del Padre y solamente miramos hacia el suelo, perdemos el rumbo. Y otras, en cambio, mirando solamente al cielo, perdemos “piso” y divorciamos nuestra fe de nuestra realidad. Olvidamos la relación indivisible que hay entre la vida espiritual y la vida misma. Y somos capaces de encerrarnos en la concha de nuestro egoísmo sin mirar la realidad, sin sentir la fraternidad y sin construir al estilo de Jesús.
Cuando leemos con atención los textos que hoy nos propone la liturgia descubrimos que la comunidad no puede realizar “su tiempo” en una actitud de mera contemplación; tiene que emprender su camino, el mismo del Maestro. Es evidente que Jesús ya no estará presente en términos físicos, materiales. Con gran sentido pedagógico, Lucas ilustra esta “separación” con el relato de la Ascensión. Jesús ha llevado a término su parte en el plan de Dios, y vuelve al Padre; “asciende”. Los discípulos no pueden quedarse mirando al cielo, como esperando en forma pasiva o contemplativa a ver cuándo ellos también serán llevados al cielo. Ellos “ascenderán” también, pero sólo cuando hayan realizado la parte de la misión que el Señor les tiene señalada. Esa parte de la misión que deben realizar queda muy bien definida en el Evangelio: Ir por todo el mundo a anunciar la Buena Noticia, con un solo objetivo: despertar la conciencia y la fe de los oyentes, quienes han de ser bautizados, es decir, incorporados a la familia de los hijos de Dios.
Ciertamente, en esta época, podemos caer en los miedos, en el inmovilismo y la duda y la frustración. Pero hoy, la Ascensión de Jesús nos lanza a abrirnos a la esperanza. Con los pies bien firmes en la realidad, queremos construir un mundo capaz de abrir sus horizontes a todos los hombres, que superen los límites egoístas de tiempos y razas. Llenemos, pues, nuestros corazones de sano optimismo. Miremos a Cristo glorificado y comprometámonos en la construcción del Reino a nosotros encomendado.
Dios, Padre Bueno, que nos llenas de júbilo con la glorificación de Cristo Jesús, descúbrenos que más allá de nuestros límites egoístas hay un Cielo posible que construiremos con tu presencia y nuestros esfuerzos. Amén.
Carta del obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández. ‘Pensar en el cielo no nos hace ajenos a la tierra, no nos distrae de los problemas de este mundo, no nos hace extraños a la misión que se nos ha encomendado’. 6 mayo 2016 (ZENIT)
Jesús asciende a los cielos
La fiesta de la Ascensión del Señor señala la entronización de Jesús como Señor y Rey a la derecha del Padre para interceder por nosotros y para venir glorioso al final de los tiempos, cuando todo le sea sometido, incluso la muerte. Es una fiesta de gloria, es una fiesta de victoria, es una fiesta muy gozosa.
A los cuarenta días de su resurrección, Jesús subió al cielo. Es decir, dejó de ser visto por sus apóstoles, que nos enseñaron a esperarlo hasta su venida gloriosa. La ascensión de Jesús al cielo inaugura una etapa de comunicación fluida entre el cielo y la tierra. Desde entonces, el cielo no es algo lejano. Tenemos allí, junto al Padre, a uno de nuestra propia carne, el enviado del Padre para redimir a los hombres por su sangre en la Cruz.
Y desde el cielo tira de todos nosotros como hacia la patria que nos espera. Pensar en el cielo no nos hace ajenos a la tierra, no nos distrae de los problemas de este mundo, no nos hace extraños a la misión que se nos ha encomendado. Pensar en el cielo es vivir en la realidad, hemos nacido para el cielo. Por el contrario, prescindir de este aspecto de nuestra existencia es como si nos aserraran la cabeza para caber en las medidas de este mundo, es como achatar nuestra figura para quedar reducidos a lo puramente mundano.
La ascensión del Señor nos hace mirar a lo alto, mirar al cielo a donde Jesús se ha ido para atraernos a todos hacia él. Mirar al cielo es levantar el vuelo de nuestras aspiraciones y ensanchar el horizonte de nuestra vida. Mirar al cielo es lo propio de quien espera una vida mejor después de la vivida en la tierra, el que espera la vida eterna.
María santísima ya está con su hijo Jesús en el cielo, en cuerpo y alma. Celebramos esta fiesta el 15 de agosto. Y no podía ser de otra manera, que la que nos ha dado la alegría de la salvación no conociera la tristeza del sepulcro. Los demás santos han volado en el espíritu hasta el cielo, mientras su cuerpo espera la resurrección gloriosa en el último día. La muerte señala el paso de la tierra al cielo, no es por tanto el final, sino el tránsito doloroso hacia una situación mejor, el cielo que nos espera.
Si somos, por tanto, ciudadanos del cielo que todavía viven en la etapa terrena, debemos vivir con Cristo que está sentado junto al Padre. Esa es nuestra morada. Con esta certeza y con esta esperanza, nos ponemos a la tarea de cada día, cuya meta es llevar a Jesucristo a todos los hombres e ir transformando este mundo, haciéndolo cada vez más parecido al cielo. Las ideas marxistas dicen que si miramos al cielo, nos desentendemos de la tierra. Nada más falso. Precisamente los santos son los que han tenido más capacidad para transformar la historia y llenarla de amor, porque su corazón ha estado lleno de Dios. Otras ideologías de hoy prescinden de esta dimensión, que la consideran ilusoria o como muy a largo plazo. Y sin embargo, cada uno de nuestros actos adquiere una dimensión inmensa si actuamos en la perspectiva del cielo, como nos enseñan los santos.
Fiesta de la Ascensión, para subir al cielo con Jesús. Que esta fiesta ensanche nuestro corazón, lo llene de esperanza y nos abra un horizonte que no tiene fin. Cristo ha vencido la muerte y nos garantiza la victoria sobre todos los males de nuestro mundo. Él es nuestra esperanza. Su victoria es nuestra victoria. Gocemos con él por su triunfo en este día y sepamos descubrir esta victoria en los múltiples contratiempos de la vida.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández
Reflexión a las lecturas del domingo de la Ascensión del Señor ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
Domingo de la Ascensión del Señor C
Con un lenguaje solemne, el salmo responsorial proclama el contenido de esta solemnidad: “Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas”. En efecto, terminada la misión que el Padre le encomendó realizar en la tierra, Jesucristo asciende hoy al Cielo y se sienta a la derecha del Padre, es decir, en igualdad con el Padre.
A primera vista, puede parecernos extraña la alegría con la que celebramos esta gran fiesta. Lo más normal hubiera sido que, después de despedir al Señor, los apóstoles volvieran a la casa con gran pena y tristeza; sin embargo, nos dice el Evangelio que “se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios”. Y en la Oración de la Misa, le pedimos al Señor que nos conceda “saltar de gozo y darte gracias en esta liturgia de alabanza…” ¡Impresionante!
¡Y nos alegramos por Jesucristo y por nosotros! Por Jesucristo, porque vuelve al Cielo, revestido de nuestra condición humana glorificada. Es el momento culminante de su exaltación y de su victoria sobre el pecado, el mal y la muerte. Y así vive en el Cielo, intercediendo por nosotros, hasta su Vuelta Gloriosa, que esperamos. Es lo que dicen a los discípulos aquellos varones vestidos de blanco.
Por nosotros, porque la Ascensión de Jesucristo “es ya nuestra victoria y, donde nos ha precedido Él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su Cuerpo”, decimos en el prefacio de la Misa. Y San Pablo dice: “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo - por pura gracia estáis salvados -, nos ha resucitado con Cristo Jesús, y nos ha sentado en el Cielo con Él” (Ef 2, 4-7). Por tanto, para San Pablo la Ascensión de Jesucristo es inseparable de nuestra condición de peregrinos hacia el Cielo. Nuestro destino definitivo está, por tanto, ya determinado, está ya cumpliéndose. En la Virgen se ha realizado ya. Sólo el pecado puede estropear tanta grandeza.
Y Jesús recuerda a los suyos su condición de apóstoles, es decir, de enviados, para ser “sus testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría, y hasta los confines del mundo”. Para ello les advierte que no se alejen de Jerusalén; tienen que aguardar “la promesa” de la que les ha hablado: el Espíritu Santo (1ª lect.).
