Jueves, 30 de junio de 2016

Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio del domingo décimo cuarto del Tiempo Ordinario C. 

PORTADORES DEL EVANGELIO

 

Lucas recoge en su evangelio un importante discurso de Jesús, dirigido no a los Doce sino a otro grupo numeroso de discípulos a los que envía para que colaboren con él en su proyecto del reino de Dios. Las palabras de Jesús constituyen una especie de carta fundacional donde sus seguidores han de alimentar su tarea evangelizadora. Subrayo algunas líneas maestras. 

«Poneos en camino»

Aunque lo olvidamos una y otra vez, la Iglesia está marcada por el envío de Jesús. Por eso es peligroso concebirla como una institución fundada para cuidar y desarrollar su propia religión. Responde mejor al deseo original de Jesús la imagen de un movimiento profético que camina por la historia según la lógica del envío: saliendo de sí misma, pensando en los demás, sirviendo al mundo la Buena Noticia de Dios. «La Iglesia no está ahí para ella misma, sino para la humanidad» (Benedicto XVI).

Por eso es hoy tan peligrosa la tentación de replegarnos sobre nuestros propios intereses, nuestro pasado, nuestras adquisiciones doctrinales, nuestras prácticas y costumbres. Más todavía, si lo hacemos endureciendo nuestra relación con el mundo. ¿Qué es una Iglesia rígida, anquilosada, encerrada en sí misma, sin profetas de Jesús ni portadores del Evangelio? 

«Cuando entréis en un pueblo… curad a los enfermos y decid: está cerca de vosotros el reino de Dios»

Esta es la gran noticia: Dios está cerca de nosotros animándonos a hacer más humana la vida. Pero no basta afirmar una verdad para que sea atractiva y deseable. Es necesario revisar nuestra actuación: ¿qué es lo que puede llevar hoy a las personas hacia el Evangelio?, ¿cómo pueden captar a Dios como algo nuevo y bueno?

Seguramente, nos falta amor al mundo actual y no sabemos llegar al corazón del hombre y la mujer de hoy. No basta predicar sermones desde el altar. Hemos de aprender a escuchar más, acoger, curar la vida de los que sufren… solo así encontraremos palabras humildes y buenas que acerquen a ese Jesús cuya ternura insondable nos pone en contacto con Dios, el Padre Bueno de todos. 

«Cuando entréis en una casa, decid primero: Paz a esta casa»

La Buena Noticia de Jesús se comunica con respeto total, desde una actitud amistosa y fraterna, contagiando paz. Es un error pretender imponerla desde la superioridad, la amenaza o el resentimiento. Es antievangélico tratar sin amor a las personas solo porque no aceptan nuestro mensaje. Pero ¿cómo lo aceptarán si no se sienten comprendidos por quienes nos presentamos en nombre de Jesús?

José Antonio Pagola

14 Tiempo ordinario – C (Lucas 10,1-12.17-20)

Evangelio del 03/Jul/2016

 


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Homilía del papa Francisco en la fiesta de los santos Pedro y Pablo. 29 JUNIO 2016. (ZENIT – Ciudad del Vaticano)

 

La Palabra de Dios de esta liturgia contiene un binomio central: cierre – apertura. A esta imagen podemos unir el símbolo de las llaves, que Jesús promete a Simón Pedro para que pueda abrir la entrada al Reino de los cielos, y no cerrarlo para la gente, como hacían algunos escribas y fariseos hipócritas a los que Jesús reprende (cf. Mt 23, 13).

 

La lectura de los Hechos de los Apóstoles (12,1-11) nos presenta tres encierros: el de Pedro en la cárcel; el de la comunidad reunida en oración; y ‒en el contexto cercano de nuestro pasaje‒ el de la casa de María, madre de Juan, por sobrenombre Marcos, donde Pedro va a llamar después de haber sido liberado.

Con respecto a los encierros, la oración aparece como la principal vía de salida: salida de la comunidad, que corre el peligro de encerrarse en sí misma debido a la persecución y al miedo; salida para Pedro, que al comienzo de su misión que le había sido confiada por el Señor, es encarcelado por Herodes, y corre el riesgo de ser condenado a muerte. Y mientras Pedro estaba en la cárcel, «la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él» (Hch 12,5).

Y el Señor responde a la oración y le envía a su ángel para liberarlo, «arrancándolo de la mano de Herodes» (cf. v. 11). La oración, como humilde abandono en Dios y en su santa voluntad, es siempre una forma de salir de nuestros encierros personales y comunitarios. Es la gran vía de salida de los encerramientos.

También Pablo, escribiendo a Timoteo, habla de su experiencia de liberación, la salida del peligro de ser, él también, condenado a muerte; en cambio, el Señor estuvo cerca de él y le dio fuerzas para que pudiera llevar a cabo su trabajo de evangelizar a los gentiles (cf. 2 Tm 4,17). Pero Pablo habla de una «apertura» mucho mayor, hacia un horizonte infinitamente más amplio: el de la vida eterna, que le espera después de haber terminado la «carrera» terrena.

Es muy bello ver la vida del Apóstol toda «en salida» gracias al Evangelio: toda proyectada hacia adelante, primero para llevar a Cristo a cuantos no le conocen, y luego para saltar, por así decirlo, en sus brazos, y ser llevado por él «que lo salvará llevándolo a su reino celestial.» (cf. v. 18).

Volvamos a Pedro. El relato Evangélico (Mt 16,13-19) de su profesión de fe y la consiguiente misión confiada por Jesús nos muestra que la vida de Simón, pescador de Galilea ‒ como la vida de cada uno de nosotros‒ se abre, florece plenamente cuando acoge de Dios la gracia de la fe. Entonces, Simón se pone en el camino ‒un camino largo y duro‒ que le llevará a salir de sí mismo, de sus seguridades humanas, sobre todo de su orgullo mezclado con valentía y con generoso altruismo.

En este su camino de liberación, es decisiva la oración de Jesús: «yo he pedido por ti (Simón), para que tu fe no se apague» (Lc 22,32). Es igualmente decisiva la mirada llena de compasión del Señor después de que Pedro le hubiera negado tres veces: una mirada que toca el corazón y disuelve las lágrimas de arrepentimiento (cf. Lc 22,61-62). Entonces Simón Pedro fue liberado de la prisión de su ego orgulloso, de su ego miedoso, y superó la tentación de cerrarse a la llamada de Jesús a seguirle por el camino de la cruz.

Como ya he dicho, en el contexto inmediato del pasaje de los Hechos de los Apóstoles, hay un detalle que nos puede hacer bien resaltar (cf. 12.12-17). Cuando Pedro se encuentra milagrosamente libre, fuera de la prisión de Herodes, va a la casa de la madre de Juan, por sobrenombre Marcos. Llama a la puerta, y desde dentro responde una sirvienta llamada Rode, la cual, reconociendo la voz de Pedro, en lugar de abrir la puerta, incrédula y llena de alegría corre a contárselo a su señora.

El relato, que puede parecer cómico –y que puede dar inicio al así llamado «complejo de Herodes– nos hace percibir el clima de miedo en el que vivía la comunidad cristiana, que permanecía encerrada en la casa, y cerrada también a las sorpresas de Dios. Pedro llama a la puerta. «Y fíjate», hay miedo, hay alegría, «¿abrimos?, ¿no abrimos?», mientras él está corriendo peligro, pues la policía puede cogerlo. Pero el miedo nos paraliza, nos paraliza siempre, nos cierra, nos cierra a las sorpresas de Dios.

Este particular nos habla de la tentación que existe siempre para la Iglesia: de cerrarse en sí misma de cara a los peligros. Pero incluso aquí hay un resquicio a través del cual puede pasar a la acción de Dios: dice Lucas que en aquella casa, «había muchos reunidos en oración» (v. 12). La oración permite a la gracia abrir una vía de salida: del cerramiento a la apertura, del miedo a la valentía, de la tristeza a la alegría.

Y podemos añadir: de la división a la unidad. Sí, lo decimos hoy junto a nuestros hermanos de la delegación enviada por el querido Patriarca Ecuménico Bartolomé, para participar en la fiesta de los Santos Patronos de Roma. Una fiesta de comunión para toda la Iglesia, como pone de manifiesto la presencia de los Arzobispos Metropolitanos venidos para la bendición de Palios, que les serán impuestos por mis Representantes en sus respectivas sedes.

Que los santos Pedro y Pablo intercedan por nosotros, para que podamos hacer este camino con la alegría, experimentar la acción liberadora de Dios 


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En la fiesta de los santos Pedro y Pablo el papa Francisco rezó la oración del ángelus desde la ventana de su estudio que da a la plaza de San Pedro, junto a los fieles y peregrinos allí reunidos. 29 JUNIO 2016 (ZENIT – Ciudad del Vaticano)

 

“Queridos hermanos y hermanas, buenos días. Celebramos hoy la fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo, alabando a Dios por su predicación y testimonio.

En la fe de estos dos apóstoles se funda la Iglesia de Roma, que desde siempre los venera como patrones. Si bien es toda la Iglesia universal que les mira con admiración, considerándolos dos columnas y dos grandes luces que brillan no solamente en el cielo de Roma, sino también en el corazón de los creyentes de Oriente y Occidente.

En la narración de la misión de los apóstoles, el Evangelio nos dice que Jesús los envió de dos en dos. En cierto sentido también Pedro y Pablo, desde Tierra Santa fueron enviados hasta Roma, para predicar el Evangelio. Eran dos hombres muy diversos el uno del otro: Pedro un humilde pescador, Pablo, maestro y doctor, como recita la liturgia del día de hoy.

Y si aquí en Roma conocemos a Jesús, y si la fe cristiana es parte viva y fundamental del patrimonio espiritual y de la cultura de este territorio, se lo debemos al coraje apostólico de estos dos hijos de Oriente Próximo.

Ellos, por amor de Cristo, dejaron su patria y sin poner atención a las dificultades del largo viaje y de los riesgos y desconfianzas que habrían encontrado, llegaron a Roma. Aquí se volvieron anunciadores y testimonios del Evangelio entre la gente, y sellaron con el martirio su misión de fe y caridad.

Pedro y Pablo hoy vuelven idealmente entre nosotros, recorren las calles de esta ciudad, llaman a la puerta de nuestras casas, pero sobre todo a nuestros corazones. Quieren traer nuevamente a Jesús, su amor misericordioso, su consolación, su paz. Tentemos tanta necesidad de esto.

Recibamos su mensaje, guardemos su testimonio como un tesoro. La fe sincera y sólida de Pedro, el corazón grande y universal de Pablo nos ayudarán a ser cristianos alegres, fieles al Evangelio y abiertos al encuentro con todos.

Durante la santa misa en la basílica de San Pedro, esta mañana he bendecido los palios de los arzobispos metropolitanos nombrados este último año, provenientes de diversos países.

Renuevo mi saludo y mi deseo a ellos, a sus familiares y a todos quienes les han acompañados en esta peregrinación. Y los animo a proseguir con alegría su misión al servicio del Evangelio, en comunión con toda la Iglesia y especialmente con la Sede de Pedro, como expresa justamente el símbolo del palio.

En la misma celebración he recibido con alegría y afecto a los miembros de la delegación que vino a Roma en nombre del patriarca ecuménico, el querido hermano Bartolomeo. También esta presencia es signo de las fraternas relaciones existentes entre nuestras Iglesias. Rezamos para que se refuercen cada vez más los vínculos de comunión y el testimonio común.

A la Virgen María, Salus Populi Romani, confiamos hoy el mundo entero y en particular esta ciudad de Roma, para que pueda encontrar siempre en los valores espirituales y morales de los cuales es rica, el fundamento de su vida social y de su misión en Italia, en Europa y en el mundo”.


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Martes, 28 de junio de 2016

Comentario a la liturgia dominical por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor y director espiritual en el Centro de Humanidades Clásicas de Monterrey (México) de la Legión de Cristo. 28 JUNIO 2016 (ZENIT)

DÉCIMO CUARTO DOMINGO TIEMPO COMÚN Ciclo C

Textos: Is 66, 10-14c; Gal 6, 14-18; Lc 10, 1-12.17-20

Idea principal: Retrato del misionero cristiano.

Síntesis del mensaje: Cristo en el evangelio de hoy da unas consignas concretas a esos 72 discípulos para su misión evangelizadora. Son consignas que parecen calcadas de las bienaventuranzas: humildad, espíritu de pobreza, actitud de paz, aceptación de las persecuciones. Estas mismas consignas valen para todos los misioneros de ayer, de hoy y de siempre.

Puntos de la idea principal:

En primer lugar, ¿qué debe llevar el misionero cristiano? Lo esencial. Cristo no se conforma con los doce apóstoles. Ahora elige y envía a otros setenta y dos, de dos en dos, a prepararle el camino. Y hoy Cristo sigue llamando ahora a muchos cristianos, sucesores de esos 72 –sacerdotes, misioneros, religiosos, padres, educadores, cristianos comprometidos, testigos de Cristo en medio del mundo, laicos que participan en los varios consejos y equipos parroquiales o diocesanos. Quiere que colaboremos en la obra de la evangelización de la sociedad, pues la mies es mucha y la secularización se extiende por doquier, sembrando la cultura y globalización de la indiferencia y del descarte. ¿Qué llevar? Lo esencial. Los apóstoles no tenían Cajas de ahorro ni tarjetas de crédito para meter y sacar dinero. ¿Qué llevar, entonces? Unas rodillas para rezar y pedir al dueño de la mies que mande más obreros a su mies. Unos pies ágiles para recorrer todas las periferias de los pueblos y ciudades. Una boca para anunciar el mensaje con decisión, entusiasmo, convicción, respeto y amor, sin miedo ni cobardías. Un corazón lleno de fervor y amor por Jesús y su Reino. El resto –dinero, comida, sandalias…corre a cuenta de la Providencia divina. Cristo quiere a sus misioneros pobres, de vida sobria, mantenernos libres de intereses y posesiones y así estar más disponibles para la tarea más fundamental: anunciar su Reino. Este es el sentido de los votos religiosos de pobreza, castidad y obediencia de los religiosos. Los misioneros de Cristo deben sentirse peregrinos, no instalados cómodamente en posiciones conquistadas. ¿Qué llevó san Francisco Javier cuando fue a las Indias? ¿Qué llevaron los primeros misioneros que fueron a la Nueva España en las carabelas de Colón? ¿Qué llevó Francisco de Asís? ¿Qué trajeron a estas tierras de Santa Cruz (Brasil) las monjas y religiosos que vinieron de España, de Italia, de Alemania, de Portugal?

En segundo lugar, ¿qué debe anunciar el misionero cristiano? Primero, desear la paz. Y después anunciar este mensaje: “está cerca de vosotros el Reino de Dios”. Los conquistadores cuando llegan a un lugar no llevan la paz, sino el ansia de conquista, incluso con la espada, si es necesario. Los mensajeros del evangelio, en cambio, llevan la paz. Por eso carecen de medios violentos. La paz significa satisfacción de las aspiraciones más profundas del hombres. Cristo, gracias a su misterio pascual, nos hizo partícipes de su paz: paz con Dios, la paz de las conciencias y la paz entre las personas. Dios quiere que todos sus hijos vivan en la paz, en la alegría y en el amor. Dios está lleno de ternura y nos invita a la exultación, al gozo, pues la palabra Shalom no significa sólo ausencia de conflictos, sino también abundancia, consuelo, caricia y prosperidad (1ª lectura). Pablo desea siempre “gracia” y “paz” al inicio de sus cartas. Las dos van juntas. La “gracia” es el amor gratuito de Dios, que se nos ha dado por medio de Jesucristo y nos trae la “paz”. Primero la paz con Dios y, a continuación, la paz en nuestro interior, en nuestra conciencia, y la paz con todos los hombres, que, en cuanto hijo de Dios, tienen derecho a nuestro amor. Y el Reino que debemos anunciar es el reino de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo: reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz, de cercanía y ternura.

Finalmente, ¿cómo debe reaccionar el misionero cristiano delante de los contratiempos? Es verdad que en algunas partes seremos bien recibidos: gentes que nos escucharán con agrado, que abrirán el corazón al mensaje, que nos hospedarán en sus casas, que nos ayudarán, que nos apoyarán y animarán. Muchas veces también tendremos éxitos y triunfaremos de los poderes del mal. Pero también habrá lobos: materialismo sin alma, indiferencia, relativismo, hedonismo cúltico el cuerpo, secularismo sin espíritu, agnosticismo, ateísmo sin Dios. Puertas que se nos cierran. Habrá días que sentiremos el desaliento, el cansancio, el hastío. Gente que nos criticará. Cultura e idiomas nuevos y tan distintos a los nuestros. Fracasos. Cristo nos marcará con sus estigmas, como hizo a Pablo de Tarso (2ª lectura). Cristo no nos promete que siempre seremos acogidos y que nos va a resultar fácil nuestro testimonio de vida cristiana. ¿Qué hacer? Tanto a unos como a otros tenemos que anunciarles ese mensaje: “de todos modos, sabed que está cerca el Reino de Dios”. Y siempre con mansedumbre y misericordia, no con violencia. Si nos rechazan, no tendríamos que intentar tomarnos la justicia por nuestra mano, condenando a derecha y a izquierda, como querían hacer esos apóstoles pidiendo caer del cielo fuego y castigo sobre los que no les recibieron (domingo pasado). Sembrar, sembrar, sembrar. El resto, que lo haga el Espíritu Santo.

Para reflexionar: ¿Estoy preparado para ser misionero de Cristo? ¿Qué llevo en la talega de mi corazón: oro y plata, o el amor a Cristo y el ansia de extender su Reino por todas partes? ¿Me desanimo rápido ante las dificultades de la evangelización? ¿O al contrario, me crezco y confío en la fuerza del Espíritu Santo, como los primeros apóstoles, que predicaban con osadía y valentía?

Para rezar: recemos esta oración de los Claretianos:

Haz, Señor, que los Misioneros
Hijos del Inmaculado Corazón de María
seamos hombres que ardamos en caridad
y que abrasemos por donde pasemos.

Que deseemos eficazmente y procuremos por todos los medios posibles
encender a todo el mundo en el fuego del divino amor.
Que nada ni nadie nos arredre.
Que sepamos gozarnos en las privaciones,
abordar los trabajos, abrazar los sacrificios,
complacernos en las calumnias que nos levanten,
alegrarnos en los tormentos y dolores que suframos
y gloriarnos en la cruz de Jesucristo.

Que no pensemos sino en cómo seguir
e imitar más de cerca a Jesucristo
en orar, trabajar y sufrir
y procurar siempre y únicamente la mayor gloria de Dios
y la salvación de las almas.
Amén

Cualquier sugerencia o duda pueden comunicarse con el padre Antonio a este email: [email protected]


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Viernes, 24 de junio de 2016

Reflexión a las lecturas del domingo trece del Tiempo Ordinario C ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"

Domingo 13º del T. Ordinario C 

 

La segunda parte del Evangelio de S. Lucas, que comenzamos hoy, está estructurada como un camino hacia Jerusalén. El libro de los Hechos de los Apóstoles, escrito también por San Lucas, se estructura al revés: de Jerusalén a toda Judea, a Samaría y hasta los confines de la tierra, como había dicho el Señor (Hch 1, 8).

Domingo tras domingo, iremos contemplando los “hechos y dichos” de Jesús, en medio de este caminar hacia la Ciudad Santa.

Y el seguimiento de Cristo se va planteando en este contexto.

Nosotros no conocemos con exactitud la naturaleza de las exigencias concretas de Cristo, que contemplamos en el Evangelio de hoy. Algunos dicen, por ejemplo,  que “enterrar al padre” puede significar cuidarle hasta que muera, para  seguir después al Señor. No lo sabemos.

          Lo cierto es que estas exigencias están situadas en medio del caminar hacia Jerusalén, y, por tanto, se necesita una respuesta rápida y radical. Y además, de esta manera, se quiere subrayar que el Reino de Dios está por encima de todo, también de los deberes familiares y personales.

Pero usar la fuerza, la violencia, la venganza, aunque sea del cielo, como quieren los hijos de Zebedeo, no entra en los planes de Dios. Por eso Jesús les regaña y se marchan a otra aldea.

Nosotros tenemos que seguir a Jesucristo con la libertad recta y madura, que nos enseña Pablo en la segunda lectura.

          En otro contexto, se sitúa la lectura del libro de los Reyes: Elías llama a Eliseo a un seguimiento radical, pero le da ocasión de despedirse de su familia y resolver sus asuntos más urgentes, antes de seguirle. ¡Circunstancias distintas!

A nosotros puede sorprendernos todo esto, porque no estamos acostumbrados a poner a Jesucristo y a su Reino en el lugar que le corresponde. Si somos sinceros, cuántas veces lo dejamos para el último lugar. Primero nosotros, nuestras cosas, nuestros intereses, y después, si es posible, si hay tiempo, si queda algo…, Cristo y su Reino.

          También debemos retener aquellas palabras del Señor: “El que echa la mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el Reino de Dios”.