La segunda lectura nos presenta la entrada de Cristo en el Santuario del Cielo, como Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, para ponerse ante Dios intercediendo por nosotros. El texto nos anima a acercarnos a Él, “con corazón sincero y llenos de fe, con el corazón purificado de mala conciencia, y con el cuerpo lavado en agua pura”. Y añade: “Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, porque es fiel quien hizo la promesa”.
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN C
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
La Ascensión del Señor y la venida del Espíritu Santo constituyen el comienzo de la misión que se confía a los apóstoles y a todos los cristianos. Es también el comienzo de una esperanza: "El Señor volverá". Escuchemos con atención.
SEGUNDA LECTURA
El texto de la Carta a los Hebreos interpreta el hecho de la Ascensión de Cristo en clave sacerdotal: El Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza entra en el Santuario del Cielo para interceder por nosotros.
EVANGELIO
El Evangelio nos presenta a Jesucristo hablando con los apóstoles acerca de su misión, bendiciéndoles y subiendo al Cielo. Y les promete el Espíritu Santo para que sean en el mundo entero testigos de todo lo sucedido.
Aclamemos ahora a Jesucristo que sube al Cielo, con el canto del aleluya.
COMUNIÓN
En la Comunión recibimos al mismo Cristo que está en el Cielo, a la derecha del Padre. Por eso la Eucaristía es como un cielo anticipado. En ella tomamos parte de los bienes de allá arriba, de nuestra Patria definitiva, y recibimos el alimento y la fuerza que necesitamos para no desfallecer por el camino.
Reflexión de josé Antonio Pagola al evangelio de la Ascensión del Señor C
CRECIMIENTO Y CREATIVIDAD
Los evangelios nos ofrecen diversas claves para entender cómo comenzaron su andadura histórica las primeras comunidades cristianas sin la presencia de Jesús al frente de sus seguidores. Tal vez, no fue todo tan sencillo como a veces lo imaginamos. ¿Cómo entendieron y vivieron su relación con él, una vez desaparecido de la tierra?
Mateo no dice una palabra de su ascensión al cielo. Termina su evangelio con una escena de despedida en una montaña de Galilea en la que Jesús les hace esta solemne promesa: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Los discípulos no han de sentir su ausencia. Jesús estará siempre con ellos. Pero ¿cómo?
Lucas ofrece una visión diferente. En la escena final de su evangelio, Jesús «se separa de ellos subiendo hacia el cielo». Los discípulos tienen que aceptar con todo realismo la separación: Jesús vive ya en el misterio de Dios. Pero sube al Padre «bendiciendo» a los suyos. Sus seguidores comienzan su andadura protegidos por aquella bendición con la que Jesús curaba a los enfermos, perdonaba a los pecadores y acariciaba a los pequeños.
El evangelista Juan pone en boca de Jesús unas palabras que proponen otra clave. Al despedirse de los suyos, Jesús les dice: «Yo me voy al Padre y vosotros estáis tristes… Sin embargo, os conviene que yo me vaya para que recibáis el Espíritu Santo». La tristeza de los discípulos es explicable. Desean la seguridad que les da tener a Jesús siempre junto a ellos. Es la tentación de vivir de manera infantil bajo la protección del Maestro.
La respuesta de Jesús muestra una sabia pedagogía. Su ausencia hará crecer la madurez de sus seguidores. Les deja la impronta de su Espíritu. Será él quien, en su ausencia, promoverá el crecimiento responsable y adulto de los suyos. Es bueno recordarlo en unos tiempos en que parece crecer entre nosotros el miedo a la creatividad, la tentación del inmovilismo o la nostalgia por un cristianismo pensado para otros tiempos y otra cultura.
Los cristianos hemos caído más de una vez a lo largo de la historia en la tentación de vivir el seguimiento a Jesús de manera infantil. La fiesta de la Ascensión del Señor nos recuerda que, terminada la presencia histórica de Jesús, vivimos «el tiempo del Espíritu», tiempo de creatividad y de crecimiento responsable. El Espíritu no proporciona a los seguidores de Jesús «recetas eternas». Nos da luz y aliento para ir buscando caminos siempre nuevos para reproducir hoy su actuación. Así nos conduce hacia la verdad completa de Jesús.
José Antonio Pagola
Ascensión del Señor – C (Lucas 24,46-53)
Evangelio del 08/may/2016
por Coordinador Grupos de Jesús
Texto completo de la catequesis del papa Francisco en la audiencia del miércoles 4 de mayo de 2016. (ZENIT – Ciudad del Vaticano)
“Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Todos conocemos la imagen del Buen Pastor que carga sobre los hombros la oveja perdida. Desde siempre este símbolo representa la preocupación de Jesús hacia los pecadores y la misericordia de Dios que no se resigna a perder a nadie. La parábola es contada por Jesús para hacer comprender que su cercanía a los pecadores no debe escandalizar, sino al contrario, provocar en todos una serie reflexión sobre cómo vivimos nuestra fe. El pasaje ve por una parte a los pecadores que se acercan a Jesús para escucharlo y por otra a los doctores de la ley y los escribas que sospechaban y se alejan de Él por ese comportamiento suyo. Se alejan de Él porque Jesús se acercaba a los pecadores. Estos eran orgullosos, eran soberbios, se creían justos.
Nuestra parábola se desarrolla entorno a tres personajes: el pastor, la oveja perdida y el resto del rebaño. Pero quién actúa es solo el pastor, no las ovejas. Por tanto el pastor es el único verdadero protagonista y todo depende de él. Una pregunta introduce la parábola: “Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla?”. (v. 4).
Se trata de una paradoja que lleva a dudar de la actuación del pastor: ¿es sabio abandonar a las noventa y nueve por una sola oveja? ¿Y además dejándolas no seguras en un redil sino en el desierto? Según la tradición bíblica el desierto es lugar de muerte donde es difícil encontrar comida y agua, sin refugio y a merced de las fieras y los ladrones. ¿Qué pueden hacer las noventa y nueve ovejas indefensas?
La paradoja por tanto continúa diciendo que el pastor, al encontrar la oveja, “la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: Alégrense conmigo”(v. 6). ¡Parece que el pastor no vuelva al desierto a recuperar a todo el rebaño! Ocupado con esa única oveja parece olvidarse de las otras noventa y nueve. Pero en realidad no es así. La enseñanza que Jesús quiere darnos es más bien que ninguna oveja puede quedarse perdida. El Señor no puede resignarse al hecho de que una sola persona pueda perderse.
El actuar de Dios es de quien va a buscar a los hijos perdidos para después hacer fiesta y alegrarse con todos por haberlos encontrado. Se trata de un deseo irrefrenable: ni siquiera las noventa y nueve ovejas pueden parar al pastor y tenerlo encerrado en el redil. Él podría razonar: ‘Pero, hago un balance: tengo noventa y nueve, he perdido una, pero no es una gran pérdida’. No, él va a buscar a esa, porque cada una de ellas es muy importante para él y esa es la más necesitada, la más abandonada, la más descartada; es Él quien va a buscarla.
Todos estamos avisados: la misericordia hacia los pecadores es el estilo con el que Dios actúa y a tal misericordia Él es absolutamente fiel: nada ni nadie podrá distraerlo de su voluntad de salvación.
Dios no conoce nuestra cultura actual del descarte, Dios no tiene nada que ver con esto. Dios no descarta a ninguna persona; Dios ama a todos, busca a todos… ¡Todos! Uno por uno. Él no conoce esta palabra ‘descartar a la gente’, porque es todo amor y misericordia.
El rebaño del Señor está siempre en camino: no posee al Señor, no puede pretender encarcelarlo en nuestros esquemas y en nuestras estrategias. El pastor será encontrado allá donde está la oveja perdida. El Señor por tanto es buscado allí donde quiere encontrarnos, ¡no donde nosotros queremos encontrarlo! De ninguna otra manera se podrá recomponer el rebaño si no es siguiendo el camino marcado por la misericordia del pastor. Mientras busca a la oveja perdida, él provoca a las noventa y nueve para que participen en la reunificación del rebaño. Entonces no solo la oveja llevada a hombros, sino todo el rebaño seguirá al pastor hasta su casa para hacer fiesta con “amigos y conocidos”.
Debemos reflexionar a menudo sobre esta parábola, porque en la comunidad cristiana siempre hay alguien que falta y se ha ido dejando el puesto vacío. A veces esto es desalentador y nos lleva a creer que sea una pérdida inevitable, una enfermedad sin remedio. Es entonces cuando corremos el peligro de encerrarnos dentro de un redil, donde no habrá olor de ovejas, ¡sino olor a cerrado!
Y nosotros cristianos no tenemos que estar cerrados porque oleremos a cosas cerradas. ¡Nunca! Debemos salir y este cerrarse en sí mismo, en las pequeñas comunidades, en la parroquia, allí, …’Pero nosotros, los justos’… Esto sucede cuando falta el impulso misionero que nos lleva a encontrar a los otros.
En la visión de Jesús no hay ovejas definitivamente perdidas, este debemos entenderlo bien: para Dios nadie está definitivamente perdido. ¡Nunca! Hasta el último momento, Dios nos busca. Pensemos en el buen ladrón. Pero solo en la visión de Jesús nadie está definitivamente perdido sino solo ovejas que son encontradas, ovejas que son encontradas.
La perspectiva por tanto es dinámica, abierta, estimulante y creativa. Nos empuja a salir en búsqueda para emprender un camino de fraternidad. Ninguna distancia puede tener lejos al pastor; y ningún rebaño puede renunciar a un hermano. Encontrar a quien se ha perdido es la alegría del pastor y de Dios, ¡pero es también la alegría de todo el rebaño! Somos todos ovejas encontradas y recogidas por la misericordia del Señor, llamados a recoger juntos a Él y a todo el rebaño!
(Texto traducido y transcrito desde el audio por ZENIT)
Carta pastoral del arzobispo de Madrid, Mons. Carlos Osoro. ‘Cuando la Iglesia se acerca a todos los hombres, sin imponer nada, pero ofreciendo gratuitamente el tesoro que posee y que le es propio, nos recuerda principios que no se pueden negociar’. 5 mayo 2016 (ZENIT)
Ofrezcamos al prójimo algo más que técnica y economía
¡En cuántas circunstancias y ocasiones la Iglesia levanta su voz en nombre de Jesucristo para decir que, si lo hace, es para defender y promover la dignidad de la persona! Cuando solamente ofrecemos técnica y economía para la convivencia de los hombres y para edificar la familia humana, no estamos dando todo lo que construye a la persona. Precisamente por ello, cuando la Iglesia se acerca a todos los hombres, sin imponer nada, pero ofreciendo gratuitamente el tesoro que posee y que le es propio, nos recuerda principios que no se pueden negociar, que están inscritos en la misma naturaleza humana y que son comunes a toda la humanidad: la protección de la vida en todas sus etapas, desde su concepción hasta la muerte natural; el reconocimiento y la promoción de la estructura natural de la familia basada en el matrimonio, que tan maravillosamente nos describe Dios mismo en su Palabra, entre un hombre y una mujer; la protección del derecho de los padres a educar a sus hijos. Son principios que, por estar inscritos en la naturaleza humana, se dirigen a todas las personas, prescindiendo de su afiliación religiosa. Ofrezcamos a quienes nos encontremos por el camino el abrazo de Dios, que es mucho más que técnica y economía.
La humanidad, y por supuesto nuestro país, vive un momento histórico en el que es necesario asumir responsabilidades concretas que nos afectan a todos. Hemos de tener la valentía necesaria para abrir nuestra vida y ver qué elementos deben acompañar a cualquier proyecto que quiera hacer personas y poner en el centro a la persona. ¿Bastan solamente técnicas? ¿Basta solamente la economía? Ofrezcamos el abrazo de Dios, que contiene también elementos morales, espirituales, sociales y culturales, además de técnica y economía. La Iglesia como tal no hace política, respeta la aconfesionalidad, pero tiene la obligación de ofrecer las condiciones en las que puede madurar una sana política que ayuda a la solución de los problemas sociales. ¿Cómo? Formando las conciencias, siendo abogada de la justicia y de la verdad, educando en las virtudes individuales y políticas. Jesús abrió camino a un mundo más humano y más libre, sabiendo la autonomía de lo que es de Dios y de lo que es del César.
Dejemos que Dios nos abrace, dejemos que nos toque el corazón con su misericordia y seamos cauces por los que esta llegue a los hombres. Es un abrazo incondicional, que vence porque a la larga convence, cambiando el corazón y el modo de vivir entre los hombres. El amor de Dios es tan grande y tan profundo que nunca decae, se aferra siempre a nosotros y nos sostiene, nos levanta y nos guía.
Siempre me impresiona el momento en que el apóstol Tomás no se fía de lo que le dicen los demás apóstoles: «Hemos visto al Señor». Ni le basta la promesa de Jesús, que les había dicho que al tercer día resucitaría. Quiere algo más, quiere meter su mano en el hueco de los clavos y del costado. La reacción de Jesús es la paciencia. No abandona a Tomás a sus propias fuerzas e intereses; su terquedad no es motivo de abandono por parte de Jesús, no le cierra las puertas, lo espera. Es así como vence y convence a Tomás. Por eso, cuando este llega a reconocer su pobreza, su falta de fe y de confianza en el Señor y en sus testigos, se vuelve a Él para decirle: «Señor mío y Dios mío».
Exactamente igual le pasa a Pedro, que por miedo y vergüenza niega a Jesús. Pero más tarde, ante sus preguntas–«¿Me amas?»–, reconoce su falta de fe y compromiso, y llora, dándole el Señor toda su confianza y poniéndolo al frente de la Iglesia. De igual manera, como os recordé en la carta pastoral de inicio de curso, a los discípulos de Emaús, que iban caminando errantes, tristes y desesperanzados, les explica las Escrituras, se sienta con ellos a compartir la comida y, a pesar de su desconfianza y falta de fe, les devuelve la esperanza, la alegría que elimina la desconfianza. Este abrazo es el que Dios quiere dar a todos los hombres en el camino de sus vidas y en el lugar en el que se encuentren. Lo quiere dar Él, acercándose a los hombres, y también a través de nosotros; quiere que, con la misma paciencia, cercanía y amor, ofrezcamos esos principios inscritos en la naturaleza que nosotros vemos y otros que van a nuestro lado no ven. A ellos nos acercamos para darles ese abrazo de Dios, que lo es de alegría, de confianza y de esperanza. Hay que ser muy valientes para confiarnos a la misericordia del Señor, a su paciencia.
Ofrezcamos al prójimo el cultivo del conocimiento, de la acogida y adoración de Dios. Hagamos descubrir a nuestros contemporáneos que la fe no es un estorbo para la convivencia de los hombres; es todo lo contrario cuando es una fe en la persona viva del Señor y no se convierte en una idea más de las muchas que hay, que se vuelven armas arrojadizas para hacer muros y destruir puentes. Ni el hombre ni Dios pueden ser nunca medios para nada, sino todo lo contario, son fin a lo que se ordena todo lo demás. «la religión no es un estorbo en la vida social, al contrario, sana, nutre, inspira y es crítica con los proyectos que hieren a los hombres»:
1. La fe nutre la vida humana y las relaciones entre los hombres y los pueblos. Cuando el ser humano se abre a Dios, lo hace a los estratos más profundos de su ser y da cauce a los anhelos más hondos de su verdadera naturaleza humana. Abiertos a Dios, la fe no es percibida como unas ideas, sino como vida que hace vivir, que da luz y alumbra. No tengan miedo los que no creen, ni los que creen. Unos, a descubrir con honradez la función nutricia de la fe en la convivencia y en la construcción del presente y del futuro de la sociedad. Los creyentes, a serlo con todas las consecuencias, mostrando a un Dios vivo y verdadero que nutre, acompaña y sostiene.
2. Pero la fe tiene también una función inspiradora en la sociedad para las acciones históricas nobles: proyectos de vida, búsqueda de salidas para los más pobres, creaciones culturales que han transformado la realidad y suscitado justicia, libertad y solidaridad en el mundo. ¡Cuántas obras en favor de los hombres, extendidas hoy por el mundo, se han inspirado en Jesucristo y han sido promovidas por la Iglesia!
3. La fe tiene además una función crítica con todos aquellos proyectos sociales, políticos o económicos que no ponen en sus bases la dignidad sagrada del hombre como imagen de Dios que es.