Decía el domingo pasado, que Jesús habla de su seguimiento con toda claridad, para que no haya engaños. Por eso, cuando le dice aquel “te seguiré adonde vayas”, Jesús le advierte: “Las zorras tienen madriguera y los pájaros, nido, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza”.

Más elaborada está la doctrina de S. Pablo que nos anima a un seguimiento de Cristo, viviendo según el Espíritu, y renunciando a los deseos de la carne. 

Y nada más por hoy. Les deseo todo lo mejor a lo largo del camino hacia  Jerusalén. Ojalá que, a cada paso, podamos repetir al Señor la expresión  de aquel que le dice: “te seguiré adonde vayas”.

 

                                                                               ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!


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DOMINGO 13º DEL T. ORDINARIO C   

MONICIONES 

 

PRIMERA LECTURA

        La primera Lectura nos presenta la vocación de Eliseo.¡Con qué prontitud lo deja todo y sigue al profeta Elías! 

SEGUNDA LECTURA

        Escuchamos estos domingos la Carta a los Gálatas. S. Pablo nos presenta hoy el sentido de la libertad cristiana. Escuchémosle con atención. 

TERCERA LECTURA

        El Evangelio nos presenta hoy el comienzo del camino de Jesús a Jerusalén. Seguir a Jesucristo lleva consigo una actitud exigente y decidida. 

COMUNIÓN

        Jesús alimenta a los que le siguen con su mismo Cuerpo para que tengan la fuerza necesaria para seguirle con prontitud y decisión.


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Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio del domingo trece del Tiempo Ordinario C.

SIN INSTALARSE NI MIRAR ATRÁS

Seguir a Jesús es el corazón de la vida cristiana. Lo esencial. Nada hay más importante o decisivo. Precisamente por eso, Lucas describe tres pequeñas escenas para que las comunidades que lean su evangelio, tomen conciencia de que, a los ojos de Jesús, nada puede haber más urgente e inaplazable.

Jesús emplea imágenes duras y escandalosas. Se ve que quiere sacudir las conciencias. No busca más seguidores, sino seguidores más comprometidos, que le sigan sin reservas, renunciando a falsas seguridades y asumiendo las rupturas necesarias. Sus palabras plantean en el fondo una sola cuestión: ¿Qué relación queremos establecer con él quienes nos decimos seguidores suyos?

Primera escena

Uno de los que le acompañan se siente tan atraído por Jesús que, antes de que lo llame, él mismo toma la iniciativa: «Te seguiré adonde vayas». Jesús le hace tomar conciencia de lo que está diciendo: «Las zorras tienen madrigueras, y los pájaros nido», pero él «no tiene dónde reclinar su cabeza».

Seguir a Jesús es toda una aventura. Él no ofrece a los suyos seguridad o bienestar. No ayuda a ganar dinero o adquirir poder. Seguir a Jesús es «vivir de camino», sin instalarnos en el bienestar y sin buscar un falso refugio en la religión. Una Iglesia menos poderosa y más vulnerable no es una desgracia. Es lo mejor que nos puede suceder para purificar nuestra fe y confiar más en Jesús.

Segunda escena

Otro está dispuesto a seguirle, pero le pide cumplir primero con la obligación sagrada de «enterrar a su padre». A ningún judío puede extrañar, pues se trata de una de las obligaciones religiosas más importantes. La respuesta de Jesús es desconcertante: «Deja que los muertos entierren a sus muertos: tú vete a anunciar el reino de Dios».

Abrir caminos al reino de Dios trabajando por una vida más humana es siempre la tarea más urgente. Nada ha de retrasar nuestra decisión. Nadie nos ha de retener o frenar. Los «muertos», que no viven al servicio del reino de la vida, ya se dedicarán a otras obligaciones religiosas menos apremiantes que el reino de Dios y su justicia.

Tercera escena

A un tercero que quiere despedir a su familia antes de seguirlo, Jesús le dice: «El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios». No es posible seguir a Jesús mirando hacia atrás. No es posible abrir caminos al reino de Dios quedándonos en el pasado. Trabajar en el proyecto del Padre pide dedicación total, confianza en el futuro de Dios y audacia para caminar tras los pasos de Jesús.

José Antonio Pagola

13 Tiempo ordinario – C (Lucas 9,51-62)
Evangelio del 26/Jun/2016
Publicado el 20/ Jun/ 2016
por Coordinador Grupos de Jesús


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Jueves, 23 de junio de 2016

Radical y misericordioso por ENRIQUE DÍAZ DÍAZ  (ZENIT)

XIII domingo ordinario

23 JUNIO 2016   ESPIRITUALIDAD Y ORACIÓN 

I Reyes 19, 16. 19-21: “Eliseo se levantó y siguió a Elías”
Salmo 15: “Enséñanos, Señor, el camino de la vida”
Gálatas 5, 1. 13-18: “La vocación de ustedes es la libertad”
San Lucas 9, 51-56: “Tomó la firme determinación de ir a Jerusalén. Te seguiré a dondequiera que vayas”

Golpean nuestra mente las imágenes de Eliseo buscando obedecer un mandato y cumplir una misión. La madera del arado ardiendo, los bueyes de su yunta sacrificados y el beso de despedida a sus padres… son la expresión de una entrega completa. Es todo lo que tiene y lo ha sacrificado delante de Dios. No deja amarras por si acaso, no deja ataduras para después, no juega a dos fuegos… Ha comprendido que la imposición del manto de Elías tiene un profundo significado y que ahora lo coloca totalmente bajo la tutela del Señor y él no se niega a seguirlo. Radicalidad, compromiso, abandono en manos de Dios para seguir su vocación de profeta, sin cortapisas ni condiciones. Así es el seguimiento del discípulo.

Jesús, con sus palabras, con sus obras, con su persona, suscita fascinación y deseos de seguirlo pues aparece como maestro. Hay quienes están dispuestos a ser sus discípulos y a condividir su vida y su obra. Pero Jesús establece con toda claridad las exigencias del seguimiento: firme decisión de seguirlo, abandonar familia, dejar a un lado los bienes y las comodidades, no volverse atrás, asumir su propio estilo de vida. Exige congruencia, entrega y decisión y hasta parece intransigente. Pero cuando los discípulos quieren hacer caer fuego sobre los samaritanos que se niegan a recibirlo, reciben una fuerte reprimenda. Ese es Jesús y esa es su enseñanza: una clara decisión en el seguimiento, una exigencia en la vida de quien lo sigue, pero un respeto grande para el que es diferente. Coherencia en nuestra vida, misericordia con el prójimo.

Aunque nuestro mundo cada día se torna más plural, no hemos aprendido a vivir en relación con la diversidad. Son cada vez más constantes las tragedias provocadas por los fundamentalismos religiosos, políticos y raciales. No aceptamos que el otro sea diferente y lo convertimos en enemigo. Pablo, en una frase resume el sentido del seguimiento de Jesús: “Cristo nos ha liberado para que seamos libres. Conserven, pues la libertad y no se sometan al yugo de la esclavitud”.

Seguir a Jesús no es cuestión de ideologías que nos esclavicen sino de vida que brota de nuestro interior. Si entendiéramos estas palabras de Pablo tendríamos la verdadera libertad. Nosotros, igual que los discípulos, caemos en los exclusivismos y en las discriminaciones. ¡Qué dolorosa la historia de la Iglesia y de las religiones que se enfrascan en guerras y matanzas defendiendo a un Dios que es amor! Ojalá esto hubiera quedado en el pasado, pero las masacres y tragedias provocadas por fundamentalismos son cada vez más constantes. En nombre de Dios mueren miles en países del Oriente, en Europa, en África, en América y hasta en las más pequeñas de nuestras comunidades. Más que vivir la vida de Dios, nos hemos dedicado a defender nuestros caprichos e ideologías. En nombre de Jesús o de cualquier otra religión se condena al que no piensa igual que nosotros.

Tres ejemplos paradigmáticos nos ofrece San Mateo para comprender el seguimiento de Jesús. Cada uno de ellos encierra aspectos importantes del seguimiento. El primero nos presenta a quien se ofrece espontáneamente para seguirlo. Jesús aclara que no se debe buscar el propio beneficio ni el provecho económico. Le pide que no se identifique con ninguna institución, que no busque sus propias seguridades pues Él no tiene dónde reclinar la cabeza. Y le descubre que si quiere seguirle ha de aceptar vivir en la inseguridad y renunciar a una vida cómoda y tranquila. Jesús nos quiere abiertos a todo y a todos, universales, no apegados a nuestros propios feudos.

El segundo escucha otra exigencia, “deja que los muertos…”, que a algunos les parece algo intolerable pues lo interpretan literalmente y consideran una injusticia contra la propia familia. Pero Jesús va más allá, nos enseña una nueva forma de la religión, no basada en las tradiciones ni en las leyes, sino en el amor. Nos pide romper con una tradición que esclaviza como Él mismo ya lo ha hecho. Pide que esa ruptura sea total, que no se viva en la indecisión, que no se retrase la opción y se disponga a anunciar la novedad del reino con urgencia y prontitud.

Al tercero le dice que el seguimiento sólo es posible con decisión firme y con mucha constancia. No se puede jugar a dos cartas. No se puede ser cristiano un día sí y otro día no. No se puede vivir en una religión de comodidades y seguridades. No se puede arreglar un seguimiento a nuestros propios gustos. Hoy como ayer, Jesús sigue llamando a hombres y mujeres que dejándolo todo se comprometan con la causa del Evangelio y, tomando el arado sin mirar hacia atrás, entreguen la propia vida en la construcción de un mundo nuevo donde reine la justicia y la igualdad entre los seres humanos.

El seguimiento de Jesús es una invitación y un don de Dios, pero al mismo tiempo exige nuestra respuesta esforzada. Es don y conquista. Una invitación de Dios y una meta que nos debemos proponer con tesón. Sólo por un gran amor, por un enamoramiento de la causa de Jesús, podremos avanzar en el seguimiento. Ni las prescripciones legales, ni los encuadramientos jurídicos, ni las prescripciones ascéticas pueden suplir el papel que el amor directo a Jesús y a Dios, nuestro Padre, tienen que jugar insustituiblemente en nuestras vidas .

Hoy nuestro texto comienza con una afirmación: “decidió subir resueltamente a Jerusalén”. Esta es la actitud y ejemplo de Jesús. No vacila, sino se entrega. Así es Jesús, radical y misericordioso. Detrás de su decisión están en juego dos preguntas que parecerían distintas pero que resumen las cualidades del discípulo: radicalidad, ¿cómo estamos siguiendo a Jesús?, pero también misericordia y apertura, ¿cómo es nuestra actitud con los que piensan diferente a nosotros? Y digo que están unidas en su fundamento porque si realmente seguimos a Jesús tendremos sus mismos sentimientos: un amor incondicional, incluso a los enemigos

Padre Bueno, que en la entrega plena de tu Hijo Jesús nos dejas el ejemplo de amor y misericordia, concédenos la generosidad necesaria para dar nuestro sí sin vacilaciones, y el amor fraternal para comprender a nuestros hermanos. Amén.

 


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Texto completo de la catequesis del Papa en la audiencia del miércoles 22 de junio de 2016. (ZENIT – Ciudad del Vaticano)

 

“Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

“Señor, si quieres, puedes purificarme!” (Lc 5, 12): Es la petición que hemos escuchado dirigir a Jesús por un leproso. Este hombre no pide solamente ser sanado, sino ser “purificado”, es decir, resanado integralmente, en el cuerpo y en el corazón. De hecho, la lepra era considerada una forma de maldición de Dios, de impureza profunda. El leproso tenía que estar lejos de todos, no podía acceder al templo ni a ningún servicio divino. Lejos de Dios y lejos de los hombres. Triste vida hacía esta gente.

A pesar de eso, ese leproso no se resigna ni a la enfermedad ni a las disposiciones que hacen de él un excluido. Para llegar a Jesús, no temió infringir la ley y entrar en la ciudad, cosa que no tenía que hacer, que era prohibido, y cuando lo encontró “se postró ante él y le rogó: ‘Señor, si quieres, puedes purificarme’”.

¡Todo lo que este hombre considerado impuro hace y dice es expresión de su fe! Reconoce el poder de Jesús: está seguro que tiene el poder de sanarlo o que todo depende de su voluntad. Esta fe es la fuerza que le han permitido romper toda convicción y buscar el encuentro con Jesús, arrodillándose delante de Él y llamarlo ‘Señor’.

La súplica del leproso muestra que cuando nos presentamos a Jesús no es necesario hacer largos discursos. Bastan pocas palabras, siempre y cuando estén acompañadas por la plena confianza en su omnipotencia y en su bondad. Confiarse a la voluntad de Dios significa de hecho entrar en su infinita misericordia.

Aquí hago una confidencia personal: por la noche, antes de ir a la cama, rezo esta breve oración: “Señor si quieres puedes purificarme” y rezo cinco Padre Nuestro, uno por cada llaga de Jesús, porque Jesús nos ha purificado con las llagas. Esto lo hago yo, y lo pueden hacer también todos en su casa. Y decir: “Señor, si quieres puedes purificarme”. Pensar en las llagas de Jesús y decir un Padre Nuestro por cada una. Y Jesús nos escucha siempre.

Jesús es profundamente tocado por este hombre. El Evangelio de Marcos subraya que “Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: ‘Lo quiero, queda purificado’”(1,41). El gesto de Jesús acompaña sus palabras y hace más explícita la enseñanza. Contra la disposición de la Ley de Moisés, que prohibía acercarse a un leproso  (cfr Lv 13,45-46), Jesús, contra la prescripción, extiende la mano e incluso lo toca.

¡Cuántas veces encontramos a un pobre que viene a nuestro encuentro! Podemos ser incluso generosos, podemos tener compasión, pero normalmente no lo tocamos. Le damos una moneda, pero evitamos tocar la mano, la tiramos ahí. ¡Y olvidamos que eso es el cuerpo de Cristo! Jesús nos enseña a no tener miedo de tocar al pobre y excluido, porque Él está en ellos.

Tocar al pobre puede purificarnos de la hipocresía e inquietarnos por su condición. Tocar a los excluidos. Hoy me acompañan aquí estos chicos. Muchos piensan de ellos que sería mejor que se hubieran quedado en su tierra, pero allí sufrían mucho. Son nuestros refugiados. Pero muchos les consideran excluidos. Por favor, son nuestros hermanos. El cristiano no excluye a nadie, da sitio a todos, deja venir a todos.

Después de haber sanado al leproso, Jesús le pide que no hable con nadie, pero le dice: “Ve a presentarte al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio” (v. 14).

Esta disposición de Jesús muestra al menos tres cosas. La primera: la gracia que actúa en nosotros no busca el sensacionalismo. Normalmente esta se mueve con discreción y sin clamor. Para medicar nuestras heridas y guiarnos en el camino de la santidad, esta trabaja modelando con paciencia nuestro corazón sobre el Corazón del Señor, para asumir cada vez más los pensamientos y los sentimientos.

La segunda: haciendo verificar oficialmente la sanación a los sacerdotes y celebrando un sacrificio expiatorio, el leproso es readmitido en la comunidad de los creyentes y en la vida social. Su reintegro contempla la sanación. ¡Como él mismo había suplicado, ahora está completamente purificado! Finalmente, presentándose a los sacerdotes el leproso les da testimonio sobre Jesús y su autoridad mesiánica. La fuerza de la compasión con la que Jesús ha sanado al leproso ha llevado la fe de este hombre a abrirse a la misión. Era un excluido ahora es uno de nosotros.

Pensemos en nosotros, en nuestras miserias. Cada uno tiene la propia, pensemos con sinceridad. ¡Cuántas veces las cubrimos con la hipocresía de las “buenas maneras”! Y precisamente entonces es necesario estar solos, ponerse de rodillas delante de Dios y rezar: “Señor, si quieres, puedes purificarme”. Y es necesario hacerlo, hacerlo antes de ir a la cama, todas las noches. Y ahora hacemos esta bonita oración: ‘Señor si quieres, puedes purificarme’. Todos juntos, tres veces, todos: ‘Señor, si quieres, puedes purificarme. Señor, si quieres, puedes purificarme. Señor, si quieres, puedes purificarme’. Gracias”.

(Texto traducido desde el audio por ZENIT)


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Martes, 21 de junio de 2016

Comentario a la liturgia dominical por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor y director espiritual en el Centro de Humanidades Clásicas de Monterrey (México) de la Legión de Cristo. 21 JUNIO 2016 (ZENIT)

DÉCIMO TERCER DOMINGO TIEMPO COMÚN – Ciclo C

Textos: 1 Re 19, 16b.19-21; Gal 5, 1.13-18; Lc 9, 51-62

Idea principal: Dios pide radicalidad.

Síntesis del mensaje: Si el domingo pasado Cristo anunciaba su Pasión e invitaba a sus seguidores a cargar también ellos con su cruz cada día, ahora se acerca la hora de la verdad y se encamina con decisión hacia Jerusalén, dando por terminada su predicación en tierras de Galilea. A Eliseo le costó seguir a Elías, despedirse de sus padres y sacrificar su yunta de bueyes, que era lo que tenía (1ª lectura). Este desprendimiento radical y seguimiento de Cristo tiene que ser en la libertad y desde la libertad (2ª lectura).

Puntos de la idea principal:

En primer lugar, Dios pidió radicalidad a los profetas. Abramos la Biblia. Hoy mismo en la primera lectura. Elías por el campo, vio a Eliseo en la arada tras los bueyes, se quitó el manto y se lo echó a los hombros. “Déjame decir adiós a mis padres”, le pidió. “Vete y vuelve”, le dijo Elías. Cuando volvió, sacrificó sus dos bueyes, los asó al fuego de los aperos de labranza, celebró con sus trabajadores la cena del adiós y se fue de profeta (cf. 1 Re 19, 16-21). El permiso que pide para despedir a sus padres no tiene como finalidad dar largas a su decisión, sino que servirá precisamente para mostrar su radicalidad. A Abraham le mandó salir de su tierra e ir a otra que Dios le indicaría. A Moisés le ordenó ir ante el faraón y echarle un discurso que nada tenía de blandengue. Y otro tanto a Isaías, a quien un querubín le purificó los labios con un ascua del altar (cf. Is 6, 6-7); a Jeremías el mismo Dios le tocó los labios (cf. Jer 1, 9); a Ezequiel le dio a comer un libro enrollado que le supo a mieles (cf. Ez 3, 1-3); a Jonás, que le mandó pregonar un duro mensaje de conversión al pueblo de Nínive. Dios fue radical con los profetas. Nadie lo puede negar. Él es el Señor, el Creador. Nosotros, sus creaturas y sus siervos. Sí, también será Padre. Pero tuvo que venir Cristo a revelarlo.

En segundo lugar, Cristo pidió radicalidad a los apóstoles. Porque cristiano es más que profeta. El evangelio es más exigente que el Antiguo Testamento. Abramos el evangelio de hoy. Jesús, a uno que le pedía el mismo permiso del adiós a sus padres que Eliseo hizo a Elías, le respondió que “el que pone su mano en el arado y sigue mirando hacia atrás, no sirve para el reino de Dios”. ¿Es o no exigente y radical, este Jesús? Y al fan que quiso seguirle: sábete que si la zorra tiene madriguera y nido el ave, tú no tendrás almohada siquiera. A otro no le acepta la excusa dilatoria de que tiene que enterrar a su padre: “Deja que los muertos entierren a sus muertos”. Otra vez radicalidad, porque hay mucho trabajo y no nos podemos entretener en cosas secundarias. En el primer caso, se nos dice que no por ser buenos cristianos, o por seguir la vocación religiosa o ministerial, se nos prometen ventajas temporales. Con la segunda respuesta, Jesús no desautoriza ciertamente la buena obra de enterrar a los muertos. Lo que nos dice es que no podemos dar largas a nuestro seguimiento y a nuestro trabajo por el Reino. Hay que renunciar a los lazos de la familia si lo pide la misión evangelizadora, como hacen tantos cristianos cuando se sienten llamado a la vocación religiosa o ministerial., y tantos misioneros, también laicos, que deciden trabajar por Cristo dejando todo lo demás. No podemos hacer una cierta cirugía estética al evangelio por respeto al Respetable. Estos del evangelio de hoy, ¿siguieron a Jesús ante tanta radicalidad, o “tomaron las de Villadiego”, es decir, se fugaron y no volvieron a saber más de Jesús?