Coloquemos en el mundo al ser humano como imagen de Dios. Esta comprensión del hombre es tan decisiva y totalizante que hace del ser humano un ser moralizado. Por esta semejanza divina, el ser humano es el centro y la culminación de todo cuanto existe y ha sido constituido por Dios. Es señor de todas las criaturas terrenas. Y esta semejanza divina es el fundamento de la igualdad fundamental de todas las personas y, por tanto, a todo ser humano. Ha habido muchos revolucionarios. La verdadera revolución la hizo Jesucristo con su Resurrección, que cambia el corazón por la gracia.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, arzobispo de Madrid
El obispo de San Cristóbal de las Casas monseñor Felipe Arizmendi Esquivel invita a una educación sexual responsable y no libertina para así favorecer la institución familiar. 5 mayo 2016. (ZENIT)
“Si vas a la fiesta, lleva globos”
VER
El Consejo Nacional de Población (CONAPO) está difundiendo, por todos los medios, este mensaje: “En el amor también hay horarios; no te adelantes a ser papá. Si quieres seguir con tus planes, actúa seguro. No se trata de prohibir, se trata de prevenir. Quedar embarazada debe ser lo más bonito que le puede pasar a una mujer, no a una niña. Si vas a ir a la fiesta, lleva globos. Lo caliente no quita lo inteligente. La responsabilidad es tuya. Es de todos. Es tu vida. Es tu futuro. Hazlo seguro”.
Pudiera parecer un mensaje simpático, necesario y conveniente para evitar embarazos no deseados. Tiene frases muy buenas, como invitar a la responsabilidad, cuidar la vida y el futuro. Pero no prohibir, llevar globos (condones), ser inteligente ante el desfogue corporal, es una invitación a disfrutar la sexualidad sin frenos, sin control ético, únicamente haciéndolo en forma segura, con condones o con lo que sea, para evitar embarazos. Es decir, dale rienda suelta a tus “calenturas”; nada más protégete…
¿Esto es educar para la responsabilidad? El mensaje promueve hacer lo que te dé la gana, dejarte llevar por tus pasiones, tener relaciones sexuales con quien se pueda y cuantas veces se pueda, sin prohibiciones… ¡Qué irresponsabilidad! ¿Qué tipo de adolescentes y jóvenes se están formando? Si tantas escenas eróticas de la televisión y de internet provocan el desenfreno sexual, con estos mensajes se incrementará el libertinaje.
PENSAR
Dice el Papa Francisco en su importante Exhortación La alegría del amor:
“Lamentablemente, muchas veces algunos programas televisivos o ciertas formas de publicidad inciden negativamente y debilitan valores recibidos en la vida familiar” (274). “Cuando los niños o los adolescentes no son educados para aceptar que algunas cosas deben esperar, se convierten en atropelladores, que someten todo a la satisfacción de sus necesidades inmediatas y crecen con el vicio del «quiero y tengo». Este es un gran engaño que no favorece la libertad, sino que la enferma. En cambio, cuando se educa para aprender a posponer algunas cosas y para esperar el momento adecuado, se enseña lo que es ser dueño de sí mismo, autónomo ante sus propios impulsos” (275).
“El Concilio Vaticano II planteaba la necesidad de una positiva y prudente educación sexual… Es difícil, en una época en que la sexualidad tiende a banalizarse y a empobrecerse. Sólo podría entenderse en el marco de una educación para el amor, para la donación mutua. De esa manera, el lenguaje de la sexualidad no se ve tristemente empobrecido, sino iluminado. El impulso sexual puede ser cultivado en un camino de autoconocimiento y en el desarrollo de una capacidad de autodominio, que pueden ayudar a sacar a la luz capacidades preciosas de gozo y de encuentro amoroso” (280).
“Con frecuencia la educación sexual se concentra en la invitación a «cuidarse», procurando un «sexo seguro». Esta expresión transmite una actitud negativa hacia la finalidad procreativa natural de la sexualidad, como si un posible hijo fuera un enemigo del cual hay que protegerse. Así se promueve la agresividad narcisista en lugar de la acogida. Es irresponsable toda invitación a los adolescentes a que jueguen con sus cuerpos y deseos, como si tuvieran la madurez, los valores, el compromiso mutuo y los objetivos propios del matrimonio. De ese modo se los alienta alegremente a utilizar a otra persona como objeto de búsquedas compensatorias de carencias o de grandes límites. Es importante más bien enseñarles un camino en torno a las diversas expresiones del amor, al cuidado mutuo, a la ternura respetuosa, a la comunicación rica de sentido. Porque todo eso prepara para un don de sí íntegro y generoso que se expresará, luego de un compromiso público, en la entrega de los cuerpos. La unión sexual en el matrimonio aparecerá así como signo de un compromiso totalizante, enriquecido por todo el camino previo” (283).
ACTUAR
Padres de familia, educadores, catequistas: dialoguen con adolescentes y jóvenes sobre estos mensajes, para ayudarles a ser críticos, formar su conciencia, educarse para una libertad responsable y, así, ser dueños de su cuerpo y de su corazón.
Al medio día de este domingo, 1 mayo 2016, el papa Francisco rezó la oración del Regina Coeli desde la ventana de su estudio en el Palacio Apostólico, ante miles de fieles, peregrinos y turistas reunidos en la plaza de San Pedro. (ZENIT – Ciudad del Vaticano)
“¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
El Evangelio de hoy nos lleva nuevamente al Cenáculo. Durante la Última Cena, antes de enfrentar a la pasión y la muerte en la cruz, Jesús promete a los apóstoles el don del Espíritu Santo, que tendrá la tarea de enseñar y de recordar sus palabras a la comunidad de los discípulos.
Lo dice el mismo Jesús: « El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho» (Jn 14,26). ). Enseñar y recordar. Y esto es lo que hace el Espíritu Santo en nuestros corazones.
En el momento en el que está por regresar al Padre, Jesús preanuncia la venida del Espíritu que ante todo enseñará a los discípulos a entender cada vez más plenamente el Evangelio, a recibirlo en su existencia y a hacerlo vivo y operante con el testimonio.
Mientras está por confiar a los Apóstoles –que justamente quiere decir, enviados– la misión de llevar el anuncio del Evangelio por todo el mundo, Jesús promete que no se quedarán solos: el Espíritu Santo, el Paráclito, estará con ellos, a su lado, es más, estará en ellos, para defenderlos y sostenerlos.
Jesús regresa al Padre pero sigue acompañando y enseñando a sus discípulos mediante el don del Espíritu Santo.
El segundo aspecto de la misión del Espíritu Santo consiste en el ayudar a los Apóstoles a recordar las palabras de Jesús.
El Espíritu tiene la tarea de despertar la memoria, recordar las palabras de Jesús. El divino Maestro ha comunicado ya todo aquello que pretendía confiar a los Apóstoles: con Él, Verbo encarnado, la revelación es completa.
El Espíritu hará recordar las enseñanzas de Jesús en las diversas circunstancias concretas de la vida, para poderlas poner en práctica. Es precisamente lo que sucede todavía hoy en la Iglesia, guiada por la luz y la fuerza del Espíritu Santo, para que pueda llevar a todos el don de la salvación, o sea el amor y la misericordia de Dios.
Por ejemplo, cuando ustedes leen todos los días –como les he aconsejado– un pasaje del Evangelio, pedir al Espíritu Santo: “Que yo entienda y que yo recuerde estas palabras de Jesús”. Y después de leer el pasaje, todos los días… Pero antes hacer aquella oración al Espíritu, que está en nuestro corazón: “Que yo recuerde y que yo entienda”.
¡No estamos solos: Jesús está cerca de nosotros, en medio de nosotros, dentro de nosotros! Su nueva presencia en la historia ocurre mediante el don del Espíritu Santo, por medio del cual es posible instaurar una relación viva con Él, el Crucificado Resucitado.
El Espíritu, difundido en nosotros con los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, actúa en nuestra vida. Él nos guía en la forma de pensar, de actuar, de distinguir qué cosa es buena y qué cosa es mala; nos ayuda a practicar la caridad de Jesús, su darse a los demás, especialmente a los más necesitados.
¡No estamos solos! Y la señal de la presencia del Espíritu Santo es también la paz que Jesús dona a sus discípulos: «Les doy mi paz» (v. 27). Ella es diferente de aquella que los hombres se desean e intentan realizar.
La paz de Jesús brota de la victoria sobre el pecado, sobre el egoísmo que nos impide amarnos como hermanos. Es don de Dios y señal de su presencia. Cada discípulo, llamado hoy a seguir a Jesús cargando la cruz, recibe en sí la paz del Crucificado Resucitado en la certeza de su victoria y en la espera de su definitiva venida.
Que la Virgen María nos ayude a recibir con docilidad el Espíritu Santo como maestro interior y como memoria viva de Cristo en el camino cotidiano”.
El papa reza la oración del Regina Coeli y a continuación dice las siguientes palabras.
“Queridos hermanos y hermanas, mi cordial saludo va a nuestros hermanos de las Iglesias de Oriente que celebran hoy la Pascua. El Señor resucitado les dé a todos, los dones de su luz y de su paz. Christos anesti!
Recibo con profundo dolor las dramáticas noticias que provienen de Siria, sobre la espiral de violencia que sigue agravando la ya desesperada situación humanitaria del país, en particular en la ciudad de Alepo, y a producir víctimas inocentes, incluso entre los niños, enfermos y quienes con gran sacrificio se empeñan a dar ayuda al prójimo.
Exhorto a todas las partes involucradas en el conflicto a respetar el cese de las hostilidades y a reforzar el diálogo en curso, el único camino que conduce a la paz.
Se abre mañana en Roma la conferencia internacional sobre el tema “El desarrollo sostenible y las formas más vulnerables de trabajo”. Deseo que el evento pueda sensibilizar las autoridades, las instituciones políticas y económicas y la sociedad civil, para que se promueva un modelo de desarrollo que tenga en cuenta la dignidad humana en el pleno respeto de las normas sobre el trabajo y el ambiente.
Saludo a los peregrinos provenientes de Italia y de otros países, en particular saludo a los fieles de Madrid, Barcelona y Varsovia, como también a la comunidad Abraham, empeñada en proyectos de evangelización en Europa; a los peregrinos de Olgiate y Comasco, Bagnolo Mella y a quienes han recibido la Confirmación en Castelli Calepio.
Saludo a la Asociación ‘Meter’, que desde hace tantos años lucha contra toda forma de abuso contra los menores. Esta es una tragedia. No debemos tolerar los abusos contra los menores. Tenemos que defender a los menores y castigar severamente a los abusadores. ¡Gracias por vuestro empeño y sigan con coraje en esta labor!
Y a todos les deseo que tengan un buen domingo y por favor no se olvide de rezar por mi. ‘Buon pranzo’ y ‘arrivederici'”.
El papa Francisco ha reflexionado este sábado 30 abril 2016 en la audiencia jubilar sobre la reconciliación, como un aspecto importante de la misericordia. Así ha recordado que “solo con nuestras fuerzas no podemos reconciliarnos con Dios” y que “Él reconstruye el puente que nos reincorpora al Padre y nos permite encontrar la dignidad de hijos”.(ZENIT – Ciudad del Vaticano)
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
Hoy deseo reflexionar con vosotros sobre un aspecto importante de la misericordia: la reconciliación. Dios no ha dejado nunca de ofrecer su perdón a los hombres: su misericordia se hace sentir de generación en generación. A menudo repetimos que nuestros pecados nos alejan del Señor: en realidad, pecando, nosotros nos alejamos de Él, pero Él, viéndonos en el peligro, aún más viene a buscarnos. Dios no se resigna nunca a la posibilidad de que una persona permanezca ajena a su amor, con la condición de encontrar en ella algún signo de arrepentimiento por el mal cumplido.
Solo con nuestras fuerzas no podemos reconciliarnos con Dios. El pecado es realmente una expresión de rechazo de su amor, con la consecuencia de encerrarnos en nosotros mismos, con la ilusión de encontrar mayor libertad y autonomía. Pero lejos de Dios no ya tenemos una meta, y de peregrinos en este mundo nos convertimos en “errantes”. De forma coloquial podemos decir que, cuando pecamos, nosotros “damos la espalda a Dios”. Es precisamente así; el pecador se ve solo a sí mismo y pretende de esta forma ser autosuficiente; por eso, el pecado alarga siempre más la distancia entre Dios y nosotros, y esta se puede convertir en un abismo. Aún así, Jesús viene a buscarnos como un buen pastor que no está contento hasta que no encuentra la oveja perdida (cfr Lc 15,4-6). Él reconstruye el puente que nos reincorpora al Padre y nos permite encontrar la dignidad de hijos. Con la ofrenda de su vida nos ha reconciliado con el Padre y nos ha donado la vida eterna (cfr Gv 10,15). “¡Dejaos reconciliar con Dios! ¡Dejaos reconciliar con Dios!”(2 Cor 5,20): el grito que el apóstol Pablo dirige a los primeros cristianos de Corinto, hoy vale para todos nosotros con la misma fuerza y convicción.
Dejémonos reconciliar con Dios. Este Jubileo de la Misericordia es un tiempo de reconciliación para todos. Muchas personas quisieran reconciliarse con Dios pero no saben cómo hacer, o no se sienten dignos, o no quieren admitirlo ni siquiera a sí mismos.
La comunidad cristiana puede y debe favorecer el regreso sincero a Dios de los que sienten su nostalgia. Sobre todo cuantos realizan el “ministerio de la reconciliación” (2 Cor 5,18) están llamados a ser instrumentos dóciles del Espíritu Santo para que ahí donde ha abundado el pecado pueda sobreabundar la misericordia de Dios (Cfr. Rom 5,20). ¡Ninguno permanezca alejado de Dios a causa de obstáculos puestos por los hombres!
Y esto es válido, esto vale también – y lo digo enfatizándolo – para los confesores, es válido para ellos: por favor, no pongan obstáculos a las personas que quieren reconciliarse con Dios. ¡El confesor debe ser un padre! ¡Está en lugar de Dios Padre! El confesor debe acoger a las personas que van a él para reconciliarse con Dios y ayudarlas en el camino de esta reconciliación que está haciendo. Es un ministerio tan bonito: no es una sala de tortura ni un interrogatorio, no, es el Padre quien recibe, Dios Padre, Jesús, que recibe y acoge a esta persona y perdona. ¡Dejémonos reconciliar con Dios! ¡Todos nosotros!
Este Año Santo sea tiempo favorable para redescubrir la necesidad de la ternura y de la cercanía del Padre y del volver a Él con todo el corazón.
Tener la experiencia de la reconciliación con Dios permite descubrir la necesidad de otras formas de reconciliación: en las familias, en las relaciones interpersonales, en las comunidades eclesiales, como también en las relaciones sociales e internacionales. Alguno me decía, los días pasados, que en el mundo existen más enemigos que amigos, y creo que tiene razón. Pero no, hagamos puentes de reconciliación también entre nosotros, comenzando por la misma familia. ¡Cuántos hermanos han discutido y se han alejado solamente por la herencia! Pero mira, ¡esto no es así! ¡Este Año es el año de la reconciliación, con Dios y entre nosotros! La reconciliación de hecho es también un servicio a la paz, al reconocimiento de los derechos fundamentales de las personas, a la solidaridad y a la acogida de todos.
Aceptemos, por lo tanto, la invitación a dejarnos reconciliar con Dios, para convertirnos en nuevas criaturas y poder irradiar su misericordia en medio de los hermanos, en medio de la gente.
(Texto traducido por ZENIT)
Su última voluntad por Enrique Díaz Díaz . 29/04/16. (ZENIT)
Hechos de los Apóstoles 15, 1-2. 22-29: “El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido no imponerles más cargas que las necesarias”
Salmo 66: “Que te alaben, Señor, todos los pueblos. Aleluya”
Apocalipsis 21, 10-14. 22-23: “Un ángel me mostró la ciudad santa, que descendía del cielo”
San Juan 14, 23-29: “El Espíritu Santo les recordará todo cuanto yo les he dicho”
Hoy, primero de Mayo, día de San José Obrero, nuestro recuerdo y oración por todos los obreros.