Finalmente, Cristo nos pide y nos pedirá radicalidad a todos nosotros, eso está claro. Por tanto, ante el evangelio hay que elegir: radicalidad o frivolidad; radicalidad o evangelio a mi bolsillo y con edición reducida; radicalidad o evangelio light. ¡Pues sí que está el hombre de hoy para radicalismos religiosos! ¡Buena está la religión y la Iglesia para exigirlos! El radicalismo que pide el evangelio es la fe o aceptación radical de Jesús como Hijo de Dios, la esperanza o confianza radical en Jesús como salvador del mundo y la caridad o entrega radical a la voluntad de Dios. La radicalidad el evangelio está en pensar como Jesús pensaba, tasar y valorar las cosas como Él lo hacía, trabajar como Él trabajó y amar como Él amó, adorar como adoraba Él, llorar y perdonar como Él lo hacía, morir como Él moría para resucitar. La radicalidad evangélica es triple: la disponibilidad sin condiciones a Dios; la entrega Dios sin contemplaciones, y la vida consecuente y sin excepciones. Es la exigencia de Jesús a los suyos, los cristianos. Esta radicalidad se concreta en la vivencia de los mandamientos, en la moral matrimonial, en la moral sexual y en la doctrina social de la Iglesia. Quien no entienda esta radicalidad, siempre estará poniendo “cojines” a las exigencias de Cristo e intentará aguar la radicalidad evangélica. Quien se entrega a esta radicalidad, será libre en su interior, sobre todo será libre del egoísmo y vivirá según el Espíritu (2ª lectura).

Para reflexionar: ¿Aceptamos o no esta radicalidad de Jesús? ¿Por qué? ¿Por miedo al infierno o por amor y santo temor de Dios? ¿Trato de vivir esta radicalidad en mi matrimonio, en mi familia? Los apóstoles dejaron sus barcas y sus redes; Eliseo, sus bueyes y su familia…¿qué soy capaz de sacrificar yo para ser fiel a mi vocación cristiana en medio de un mundo que tiene otro estilo de vida?

Para rezar: Recemos con san Ignacio de Loyola.

Tomad, Señor, y recibid
toda mi libertad,
mi memoria,
mi entendimiento
y toda mi voluntad;
todo mi haber y mi poseer.

Vos me disteis,
a Vos, Señor, lo torno.
Todo es Vuestro:
disponed de ello
según Vuestra Voluntad.

Dadme Vuestro Amor y Gracia,
que éstas me bastan.
Amén.

Cualquier sugerencia o duda pueden comunicarse con el padre Antonio a este email: [email protected]


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Lunes, 20 de junio de 2016

El papa Francisco rezó el domingo 19 Junio 2016 la oración del ángelus desde la ventana de su estudio, ante miles de fieles y peregrinos que llenaban la Plaza de San Pedro en una hermosa jornada de primavera europea. (ZENIT – Ciudad del Vaticano)

« Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El párrafo del Evangelio de este domingo, (Lc 9,18-24) nos llama una vez más a confrontarnos por así decir, cara a cara, con Jesús. En uno de los raros momentos de tranquilidad, cuando se encontraba con sus discípulos, Él les pide a ellos: ‘¿Las multitudes, quien dicen que yo sea?’. Y ellos responden: ‘Juan Bautista; otros dicen Elías; otros, uno de los antiguos profetas que ha resucitado’.

Por lo tanto la gente tenía estima de Jesús y lo consideraba un gran profeta, pero no tenían aún la conciencia de su verdadera identidad, o sea que Él era el Mesías, el Hijo de Dios enviado por el Padre para la salvación de todos.

Jesús entonces se dirige directamente a los apóstoles –porque es esto lo que más  le interesa– y les pregunta: ‘Pero ustedes quien dicen que soy?’.

Inmediatamente, en el nombre de todos, Pedro responde: ‘El Cristo de Dios’. Vale a decir: Tú eres el Mesías, el consagrado de Dios, enviado por Él a salvar a su pueblo según la Alianza y la promesa. Así Jesús se da cuenta que los doce, en particular Pedro, han recibido del Padre el don de la fe; y por ello inicia a hablarles abiertamente de lo que le espera en Jerusalén: ‘El Hijo del hombre –dice– tiene que sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, por los jefes de los sacerdotes y de los escribas, ser asesinado y resucitar el tercer día’.

Estas mismas preguntas se proponen nuevamente a cada uno de nosotros: “¿Quién es Jesús para la gente de nuestro tiempo? ¿Quién es Jesús para cada uno de nosotros?”. ¿Para mi, para ti, para ti, para ti…?. ¿Quién es Jesús para cada uno de nosotros?

Estamos llamados a hacer dea respuesta de Pedro nuestra respuesta, profesando con alegría que Jesús es el Hijo del Dios, la Palabra eterna del Padre que se ha hecho hombre para redimir a la humanidad, volcando sobre ella la abundancia de la misericordia divina.

El mundo más que nunca necesita de Cristo, de su salvación, de su amor misericordioso. Muchas personas advierten un vacío en torno a sí y dentro de sí, quizás algunas veces también nosotros; otras viven en la inquietud y en la inseguridad debido a la precariedad y de los conflictos. Todos necesitamos respuestas adecuadas a nuestras interrogaciones existenciales. En Cristo, solamente en Él es posible encontrar la verdadera paz y el cumplimiento de cada aspiración humana. Jesús conoce el corazón del hombre como ningún otro. Por ello lo puede sanar, dándole vida y consolación.

Después de haber concluido el diálogo con los apóstoles, Jesús se dirige a todos diciendo: ‘Si alguien quiere venir detrás de mi, renuncie a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga’.

No se trata de una cruz ornamental o ideológica, pero es la cruz del propio deber, del sacrificarse en favor de los otros con amor, de los padres, los hijos, la familia, los amigos y también los enemigos. La cruz de la disponibilidad de ser solidarios con los pobres, a empeñarse por la justicia y la paz.

Al asumir estas actitudes, no tenemos nunca que olvidarnos que ‘Quien pierde la propia vida por Cristo la salvará.

Es un perder para ganar. Y acordémonos de nuestros hermanos que aún hoy ponen en práctica estas palabras de Jesús, ofreciendo su tiempo, su trabajo, su fatiga e incluso su vida para no renegar su fe en Cristo.

Jesús mediante el Espíritu Santo, nos da la fuerza de ir adelante en el camino de la fe y del testimonio. Y en este camino siempre está cerca de nosotros la Virgen: dejemos que Ella nos tome de la mano, cuando atravesamos los momentos oscuros y difíciles».

 


Publicado por verdenaranja @ 23:29  | Habla el Papa
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El santo padre Francisco realizó hoy, 18 Jun. 10:45, en la plaza de San Pedro la audiencia del  sábado del Jubileo de la Misericordia. En sus palabras invitó a abrirse a la misericordia de Dios, a escuchar la voz de Jesús cuando nos invita a convertirnos, y para ello –dijo– solamente debemos abrir nuestro corazón y Él hace el resto. Y así nos curará y nos hará más felices. (ZENIT – Ciudad del Vaticano)

«Queridos hermanos y hermanas.
Jesús después de la Resurrección se apareció diversas veces a los discípulos antes de subir a la gloria del Padre. El párrafo del Evangelio que hemos recién escuchado (Lc 24,45-48) narra una de estas apariciones en las cuales el Señor indica el contenido fundamental de la predicación que los apóstoles deberán ofrecer al mundo. Podemos sintetizarla en dos palabras: ‘conversión’ y ‘perdón de los pecados’. Son dos aspectos que califican la misericordia de Dios que, con amor nos cuida. Hoy tomamos en consideración la conversión.

¿Qué es la conversión? Ella está presente en toda la Biblia, y de manera particular en la predicación de los profetas, que invitan continuamente al pueblo al ‘regresar al Señor’, pidiéndole perdón y cambiando estilo de vida. Convertirse para los profetas significa cambiar de dirección de marcha y dirigirse de nuevo al Señor, teniendo la seguridad que Él nos ama y su amor es siempre fiel. ¡Volver al Señor!

Jesús hizo de la conversión la primera palabra de su predicación: ‘Conviértanse y crean en el Evangelio’. (Mc 1,15). O sea, miren hacia y vuelvan atrás, esto es convertirse. Es con este anuncio que Él se presenta al pueblo, pidiéndole que reciba su palabra como la última y definitiva que el Padre dirige a la humanidad. (cfr Mc 12,1-11).

Sobre la predicación de los profetas, Jesús insiste aún más en la dimensión interior de la conversión. En ella de hecho toda la persona está involucrada, corazón y mente, para volverse una criatura nueva, una persona nueva. Cambiar el corazón y que uno se renueve.

Cuando Jesús llama a la conversión no se erige juez de las personas, sino lo parte estando cercano, del hecho de compartir la condición humana, y por lo tanto la calle, la casa, el comedor… La misericordia hacia quienes tenían necesidad de cambiar de vida se realiza con su presencia amable, para involucrar a cada uno en su historia de salvación. Y Jesús persuadía a la gente con amabilidad, con amor.

Y con este comportamiento Jesús tocaba la profundidad de los corazones de las personas y estos se sentían atraídos por el amor de Dios y empujados a cambiar vida. Por ejemplo, las conversiones de Mateo (cfr Mt 9,9-13) y de Zaqueo (cfr Lc 19,1-10) se realizaron justamente de esta manera, porque se habían sentidos amados por Jesús, y a través de Él, por el Padre.

La verdadera conversión se realiza cuando recibimos el don de la gracia y un claro señal de su autenticidad es que nos damos cuenta de las necesidades de los hermanos y estamos listos a ir a su encuentro.

Queridos hermanos y hermanas, cuántas veces también nosotros sentimos la exigencia de un cambio que tome a nuestra persona por entero. Pero cuántas veces nos decimos a nosotros mismos: ‘tengo que cambiar y no puedo seguir así. Mi vida en este camino no dará frutos, será una vida inútil y no seré feliz’. Cuántas veces nos vienen estos pensamientos, cuántas veces…

Jesús con la mano extendida nos dice ven, ven a mi, que el trabajo lo hago yo. Yo te cambiaré el corazón, te cambiaré la vida, te haré feliz.

¿Pero creemos esto o no?, ¿qué piensan, creen en esto o no? (aplausos…) Menos aplausos y más voz, ¿creen o no creen? (respuesta coral, Sí…). Es así, es Jesús que está con nosotros y nos invita a cambiar de vida. Y es él con el Espíritu Santo que siembra esta inquietud que nos invita a cambiar vida y ser un poco mejor.

Sigamos por lo tanto esta invitación del Señor y no opongamos resistencias, porque solamente si nos abrimos a su misericordia, encontraremos la verdadera vida y la verdadera alegría. Solamente hay que abrir bien la puerta y él hace el resto, él hace todo. Pero hay que abrir el corazón para que nos pueda curar y llevarnos hacia adelante. Y les aseguro que seremos más felices. Gracias».

 (Texto traducido por ZENIT desde el audio)

 

 


Publicado por verdenaranja @ 23:20  | Habla el Papa
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San Miguel de Tucumán, 19 Jun 2016 (AICA):Homilía del cardenal Giovanni Battista Re, legado pontificio al XI Congreso Eucarístico Nacional, en la clausura del Congreso (San Miguel de Tucumán, 19 de junio de 2016)


Esta ciudad llena de historia, en la cual hace 200 años fue declarada la independencia de Argentina, se ha convertido en estos días en un cenáculo abierto en el horizonte de la nación entera y en el corazón espiritual de todos los argentinos. 

Nos hemos reunido en gran número en torno a Cristo, "rostro humano de Dios y rostro divino del hombre", para decirle: "Jesucristo, Señor de la historia, te necesitamos", porque Tú eres el rostro misericordioso de Dios y porque solo Tú tienes palabras de vida eterna. A Ti están ligados nuestra salvación y nuestro destino. 

En nombre del Papa Francisco, a quien tengo el alto honor de representar, con intenso sentimiento saludo a todos los argentinos, deseando todo bien a cuantos viven en esta amada nación, de profundas raíces cristianas y fuertemente encaminada, con esperanza, hacia el futuro. Dirijo un pensamiento especial al Presidente de la nación y a todas las autoridades, con sincero aprecio por su presencia y por su contribución al buen éxito de este Congreso, que cuenta con una gran participación de Obispos y Sacerdotes, de Religiosos y Religiosas y, sobre todo, de una gran multitud de fieles que han venido a adorar a Cristo, realmente presente bajo las apariencias del pan y del vino. 

Es por amor a nosotros, hombres y mujeres, que Cristo ha querido hacerse pan para saciar nuestro hambre. La institución de la Eucaristía se explica solo porque Cristo nos ha amado. 

Nosotros pensamos con nostalgia en la fortuna que tenían Adán y Eva, antes del pecado, allá en el paraíso terrenal, cuando cada día, a la hora de la tarde, Dios descendía a conversar con ellos; sin duda ese coloquio amigable era para nuestros progenitores fuente de alegría íntima y de suave conforto. 

Y bien, mediante el Sacramento de la Eucaristía Dios está siempre con nosotros: habita en medio de nosotros. La fe nos asegura que Cristo, mediante los signos del pan y del vino, está realmente con nosotros en cuerpo, sangre, alma y divinidad. No es una afirmación vacía; no es sugestión, no es fantasía: es realidad. Sí, una realidad misteriosa, es decir de orden diverso al del conocimiento derivado de la experiencia de los sentidos, pero garantizada por la Palabra de Dios. Es una realidad que puede alcanzarse solamente por medio de la fe. 

Para el que no cree, la Eucaristía es un rito incomprensible. Para quien cree, en cambio, la Eucaristía es una realidad cierta y extraordinaria: es Dios que se dona a nosotros para abrir nuestras existencias a Él. 

La Iglesia siempre ha considerado la Eucaristía como el don más precioso del que está enriquecida. El misterio eucarístico es la máxima expresión del don que Cristo nos hace de sí mismo y de su obra de salvación. 

Hablando de la Eucaristía el Concilio Vaticano II afirma que ella es "el centro y el vértice de la acción de la iglesia" (Decreto Ad Gentes 9); "la fuente y el culmen de toda la vida Cristiana" (Lumen Gentium 11). 

Usando los términos "fuente" y "culmen", o "centro" y "vértice", el Concilio ha querido decir que en la vida y en la misión de la Iglesia todo brota de la Eucaristía y todo conduce a ella. La Iglesia vive de la Eucaristía. 

La Eucaristía es el corazón de la vida de la Iglesia y de la vida Cristiana, es la fuente de la que mana toda su fuerza: es Cristo mismo quien se hace nuestro alimento espiritual y compañero de viaje en el camino de nuestra vida, guiándonos y transmitiéndonos luz, fuerza, energía y consuelo. 

En este mundo, orgulloso del progreso y de las maravillas conquistadas por la inteligencia humana, pero también desorientado y en búsqueda· de razones para vivir y esperar, estamos llamados a reaccionar frente a las dificultades de nuestro momento histórico haciendo nuestras las palabras del Apóstol Pedro: "Señor, ¿a quién iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eternal". 

Este Congreso Eucarístico nos ha invitado a abrirnos al misterio de Dios, aceptando el don que Dios nos hace en Cristo, viviente en la Eucaristía. Cristo se dona a sí mismo como pan para nuestro hambre, que no es solamente hambre de alimento, sino también hambre de verdad, de amor, de libertad, de solidaridad y de justicia y que, se advierta o no, es también hambre de Dios. 

Este Congreso es un fuerte llamado a acercarnos a Cristo y desde Él, y con Él, aprender qué significa ser cristianos. Es un llamado a no· tener miedo a llamarnos cristianos y a manifestar nuestra fe, afrontando con rostro descubierto la cultura dominante que quiere imponer modelos de vida sin Dios. La Eucaristía es el gran motor de la vida Cristiana. Ella es un aliciente para reconstruir el tejido cristiano de la sociedad; ella es el punto de partida para la tan deseada nueva evangelización, capaz de penetrar con contenidos evangélicos el estilo de los comportamientos y de la vida entera. Hay una gran necesidad de reedificar la familia y la sociedad sobre la roca de la fe en Dios y de su amor misericordioso, que este Año Jubilar de la Misericordia nos hace experimentar. 

El Congreso Eucarístico nos llama a encontrar en Cristo la fuerza que cambia la vida y la sociedad. Cristo -como decía San Ambrosio-, es todo para nosotros: omnia nobis est Chrtstus. Él es nuestro Salvador; Él es el camino, la verdad· y la vida. Él es la luz del mundo y el pan de la vida. 

Por ello, como conclusión de este Congreso, queremos acoger profundamente en nuestros corazones la invocación que en estos días hemos repetido: "Jesucristo, Señor de la historia, te necesitamos". 

Tú nos eres necesario, Señor de la historia y de los corazones, porque solo Tú iluminas el misterio de nuestra existencia y le das verdadero significado. 

Tú nos eres necesario, nuestro Redentor, para obtener el perdón de nuestros pecados y para caminar por la vía del bien, como nos exhorta el Papa Francisco en este año santo de la misericordia. 

Tú nos eres necesario, Divino Maestro, para conseguir una verdadera reconciliación entre los Argentinos en la justicia, en la fraternidad, en el amor y en la paz, para hacer crecer la cultura del dialogo e del encuentro. 

Lejos de Cristo, falta lo más importante. Sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro. Sólo Él tiene palabras de vida eterna. 

De la Eucaristía queremos recibir la luz y la fuerza que necesitamos para hacer frente a los desafíos de nuestro tiempo. Por eso, hagamos nuestra la plegaria de los discípulos de Emaús que nos narra el Evangelio: "Quédate con nosotros, Señor". 

Quédate con nosotros porque tenemos necesidad de saber que no estamos solos en el camino de la vida. 

Quédate con nosotros para ayudarnos a vencer el mal con el bien. 

Quédate con nosotros para ayudarnos a realizar una verdadera reconciliación de todos los argentinos. 

Quédate con nosotros para ayudarnos a construir un mundo mas justo, mejor y mas solidario. 

No nos dejes, Señor; quédate con nosotros, Cristo presente en la Eucaristía, rostro misericordioso de Dios y don de Dios para vida del mundo. 

La celebración del Congreso Eucarístico "en la benemérita y muy digna ciudad de San Miguel de Tucumán" nos brinda una oportunidad para encontrarnos cerca de los lugares que dan a este Bicentenario un renovado fervor patriótico. [Jesús Eucaristía "es el mismo ayer, hoy y lo será siempre" (Hb 13,8), y desde el primer momento fue invocado e inspiro con su gracia a aquellos hombres que debían echarse al hombro la grave responsabilidad de pensar y proyectar una nación soberana (cfr. El Bicentenario tiempo para el encuentro fraterno de los argentinos, CEA, 11-15 de marzo de 20169) 

El encuentro con Cristo en la Eucaristía no se agota en nuestra intimidad, sino que nos impulsa a dar testimonio y a la solidaridad con los demás. Mientras estamos unidos a Cristo, la Eucaristía nos abre a los demás. Ella ha sido siempre una gran escuela de atención a los demás, de amor fraterno, de solidaridad y de justicia para renovar el mundo en Cristo, nuestro Redentor. En torno al misterio eucarístico siempre se ha desarrollado el servicio de la caridad hacia el prójimo. De la Eucaristía ha brotado a través de los siglos un inmenso río de caridad y de obras sociales. 

También para las sociedad actual, marcada por tanto egoísmo, por la especulación desenfrenada, por tensiones y contrastes, por tanta violencia, la Eucaristía es una llamada a la apertura hacia los demás, a saber amar, a saber perdonar; es una invitación a la reconciliación, a la solidaridad y al compromiso con los pobres, con los ancianos, con los sufrientes, con los pequeños y los marginados. La Eucaristía es luz para reconocer el rostro de Cristo en el rostro de los hermanos: es luz que nos hace atentos y sensibles a las situaciones indignas del hombre y de la mujer. Reconocer a Cristo en la hostia santa, en efecto, lleva a saber reconocerlo también en los hermanos y abre nuestro corazón para salir al encuentro de toda pobreza. 

La Eucaristía también es luz para el servicio del bien común y para la contribución que los cristianos deben aportar a la vida social y política, que necesita hoy más que nunca de un quiebre, que lleve a poner fin a la corrupción y a una real renovación y progreso en la honestidad, en la rectitud moral, en la justicia y en la solidaridad. 

En la procesión que se iniciará después de la Misa, invocaremos la bendición del Señor. 

Dios bendiga a vuestras familias, escuelas donde se aprende la fe y ese patrimonio de valores que cada uno lleva consigo para siempre. 

Dios bendiga a Argentina, formada por gente de diversa proveniencia, que la fe cristiana y sus valores han amalgamado en una gran nación, unida y rica en recursos y en ideales, que, en la fidelidad a sus tradiciones y a su identidad, mira al futuro con esperanza. 

Nos asista y nos acompañe con su materna protección la Beata Virgen María. A la Virgen de Luján, patrona de Argentina, confiamos los frutos de este Congreso Eucarístico nacional, a Ella nos consagramos, implorando su ayuda, para ser verdaderos cristianos, testigos del amor misericordioso de Dios, manifestado al mundo en el misterio de la Eucaristía. 

Card. Giovanni Battista Re, legado pontificio al XI Congreso Eucarístico Nacional

 


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Viernes, 17 de junio de 2016

Reflexión a las lecturas del domingo doce del Tiempo Ordinario C ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"

Domingo 12º del T. Ordinario C

 

¡La vida y la actuación de Jesucristo despiertan numerosos  interrogantes!

Por eso, cuando Jesús pregunta a sus discípulos qué dice la gente de Él, le contestan: “Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas”.