Ha luchado contra todo y contra todos. Algunos la admiran, otros la envidian y muchos la tiran a loca. Ella lo único que trata es de cumplir la voluntad que sus padres le expresaron antes de fallecer. Al ser hija única, todo le pertenecería pero sus papás dispusieron que una parte considerable de la herencia fuera destinado a los pobres y a instituciones que velaran por los derechos de los demás. Los parientes cercanos no están de acuerdo pues esperaban una “partecita” de aquellas posesiones, otros le dicen que se debe quedar con todo, que por qué tiene que andar repartiendo. Sin embargo ella siempre responde: “Es la voluntad de mis padres y la voy a cumplir. Sus últimos deseos son sagrados para mí”. Hoy se nos presentan unas sentencias de Jesús, recogidas como testamento, como parte de las últimas palabras que comunicó a sus discípulos en la última cena. Así escuchemos, meditemos y guardemos en nuestro corazón las palabras de Jesús.
Empieza Jesús a hablar de amor, pero un amor traducido en obras, un amor que cumple, un amor que es realidad: “El que me ama, cumplirá mis palabras”. Quizás a alguno le pudiera sonar como que “habría que cumplir las leyes” y con eso bastaría. De hecho, muchas traducciones dicen “el que me ama cumplirá mis mandamientos”. Pero es todo lo contrario, no se trata meramente de cumplir leyes, sino de amar y de amar de verdad. Muy en sintonía con lo que nos dice la primera lectura sobre el concilio de Jerusalén: no es imponiendo una carga pesada de leyes como se alcanza el Reino de los Cielos. Sino cumpliendo lo estrictamente necesario (Hch 15).
Al suscitarse una fuerte discusión sobre si a los paganos se les debe exigir la circuncisión y con ello la adhesión a todas las leyes y costumbres de los judíos, la primera comunidad opta por “dejarse llevar por el Espíritu” y se cuestiona qué es lo más importante del “nuevo camino” que ha enseñado Jesús. Descubren que es más importante el espíritu que la ley. Para los cristianos la circuncisión ya no es ni será importante. Este rito y tradición ha perdido toda vigencia. Ya no es necesario hacer ritos externos alejados de la justicia y del amor misericordioso de Dios. En el cristianismo hombres y mujeres somos iguales, y en el Bautismo adquirimos todos la dignidad de hijos de Dios y miembros del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Creemos necesario realizar una constante “circuncisión del corazón” para que tanto hombres como mujeres logremos purificarnos del egoísmo, del odio, de la mentira y de todo aquello que nos degenera. Hay que quitar los ídolos del corazón.
A San Pablo le queda muy claro y, cuando platica de este primer concilio, recuerda con gusto que, después de discutir sobre la obligación de la circuncisión, “solamente nos pidieron que tuviéramos muy en cuenta a los pobres, cosa que siempre he tratado de hacer”. Cristo quiere que actuemos igual que él: la señal de la presencia de su reino, no eran los grandes milagros o los grandes ritos, sino el Evangelio vivido y predicado por y con los pobres. Los pobres reciben la gran noticia de que Dios está de su lado. ¿Qué señas damos nosotros de que el Reino de Jesús está en medio de nosotros? ¿Cómo cumplimos la palabra de Jesús?
La segunda palabra viene a darnos la seguridad de una presencia dentro de nosotros, la experiencia del Dios Trino en cada uno de nosotros: “Vendremos a él y haremos en él nuestra morada”. Ser cristiano no es cuestión de leyes ni ritos, sino fundamentalmente vivir la presencia de Dios, experimentar su amor, ser expresión de su amor. A veces nos empeñamos en mantener o imponer ritos o signos que no son necesarios o buscamos una uniformidad a ultranza en cosas no centrales y ahogamos esa presencia de Dios en cada uno de nosotros y en nuestra comunidad. Tendríamos que descubrir, a la luz de la voluntad de Dios, qué cosas son más importantes y qué cosas no lo son y están destinadas a cambiar sin que cambie el verdadero sentido de nuestro cristianismo. Ojalá no ahoguemos con nuestras reglas la presencia del Dios Trino en medio de nosotros.
En este nuestro mundo donde la violencia se ha adueñado de todos los ámbitos, donde se justifican las guerras más crueles y pasan desapercibidas las muertes de tantos hermanos nuestros, donde corremos el riesgo de perder la paz, de acobardarnos, Cristo no invita a que fortalezcamos nuestro corazón: “No pierdan la paz, ni se acobarden”. ¿Cómo no tener miedo a los horrores del narcotráfico cuando se han metido a todos nuestros pueblos y a todas las comunidades? ¿Nos quedaremos cruzados de brazos viendo cómo nuestros jóvenes se corrompen y se contagian de la ambición del poder y del dinero? Escuchemos la palabra de Jesús y miremos las verdaderas causas y ataquemos, no con las ametralladoras que no sirven de nada, sino yendo al fondo de los problemas. Si logramos dar valores y fortaleza de corazón a los niños y a los jóvenes, no caerán en la garras del vicio. Pero si descuidamos su educación y nosotros mismos no somos ejemplo de coherencia y de perseverancia ¡qué fácil caerán los ingenuos jóvenes!
Nunca el cristiano debería sentirse huérfano. El vacío dejado por la ausencia física de Jesús, será llenado plenamente por la presencia viva del Espíritu, que está en nosotros y nos enseña el arte de vivir en la verdad: “El Espíritu Santo, el Paráclito, les enseñará”. Lo que configura la vida del verdadero creyente no es el ansia del placer, ni la lucha por el éxito, ni la obediencia a una ley. El verdadero creyente no cae ni en el legalismo ni en la anarquía, sino que busca con el corazón limpio la verdad. Su vida no está programada por prohibiciones, sino que viene animada e impulsada positivamente por el Espíritu. Ser cristiano no debe ser un peso que oprime o atormenta, sino la emocionante aventura de dejarse guiar por el amor creador del Espíritu que vive en nosotros y que nos hace vivir con alegría y libertad el camino del amor.
Guardemos en el corazón estas palabras de Jesús, son su tesoro y su testamento. Dejémonos guiar por el Espíritu creador que suscitará nuevos caminos para hacer presente su fuerza en este mudo de cambios e inseguridades. Pidamos al Señor que cada uno de nosotros descubramos y vivamos con libertad, pero con seriedad, “lo esencial del evangelio”.
Señor Jesús, que nos dejas como herencia y mandato el amor a ti y a los hermanos, transforma nuestro corazón para que dejándose guiar por el Espíritu, se inflame en tu mismo amor. Amén
Publicamos a continuación la carta pastoral del obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández. 29/04/16. (ZENIT – Madrid)
“Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23), nos dice Jesús en el Evangelio de este domingo. Con lo cual nos está abriendo un horizonte precioso de nuestra relación con Dios: Dios vive en mi alma. Las tres personas divinas, Padre, Hijo y Espíritu Santo han puesto su morada en el corazón del hombre, se han convertido en mis huéspedes, se ha roto la soledad que aísla, tengo cobertura permanente para la comunicación con tales personas divinas.
De esta manera, Dios lleva a su plenitud lo que tenía proyectado desde el principio: acercarse al hombre, entablar con cada uno de nosotros una relación de amor para hacernos partícipes de sus dones, de su misma vida. Ya en la travesía del desierto, el pueblo de Dios contaba con la tienda del encuentro, donde Moisés hablaba con Dios como un amigo habla con su amigo. Cuando el pueblo se asentó en la tierra prometida, construyó un Templo, una casa para Dios en la que los hombres pudieran encontrarse con él y con toda la asamblea litúrgica. El destierro a Babilonia supuso la destrucción del Templo de Salomón en Jerusalén, que fue reconstruido, y en el que Jesús subía a rezar en tantas ocasiones. Los judíos tenían un gran respeto y cariño hacia el Templo de Jerusalén, del que sólo queda un muro (el muro de las Lamentaciones).
Jesús es el nuevo templo de Dios, porque en él habita la plenitud de la divinidad (Col 2,9). En Jesús Dios se ha acercado plenamente al hombre y el hombre encuentra a Dios sin otras mediaciones. Y al enviarnos su Espíritu Santo, Jesús nos ha introducido en ese círculo de la intimidad de Dios, nos ha hecho confidentes de Dios. La oración consiste en caer en la cuenta de esa presencia en el alma de las tres Personas divinas, con las que podemos entablar coloquio, sentirnos seguros y protegidos, amar porque somos amados.
Los místicos nos lo explica desde su experiencia de Dios. Santa Teresa acude a su confesor consultando que se siente como “habitada” por las Personas divinas, y el confesor letrado le explica que es así ciertamente. San Juan de la Cruz llega a decir que en “su aspirar sabroso” (Cántico, 39) el alma entra en el torbellino de amor del Padre al Hijo, haciéndose partícipe del Espíritu Santo. Santo Tomás de Aquino explica que las Personas divinas se nos han revelado “para que las disfrutemos” en esa relación y trato de amor.
Muchas veces pensamos que la oración es algo externo a nosotros, y sin embargo la oración es el trato con Dios en sus tres Personas (Padre, Hijo y Espíritu Santo), haciéndonos conscientes de que viven en el alma por la gracia santificante. Para los que conocen esta verdad que salva, no existe la soledad insoportable que encierra en uno mismo. Dios es lo más íntimo de nuestro ser. San Agustín repetía que Dios es más íntimo a mí mismo que yo mismo (intimior intimo meo). Estamos llamados a esta relación de amor con las Personas divinas, a la oración y al trato con ellas, a sentirnos acompañados continuamente, a vivir ese atractivo de amor, que enamora.
Esta inhabitación de las tres Personas divinas en el alma en gracia permanecerá para siempre, incluso en el cielo. La mediación de la presencia de Dios a través de su Palabra y a través de la Eucaristía y los demás sacramentos desaparecerá en el cielo, donde tendremos cara a cara la presencia de Dios, sin ninguna mediación temporal. Sin embargo, la presencia de las tres Personas divinas en el alma continuará en el cielo, como el amado está en el corazón del amante recíprocamente. Precisamente en esa posesión gozosa consistirá el cielo: Dios en nuestro corazón y nosotros totalmente de Dios, y esto para siempre.
El actor de todo este proceso es el Espíritu Santo, cuyo envío Jesús nos anuncia en el tiempo de Pascua y recibiremos plenamente en Pentecostés. El don del Espíritu Santo será la plenitud de la Pascua: Jesús pasa por nuestra vida y nos deja el don de Dios Amor, para enseñarnos a amar.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández
Intervento del Card. Fernando Filoni, Prefetto della Congregazione per l’Evangelizzazione dei Popoli, su “La situazione degli Ordinariati militari nei territori dipendenti dalla Congregazione per l’Evangelizzazione dei Popoli”, in occasione del XXX anniversario della promulgazione della Costituzione Apostolica “Spirituali militum curae”. (Fides)
(Istituto Patristico Augustinianum, 29 Aprile 2016)
Desidero anzitutto esprimere il mio compiacimento per la felice iniziativa promossa dalla Congregazione dei Vescovi in occasione dei trent’anni dalla promulgazione della Costituzione Apostolica “Spirituali militum curae”, con la quale San Giovanni Paolo II ha inteso offrire una legge-quadro che meglio rispondesse alla necessità di una pastorale specializzata per il mondo militare.
Al di là delle possibili discussioni sul fatto che gli Ordinariati militari possano o no considerarsi, a buon diritto e a pieno titolo, come Chiese particolari, in senso teologico e canonico, si deve accreditare che si tratta, comunque, di vere porzioni di popolo di Dio, composte da un gruppo di fedeli guidato da un pastore proprio, coadiuvato dal suo presbiterio. Ciò risulta opportunamente chiarito e precisato dalla Costituzione Apostolica. Essa, infatti, interpreta e incarna la lodevole sollecitudine (“eximia sollicitudine”, secondo le parole stesse usate dal Papa) della Chiesa di andare incontro al mondo militare per evangelizzarlo, rendendo possibile l’incontro con Cristo e favorendo la vocazione alla santità comune a tutti i battezzati, non esclusi quelli che vivono ed operano all’interno dell’ambiente castrense. Così la professione militare può diventare un servizio alla comunità dei popoli, e nello specifico, un “ministerium pacis inter armas”. Come si sa, però, affinché i fedeli militari possano esercitare il loro sacerdozio comune, occorre l’aiuto del sacerdozio ministeriale tramite presbiteri opportunamente scelti, ben preparati e qualificati, in modo che tutti, chierici e laici, cooperino organicamente alla missione della Chiesa nel mondo castrense, partecipando, ognuno con la sua specificità, all’unico sacerdozio di Cristo (cf. LG 10).
Anche la Congregazione per l’Evangelizzazione dei Popoli, cui la Pastor Bonus attribuisce la funzione di “dirigere e coordinare l’opera di evangelizzazione” ad gentes (PB art. 85) è arricchita della presenza di alcune di queste comunità ecclesiali cui la Costituzione Apostolica ha voluto dare un nuovo assetto giuridico. Esse realizzano, nello specifico ambiente militare, con la peculiare mobilità che lo caratterizza, una presenza e un’attività che si accorda perfettamente con la finalità missionaria del nostro Dicastero, a cui offrono, quindi, il loro prezioso contributo. In concreto, si tratta di sei Ordinariati militari, due in Asia (Corea del Sud e Indonesia), tre in Africa (Kenya, Sud Africa e Uganda) e uno in Nuova Zelanda; l’Ordinariato di più antica costituzione è quello dell’Indonesia (25 dicembre 1949), mentre quello di più recente creazione è l’Ordinariato Militare della Corea del Sud (23 ottobre 1989). Tutti questi Ordinariati dipendenti dalla C.E.P. sono accomunati dal fatto che, in nessun caso, è stato siglato un accordo formale con i rispettivi governi per l’assistenza spirituale delle forze armate. Normalmente, infatti, come si sa, tale assistenza fa parte di quelle “materie miste” che sono oggetto di concordati, convenzioni, accordi, modus vivendi, tra Stato e Chiesa.
La mancanza di un accordo formale, che, in qualche modo, istituzionalizzi la presenza dei cappellani negli ambienti militari e, si badi bene, non necessariamente attraverso il loro inquadramento nei ranghi militari, espone l’assistenza spirituale presso le forze armate all’incertezza delle mutevoli situazioni socio-politiche che si possono verificare in un determinato Paese. Pertanto, rimane sempre auspicabile che tutta la materia concordataria (ivi compresa, appunto, l’assistenza spirituale ai militari) venga opportunamente regolamentata tramite accordi bilaterali.
L’esiguità del numero degli Ordinariati Militari dipendenti dalla Congregazione per l’Evangelizzazione dei Popoli, rispetto alla vastità dei territori di nostra competenza, è legata a diversi fattori spesso contingenti e, tra gli altri, anche al fatto che non sempre sono presenti nei nostri Paesi quelle condizioni politiche che costituiscono i necessari presupposti per la creazione di circoscrizioni ecclesiastiche militari. Va pertanto rilevato che nei territori della Congregazione per l’Evangelizzazione dei Popoli vi sono ancora Chiese strettamente missionarie, ma anche giovani Chiese in formazione, dove da non molto sono presenti Vescovi, sacerdoti e religiosi/e autoctoni.
Inoltre, trattandosi di materia che coinvolge l’autorità statale, la creazione degli Ordinariati militari dipende dalla maturità politica, dal regime vigente, come pure dai rapporti tra Chiesa e Autorità statali da pochi decenni affrancati dal colonialismo o da forme di protettorati. Tra le altre ragioni che rendono limitata la creazione di Ordinariati Militari nei territori di nostra competenza, un serio fattore è rappresentato dall’instabilità governativa con i suoi inevitabili riflessi nell’ambito militare. Inoltre, va anche rilevato che, in alcuni casi, sono i Vescovi stessi che temono che il potere politico possa servirsi dell’Ordinario castrense per “addomesticare” ed “imbavagliare” la Chiesa e l’episcopato. La libertà dei Vescovi in certi Paesi, infatti, non è di secondaria importanza. Ma vi sono anche altre circostanze che, sia pure in modo più indiretto, non facilitano l’istituzione di cappellani nell’ambito delle forze armate. Così, ad esempio, in alcuni nostri Paesi, si deve rilevare il triste presente o passato di regimi militari dittatoriali o di regimi che con l’appoggio delle forze armate mantengono aperti conflitti interminabili. Tali conflitti, infatti, non di rado vengono usati dallo stesso potere in aperta violazione dei propri principi costituzionali. Non si possono nemmeno ignorare le divisioni tribali e religiose che in tante parti segnano dolorosamente il tessuto sociale di alcuni territori. Tra le difficoltà interne alla Chiesa, esiste pure il problema del personale ecclesiastico insufficiente solo a coprire le necessità pastorali più comuni.