Después les pregunta: ¿y vosotros quién decís que soy yo?

Entonces “Pedro tomó la palabra  y dijo: El Mesías de Dios”.

Era normal que les advirtiera que no podían decírselo a nadie, porque el Mesías era aquel personaje que esperaban con fuerte anhelo los judíos, aquel en quién tenían puestas todas sus ilusiones y esperanzas, porque iba a ser su liberador. Y ¡fuerte conmoción se hubiera originado si lo dicen por todas partes...! ¡Y no era éste el camino elegido por el Señor!

Lo que nadie podía admitir ni siquiera imaginar era que el Mesías tuviera que padecer y morir.

Aquel personaje glorioso que los judíos esperaban, como decía antes,  ¿cómo iba a terminar en la muerte, como un fracasado, como un perdedor? ¡Imposible! ¡Inadmisible! Porque lo de resucitar, ellos no lo entendían.

Pero hay más, el que quiera seguirle, ser su discípulo, nada de primeros puestos y buena vida... Tiene que seguir el mismo camino: “que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo”.

¡Lógico que enseguida fuera la Transfiguración! (9, 28-36).

Ya la primera lectura de hoy anuncia llanto y luto en Jerusalén, porque el hijo único ha sido traspasado.

Estamos acostumbrados a ver que, cuando hay una campaña electoral, como ahora,  y los candidatos presentan sus programas, señalan principalmente los puntos más atrayentes para los electores y tratan de ocultar o disimular los aspectos menos agradables. Jesús lo hace casi al revés: señala el verdadero programa de su seguimiento, con sus dificultades y sus inconvenientes. Más todavía, nos invita a pensarlo bien, como el que quiere construir una torre o dar la batalla a un enemigo (Lc 14, 28-32).

Y siempre será verdad lo que San Juan Pablo II escribía  a  jóvenes que se iban a reunir con él  en Santiago: “el descubrimiento de Jesucristo es la aventura más importante de vuestra vida”.

¡Es ciertamente un don muy grande de Dios!

En la segunda lectura S. Pablo nos advierte que seguir a Jesucristo es estar incorporado a Él, haber sido revestido de Él, y ser partícipes de un mismo Cuerpo; por eso, “ya no hay distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos sois uno en Cristo Jesús”. 

 ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!  


Publicado por verdenaranja @ 18:43  | Espiritualidad
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DOMINGO 12º DEL TIEMPO ORDINARIO C 

MONICIONES 

PRIMERA LECTURA

El profeta Zacarías dirige nuestra atención hacia el misterioso Siervo doliente de Yahvé, que prefigura a Cristo muerto en la Cruz y traspasado por la lanza del soldado. 

SEGUNDA LECTURA

S. Pablo nos recuerda nuestra condición de hijos de Dios, incorporados  a Cristo, revestidos de Él. Esta realidad disipa todas las desigualdades humanas. 

TERCERA LECTURA

         En el Evangelio Jesús, reconocido por Pedro como el Mesías de Dios, anuncia a sus discípulos su Pasión e invita a todos a seguirle negándose a sí mismo y cargando con la cruz cada día.

         Aclamémosle ahora con el canto del aleluya. 

COMUNIÓN

         En la Comunión recibimos a Jesucristo, a quien Pedro reconoce como el Mesías de Dios, y le sigue hasta las últimas consecuencias.

         Que Él nos ayude a tomar conciencia cada vez más, de nuestro deber de trabajar sin desfallecer, para que todos le conozcamos más, le amemos y le sigamos de verdad.


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Jueves, 16 de junio de 2016

Texto de la carta del arzobispo de Madrid, monseñor Carlos Osoro, titulada «Nunca seáis jóvenes cristianos de vitrina» 16 June, 2016 (ZENIT – Madrid).

Nunca seáis jóvenes cristianos de vitrina

  

Esta semana quiero dirigirme especialmente a los jóvenes. Cuando los que trabajáis estáis planificando vuestras vacaciones; cuando los que estudiáis ya estáis terminando vuestros exámenes y pensáis en dedicar algún tiempo a los demás; cuando muchos preparáis el viaje a la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) de Cracovia; cuando otros padecéis la dificultad de encontrar trabajo, os quiero hablar al corazón. Nunca seáis jóvenes de vitrina. Entrad en el mundo, construid la historia con la novedad del discípulo de Cristo. Retirad lo viejo. Mostrad lo nuevo, que llega a la existencia humana cuando dejamos que Cristo protagonice nuestra vida.

A muchos de vosotros os veo los primeros viernes de mes en la catedral, para contemplar al Señor en el Misterio de la Eucaristía y para escuchar su Palabra, a otros os encuentro en las comunidades parroquiales… Todos sois una propuesta de esperanza para este mundo. Esta humanidad se enriquece con los dones que el Señor ha puesto en vosotros. Gracias de corazón, pues a pesar de las dificultades que en muchas ocasiones tenéis para encontrar salidas justas, que dignifiquen vuestras vidas, y así poder vivir derechos fundamentales para todo ser humano, a vuestro lado siento una alegría especial. ¿De dónde me viene? De Jesucristo, fuente de la alegría y de la esperanza. De ver cómo nada ni nadie os quita de vuestro corazón esa propuesta de vivir en la esperanza alcanzada por quienes os fiais de Nuestro Señor. Y ello lo manifestáis en el compromiso de vivir como miembros vivos de la Iglesia.

Gracias por ser esos jóvenes que sabéis muy bien que a este mundo, que se ha convertido en una aldea muy pequeña, le hace falta un cambio en lo esencial que solamente puede dar Jesucristo. Os agradezco que evangelicéis a otros jóvenes, tanto con palabras como con obras. Es apasionante dar la noticia de que Jesucristo Nuestro Señor es Quien, con su Resurrección, ha triunfado sobre todas las cosas y ha dado claridad, firmeza y fuerza al ser humano y a la historia que hacemos los hombres. ¡Qué bien lo habéis entendido y contemplado los jóvenes en ese pasaje del Evangelio donde Marta, la hermana de Lázaro, le dice al Señor: «Si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano»! Los que habéis conocido al Señor queréis y deseáis que Él esté en vuestra vida y sabéis que va delante de nosotros y nos acompaña.

Quiero haceros una propuesta clara: nunca tengáis la tentación de ser cristianos de vitrina. De esos que no quieren contagiarse con nada ni nadie y se guardan a sí mismos. Haced que vuestra vida sea este canto que hace el salmista: «A ti, Señor, levanto mi alma» (Sal 24). Sí, «a ti levanto mi alma». Cuando el Papa san Juan Pablo II proclamaba este salmo explicaba que, con ello, decimos que nos queremos poner en la vida a la altura de Dios, a su alcance, en las medidas que Él nos da. Es una propuesta a vivir en la esperanza. Con vuestra vida, con vuestro compromiso en vuestras comunidades cristianas, en las parroquias, asociaciones y movimientos, viviendo con ese ritmo y con ese canto, sois ya una propuesta de esperanza. ¡Qué alegría saber que sois lo que siempre quiso el Señor: «Sal y luz de la tierra». Y lo sois cuando, al percibir la ternura, la misericordia y la bondad de Dios, se hace vida en nosotros los que dice el Evangelio: Tu ternura, tu misericordia son eternas. Tu bondad es eterna, nos la has hecho experimentar a todos nosotros en tu Resurrección.

Sois propuesta para vivir en la esperanza cuando tenéis ese corazón que palpita al unísono del de Cristo y vivís con la pasión de un corazón grande, con capacidad para superar las tribulaciones que puedan llegar a nuestra vida con la gracia y con la fuerza de Nuestro Señor Jesucristo, con la creatividad que da tener ese corazón. Con esa capacidad para saber vivir la vida recibiendo el perdón del Señor y regalando lo que hemos recibido a todos los que nos encontremos en el camino. ¡Sed jóvenes propuesta de esperanza! ¡Sed jóvenes valientes que salís al mundo y a todas las situaciones que viven los hombres para hacer un cambio! Pero con la certeza de que no queréis hacerlo con la fuerza de los hombres, sino con esa que viene de haber acogido en vuestra vida el amor de Dios. Y que, cuando vean lo que hacéis y cómo os comportáis, podáis decir aquellas palabras del apóstol san Pablo: «No soy yo, es Cristo quien vive en mí». Expresad sin miedos lo que os da el Señor: ensancha nuestro corazón, pone en él las medidas del suyo, nos da una manera de existir y de vivir que hace ver a los demás que lo viejo ha pasado y lo nuevo ha comenzado. Sed novedad, la que da Jesucristo. Como decía el Papa san Juan Pablo II, poneos a la altura de Dios y siempre a su alcance.

Tened el atrevimiento de sacar a los jóvenes de las tumbas, como lo hizo el Señor con Lázaro. Hoy muchos están muertos, están vendados y tienen la corrupción en sí mismos. Y necesitan de otros que los acompañen, les muestren la vida de Cristo, que es la Resurrección, y les quiten las vendas que no les permiten moverse ni ver. Sois necesarios, pero siempre siendo discípulos misioneros, que acompañan y buscan a quienes están en las tumbas. No consintáis que este mundo se convierta en un cementerio. Ya veis lo que hizo el Señor con Lázaro, que llevaba ya cuatro días enterrado. Haced ver que hay solamente una persona que da la vida al hombre: Jesucristo. Dejaos interpelar por Él como Marta después de reprocharle que su hermano no habría muerto si hubiese estado ahí. Qué fuerza tiene lo que le dijo el Señor: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá. ¿Crees esto?». ¿Lo creemos nosotros? ¿Tenemos la valentía y la convicción, que nacen de la fe, para decírselo nosotros a los que nos encontramos por el camino que están en la tumba, muertos, vendados? «Él es la Resurrección y la Vida. Él está vivo, da la vida. Él entrega la resurrección, saca de las tumbas. Él quita las vendas. Él quita la corrupción que pueda existir en nuestra existencia. Él te entrega una novedad que nadie puede dar». Cuando nos pregunta si lo creemos, ¿decimos como Marta: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo»? Creemos que solamente Jesucristo saca de las tumbas a los hombres. Solo Él tiene capacidad para eliminar la crisis verdadera, la real, no las manifestaciones que pueda tener la crisis como las que nosotros percibimos y padecen los hombres. Hay una más profunda cuando el ser humano vive sin conocer a Dios. La ocultación de Dios, relegarlo en nuestra vida y no ponerlo en el centro de nuestra existencia, nos incapacita para quitar vendas a los demás y para sacar de las tumbas a los hombres. Por eso, tiene más trascendencia de lo que parece vivir desconociendo a Jesucristo, que es Quien nos ha revelado quién es Dios y quién es el hombre.

Comprometámonos a ser una propuesta para vivir en la esperanza en y desde la Iglesia, que es la nueva Jerusalén, que sabe que desciende del cielo, que es obra de Dios, que se embellece con la vida del Señor y que se adorna con su vida. Una Iglesia que regala el rostro de Dios a los hombres, sin miedo a hacérselo presente ni a decirles que este Señor que nosotros anunciamos es el único que da presente y futuro al hombre y a la humanidad. Una Iglesia que puede decir en medio de esta historia: Ya no habrá muerte ni luto, ni llanto, ni dolor, porque el primer mundo ha pasado, pues por el Bautismo hemos nacido a la vida eterna, tenemos la vida de Dios. Y esta vida eterna es la que anunciamos, es la vida que regala Dios a través de la Iglesia, es la vida que predica a los hombres como algo absolutamente nuevo. La Iglesia que es consciente de que Cristo, como nos decía el Libro del Apocalipsis, es Alfa y Omega. Sed jóvenes de propuesta de esperanza para este mundo.

Con gran afecto, os bendice,

+Carlos, arzobispo de Madrid

 


Publicado por verdenaranja @ 21:50  | Hablan los obispos
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Catequesis del Papa en la audiencia del miércoles 15 de junio de 2016. (ZENIT – Ciudad del Vaticano)

“Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Un día Jesús, acercándose a la ciudad de Jericó, realizó el milagro de devolver la vista a un ciego que mendigaba por la calle (cfr Lc 18,35-43). Hoy queremos recoger el significado de este signo porque nos toca también directamente. El evangelista Lucas dice que el ciego estaba sentado en el borde del camino para mendigar (cfr v. 35). Un ciego en aquella época –pero también hasta hace poco tiempo– solo podía vivir de la limosna. La figura de este ciego representa a muchas personas que, también hoy, se encuentran marginadas por culpa de una desventaja física o de otro tipo. Y separado de la multitud, está allí sentado mientras la gente pasa ocupada en sus pensamientos; y el camino, que puede ser un lugar de encuentro, para él sin embargo es el lugar de la soledad. Tanta gente que pasa y él está solo.

Es triste la imagen de un marginado, sobre todo en el escenario de la ciudad de Jericó, el espléndido y glorioso oasis en el desierto. Sabemos que precisamente a Jericó llegó el pueblo de Israel al terminar el largo éxodo desde Egipto: esa ciudad representa la puerta de ingreso a la tierra prometida.

Recordamos las palabras que Moisés pronuncia en esa circunstancia, decía así: “Si hay algún pobre entre tus hermanos, en alguna de las ciudades del país que el Señor, tu Dios, te da, no endurezcas tu corazón ni le cierres tu mano. Ábrele tu mano y préstale lo que necesite para remediar su indigencia. No abrigues en tu corazón estos perversos pensamientos: «Ya está cerca el séptimo año, el año de la remisión», mirando por eso con malos ojos a tu hermano pobre, para no darle nada. Porque él apelaría al Señor y tú te harías culpable de un pecado. Cuando le des algo, lo harás de buena gana. Así el Señor te bendecirá en todas tus obras y en todas las empresas que realices. Es verdad que nunca faltarán pobres en tu país. Por eso yo te ordeno: abre generosamente tu mano el pobre, al hermano indigente que vive en tu tierra”.

Es estridente el contraste entre esta recomendación de la Ley de Dios y la situación descrita por el Evangelio: mientras que el ciego grita, este tenía buena voz, invocando a Jesús, la gente lo regaña para hacer callar. Como si no tuviera derecho de hablar. No tienen compasión por él, es más, les molestan sus gritos.

Cuántas veces nosotros, cuando vemos tanta gente en el camino, gente necesitada, enferma, que no tiene para comer, nos molesta. Cuántas veces nosotros cuando nos encontramos delante de tantos refugiados nos molesta. Es una tentación, todos tenemos esto, también yo, todos. Y por eso la palabra de Dios nos enseña. La indiferencia y la hostilidad hacen ciegos y sordos, impiden ver a los hermanos y no permiten reconocer en ellos al Señor. Indiferencia y hostilidad. Y esta indiferencia y hostilidad se convierte en agresión y también insulto: ‘echad a todos estos, ponedlos en otra parte’. Esta agresión, es lo que hacía la gente cuando el ciego gritaba: ‘vete, no hables’.

Notamos una particularidad interesante. El Evangelista dice que alguno de la multitud explicó al ciego el motivo de toda esa gente diciendo: “¡Pasa Jesús, el Nazareno!” (v. 37). El paso de Jesús es indicado con el mismo verbo con el que el libro del Éxodo nos habla del paso del ángel exterminador que salva a los israelitas en tierra de Egipto (cfr Ex 12,23). Es el “paso” de la pascua, el inicio de la liberación.

Cuando pasa Jesús siempre hay liberación, siempre hay salvación. Al ciego por tanto es como si le fuera anunciada su pascua. Sin dejarse atemorizar, el ciego grita varias veces a Jesús reconociéndole como el Hijo de David, el Mesías esperado que, según el profeta Isaías, habría abierto los ojos a los ciegos (cfr Is 35,5).

A diferencia de la multitud, este ciego ve con los ojos de la fe. Gracias a esta su súplica tiene una poderosa eficacia. De hecho, al oírlo, “Jesús se paró y ordenó que lo llevaran a él” (v. 40). Así Jesús quitó al ciego de la orilla del camino y lo puso en el centro de la atención de sus discípulos y de la multitud. Pensemos también nosotros, cuando hemos estado en situaciones difíciles también en situaciones de pecado, como ha sido Jesús el que nos ha tomado de la mano y nos ha quitado del borde del camino.  

Se realiza así un doble paso. Primero: la gente había anunciado una buena noticia al ciego, pero no querían tener nada que ver con él; ahora Jesús obliga a todos a tomar conciencia de que el buen anuncio implica poner en el centro del propio camino a aquel que estaba excluido.
Segundo: a su vez, el ciego no veía, pero su fe le abre el camino de la salvación, y él se encuentra en medio de los que habían salido a la calle para ver a Jesús. El paso del Señor es un encuentro de misericordia que une a todos entorno a Él para permitir reconocer a quien está necesitado de ayuda y consuelo.

También en nuestra vida Jesús pasa. Y cuando pasa Jesús y me doy cuenta, es una invitación a acercarme a él, a ser más bueno, a ser mejor cristiano y seguir a Jesús. Jesús se dirige al ciego y le pregunta: “Qué quieres que haga por ti?” (v. 41). Estas palabras de Jesús son impresionantes: el Hijo de Dios ahora está frente al ciego como un siervo humilde. Él, Jesús, Dios, ¿qué quieres que haga? ¿cómo quieres que te sirva? Dios se hace siervo del hombre pecador.

Y el ciego responde a Jesús no solo llamándolo “Hijo de David”, sino “Señor”, el título que la Iglesia desde el principio aplica a Jesús Resucitado. El ciego pide poder ver de nuevo y su deseo es escuchado: “Recupera la vista, tu fe te ha salvado” (v. 42). Él ha mostrado su fe invocando a Jesús y queriendo encontrarle absolutamente, y esto le ha llevado como regalo la salvación. Gracias a la fe ahora puede ver y, sobre todo, se siente amado por Jesús. Por esto el pasaje termina señalando que el ciego “ siguió a Jesús, glorificando a Dios” (v. 43).

Se hace discípulo, de mendigo a discípulo, también este es nuestro camino. Todos somos mendigos, todos, siempre necesitamos salvación. Y todos nosotros, todos los días tenemos que hacer este paso, de mendigo a discípulo. El ciego  poniéndose en camino detrás del Señor y entrando a formar parte de su comunidad. Aquel al que querían hacer callar, ahora da testimonio en voz alta de su encuentro con Jesús de Nazaret, y “al ver esto, todo el pueblo alababa a Dios” (v. 43).

Sucede un segundo milagro: lo que ha sucedido al ciego hace que también la gente vea finalmente. La misma luz ilumina a todos reuniéndoles en la oración de alabanza. Así Jesús infunde su misericordia sobre todos aquellos que encuentra: les llama, les hace ir con Él, les reúne, les sana y les ilumina, creando un nuevo pueblo que celebra las maravillas de su amor misericordioso. Dejémonos también nosotros llamar por Jesús, sanar por Jesús, perdonar por Jesús y vamos detrás de Él alabando a Dios. Así sea”.

(Texto traducido desde el audio por ZENIT).


Publicado por verdenaranja @ 21:30  | Habla el Papa
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Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio del domingo doce del Tiempo Ordinario C 

¿CREEMOS EN JESÚS?

 

Las primeras generaciones cristianas conservaron el recuerdo de este episodio evangélico como un relato de importancia vital para los seguidores de Jesús. Su intuición era certera. Sabían que la Iglesia de Jesús debería escuchar una y otra vez la pregunta que un día hizo Jesús a sus discípulos en las cercanías de Cesárea de Filipo: «Vosotros, quién decís que soy yo?».

Si en las comunidades cristianas dejamos apagar nuestra fe en Jesús, perderemos nuestra identidad. No acertaremos a vivir con audacia creadora la misión que Jesús nos confió; no nos atreveremos a enfrentarnos al momento actual, abiertos a la novedad de su Espíritu; nos asfixiaremos en nuestra mediocridad.

No son tiempos fáciles los nuestros. Si no volvemos a Jesús con más verdad y fidelidad, la desorientación nos irá paralizando; nuestras grandes palabras seguirán perdiendo credibilidad. Jesús es la clave, el fundamento y la fuente de todo lo que somos, decimos y hacemos. ¿Quién es hoy Jesús para los cristianos?

Nosotros confesamos, como Pedro, que Jesús es el «Mesías de Dios», el Enviado del Padre. Es cierto: Dios ha amado tanto al mundo que nos ha regalado a Jesús. ¿Sabemos los cristianos acoger, cuidar, disfrutar y celebrar este gran regalo de Dios? ¿Es Jesús el centro de nuestras celebraciones, encuentros y reuniones?

Lo confesamos también «Hijo de Dios». Él nos puede enseñar a conocer mejor a Dios, a confiar más en su bondad de Padre, a escuchar con más fe su llamada a construir un mundo más fraterno y justo para todos. ¿Estamos descubriendo en nuestras comunidades el verdadero rostro de Dios encarnado en Jesús? ¿Sabemos anunciarlo y comunicarlo como una gran noticia para todos?

Llamamos a Jesús «Salvador» porque tiene fuerza para humanizar nuestras vidas, liberar nuestras personas y encaminar la historia humana hacia su verdadera y definitiva salvación. ¿Es esta la esperanza que se respira entre nosotros? ¿Es esta la paz que se contagia desde nuestras comunidades?

Confesamos a Jesús como nuestro único «Señor». No queremos tener otros señores ni someternos a ídolos falsos. Pero ¿ocupa Jesús realmente el centro de nuestras vidas? ¿Le damos primacía absoluta en nuestras comunidades? ¿Lo ponemos por encima de todo y de todos? ¿Somos de Jesús? ¿Es él quien nos anima y hace vivir?

La gran tarea de los cristianos es hoy aunar fuerzas y abrir caminos para reafirmar mucho más la centralidad de Jesús en su Iglesia. Todo lo demás viene después.

José Antonio Pagola

12 Tiempo ordinario – C (Lucas 9,18-24)
Evangelio del 19/Jun/2016
por Coordinador Grupos de Jesús


Publicado por verdenaranja @ 21:24  | Espiritualidad
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Martes, 14 de junio de 2016

El papa Francisco visitó el  lunes13 de Junio de 2016 por la mañana la sede del Programa Mundial de Alimentos (PMA), con motivo de la apertura de la Sesión anual 2016 de la junta ejecutiva,  (ZENIT- Roma)

Las palabras del papa Francisco:

“Señoras y Señores: Agradezco a la Directora Ejecutiva, Señora Ertharin Cousin, la invitación que me cursó para que inaugurara la Sesión Anual 2016 de la Junta Ejecutiva del Programa Mundial de Alimentos, así como las palabras de bienvenida que me ha dirigido. Asimismo mi saludo para la Embajadora Stephanie Hochstetter Skinner-Klée, Presidenta de esta importante asamblea, que congrega a los Representantes de diversos gobiernos llamados a emprender iniciativas concretas para la lucha contra el hambre. Y al saludar a todos ustedes aquí reunidos, agradezco tantos esfuerzos y compromisos con una causa que no puede no interpelarnos: la lucha contra el hambre que padecen muchos de nuestros hermanos.

Hace unos momentos he rezado ante el “Muro de la memoria”, testigo del sacrificio que realizaron los miembros de este Organismo, entregando su vida para que, incluso en medio de complejas vicisitudes, los hambrientos no carecieran de pan. Memoria que hemos de conservar para seguir luchando, con el mismo vigor, por el tan ansiado objetivo de “hambre cero”. Esos nombres grabados a la entrada de esta Casa son un signo elocuente de que el PAM, lejos de ser una estructura anónima y formal, constituye un valioso instrumento de la comunidad internacional para emprender actividades cada vez más vigorosas y eficaces. La credibilidad de una Institución no se fundamenta en sus declaraciones, sino en las acciones realizadas por sus miembros.

Por vivir en un mundo interconectado e hípercomunicado, las distancias geográficas parecen achicarse. Tenemos la posibilidad de tomar contacto casi en simultáneo con lo que está aconteciendo en la otra parte del planeta. Por medio de las tecnologías de la comunicación, nos acercamos a tantas situaciones dolorosas que pueden ayudar (y han ayudado) a movilizar gestos de compasión y solidaridad. Aunque, paradójicamente hablando, esta aparente cercanía creada por la información, cada día parece agrietarse más.

La excesiva información con la que contamos va generando paulatinamente la “naturalización” de la miseria. Es decir, poco a poco, nos volvemos inmunes a las tragedias ajenas y las evaluamos como algo “natural”. Son tantas las imágenes que nos invaden que vemos el dolor, pero no lo tocamos; sentimos el llanto, pero no lo consolamos; vemos la sed pero no la saciamos. De esta manera, muchas vidas se vuelven parte de una noticia que en poco tiempo será cambiada por otra. Y mientras cambian las noticias, el dolor, el hambre y la sed no cambian, permanecen.

Tal tendencia – o tentación – nos exige un paso más y, a su vez, revela el papel fundamental que Instituciones como la vuestra tiene para el escenario global. Hoy no podemos darnos por satisfechos con sólo conocer la situación de muchos hermanos nuestros. No basta elaborar largas reflexiones o sumergirnos en interminables discusiones sobre las mismas, repitiendo incesantemente tópicos ya por todos conocidos.

Es necesario “desnaturalizar” la miseria y dejar de asumirla como un dato más de la realidad. ¿Por qué? Porque la miseria tiene rostro. Tiene rostro de niño, tiene rostro de familia, tiene rostro de jóvenes y ancianos. Tiene rostro en la falta de posibilidades y de trabajo de muchas personas, tiene rostro de migraciones forzadas, casas vacías o destruidas. No podemos “naturalizar” el hambre de tantos; no nos está permitido decir que su situación es fruto de un destino ciego frente al que nada podemos hacer. Cuando la miseria deja de tener rostro, podemos caer en la tentación de empezar a hablar y discutir sobre “el hambre”, “la alimentación”, “la violencia” dejando de lado al sujeto concreto, real, que hoy sigue golpeando a nuestras puertas. Cuando faltan los rostros y las historias, las vidas comienzan a convertirse en cifras, y así paulatinamente corremos el riesgo de burocratizar el dolor ajeno.

Las burocracias mueven expedientes; la compasión, en cambio, se juega por las personas. Y creo que en esto tenemos mucho trabajo por realizar. Conjuntamente con todas las acciones que ya se realizan, es necesario trabajar para “desnaturalizar” y desburocratizar la miseria y el hambre de nuestros hermanos. Esto nos exige una intervención a distintas escalas y niveles donde sea colocado como objetivo de nuestros esfuerzos la persona concreta que sufre y tiene hambre, pero que también encierra un inmenso caudal de energías y potencialidades que debemos ayudar a concretar.

1. “Desnaturalizar” la miseria

Cuando estuve en la FAO, con motivo de la II Conferencia Internacional sobre Nutrición, les decía que una de las incoherencias fuertes que estábamos invitados a asumir era el hecho de que existiendo comida para todos, «no todos pueden comer, mientras que el derroche, el descarte, el consumo excesivo y el uso de alimentos para otros fines, están ante nuestros ojos».

Dejémoslo claro, la falta de alimentos no es algo natural, no es un dato ni obvio, ni evidente. Que hoy en pleno siglo XXI muchas personas sufran este flagelo, se debe a una egoísta y mala distribución de recursos, a una “mercantilización” de los alimentos. La tierra, maltratada y explotada, en muchas partes del mundo nos sigue dando sus frutos, nos sigue brindando lo mejor de sí misma; los rostros hambrientos nos recuerdan que hemos desvirtuado sus fines. Un don, que tiene finalidad universal, lo hemos convertido en privilegio de unos pocos.

Hemos hecho de los frutos de la tierra – don para la humanidad – commodities de algunos, generando, de esta manera, exclusión. El consumismo – en el que nuestras sociedades se ven insertas – nos ha inducido a acostumbrarnos a lo superfluo y al desperdicio cotidiano de alimento, al cual a veces ya no somos capaces de dar el justo valor, que va más allá de los meros parámetros económicos. Pero nos hará bien recordar que el alimento que se desecha es como si se robara de la mesa del pobre, de quien tiene hambre. Esta realidad nos pide reflexionar sobre el problema de la pérdida y del desperdicio del alimento a fin de identificar vías y modos que, afrontando seriamente tal problemática, sean vehículo de solidaridad y de compartición con los más necesitados.

2. Desburocratizar el hambre

Debemos decirlo con sinceridad: hay temas que están burocratizados. Hay acciones que están “encajonadas”. La inestabilidad mundial que vivimos es sabida por todos. Últimamente las guerras y las amenazas de conflictos es lo que predomina en nuestros intereses y debates. Y así, ante la diversa gama de conflictos existentes, parece que las armas han alcanzado una preponderancia inusitada, de tal forma que han arrinconado totalmente otras maneras de solucionar las cuestiones en pugna. Esta preferencia está ya de tal modo radicada y asumida que impide la distribución de alimentos en las zonas de guerra, llegando incluso a la violación de los principios y directrices más básicos del derecho internacional, cuya vigencia se retrotrae a muchos siglos atrás.

Nos encontramos así ante un extraño y paradójico fenómeno: mientras las ayudas y los planes de desarrollo se ven obstaculizados por intrincadas e incomprensibles decisiones políticas, por sesgadas visiones ideológicas o por infranqueables barreras aduaneras, las armas no; no importa la proveniencia, circulan con una libertad jactanciosa y casi absoluta en tantas partes del mundo. Y de este modo, son las guerras las que se nutren y no las personas. En algunos casos la misma hambre se utiliza como arma de guerra. Y las víctimas se multiplican, porque el número de la gente que muere de hambre y agotamiento se añade al de los combatientes que mueren en el campo de batalla y al de tantos civiles caídos en la contienda y en los atentados. Somos plenamente conscientes de ello, pero dejamos que nuestra conciencia se anestesie y así la volvemos insensible.

De tal modo, la fuerza se convierte en nuestro único modo de actuar y el poder en el objetivo perentorio a alcanzar. Las poblaciones más débiles no sólo sufren los conflictos bélicos sino que, a su vez, ven frenados todo tipo de ayuda. Por esto urge desburocratizar todo aquello que impide que los planes de ayuda humanitaria cumplan sus objetivos. En eso ustedes tienen un papel fundamental, ya que necesitamos verdaderos héroes capaces de abrir caminos, tender puentes, agilizar trámites que pongan el acento en el rostro del que sufre. A esta meta han de ir orientadas igualmente las iniciativas de la comunidad internacional.

No es cuestión de armonizar intereses que siguen encadenados a visiones nacionales centrípetas o a egoísmos inconfesables. Más bien se trata de que los Estados miembros incrementen decisivamente su real voluntad de cooperar con estos fines. Por esta razón, qué importante sería que la voluntad política de todos los países miembros consienta e incremente decisivamente su real voluntad de cooperar con el Programa Mundial de Alimentos para que este, no solamente pueda responder a las urgencias, sino que pueda realizar proyectos sólidamente consistentes y promover programas de desarrollo a largo plazo, según las peticiones de cada uno de los gobiernos y de acuerdo a las necesidades de los pueblos.

El Programa Mundial de Alimentos con su trayectoria y actividad demuestra que es posible coordinar conocimientos científicos, decisiones técnicas y acciones prácticas con esfuerzos destinados a recabar recursos y distribuirlos ecuanimemente, es decir, respetando las exigencias de quien los recibe y la voluntad del donante. Este método, en las áreas más deprimidas y pobres, puede y debe garantizar el adecuado desarrollo de las capacidades locales y eliminar paulatinamente la dependencia exterior, a la vez que consiente reducir la pérdida de alimentos, de modo que nada se desperdicie. En una palabra, el PAM es un valioso ejemplo de cómo se puede trabajar en todo el mundo para erradicar el hambre a través de una mejor asignación de los recursos humanos y materiales, fortaleciendo la comunidad local. A este respecto, les animo a seguir adelante. No se dejen vencer por el cansancio, ni permitan que las dificultades los retraigan. Crean en lo que hacen y continúen poniendo entusiasmo en ello, que es la forma en que la semilla de la generosidad germine con fuerza.

La Iglesia Católica, fiel a su misión, quiere trabajar mancomunadamente con todas las iniciativas que luchen por salvaguardar la dignidad de las personas, especialmente de aquellas en las que están vulnerados sus derechos. Para hacer realidad esta urgente prioridad de “hambre cero”, les aseguro todo nuestro apoyo y respaldo a fin de favorecer todos los esfuerzos encaminados.

“Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber”. En estas palabras se halla una de las máximas del cristianismo. Una expresión que, más allá de los credos y de las convicciones, podría ser ofrecida como regla de oro para nuestros pueblos. Un pueblo se juega su futuro en la capacidad que tenga para asumir el hambre y la sed de sus hermanos. En esta capacidad de socorrer al hambriento y al sediento podemos medir el pulso de nuestra humanidad. Por eso, deseo que la lucha para erradicar el hambre y la sed de nuestros hermanos y con nuestros hermanos siga interpelándonos, a fin de buscar creativamente soluciones de cambio y de transformación. Que Dios Omnipotente sostenga con su bendición el trabajo de vuestras manos. Muchas gracias”.


Publicado por verdenaranja @ 22:01  | Habla el Papa
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Comentario a la liturgia dominical por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor y director espiritual en el Centro de Humanidades Clásicas de Monterrey (México) de la Legión de Cristo. 

DUODÉCIMO DOMINGO TIEMPO COMÚN – Ciclo C

Textos: Zac 12, 10-11; Gal 3, 26-29; Lc 9, 18-24

Idea principal: Seguir a Cristo nunca es fácil.

Síntesis del mensaje: Seguir a Cristo requiere tomar en serio las condiciones que hoy Cristo nos pone: “Si alguno quiere acompañarme, que no se busque a sí mismo, que tome su cruz de cada día y me siga”.No buscarnos a nosotros mismos, que es egoísmo, sino la voluntad de Dios. Tomar cada uno su propia cruz de cada día, participación de alguna astilla de la cruz de Cristo: cruz física, cruz psicológica, cruz moral, cruz espiritual. Seguir a Cristo, pues Él dejó bien nítidas las huellas en el evangelio, en el Sagrario y en el pobre necesitado.

Puntos de la idea principal:

En primer lugar, no fue fácil seguir a Cristo durante su vida terrena. Preguntemos a ese joven rico del evangelio que le dio las espaldas a Cristo (cf. Mc 10, 17-30). Preguntemos a esos escribas y fariseos, que aunque le escuchaban, no se abrieron a la fe en Él y prefirieron seguir atados a sus pergaminos, tradiciones y sobre todo, a su soberbia. Preguntemos a cuantos Cristo les dio de comer y les llenó el estómago del pan material, pero cuando les vaticinó el otro Pan, el Pan de su Cuerpo (cf. Jn 6), se retiraron muchos y le abandonaron. Preguntemos a Pedro que cuando Cristo hizo su anuncio de la pasión y muerte, quiso disuadirle para que cambiase de idea; y Cristo sólo le dijo bien firme:“Aléjate de mí, Satanás, piensas como los hombres y no como Dios”.Preguntemos a los mismos apóstoles, escogidos por Cristo, que tardaron tanto en entender el mensaje de Jesús, y le fallaron justamente en el momento de la Pasión, dejándole sólo, a excepción de Juan. Preguntemos a cuantos le escucharon aquellas palabras: “Quien quiera seguirme, renuncie a sí mismo, tome la cruz y sígame” (Mt 16, 24); se hicieron oídos sordos y siguieron por otro camino, en busca tal vez de un profeta que les prometa la felicidad sin cruz y sin renuncia. ¿Con cuántos amigos terminó Cristo su vida terrena? Los podemos contar con las dos manos. Sí, seguir a Cristo es difícil, porque es cuesta arriba, el camino espinoso en muchas ocasiones, pocos momentos de oasis y mucho sudor y lágrimas. Pero la presencia de Cristo consuela, anima, fortalece y fortifica nuestra alma y nuestro cuerpo. Y esa presencia hoy la encontramos especialmente en la oración, en los sacramentos y en la caridad con el pobre, donde Él se hace también carne necesitada de un sorbo de agua, de un pedazo de vestido, de un techo que le cobije.

En segundo lugar, no fue fácil seguir a Cristo durante los primeros siglos del Cristianismo, cuando Jesús subió al cielo. “Crucifícale”. Este grito de los judíos contra Jesús se sigue oyendo durante tres primeros siglos contra los cristianos. «Christiani ne sint» (mueran los cristianos), reza el edicto imperial. Mas los discípulos de Cristo crucificado, sin otras armas que su paciencia y su verdad, superan todas las asechanzas. Hasta el gobierno de Nerón pudo propagarse la Iglesia con cierta libertad. Desde este emperador hasta el siglo IV se persiguió a muerte a los cristianos, procurando aniquilarlos por todos los medios. Ellos mantuvieron firme su fe hasta la muerte, con el auxilio divino: hombres, mujeres y niños sufrieron alegres los tormentos y la muerte por confesarse cristianos. Muchos paganos se convirtieron al ver su valor en los tormentos y el ejemplo en su vida intachable. ¿Cuántas persecuciones? Hubo 10 persecuciones generales, que se extendían a todo el Imperio; y muchas persecuciones locales que afectaban sólo a tal o cual provincia. ¿Qué tormentos? A veces servían de espectáculo al populacho ávido de sangre y emociones fuertes: crucifixión, bestias en el circo, fuego lento, antorchas…Estos tormentos fueron sobremanera terribles en las últimas persecuciones, en que se pretendía quebrantar la voluntad y lograr su apostasía: hambre, peines de hierro, flagelación hasta dejar descubiertos los huesos, aceite hirviendo y pez derretida, etc. ¿Cómo sufrían y morían los primeros cristianos? Serenos y en paz, con ansias de unirse a Cristo. Humildes y caritativos, perdonando a sus verdugos y rogando por su salvación. A veces discutían con sus jueces demostrándoles la verdad de la religión. El Espíritu que en ellos habitaba les ponía en la boca las palabras que habían de responder.¿Causas de las persecuciones? La verdadera causa era que la vida ejemplar de los cristianos constituía una constante reprensión de los vicios paganos. Jesús lo había anunciado claramente: “Os perseguirán porque no sois del mundo”. Los pretextos que ponían los perseguidores eran: son enemigos del estado, pues no acatan las órdenes del emperador, son impíos y atraen las maldiciones de los dioses, no quieren tributarles culto. Tertuliano les contestó: “Id a vuestras cárceles y ved cuántos paganos criminales hay en ellas y cuántos criminales cristianos; luego juzgad vosotros”. Otros pretextos: cometen crímenes tremendos en la celebración de sus misterios: p. e., comen niños… Son causa de división dentro del imperio.

Finalmente, no será fácil para cada uno de nosotros, sus seguidores. Seguir a Cristo en la política no es fácil. ¿Cómo acabó sir Thomas Moro, primer ministro, en la Inglaterra del siglo XVI, con el rey adúltero Enrique VIII? Seguir a Cristo en la medicina no es fácil. ¡Cuántos médicos ante la objeción de conciencia, por no aceptar el aborto, fueron despedidos de las clínicas! Seguir a Cristo en la economía no es fácil. ¿Cómo acaban los economistas que hacen luz de las corrupciones? Seguir a Cristo en un medio pagano y descristianizado, no es fácil; esos cristianos honestos no consiguen puestos y son orillados y humillados. Seguir a Cristo en el matrimonio y en la familia, no es fácil. Seguir a Cristo como joven que no se deja llevar por esos ambientes que ofrecen “pan y circo”, no es fácil. Seguir a Cristo como religiosas y monjas, no es fácil. Seguir a Cristo como sacerdotes fieles a su celibato, no es fácil. Seguir a Cristo cuidando y dedicándose a pobres, enfermos y ancianos, no es fácil.

Para reflexionar: ¿Pienso seguir a Cristo desde la comodidad? ¿Llevo mi cruz con serenidad y amor, unida a la cruz de Cristo? ¿Ya puse mis pies en las huellas que Cristo dejó en el evangelio?

Para rezar: No siempre eres tú mi tesoro, Señor. No siempre te tengo en el centro de mi vida. Sin embargo, quiero luchar para optar cada vez más por ti. Quiero descubrirte y tenerte como el único y más preciado tesoro de mi vida. No siempre eres tú mi Señor. Las riquezas, el tener, el consumo… me atraen demasiado y me acostumbran a lo cómodo, lo fácil. Sé que seguirte exige sacrificio, que dejarme llevar por esos señores, me alejará irremediablemente de ti. Quiero ser libre y tenerte como mi único Señor.

Cualquier sugerencia o duda pueden comunicarse con el padre Antonio a este email: [email protected]


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Domingo, 12 de junio de 2016

Carta dominical del arzobispo de Barcelona, monseñor Juan José Omella. ‘A todos nos toca interpretar la melodía de nuestra propia vida familiar, profesional, y para ello tenemos unos dones, unas cualidades’. 12 JUNIO 2016  (ZENIT – Roma)

“Envejecer con esperanza”

Es conocida por todos la historia del violinista Paganini. Una tarde daba un concierto. La sala estaba llena de espectadores. Él tocaba el violín con todo el entusiasmo que le caracterizaba. De pronto, se rompe una de las cuerdas del violín. Imperturbable, continúa tocando. Se rompe una segunda cuerda, después una tercera. Finalmente acaba la interpretación con una sola cuerda. La sala explota en un sonoro y largo aplauso.