Bisogna tener conto, infine, che, di per sé, la costituzione di un Ordinariato Militare, come tutta la materia concordataria, è spesso il risultato di lunghe e pazienti trattative tra le parti (Stato e Chiesa), che talvolta si protraggono anche molti anni, si interrompono (con il cambio di governi, colpi di stato, etc.), si arenano, riprendono, subiscono, insomma, alterne vicende, prima di arrivare al risultato finale, nient’affatto scontato. Da ultimo, non si può ignorare che l’assistenza spirituale presso le forze armate va inquadrata nella pastorale d’insieme che, in territori ancora in stato di implantatio Ecclesiae, risentono di tutte le fatiche e le difficoltà proprie delle giovani Chiese.
Per quanto riguarda la situazione nei nostri territori missionari, gli Ordinariati Militari dipendenti, eccetto quello della Corea, presentano, il più delle volte una struttura poco più che embrionale. In qualche Paese l’organizzazione dell’assistenza spirituale alle Forze Armate è affidata ‘nominalmente’ ad un Vescovo, in qualche altro, ad un sacerdote, come Cappellano nazionale delle Forze Armate (così, ad esempio, in Costa d’Avorio) ma, in entrambi i casi, non esiste una vera e propria circoscrizione ecclesiastica militare e le iniziative per l’assistenza spirituale dei soldati risultano il più delle volte sporadiche, frammentarie e affidate alla buona volontà dei singoli, in assenza di una programmazione organica e di coordinamento con le attività diocesane poste in essere dalle altre Chiese particolari.
Gli Ordinari Militari nei Territori dipendenti dalla Congregazione per l’Evangelizzazione dei Popoli, sono tutti Vescovi, come auspicato dalla normativa (cf. SMC, art II,1): tre di essi (Corea del Sud, Kenya e Uganda), ricoprono soltanto quest’incarico, mentre gli altri tre, sono cumulativamente, Vescovi di altrettante circoscrizioni ecclesiastiche. Così l’Ordinario del Sud Africa è l’Arcivescovo di Pretoria, quello dell’Indonesia è l’Arcivescovo di Jakarta, e, infine, quello della Nuova Zelanda è l’Arcivescovo di Wellington. Questo doppio incarico, secondo alcuni canonisti (tra i quali P. Beyer, S.I.), non è la soluzione ottimale, perché dovendo provvedere anche alla cura della Diocesi, si corre il rischio che trascurino la pastorale dell’Ordinariato e l’incremento delle sue strutture, proprio in una fase delicata com’è quella iniziale, dove occorre mettere ogni sforzo per creare una solida base di crescita e di sviluppo della nuova circoscrizione ecclesiastica.
Nella generalità dei casi, i cappellani che operano negli Ordinariati militari dipendenti dalla nostra Congregazione appartengono al clero secolare, e, complessivamente, superano, di poco, le 170 persone, mentre le religiose che svolgono il loro apostolato tra i militari sono poco più di una quarantina, la maggioranza delle quali, concentrate nell’Ordinariato Militare della Corea del Sud. Alcuni cappellani (pochi per la verità) sono impegnati a tempo pieno, mentre la maggioranza sono a tempo parziale. Da notare, pure, che, per lo più, i cappellani non sono inquadrati militarmente (non hanno cioè i gradi) e, nella generalità, non sono incardinati nell’Ordinariato Militare. Quanto alla remunerazione, in alcuni casi (Sud Africa, Corea del Sud) sono stipendiati dallo Stato, in altri (ad es. nella Nuova Zelanda) ricevono un rimborso spese, altri ancora rimangono a carico delle rispettive Diocesi.
Poiché il personale religioso che presta la sua opera nell’ambito militare, è, in generale, carente, considerando il fatto che si tratta di una preziosa occasione per l’evangelizzazione e l’apostolato tra i giovani, bisognerebbe, forse, richiamare, nelle sedi opportune, il tenore dell’art. VI, § 2 della Spirituali militum curae che giustamente invita i Vescovi diocesani, nonché i superiori religiosi, ad adoperarsi per garantire all’ordinariato castrense, ma, più in generale all’assistenza spirituale del personale militare, un numero sufficiente di sacerdoti e di diaconi idonei a questa particolare e specifica missione. Bisogna, comunque, riconoscere l’oggettiva difficoltà a realizzare quest’auspicio, atteso il problema ricorrente nei nostri Territori, della penuria di personale apostolico nell’ambito pastorale e ministeriale comune.
Oltre ai sei ordinariati militari nei Territori dipendenti dalla CEP, l’assistenza spirituale ai militari è assicurata a livello di Chiese locali, anche in altri Paesi che ricadono sotto la nostra giurisdizione, secondo varie forme e modalità. Mi riferisco, ad esempio, al Benin e alla Costa d’Avorio; in quest’ultimo Paese il governo ha «accreditato» 40 cappellani, dieci per ogni appartenenza religiosa (cattolica, protestante evangelica, musulmana e pentecostale), i quali, con la loro fattiva cooperazione sancita dalla cosiddetta “carta di collaborazione”, sono un buon esempio di attenzione interreligiosa, concretamente vissuta. I dieci cappellani «accreditati», sono affiancati dai cappellani militari diocesani, nominati dai singoli Vescovi, per l’animazione spirituale della famiglia militare presente in ciascuna Chiesa locale, e che operano d’intesa con il Cappellano Militare nazionale. Questi si incarica della programmazione pastorale, coordina le attività di apostolato e cura i rapporti tra il Ministero della Difesa e la Conferenza Episcopale, nonostante la lamentata assenza di un inquadramento giuridico a livello legislativo del servizio reso dai cappellani, ciò che permetterebbe loro di adempiere forse più agevolmente ed efficacemente la loro delicata missione. In Burundi, a partire dal 2011 si sono aperti i negoziati con il governo, per studiare, attraverso l’istituzione di una commissione mista, l’elaborazione di un’intesa volta ad assicurare una cura pastorale organizzata e stabile dei fedeli cattolici sotto le armi. Il progetto, però, ha subito ultimamente una battuta d’arresto, a seguito della problematica situazione socio-politica che sta vivendo il Paese. Tuttavia, i Vescovi, da sempre si sono dimostrati solleciti nell’assicurare la cura spirituale dei militari, come dimostra l’esistenza di due “Aumônieries Générales”, per le Forze Armate e per la Polizia, nelle quali operano dieci sacerdoti.
Mi piace concludere con le parole rivolte dal Santo Padre Francesco l’anno scorso ai partecipanti al IV Corso di formazione dei cappellani militari al diritto internazionale umanitario. Esse indicano con forza la convinzione che deve animare e l’impegno che deve assumere, in particolare la cosiddetta “Chiesa in stellette”, di essere una autentica Chiesa artigiana della pace: “Come cristiani restiamo profondamente convinti che lo scopo ultimo, il più degno della persona e della comunità umana, è l’abolizione della guerra. Perciò dobbiamo sempre impegnarci a costruire ponti che uniscono non muri che separano; dobbiamo sempre aiutare a cercare uno spiraglio per la mediazione e la riconciliazione; non dobbiamo mai cedere alla tentazione di considerare l’altro solamente come un nemico da distruggere, ma piuttosto come una persona dotata di intrinseca dignità, creata da Dio a sua immagine (cf. Esort. Ap. Evangelii gaudium, 274)”.
Auspico che queste parole siano approfondite attraverso un’adeguata riflessione e aiutino a cogliere il senso della presenza dei cristiani nel mondo militare, chiamati, essi pure, «ad essere sale, luce e lievito affinché le mentalità e le strutture siano sempre più pienamente orientate alla costruzione della pace, cioè di quell’ “ordine disegnato e voluto dall’amore di Dio”, in cui le persone e i popoli possono svilupparsi integralmente e vedere riconosciuti i propri diritti fondamentali» [Benedetto PP. XVI, Discorso ai partecipanti al V Convegno Internazionale degli Ordinariati Militari, in Congregatio pro Episcopis – Officium Centrale Coordinationis Pastoralis Ordinariatuum Militarium, Ministerium pacis inter arma. A 20 anni dalla Costituzione Apostolica “Spirituali militum curae, Atti del V Convegno Internazionale degli Ordinariati Militari - Città del Vaticano 23-27 ottobre 2006, p. 40]).