¿No podríamos comparar esta historia de Paganini con la vida de las personas? A todos nos toca interpretar la melodía de nuestra propia vida familiar, profesional, y para ello tenemos unos dones, unas cualidades. Sin embargo, el tiempo va pasando y también se nos rompen las cuerdas: piernas cansadas, incapaces de aguantar caminatas y estar mucho tiempo de pie; la memoria empieza a fallar y ya no encontramos las cosas ni recordamos los nombres de las personas más cercanas; la fatiga llega más pronto que antes y hay que descansar más a menudo e ir a dormir más pronto; incapacidad para aguantar ciertos ritmos de vida, etc. ¿Cómo reaccionamos ante estas roturas de cuerdas en el concierto de nuestra vida? Algunos reaccionan con tristeza y malhumor; otros se aíslan porque piensan que ya no sirven para nada; otros viven con paz y sin perder el humor ante esa contrariedad de ver que fallan las cuerdas de la vida. Sí, lo ideal, lo hermoso, es seguir adelante con la última cuerda, la cuerda del ánimo, de la paciencia, de la paz y, finalmente, del silencio. Ojalá podamos tener la tenacidad de Paganini y seguir hasta el final con paz y buen humor.

¿Que cuentan menos contigo? Ya contaron contigo cuando eras más joven.

¿Que no te piden consejo? Ya aconsejaste bastante cuando eras joven y tenías a tu cargo unos hijos que cuidar, unos alumnos a los que educar, una comunidad a la que guiar.

Entonces, ¿ya no hay nada que hacer? ¿No queda más que arrinconarse y pudrirse? De ninguna manera, sigue animando, sonriendo, sigue estando ahí para cuando te necesiten y, sobre todo, sigue rezando para que el mundo avance por caminos de paz, de respeto a las personas, de justicia y de solidaridad.

¿No es hermoso el ejemplo que nos ha dejado el Papa emérito Benedicto XVI retirándose en el silencio, el estudio y la oración? No pierde la paz, no se amarga por no estar en el primer puesto de la actualidad. Presta un inmenso servicio desde su retiro vivido en la confianza en Dios y en los demás y en la espera activa del día en el que el Señor le llamará a entrar en su descanso del cielo.

Ojalá que el Señor nos conceda saber interpretar cada día la melodía de la vida con las cuerdas que tengamos entre manos sin perder nunca la paz, la alegría y el amor.

¡Que Dios os bendiga a todos! 

+ Juan José Omella Omella

Arzobispo de Barcelona


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Texto completo del ángelus del papa Francisco – 12 de junio de 2016. (ZENIT – Ciudad del Vaticano).

Queridos hermanos y hermanas:

Ayer en Vercelli, fue proclamado beato el sacerdote Giacomo Abbondo, que vivió en el siglo XVI, enamorado de Dios, culto, siempre disponible para sus parroquianos. Nos unimos a la alegría y a la acción de gracias de la diócesis de Vercelli. Y también la de Monreale, donde hoy se beatifica a sor Carolina Santocanale, fundadora de las Hermanas Capuchinas de la Inmaculada de Lourdes. Nacida en una familia noble de Palermo, abandonó las comodidades y se hizo pobre entre los pobres. De Cristo, especialmente en la Eucaristía, obtenía la fuerza para su maternidad espiritual y su ternura con los más débiles.  

En el contexto del Jubileo de los enfermos se ha desarrollado en los días pasados en Roma un Congreso internacional dedicado al cuidado de las personas afectadas por el morbo de Hansen. Saludo con reconocimiento a las organizaciones y los participantes y deseo un fructuoso compromiso en la lucha contra la lepra.

Hoy se celebra la Jornada mundial contra el trabajo infantil. Renovamos todos unidos el esfuerzo para eliminar las causas de esta esclavitud, que priva a millones de niños de algunos derechos fundamentales y les expone a graves peligros.

Saludo con afecto a todos los peregrinos venidos de Italia y de varios países para esta jornada jubilar. Os doy las gracias de forma especial a vosotros, que habéis querido estar presentes en vuestra condición de enfermedad o discapacidad. Un gracias sentido va también a los médicos y a los trabajadores que, en los “Puntos de la salud” preparados en las cuatro Basílicas papales, están atendiendo a cientos de personas que viven marginados en la ciudad de Roma.

La Virgen María, a la que nos dirigimos ahora en oración, nos acompañe siempre en nuestro camino.

 

 


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S?bado, 11 de junio de 2016

Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio del domingo undécimo del Tiempo Ordinario C 

NO APARTAR A NADIE DE JESÚS

 

Según el relato de Lucas, un fariseo llamado Simón está muy interesado en invitar a Jesús a su mesa. Probablemente, quiere aprovechar la comida para debatir algunas cuestiones con aquel galileo, que está adquiriendo fama de profeta entre la gente. Jesús acepta la invitación: a todos ha de llegar la Buena Noticia de Dios. 

Durante el banquete sucede algo que Simón no ha previsto. Una prostituta de la localidad interrumpe la sobremesa, se echa a los pies de Jesús y rompe a llorar. No sabe cómo agradecerle el amor que muestra hacia quienes, como ella, viven marcadas por el desprecio general. Ante la sorpresa de todos, besa una y otra vez los pies de Jesús y los unge con un perfume precioso.

Simón contempla horrorizado la escena. ¡Una mujer pecadora tocando a Jesús en su propia casa! No lo puede soportar: aquel hombre es un inconsciente, no un profeta de Dios. A aquella mujer impura habría que apartarla rápidamente de Jesús. 

Sin embargo, Jesús se deja tocar y querer por la mujer. Ella le necesita más que nadie. Con ternura especial le ofrece el perdón de Dios, luego la invita a descubrir dentro de su corazón una fe humilde que la está salvando. Jesús solo le desea que viva en paz: «Tus pecados te son perdonados… Tu fe te ha salvado. Vete en paz». 

Los evangelios destacan la acogida y comprensión de Jesús a los sectores más excluidos por casi todos de la bendición de Dios: prostitutas, recaudadores, leprosos… Su mensaje es escandaloso: los despreciados por los hombres más religiosos tienen un lugar privilegiado en el corazón de Dios. La razón es solo una: son los más necesitados de acogida, dignidad y amor.

Algún día tendremos que revisar, a la luz de este comportamiento de Jesús, cuál es nuestra actitud en las comunidades cristianas ante ciertos colectivos como las mujeres que viven de la prostitución o los homosexuales y lesbianas cuyos problemas, sufrimientos y luchas preferimos casi siempre ignorar y silenciar en el seno de la Iglesia, como si para nosotros no existieran. 

No son pocas las preguntas que nos podemos hacer:

¿Dónde pueden encontrar entre nosotros una acogida parecida a la de Jesús?

¿A quién le pueden escuchar una palabra que les hable de Dios como hablaba él?

¿Qué ayuda pueden encontrar entre nosotros para vivir su condición sexual desde una actitud responsable y creyente?

¿Con quiénes pueden compartir su fe en Jesús con paz y dignidad?

¿Quién es capaz de intuir el amor insondable de Dios a los olvidados por todas las religiones?

 

José Antonio Pagola

11 Tiempo ordinario – C (Lucas 7,36–8,3)

Evangelio del 12/Jun/2016

por Coordinador Grupos de Jesús


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Viernes, 10 de junio de 2016

Reflexión a las lecturas del domingo undécimo del Tiempo Ordinario C ofrecida  por el sacerdote Don  Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"

Domingo 11º del T. Ordinario C

 

Si algo constatamos con frecuencia en la Palabra de Dios, es que Él nos perdona siempre; que en el pecado, da lugar al arrepentimiento, y que nos llama constantemente a la conversión porque quiere perdonarnos.

¡Es el tema de este domingo!

La primera lectura nos presenta el pecado de David, su arrepentimiento ante el profeta Natán, y su perdón.

El Evangelio nos presenta cómo Cristo perdona a “la mujer pecadora” en casa de Simón el fariseo, que le ha invitado a comer.

De la segunda lectura extraemos la idea de que el perdón cristiano viene del Sacrificio Redentor de Cristo. Pablo concluye diciendo: “Si la justificación fuera efecto de la Ley, la muerte de Cristo sería inútil”.

El Evangelio nos presenta tres tipos de personas con relación a Jesucristo: Simón, el fariseo, la mujer pecadora, y los convidados.

Simón es el clásico fariseo orgulloso, que se siente justificado por cumplir la Ley, y desprecia a todo el que falla. Para él no cuenta la debilidad humana. ¡Si peca es porque quiere! Por eso no puede comprender la actitud de Jesús, que “acoge a los pecadores y come con ellos” (Lc 15, 1).

No sabemos cómo la mujer fue capaz de entrar en la casa y acercarse tanto al Señor. 

Es una pecadora, objeto del desprecio de Simón y de los demás. A los pies de Cristo llora y derrama un perfume, que seca con su pelo.

En la parábola que Jesús propone a Simón, se pone al descubierto “el pecado del fariseo”, que consiste en su falta de amor. “Porque al que poco se le perdona poco ama”, mientras que a la mujer se le perdona mucho, porque tiene mucho amor.

Simón es la imagen del cristiano que dice que “no tiene pecados”, pero Cristo conoce el corazón de cada uno. Él no niega el pecado de la mujer. Sencillamente constata que ama mucho y por eso le dice: “Tu fe te ha salvado, vete en paz”.

Con su perdón, Jesucristo no humilla a la mujer. Al contrario, la ensalza, la dignifica, la libera de su postración, y la reintegra a la vida social y religiosa de Israel.

¿Y los convidados? Ellos, que están a la expectativa, se escandalizan de  que Jesucristo pueda perdonar los pecados. No le reconocen como el Mesías, como el enviado de Dios. Nos recuerdan a tantos cristianos que dicen: “¿Y quién es el cura para decirle yo mis pecados? ¿No es un hombre como yo?”. Y se niegan a la reconciliación con Dios.

¡Demos gracias al Señor por su misericordia!

 

                                                                  ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!


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DOMINGO 11º DEL TIEMPO ORDINARIO C     

MONICIONES 

 

PRIMERA LECTURA

         En la primera Lectura, escuchamos cómo el profeta Natán pone al descubierto el pecado de David, que, arrepentido, alcanza el perdón del Señor. 

SALMO

         También nosotros somos pecadores, necesitados del perdón del Señor. Por eso decimos en el salmo: “Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado”.

 SEGUNDA LECTURA

         S. Pablo nos enseña ahora que el hombre no se santifica y se salva por cumplir las normas caducas de la Ley de Moisés, sino por adherirse a Jesucristo por la fe. De lo contrario, la muerte de Cristo hubiera sido inútil. 

TERCERA LECTURA

         S. Lucas es el evangelista de la misericordia. En el Evangelio contemplamos cómo Jesucristo perdona a la mujer pecadora de la casa de Simón, el fariseo.

         Aclamémosle con el canto del aleluya. 

COMUNIÓN

         La santa Misa es el banquete que el Padre del Cielo ofrece a sus hijos, reconciliados con Él, por medio de Jesucristo, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

         ¡Demos gracias al Señor! ¡Dispongámonos a recibirlo!

 


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Jueves, 09 de junio de 2016

Reflexión de monseñor Felipe Arizmendi Esquivel. (ZENIT)

VER

Quienes raparon a maestras y maestros en Comitán, por no apoyar el movimiento magisterial, eran jóvenes. Quienes les rodeaban y aplaudían eran adolescentes, e incluso niños. No faltaba alguna persona mayor. Me pregunto: ¿De qué familia proceden? ¿Tienen padres que les hayan dado cariño y buenos principios? ¿O en su hogar sólo vieron pleitos, golpes, groserías, infidelidades, embriaguez? En este caso, ¡qué juventud se está deformando en el país!

Los narcos enrolan a jóvenes que ni estudian ni trabajan, que no tienen oportunidades, que se escaparon de casa, pues en ella no había un ambiente agradable y pacífico, sino sólo violencia. Salieron en busca de aventura, huyendo de su familia, que no lo era, sino sólo una casa donde dormían y comían. Algunos se acostumbraron a recibir todo, no aprendieron el valor del trabajo sencillo y honrado, y ahora quieren tener mucho dinero. No les importa matar, secuestrar, vender droga, con tal de tenerlo, rápido y fácil. La raíz de esta juventud está en la carencia de una verdadera familia.

Tener hijos por aquí y por allá; iniciar y terminar convivencias maritales sin estabilidad; cambiar de pareja con relativa facilidad e irresponsabilidad; estar pocas horas en casa por los horarios del trabajo de papá y mamá… Todo esto hace que los niños crezcan sin cariño, inseguros, descontrolados, aprendiendo que la única forma de sobrevivir es la violencia, sin consideración a los derechos de los demás. Sin familia, no hay un futuro esperanzador.

Y ahora que quieren minar en su misma base la familia, diciendo que cualquier relación puede ser un “matrimonio igualitario”, ¡a dónde vamos a parar! Eso no es familia; eso no es matrimonio; eso es propiciar un caos social, que se nos viene encima. Hay quienes dicen que la derrota tan notable que sufrió el partido en el poder federal, en las elecciones del domingo pasado, son una reacción por la iniciativa presidencial.

PENSAR

El Papa Francisco, en su Exhortación La alegría del amor, dice: “La sociedad y la política no terminan de percatarse de que una familia en riesgo pierde la capacidad de reacción para ayudar a sus miembros. Notamos las graves consecuencias de esta ruptura en familias destrozadas, hijos desarraigados, ancianos abandonados, niños huérfanos de padres vivos, adolescentes y jóvenes desorientados y sin reglas. Como indicaron los Obispos de México, hay tristes situaciones de violencia familiar que son caldo de cultivo para nuevas formas de agresividad social, porque las relaciones familiares también explican la predisposición a una personalidad violenta. Las familias que influyen para ello son las que tienen una comunicación deficiente; en las que predominan actitudes defensivas y sus miembros no se apoyan entre sí; en las que no hay actividades familiares que propicien la participación; en las que las relaciones de los padres suelen ser conflictivas y violentas, y en las que las relaciones paterno-filiales se caracterizan por actitudes hostiles. La violencia intrafamiliar es escuela de resentimiento y odio en las relaciones humanas básicas” (No. 51).

“Nadie puede pensar que debilitar a la familia como sociedad natural fundada en el matrimonio es algo que favorece a la sociedad. Ocurre lo contrario: perjudica la maduración de las personas, el cultivo de los valores comunitarios y el desarrollo ético de las ciudades y de los pueblos. Ya no se advierte con claridad que sólo la unión exclusiva e indisoluble entre un varón y una mujer cumple una función social plena, por ser un compromiso estable y por hacer posible la fecundidad”(No. 52).

“El varón juega un papel igualmente decisivo en la vida familiar, especialmente en la protección y el sostenimiento de la esposa y los hijos. La ausencia del padre marca severamente la vida familiar, la educación de los hijos y su integración en la sociedad” (No. 55).

ACTUAR

Quienes amamos nuestro país y no dependemos de consignas económicas externas, salvemos la familia, no sólo defendiendo que debe estar formada por un hombre y una mujer, sino procurando que haya amor, diálogo, responsabilidad y educación en valores. La fe nos inspira.


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Carta semanal del obispo de Córdoba, monseñor Demetrio Fernández. (ZENIT – Madrid).

 Amor y perdón

Aquella mujer se sintió querida por Jesús, como nadie jamás la había querido antes. Y en eso consiste el perdón de Dios. Dios no te pone condiciones, sencillamente te ama sin que lo merezcas y empapado de ese amor tu corazón cambia. El perdón de Dios es restaurador, hace nueva a la persona. Hay que dejarse querer por Aquel cuyo amor nunca nos hará daño, sino que es capaz de restaurarnos definitivamente.

En la escena evangélica de este domingo, la mujer pecadora que lava los pies a Jesús, contrasta la actitud del fariseo, buena persona y cumplidor de los mandamientos, pero incapaz de entender el amor de Jesús, y la actitud de aquella mujer que se acerca a Jesús sin más recursos que su propia vida hecha jirones. Los pobres, los pecadores, las prostitutas irán por delante en el Reino de los cielos, nos recuerda Jesús (Mt 21,31). No por las fechorías que han hecho, sino porque se sienten sin ningún derecho y por eso confían en la misericordia de Dios, que se vuelca con ellos. Y “a quien mucho se le perdona, mucho ama” (Lc 7,47).

En este Año de la misericordia, Dios quiere hacernos experimentar un amor más grande. No sólo aquel que podamos merecer por nuestras buenas obras, sino aquel que no merecemos a causa de nuestros pecados, de nuestras mediocridades, de nuestro aplazamiento en la respuesta al amor recibido. El Año de la misericordia quiere concedernos un perdón, que es fruto del amor de Dios y que supera todos nuestros cálculos. Dios no se cansa de perdonar, antes nos cansamos nosotros de pedirle perdón, y más aún, no se nos ocurre esperar hasta dónde puede llegar ese perdón cargado de misericordia.

El rey David no hubiera compuesto el “Miserere” (salmo 50), preciosa oración de arrepentimiento, si no hubiera experimentado ese perdón inmerecido después de su pecado de adulterio y homicidio. Dios no sólo ama a los buenos y se alegra con sus buenas obras, sino que ama también a los pecadores con un amor que desborda sus expectativas. Basados en este amor de misericordia podemos esperar la santidad plena, Dios puede llevarnos a la plenitud de la filiación, aunque nosotros fallemos tantas veces como fruto de nuestra debilidad. Nuestra debilidad nunca será un obstáculo, sólo es un obstáculo nuestra falta de confianza en su gracia.

La vida del cristiano, por tanto, no se apoya en las buenas obras realizadas, sino en el amor de misericordia que Dios tiene con nosotros. Amor deseado confiadamente, amor estrenado especialmente cada vez que recibimos el sacramento del perdón. Amor que se prolonga en la misericordia ejercitada para los demás.

“No soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Esa transformación interior la experimenta san Pablo, porque confía no en las obras de la ley, sino movido por la fe en Cristo Jesús. Cristo no viene a eliminar a la persona, sino a llevarla a plenitud por el camino de la Cruz: “Estoy crucificado con Cristo”. El cristiano vive “de la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mi” (Ga 2,20). La experiencia de este amor personal de Jesús llena la vida del cristiano. Mientras no se da ese encuentro personal que transforma la vida, de poco sirven prácticas externas que justifican al que las practica. Incluso a veces tales prácticas pueden retrasar el encuentro profundo con Aquel que nos ama y se ha entregado por nosotros.

La misericordia de Jesús con la pecadora, la paciencia con el fariseo explicándole de qué amor se trata y cómo aquella pecadora está llamada también a la felicidad con Dios, la experiencia de san Pablo que ha fijado su vida en Cristo Jesús es el mismo amor que Dios quiere tener con cada uno de nosotros. Se trata de dejarse querer por un amor de este calibre.

Recibid mi afecto y mi bendición: 

+ Demetrio


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Mi?rcoles, 08 de junio de 2016

En su nueva carta semanal, el arzobispo de Madrid, monseñor Carlos Osoro, invita a «contemplar a la Iglesia en diez dimensiones» para descubrir en ella «la gran compañera del camino en el que estamos metidos los hombres». (ZENIT – Madrid)

Adjuntamos íntegro el texto de la carta, titulada “Conoce la Iglesia: ¡Anímate! ¡Entra! ¡Descubre! ¡Construye!”:

La Iglesia es el lugar del encuentro con el Hijo de Dios vivo y así es el lugar del encuentro con nosotros. La gran alegría que Dios nos da es que se hizo uno de nosotros, que podemos casi tocarlo y Él vive con nosotros. ¡Qué hondura tiene para todo hombre descubrir que tiene que vivir de la Verdad! Y pongo Verdad con mayúscula porque no se trata de verdades, sino que, más tarde o más temprano, si vivimos una vida consciente, hemos de situarnos ante la verdad de nuestra vida, de nuestra historia, de nuestra realidad, que nos lleva a necesitar de la Verdad. Podemos pasar por muchos momentos y por circunstancias muy diversas en nuestra vida pero, al final, los hombres sabemos que no podemos vivir en el engaño, tenemos que vivir de la Verdad. La Iglesia es el lugar del encuentro con la Verdad. Necesariamente tengo que recordar, para poder expresar esto, que el sí de María a Dios es el sí de la Iglesia. Aquellas palabras de la Virgen María, «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra», se prolongan en la Iglesia. La respuesta de María al ángel tiene su prolongación en la Iglesia, que está llamada a manifestar a Cristo en la historia, ofreciendo su disponibilidad para que Dios pueda seguir visitando a la humanidad con misericordia.

No intentemos comprender a la Iglesia desde fuera. Ver a la Iglesia así es como si quisieras observar y contemplar la belleza de las vidrieras de la catedral de León desde fuera. Para ver su belleza hay que entrar en la catedral. Así te invito que veas la Iglesia. Mírala desde dentro, contémplala desde dentro y por dentro. Sé que no es fácil entrar en su misterio en un mundo que es propenso a mirarla desde fuera. ¿De qué modo os podría explicar que la Iglesia está viva, que es joven, que en sí misma lleva el futuro del mundo y, por ello, tiene capacidad para indicar el futuro a cada uno de nosotros? Está viva porque Cristo está vivo, ha resucitado verdaderamente. Nunca comprenderemos bien a la Iglesia si la separamos de Cristo. Cristo y la Iglesia van unidos íntimamente, de tal modo que los Doce son el signo más evidente de la voluntad de Jesús respecto a la existencia y la misión de la Iglesia y la garantía de que entre Cristo y la Iglesia no existe ninguna contraposición, pues ambos son inseparables a pesar de los pecados de quienes componemos la Iglesia.

Os invito a todos, a los cristianos que tenéis una fe viva, a quienes la tenéis más adormecida, a quienes no creéis y os cuesta admitir a la Iglesia y la veis como una organización más o una estructura y no como el Cuerpo de Cristo, a que os dejéis impregnar por lo que hacían quienes vivieron sus primeros momentos y por quienes viven hoy con pasión y con un testimonio admirable su pertenencia. Nos manifiestan que es un movimiento del Espíritu Santo. Como le gustaba decir a san Juan Pablo II, es un río que atraviesa la historia y la riega con la gracia de Dios que la fecunda en vida, bondad, belleza, justicia y paz.

Os invito a contemplar a la Iglesia en diez dimensiones para que descubráis en ella la gran compañera del camino en el que estamos metidos los hombres. Es la Palabra de Dios quien la mantiene viva, la que nos hace ver que Cristo no es una figura del pasado, sigue presente; descubrimos su presencia real en la vida sacramental, en el perdón sacramental, la Eucaristía, el Bautismo como nacimiento nuevo. La Iglesia en medio del mundo quiere seguir entregando el mensaje central del Evangelio: Dios es amor. Todo debe partir de esto y debe llevar a esto. En el mes del Sagrado Corazón, Cristo me inspira que os acerque estas diez dimensiones:

1. Una Iglesia que acompaña: Que en nombre de Jesucristo sale al camino donde están viviendo los hombres, se encuentra con ellos en las circunstancias reales en las que viven. Como Jesús, se acerca a todas las realidades en las que el ser humano construye la historia y entrega su luz, su vida, su gracia, su amor. Escucha con pasión el clamor de los pobres y excluidos, vive y hace con la gracia y con la fuerza de testigos la preocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad.

2. Una Iglesia que ama: Con el mismo amor de Cristo, que nunca se retira de las situaciones de cruz en las que viven los hombres y sabe dar la vida por ellos, asumiendo el reto de amar sin condiciones a quienes están perdiendo la vida. Que hace verdad aquellas palabras del Éxodo: «He visto la aflicción de mi pueblo, […] he escuchado su clamor, […] conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo» (Ex 3, 7-8).

3. Una Iglesia que cura: Ella se sabe guiada por el Evangelio de la misericordia y por el amor al hombre, y pasea por el mundo mirando las heridas que tienen los hombres. Así entendemos aquellas palabras de Jesús: «Dadles vosotros de comer».

4. Una Iglesia que perdona: No se acerca a los hombres inquisitorialmente, sino que lo hace con el mismo amor de Cristo y con la misma misericordia de Cristo. ¡Qué bello es el pasaje en el que Cristo acepta la invitación de un fariseo a comer en su casa sin ninguna condición! Jesús se deja acoger, quiere compartir la vida, se deja encontrar. Se encuentra con el fariseo y con una mujer pecadora, que se acerca a esa misma casa a lavarle los pies y secárselos con sus cabellos. A los dos Jesús les devuelve a la misericordia y al amor. Y lo hace con lo que es propio de Dios: perdonando.

5. Una Iglesia que sale a todos los caminos por los que van los hombres: Ningún camino, ninguna situación puede ser extraña para la Iglesia, porque nada fue extraño para Jesucristo. A todos los hombres y a todas las situaciones. «Id por el mundo y anunciad el Evangelio a todos los hombres».

6. Una Iglesia que anuncia la Buena Noticia: Urge recuperar el carácter luminoso propio de la fe. Urge entregar la Buena Noticia. Cuando se apaga la luz de la fe, las demás luces languidecen. Pero esto hay que hacerlo desde un encuentro con el Dios vivo que nos llama, nos revela su amor y, cuando aceptamos que entre en nuestra vida, nos transforma.

7. Una Iglesia que sale en comunión: ¡Qué fuerza tiene decir: «Creo en la Iglesia, una»! Y adquiere mayor fuerza aún cuando miramos a la Iglesia católica en el mundo, diseminada por todos los continentes, culturas, lenguas. Todos formando una unidad, ¿cómo puede suceder esto? Nos lo dice el Catecismo: la Iglesia «tiene una sola fe, una sola vida sacramental, una única sucesión apostólica, una común esperanza y la misma caridad» (n. 161).

8. Una Iglesia que manifiesta ser madre: Como Jesús, nunca abandona, siempre tiene los brazos abiertos. Como Jesús, que al terco Tomás no lo abandonó, no le cierra la puerta y sabe esperar, así es la Iglesia que siempre da el abrazo de la misericordia. Es madre y siempre tiene un gesto de compasión, de amor y de afecto.

9. Una Iglesia que sorprende siempre: Siguiendo los pasos y las huellas de Jesús nos invita a crecer en la unidad en las realidades concretas en las que estamos, la parroquia, la diócesis. La unidad no viene del consenso, viene de Aquel que crea la unidad en la diversidad. Nunca dividamos, fuera las habladurías, no provoquemos heridas en la unidad.

10. Una Iglesia que sabe Quién la sostiene: Es santa porque sabe que Jesucristo está indisolublemente unido a ella y que la guía el Espíritu Santo, que la transforma y purifica y renueva. No es santa por sus méritos, lo es porque Dios la hace santa.

Con gran afecto, os bendice,

+Carlos, arzobispo de Madrid


Publicado por verdenaranja @ 23:36  | Hablan los obispos
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Catequesis del Papa en la audiencia del miércoles 8 de junio de 2016. (ZENIT – Ciudad del Vaticano)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Antes de comenzar la catequesis quisiera saludar a un grupo de parejas que celebran el 50º aniversario de matrimonio. Eso sí que es el vino bueno de la familia. El vuestro es un testimonio que tiene que aprender los recién casados y los jóvenes a quienes saludaré después. Un bonito testimonio, gracias por vuestro testimonio. 

Después de haber comentado algunas parábolas de la misericordia, hoy nos detenemos en el primer milagro de Jesús, que el evangelista Juan llama ‘signos’, porque Jesús no los hizo para suscitar maravilla, sino para revelar el amor del Padre. El primero de estos signos prodigiosos es contado precisamente por Juan (2, 1-11) y se cumple en Caná de Galilea. Se trata de una especie de “puerta de ingreso”, en la que están talladas palabras y expresiones que iluminan todo el misterio de Cristo y abren el corazón de los discípulos a la fe. Veamos algunas.

En la introducción encontramos la expresión “Jesús con sus discípulos” (v. 2). Aquellos a los que Jesús ha llamado a seguirlo, les ha unido a sí en una comunidad y ahora como una única familia, están todos invitados a la boda.

Comenzando su ministerio público en las bodas de Caná, Jesús se manifiesta como el esposo del Pueblo de Dios, anunciado por los profetas y nos revela la profundidad de las relaciones que nos une a Él: es una nueva Alianza de amor.

¿Qué hay en el fundamento de nuestra fe? Un acto de misericordia con la que Jesús nos ha unido a Él. Y la vida cristiana es la respuesta y este amor es como la historia de dos enamorados. Dios y el hombres se encuentran, se buscan, se encuentran, se celebran y se aman: precisamente como el amado y la amada en el Cantar de los Cantares. Todo lo demás viene como consecuencia de esta relación. La Iglesia es la familia de Jesús en la que se vierte su amor; es este el amor que la Iglesia cuida y quiere dar a todos.

En el contexto de la Alianza se comprende también la observación de la Virgen: “No tienen vino” (v. 3). ¿Cómo es posible celebrar las bodas y hacer fiesta si falta lo que los profetas indicaban como un elemento típico del banquete mesiánico? (cfr Am 9,13-14; Gl 2,24; Is 25,6). El agua es necesaria para vivir, pero el vino expresa la abundancia del banquete y la alegría de la fiesta.

¡Una fiesta de boda donde falta el vino hace sentir vergüenza a los recién casados, imaginen terminar la fiesta de la boda bebiendo té! Sería una vergüenza. El vino es necesario para la fiesta. Transformando en vino el agua de la ánforas utilizadas “para la purificación ritual de los judíos” (v. 6), Jesús cumple un signo elocuente: transforma la Ley de Moisés en Evangelio, portador de alegría. Como dice en otra parte el mismo Juan: “porque la Ley fue dada por medio de Moisés,  pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo” (1,17).

Las palabras que María dirige a los sirvientes coronan el cuadro esponsal de Caná: “Haced lo que él os diga” (v. 5). Es curioso, son sus últimas palabras transmitidas por los Evangelios: son su herencia entregada a todos nosotros. También hoy la Virgen nos dice, ‘haced lo que Jesús os diga’.

¡Esta es la herencia que nos ha dejado y es bonito! Se trata de una expresión que reclama la fórmula de fe utilizada por el pueblo de Israel al Sinaí en respuesta a las promesas de la alianza: “Lo que el Señor ha dicho, lo haremos” (Es 19,8). Y en efecto en Caná los sirvientes obedecen. “Jesús dijo a los sirvientes: ‘Llenen de agua estas tinajas’. Y las llenaron hasta el borde. Saquen ahora, agregó Jesús y lleven al encargado del banquete. Así lo hicieron” (vv. 7-8).

En esta boda, realmente viene estipulada una Nueva Alianza y a los sirvientes del Señor, es decir a toda la Iglesia, se le confía una nueva misión: “¡Haced lo que él os diga!”. Servir al Señor significa escuchar y poner en práctica su Palabra. Es la recomendación sencilla pero esencial de la Madre de Jesús y es el programa de vida del cristiano.

Para cada uno de nosotros, recibir de la ánfora equivale a encomendarse a la Palabra de Dios para experimentar su eficacia en la vida. Entonces, junto al jefe del banquete que ha probado el agua que se convierte en vino, también nosotros podemos exclamar: “Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento” (v. 10). Sí, el Señor continúa reservando el vino bueno para nuestra salvación, así como continúa brotando del costando traspasado del Señor.

La conclusión del pasaje suena como una sentencia:“Este fue el primero de los signos de Jesús y lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él” (v. 11). Las bodas de Caná son mucho más que la simple historia del primer milagro de Jesús. Como un tesoro, Él custodia el secreto de su persona y la finalidad de su venida: el esperado Esposo comienza en las bodas que se cumplen en el Misterio pascual. En esta boda Jesús une a sí a sus discípulos con una Alianza nueva y definitiva. En Caná los discípulos de Jesús se convierten en su familia y nace la fe de la Iglesia. Todos nosotros estamos invitados a esa boda, ¡porque el vino nuevo no se puede perder!

(Traducido por ZENIT desde el audio)


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Martes, 07 de junio de 2016

Comentario a la litugia dominical del domingo once del Tiempo Ordinario C por Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor y director espiritual en el Centro de Humanidades Clásicas de Monterrey (México) de la Legión de Cristo. (ZENIT)

Idea principal: Tres formas de mirar al pecador: condena, indiferencia y perdón.

Síntesis del mensaje: Seguimos en el año de la misericordia. Toda la liturgia de hoy está impregnada de esa infinita misericordia de Dios. Dios perdona los pecados del rey David, porque se arrepintió cuando el profeta Natán le puso delante de sus ojos los horrendos pecados del rey (1ª lectura). San Pablo también experimentó esa misericordia gratuita de Dios, en Cristo, que le amó y se entregó por él, y a quien Pablo aceptó por la fe (2ª lectura). La mujer adúltera del evangelio, ya arrepentida, ofrece una liturgia penitencial llena de amor a Cristo en la casa del fariseo con esos gestos: con sus lágrimas bañó los pies de Jesús, los enjugó con su cabellera, los besó y los ungió con un perfume precioso. Grande es la misericordia de Dios al perdonar nuestros pecados, y no condenarnos ni ser indiferente ante nosotros.

 

Puntos de la idea principal:

En primer lugar, contemplemos la primera forma de ver al pecador: condena. Ahí tenemos a ese fariseo que invitó a Jesús a comer. Ningún detalle con Jesús: ni le ofreció agua para lavarse, ni le dio el ósculo de la paz. Sólo tenía ojos y corazón para condenar, no sólo a esa mujer pecadora que tocaba a Jesús, sino al mismo Jesús que permitía ese escándalo de dejarse tocar por una pecadora. ¡Ciego de los ojos y del corazón, este fariseo no ve nada de lo que tiene de bello esa actitud de la mujer! Es más, juzga y critica. Juzga a la mujer, sin interesarse del cambio de actitud que manifiesta su comportamiento. Crucificó a la mujer en la categoría de los pecadores y no admite que pueda salir de ella. Él se considera justo. Juzga también a Cristo, a quien invitó por curiosidad y no por amor y deseo de escucharlo, al ver el entusiasmo que provocaba en tanta gente. ¡Lástima por este fariseo! Tan cerca estuvo de Jesús y no se dejó tocar por su misericordia. Ni siquiera Jesús le condena; simplemente le hace reflexionar en su postura para que se corrija y se convierta. Y lo hace con esa parábola que desencadena unas consecuencias: la generosidad de esta mujer pecadora arrepentida se contrapone a la mezquindad y frialdad del fariseo que faltó a la más elemental cortesía con ese huésped.

En segundo lugar, contemplemos la segunda forma de ver al pecador: indiferencia. Ahí están los demás comensales a quienes el fariseo seguramente invitó a comer. Nada dicen. Nada les interesa. Están ahí, comiendo y aprovechando la tertulia. Cada uno seguramente diría: ¿a mí qué? El Papa Francisco está hablando frecuentemente de la cultura y la globalización de la indiferencia. En Lampedusa, la pequeña isla del sur de Sicilia y célebre por el desembarco continuo de inmigrantes, el Papa clamó así: ¿Quién de nosotros ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas, de todos aquellos que viajaban sobre las barcas, por las jóvenes madres que llevaban a sus hijos, por estos hombres que buscaban cualquier cosa para mantener a sus familias? Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia del llanto…La ilusión por lo insignificante, por lo provisional, nos lleva hacia la indiferencia hacia los otros, nos lleva a la globalización de la indiferencia”. Fue su primer viaje oficial. Continuaba el Papa: “¿Quién es el responsable de la sangre de estos hermanos? Ninguno. Todos respondemos: yo no he sido, yo no tengo nada que ver, serán otros, pero yo no. Hoy nadie se siente responsable, hemos perdido el sentido de la responsabilidad fraterna, hemos caído en el comportamiento hipócrita [..]. Miramos al hermano medio muerto al borde de la acera y tal vez pensamos: pobrecito, y continuamos nuestro camino, no es asunto nuestro, y así nos sentimos tranquilos. La cultura del bienestar, que nos lleva a pensar solo en nosotros mismos, nos convierte en insensibles al grito de los demás, nos hace vivir en pompas de jabón, que son bonitas, pero son inútiles, no son nada…”. Frente al pecador, esta globalización de la indiferencia se hace más culpable y nos convierte en cómplice de los pecados de nuestros hermanos: “¿Acaso soy yo guardián de mi hermano?” –clamó Caín a Dios cuando le pidió cuentas de la sangre de su hermano Abel. Sí, somos guardianes y tenemos que ayudar a nuestros hermanos a salir del pecado y acercarles al Salvador.

Finalmente, contemplemos la última forma de ver al pecador: el perdón. Ahí está Jesús. En cuanto Jesús ve arrepentimiento, sus entrañas se conmueven. De entrada digamos que la misericordia de Dios, encarnada en Cristo, escandalizó a los juristas y fariseos de su tiempo. Decía el predicador de los ejercicios espirituales este año 2016 al Papa y a la curia romana que los fariseos de todas las épocas colocan el pecado “en el centro de la relación con Dios”, pero “la Biblia no es un ídolo o un tótem”; exige “inteligencia y corazón”. Los poderes que no dudan en usar a una vida humana y a la religión  “ponen a Dios contra el hombre”. Y ésta es “la tragedia del integrismo religioso”. “El Señor no soporta a los hipócritas, los que llevan máscaras, los que tienen un corazón doble, los comediantes de la fe y no soporta a los acusadores y a los jueces”. El genio del cristianismo está, en cambio, en el abrazo entre Dios y el hombre. “Ya no se oponen”, “materia y espíritu se abrazan”.  La enfermedad que Jesús más teme y combate es “el corazón de piedra” de los hipócritas: “violar a un cuerpo, culpable o inocente, con las piedras o con el poder, es la negación de Dios que vive en esa persona”. ¡Qué liturgia penitencial tan linda realizó esa mujer pecadora con Jesús en la casa del “justo” fariseo: lavó los pies de Jesús con sus lágrimas de arrepentimiento, los enjugó con sus cabellos de bondad, los besó con sus labios de ternura y los ungió con el perfume de su amor! Lo que otrora le sirvió para pecar, ahora, arrepentida, lo deja a los pies de Jesús. Mujer nueva, redimida, perdonada, levantada, purificada. Se sintió no sólo perdonada, sino honrada con los elogios de Jesús a sus gestos.

Para reflexionar: ¿Cuál de esas tres posturas yo tengo delante del pecador: condena, indiferencia o perdón? ¿Rezo por los pecadores? ¿Me reconozco pecador y me abro a la misericordia de Dios en la confesión? Pensemos en esta respuesta que el Papa Francisco dio en una entrevista que le hicieron en la casa santa Marta en diciembre de 2014:

¿La renovación de la Iglesia a la que usted llama desde que fue electo apunta también a buscar a estas ovejas perdidas y a frenar esa sangría de fieles?

No me gusta usar esa imagen de la “sangría” porque es una imagen muy ligada al proselitismo. No me gusta usar términos ligados al proselitismo porque no es la verdad. Me gusta usar la imagen de hospital de campo: hay gente muy herida que está esperando que vayamos a curarle las heridas, heridas por mil motivos. Y hay que salir a curar heridas. Hay gente herida por desatención, por abandono de la Iglesia misma, gente que está sufriendo horrores…

 

Para rezar: Salmo 50 (51)

3 Ten piedad de mí, oh Dios, en tu bondad,

por tu gran corazón, borra mi falta.

4 Que mi alma quede limpia de malicia,

purifícame de mi pecado.

5 Pues mi falta yo bien la conozco

y mi pecado está siempre ante mí;

6 contra ti, contra ti sólo pequé,

lo que es malo a tus ojos yo lo hice.

Cualquier sugerencia o duda pueden comunicarse con el padre Antonio a este email: [email protected]


Publicado por verdenaranja @ 22:59  | Espiritualidad
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Lunes, 06 de junio de 2016

Este sábado 4 de juniode 2016, el Santo Padre Francisco ha recibido en Audiencia a los participantes en la Asamblea de las Obras Misionales Pontificias, y ha dirigido a los presentes el discurso completo que publicamos a continuación:  (Ciudad del Vaticano. Agencia Fides)

Señor Cardenal,
venerables hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas,
doy mi bienvenida a todos, Directores Nacionales de las Obras Misionales y colaboradores de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos. Doy las gracias al Cardenal Fernando Filoni por las palabras que me ha dirigido, y a todos vosotros por vuestro precioso servicio a la misión de la iglesia que es el de llevar el Evangelio «a toda criatura » (Mc 16,15).
Este año nuestro encuentro se produce en el centenario de la fundación de la Pontificia Unión Misional (PUM). La Obra se inspira en la figura del beato Paolo Manna, sacerdote misionero del Pontificio Instituto para las Misiones Extranjeras, que sostuvo san Guido Maria Conforti, y que fue aprobada por el Papa Benedicto XV el 31 de octubre de 1916; mientras cuarenta años después, el venerable Pío XII la calificó como “Pontificia”. A través de la intuición del beato Paolo Manna y de la mediación de la Sede Apostólica, el Espíritu Santo condujo a la Iglesia a tener cada vez más conciencia de su propia naturaleza misionera, que posteriormente el Concilio Ecuménico Vaticano II llevó a su madurez.
El beato Paolo Manna entendió muy bien que formar y educar al misterio de la Iglesia y a su inherente vocación misionera es un propósito que debe tener todo el pueblo santo de Dios, en los diversos estados de vida y ministerios. «De las tareas de la Unión Misional algunas son de carácter cultural, otras de carácter espiritual, otras prácticas y organizativas. La Unión Misional tiene la tarea de iluminar, inflamar y trabajar organizando a los sacerdotes, y mediante ellos a todos los files, en favor de las misiones». Tal como lo expresó el fundador de la Unión Misional en 1936 en su intervención histórica, celebrada durante el segundo Congreso Internacional de la Obra. Sin embargo, formar en la misión a los obispos y sacerdotes no significaba reducir esta Unión a una realidad simplemente clerical, sino a sostener a la jerarquía en su servicio al carácter misionero de la Iglesia que es propio de todos: fieles y pastores, casados o consagrados, Iglesia universal e Iglesias particulares.
Poniendo en acto este servicio con la caridad que le es propia, los pastores mantienen la Iglesia siempre y en todas partes en un estado de misión, que es siempre en última instancia, obra de Dios, y de la que participan, mediante el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, todos los creyentes.
Queridos Directores Nacionales de las Obras Misionales Pontificias, la misión es la que hace a la Iglesia y la mantiene fiel a la voluntad salvífica de Dios. Por esta razón, aunque es importante que os ocupéis de la recogida y distribución de las ayudas económicas que diligentemente administráis en favor de las muchas iglesias y los muchos cristianos necesitados, servicio por el que os doy las gracias, os insto a que no os limitéis solo a este aspecto. Se necesita “mística”. Necesitamos crecer en la pasión evangélica. Tengo miedo, lo confieso, de que vuestra obra se quede solo en lo organizativo, perfectamente organizada, pero sin pasión. Esto lo puede hacer también una ONG, ¡pero ustedes no son una ONG!. Vuestra unión sin pasión no sirve; sin ‘mística’ no sirve. Y si tenemos que sacrificar algo, sacrifiquemos la organización, vayamos adelante con la mística de los santos. Hoy, vuestra Unión misional necesita de esto, la mística de los santos y de los mártires”. “Y este es el trabajo generoso de formación permanente a la misión que deben hacer; que no es solo un curso intelectual, sino que forma parte de esta ola de pasión misionera, de testimonio martirial. Las Iglesias de reciente fundación, a las que ustedes ayudan para su formación misionera permanente, podrán transmitir a las iglesias de antigua fundación, a veces apesadumbradas por su historia y un poco cansadas, el ardor de la fe juvenil, el testimonio de la esperanza cristiana, sostenida por el valor admirable del martirio. Os animo a servir con gran amor a las Iglesias que, gracias a los mártires, nos dan testimonio de cómo el Evangelio nos hace partícipes de la vida de Dios, y lo hacen por atracción y no por proselitismo.
Que en este Año Santo de la Misericordia, el ardor misionero que consumía al beato Paolo Manna y del que surgió la Pontificia Unión Misional, aún hoy siga haciendo arder, apasionar, renovar, repensar y reformar el servicio que esta Obra está llamada a ofrecer a la Iglesia entera. Vuestra Unión no debe ser la misma el año que viene como este año: tiene que cambiar en esta dirección, se debe convertir con esta pasión misionera. Mientras damos gracias al Señor por sus cien años, que la pasión por Dios y por la misión de la Iglesia lleve también a la Pontificia Unión Misional a repensarse nuevamente, en la docilidad del Espíritu Santo, en vista de una adecuada reforma de sus modalidades, es decir de conversión y reforma - actuativas y de una auténtica renovación para el bien de la formación permanente de la misión de todas las Iglesia. A la Virgen María, Reina de las Misiones, a los santos Pedro y Pablo, a san Guido María Conforti y al beato Paolo Ma nna encomendamos con gratitud vuestro servicio. Os bendigo de corazón y os pido que por favor oréis por mí, para que no caiga en la “beata quiete”; para que también yo tenga ardor misionero para seguir adelante. Y os invito a rezar juntos el Ángelus”.


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Homilía del papa Francisco en la misa del 5 de junio 2016. (zenit)

 

“La Palabra de Dios que hemos escuchado nos conduce al acontecimiento central de la fe: La victoria de Dios sobre el dolor y la muerte. Es el Evangelio de la esperanza que surge del Misterio Pascual de Cristo, que se irradia desde su rostro, revelador de Dios Padre y consolador de los afligidos. Es una palabra que nos llama a permanecer íntimamente unidos a la pasión de nuestro Señor Jesús, para que se manifieste en nosotros el poder de su resurrección.

En efecto, en la Pasión de Cristo está la respuesta de Dios al grito angustiado y a veces indignado que provoca en nosotros la experiencia del dolor y de la muerte. Se trata de no escapar de la cruz, sino de permanecer ahí, como hizo la Virgen Madre, que sufriendo junto a Jesús recibió la gracia de esperar contra toda esperanza (cf. Rm 4,18).

Esta ha sido también la experiencia de Estanislao de Jesús María y de María Isabel Hesselblad, que hoy son proclamados santos: han permanecido íntimamente unidos a la pasión de Jesús y en ellos se ha manifestado el poder de su resurrección.

La primera Lectura y el Evangelio de este domingo nos presentan justamente, dos signos prodigiosos de resurrección, el primero obrado por el profeta Elías, el segundo por Jesús. En los dos casos, los muertos son hijos muy jóvenes de mujeres viudas que son devueltos vivos a sus madres.

La viuda de Sarepta –una mujer no judía, que sin embargo había acogido en su casa al profeta Elías– está indignada con el profeta y con Dios porque, precisamente cuando Elías era su huésped, su hijo se enfermó y después murió en sus brazos. Entonces Elías dice a esa mujer: «Dame a tu hijo», «Dame a tu hijo». (1 R 17,19).

Esta es una palabra clave: manifiesta la actitud de Dios ante nuestra muerte (en todas sus formas); no dice: «tenla contigo, arréglatelas», sino que dice: «Dámela». En efecto, el profeta toma al niño y lo lleva a la habitación de arriba, y allí, él solo, en la oración, «lucha con Dios», presentándole el sinsentido de esa muerte. Y el Señor escuchó la voz de Elías, porque en realidad era él, Dios, quien hablaba y el que obraba en el profeta. Era él que, por boca de Elías, había dicho a la mujer: «Dame a tu hijo». Y ahora era él quien lo restituía vivo a su madre.

La ternura de Dios se revela plenamente en Jesús. Hemos escuchado en el Evangelio (Lc 7,11-17), cómo él experimentó «mucha compasión» (v.13) por esa viuda de Naín, en Galilea, que estaba acompañando a la sepultura a su único hijo, aún adolescente. Pero Jesús se acerca, toca el ataúd, detiene el cortejo fúnebre, y seguramente habrá acariciado el rostro bañado de lágrimas de esa pobre madre. «No llores», le dice (Lc 7,13). Como si le pidiera: «Dame a tu hijo».

Jesús pide para sí nuestra muerte, para librarnos de ella y darnos la vida. Y en efecto, ese joven se despertó como de un sueño profundo y comenzó a hablar. Y Jesús «lo devuelve a su madre» (v. 15). No es un mago. Es la ternura de Dios encarnada, en él obra la inmensa compasión del Padre.

Una especie de resurrección es también la del apóstol Pablo, que de enemigo y feroz perseguidor de los cristianos se convierte en testigo y heraldo del Evangelio (cf. Ga 1,13-17). Este cambio radical no fue obra suya, sino don de la misericordia de Dios, que lo «eligió» y lo «llamó con su gracia», y quiso revelar «en él» a su Hijo para que lo anunciase en medio de los gentiles (vv. 15-16). Pablo dice que Dios Padre tuvo a bien manifestar a su Hijo no sólo a él, sino en él, es decir, como imprimiendo en su persona, carne y espíritu, la muerte y la resurrección de Cristo. De este modo, el apóstol no será sólo un mensajero, sino sobre todo un testigo.

Y también con nosotros los pecadores, a todos y cada uno, Jesús no cesa de hacer brillar la victoria de la gracia que da vida. Dice a la Madre Iglesia: «Dame a tus hijos», que somos todos nosotros. Él toma consigo todos nuestros pecados, los borra y nos devuelve vivos a la misma Iglesia. Y esto sucede de modo especial durante este Año Santo de la Misericordia.

La Iglesia nos muestra hoy a dos hijos suyos que son testigos ejemplares de este misterio de resurrección. Ambos pueden cantar por toda la eternidad con las palabras del salmista: «Cambiaste mi luto en danzas, / Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre» (Sal 30,12). Y todos juntos nos unimos diciendo: «Te ensalzaré, Señor, porque me has librado» (Respuesta al Salmo Responsorial).

 


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Domingo, 05 de junio de 2016

Tercera meditación del Papa pronunciada en Junio de 2016  en el Jubileo de los sacerdotes, en Roma. (ZENIT)

AÑO DE LA MISERICORDIA - JUBILEO DE LOS SACERDOTES

RETIRO CON EL PAPA: Tercera Meditación

 

Esta tercera meditación tiene como título: el buen olor de Cristo y la luz de su misericordia

En nuestro tercer encuentro les propongo meditar sobre las obras de misericordia, ya sea tomando alguna de ellas, la que más sintamos ligada a nuestro carisma, ya sea contemplándolas todas juntas, viéndolas con los ojos misericordiosos de nuestra Señora, que nos hacen descubrir «el vino que falta» y nos alientan a «hacer todo lo que Jesús nos diga», para que su misericordia obre los milagros que nuestro pueblo necesita.

Las obras de misericordia están muy ligadas a los «sentidos espirituales». Al rezar pedimos la gracia de «sentir y degustar» el Evangelio de tal manera que nos sensibilice para la vida. Movidos por el Espíritu, guiados por Jesús, podemos ver ya de lejos con ojos de misericordia al quien yace caído al lado del camino, podemos escuchar los gritos de Bartimeo; podemos notar cómo el Señor siente en el borde de su manto el toque tímido pero decidido de la hemorroísa; podemos pedir la gracia de gustar con él en la cruz el sabor amargo de la hiel de todos los crucificados, para sentir así el fuerte olor de la miseria -en hospitales de campaña, en trenes y en barcones repletos de gente-; ese olor que no tapa el aceite de la misericordia, sino que al ungirlo hace que se despierte una esperanza.

El Catecismo de la Iglesia Católica, hablando de las obras de misericordia, nos cuenta que santa Rosa de Lima, el día en que su madre la reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, ella le contestó: «Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, somos buen olor de Cristo» (n. 2449). Ese buen olor de Cristo –el cuidado de los pobre– es distintivo de la Iglesia, siempre lo ha sido. Pablo centró en esto su encuentro con «las columnas», como él les llama, con Pedro, Santiago y Juan. Ellos «sólo nos pidieron que nos acordáramos de los pobres».

Para mí esto lo he ya dije, apenas elegido papa, apenas seguían el escrutiño, se acercó a mi un hermano cardenal y me dijo: no te olvides de los pobres, el primer mensaje que el Señor me hizo llegar en ese momento.

El Catecismo dice también, de manera sugestiva, que «los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos».

En la Iglesia hemos tenido y tenemos muchas cosas no tan buenas, y muchos pecados, pero en esto de servir a los pobres con obras de misericordia, siempre hemos seguido como Iglesia al Espíritu, y nuestros santos lo hicieron de manera muy creativa y eficaz.

El amor a los pobres ha sido el signo, la luz que hace que la gente glorifique al Padre. Nuestro pueblo valora esto: al cura que cuida a los más pobres, a los enfermos, que perdona a los pecadores, que enseña y corrige con paciencia…

Nuestro pueblo perdona a los curas muchos defectos, salvo el de estar apegados al dinero. El pueblo no lo perdona. Y no es tanto por la riqueza en sí, sino porque el dinero nos hace perder la riqueza de la misericordia. Nuestro pueblo olfatea qué pecados son graves para el pastor, cuáles matan su ministerio porque lo convierten en un funcionario o peor aún, en un mercenario, y cuáles son en cambio, no diría que pecados secundarios, porque no se si teológicamente se puede decir esto, sí pecados que se pueden sobrellevar, cargar como una cruz, hasta que el Señor los purifique al final, como hará con la cizaña.

Sin embargo, lo que atenta contra la misericordia es una contradicción principal. Atenta contra el dinamismo de la salvación, contra Cristo que «se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza» (2 Co 8,9). Y esto es así porque la misericordia sana «perdiendo algo de sí»: un jirón del corazón se queda con el herido, un tiempo de nuestra vida en el que teníamos ganas de hacer algo lo perdemos para lo que teníamos ganas de hacer cuando se lo regalamos al otro en una obra de misericordia.

Por eso, no se trata de que Dios tenga misericordia mí en alguna falta, como si en el resto yo fuera autosuficiente, que de vez en cuando yo realice algún acto particular de misericordia con algún necesitado. La gracia que pedimos en esta oración es la de dejarnos misericordiar por Dios en todos los aspectos de nuestra vida y de ser misericordiosos con los demás en todo nuestro actuar.

Para nosotros, sacerdotes y obispos, que trabajamos con los sacramentos bautizando, confesando, celebrando la Eucaristía…, la misericordia es la manera de convertir toda la vida del Pueblo de Dios en “sacramento”. Ser misericordioso no es sólo un modo de ser, sino el modo de ser. No hay otra posibilidad de ser sacerdote.

El Cura Brochero, decía: «El sacerdote que no tiene mucha compasión de los pecadores es medio sacerdote. Estos trapos benditos que llevo encima no son los que me hacen sacerdote; si no llevo en mi pecho la caridad, no soy ni siquiera cristiano».

Ver lo que falta para poner remedio inmediatamente y, mejor aún, preverlo, es propio de la mirada de un padre. Esta mirada sacerdotal –del que hace las veces del padre en el seno de la Iglesia Madre–, que nos lleva a ver a los hombres en clave de misericordia, es la que se debe enseñar a cultivar desde el seminario y debe alimentar todos los planes pastorales. Queremos, y le pedimos al Señor, una mirada que aprenda a discernir los signos de los tiempos en clave de «qué obras de misericordia están necesitando hoy nuestros pueblos», para poder sentir y gustar al Dios de la historia que camina en medio de ellos. Porque, como dice Aparecida citando a san Alberto Hurtado, «en nuestras obras, nuestro pueblo sabe que comprendemos su dolor».

La prueba de esta comprensión de nuestros pueblos es que en nuestras obras de misericordia siempre somos bendecidos por Dios y encontramos ayuda y colaboración en nuestra gente. No así para otro tipo de proyectos, que a veces van bien y otras no, sin que algunos se den cuenta de por qué no funciona y se rompan la cabeza buscando un nuevo, enésimo, plan pastoral, cuando uno podría decir sencillamente: no funciona porque le falta misericordia, sin necesidad de entrar en detalles.

Si no es bendecido es porque le falta misericordia. Falta esa misericordia que tiene que ver más con un hospital de campaña que con una clínica de lujo, esa misericordia que, valorando algo bueno, siembra un futuro para un encuentro de la persona con Dios, en vez de alejarla con una crítica puntual

Les propongo una oración con la pecadora perdonada (Jn 8,3-11), para pedir la gracia de ser misericordiosos en la confesión, y otra sobre la dimensión social de las obras de misericordia. Siempre me conmueve el pasaje del Señor con la mujer adúltera: como, cuando no la condenó, el Señor «faltó» a la ley; en ese punto en que le pedían que se definiera «¿hay que apedrearla o no?», no se definió, no aplicó la ley. Hizo como que no entendía, también en esto el Señor es un maestro con nosotros. Les salió con otra cosa. Inició así un proceso en el corazón de la mujer que necesitaba aquellas palabras: «Yo tampoco te condeno». Con la mano tendida la puso en pie, y esto le permitió que se encontrara con una mirada llena de dulzura que le cambió el corazón.

El Señor tiende la mano a la hija de Jairo, denle de comer. Al muchacho muerto, Naím, lo da a su madre; a esta pecadora, levántate. El Señor entra en donde quiere que el hombre esté, siempre de pié, nunca por tierra.

A veces me da una mezcla de pena e indignación cuando alguno se apura a poner en claro la última recomendación, el «no peques más». Y utiliza esta frase para «defender» a Jesús y que no quede como uno que se saltó la ley. Pienso que las palabras que utiliza el Señor forman un todo con sus acciones. El hecho de agacharse para escribir en tierra dos veces, pausando lo que les dice a los que quieren apedrear a la mujer y luego lo que le dice a ella, nos habla de un tiempo que el Señor se toma para juzgar y perdonar. Un tiempo que remite a cada uno a su interioridad y hace que los que juzgan se retiren.

En su diálogo con la mujer, el Señor abre otros espacios: uno es el espacio de la no condena. El Evangelio insiste en este espacio que ha quedado libre. Nos sitúa en la mirada de Jesús y nos dice que «no ve a nadie alrededor sino sólo a la mujer». Y luego, Jesús mismo hace mirar alrededor a la mujer con su pregunta: «¿Dónde están los que te “categorizaban”?» La palabra es importante, ya que habla de eso que tanto rechazamos, como es el que nos cataloguen o nos caricaturicen…

Una vez que la hace mirar ese espacio libre del juicio ajeno, le dice que él tampoco lo invade con sus piedras: «Yo tampoco te condeno». Y ahí mismo le abre otro espacio libre: «En adelante no peques más».

El mandamiento se da para adelante, para ayudar a andar, para «caminar en el amor». Esta es la delicadeza de la misericordia que mira con piedad lo pasado y da ánimo para el futuro. Este «no peques más» no es algo obvio. El Señor lo dice «junto con ella», le ayuda a poner en palabras lo que ella misma siente, ese «no» libre al pecado, que es como el «sí» de María a la gracia.

El «no» va dicho en relación a la raíz del pecado de cada uno. En la mujer se trataba de un pecado social, de alguien a la que se le acercaba la gente o para estar con ella o para apedrearla. O para estar con ella o para lapidarla, no había ningún otro tipo de cercanía con esta mujer.

Por eso, el Señor no sólo le despeja el camino, sino que la pone a caminar, para que deje de ser «objeto» de la mirada ajena, para que sea protagonista. El no pecar no se refiere sólo al aspecto moral, creo yo, sino a un tipo de pecado que no la deja hacer su vida.

También le dice al paralítico de la piscina de Betesda: «No peques más». Pero a este –que se justificaba con las cosas tristes que le sucedían, que tenía una psicología de víctima– la mujer no, lo pincha un poco con eso de que «no sea que te suceda algo peor». Aprovecha el Señor su manera de pensar, aquello que teme, para sacarlo de su parálisis. Lo persuade con el susto, digamos. Así, cada uno tenemos que escuchar este «no peques más» de manera honda, personal.

Esta imagen del Señor, que pone a caminar a la gente, el Señor que pone en camino a las personas, es muy apropiada: él es el Dios que se pone a caminar con su pueblo, que lleva adelante y acompaña nuestra historia. Por eso, el objeto al que se dirige la misericordia es muy preciso: es hacia aquello que hace que un hombre o una mujer no caminen en su lugar, con los suyos, a su ritmo, hacia donde Dios los invita a andar.

La pena, lo que conmueve, es que uno se pierda, o se quede atrás, o se sea presuntuoso. Que esté desubicado, digamos. Que no esté a mano para el Señor, disponible para lo que él quiera mandar. Que uno no camine humildemente en presencia del Señor (cf. Mi 6,8), que no camine en la caridad (cf. Ef 5,2).

 

Ahora pasemos para decir dos palabras, aunque son más de dos, pero irá bien: sobre el espacio del confesionario, donde la verdad nos hace libres

Al final de los Ejercicios, san Ignacio pone la «contemplación para alcanzar amor», que conecta lo vivido en la oración con la vida cotidiana. Y nos hace reflexionar acerca de cómo el amor hay que ponerlo más en las obras que en las palabras. Esas obras son las obras de misericordia, las que el Padre «preparó de antemano para que las practicáramos» (Ef 2,10), las que el Espíritu inspira a cada uno para el bien común (cf. 1 Co
12, 7).

A la vez que agradecemos al Señor por tantos beneficios recibidos de su bondad, pedimos la gracia de llevar a todos los hombres esa misericordia que nos ha salvado a nosotros. Les propongo, en esta dimensión social, meditar con alguno de los párrafos finales de los Evangelios.

Allí, el Señor mismo establece esa conexión entre lo recibido y lo que debemos dar. Podemos leer estos finales en clave de «obras de misericordia», que ponen en acto el tiempo de la Iglesia en el que Jesús resucitado vive, acompaña, envía y atrae nuestra libertad, que encuentra en él su realización concreta y renovada cada día.

Mateo, en el final, nos dice que el Señor envía a los apóstoles y les dice: «Enseñen a guardar todo lo que yo les he mandado». Este «enseñar al que no sabe» es en sí mismo una de las obras de misericordia. Y se espeja como la luz en las demás obras: en las de Mateo 25, que tienen que ver más con las obras así llamadas corporales y en todos los mandamientos y consejos evangélicos, de «perdonar», «corregir fraternalmente», consolar a los tristes, soportar las persecuciones… etc.

Marcos termina con la imagen del Señor que «colabora» con los apóstoles y «confirma la Palabra con las señales que la acompañan». Esas «señales» tienen la característica de las obras de misericordia. Marcos habla, entre otras cosas, de sanar a los enfermos y expulsar a los malos espíritus.

Lucas continúa su Evangelio con el libro de los «Hechos» –praxeis– de los apóstoles, narrando su modo de proceder y las obras que hacen, guiados por el Espíritu.

Juan termina hablando de las «otras muchas cosas» (21,25) o «señales» (20,30) que hizo Jesús. Los hechos del Señor, sus obras, no son meros hechos sino que son signos en los que, de manera personal y única en cada uno, se muestra su amor y su misericordia.

Podemos contemplar al Señor que nos envía a este trabajo con la imagen de Jesús misericordioso, tal como se le reveló a sor Faustina. En esa imagen podemos ver la Misericordia como una única luz que viene de la interioridad de Dios y que, al pasar por el corazón de Cristo, sale diversificada, con un color propio para cada obra de misericordia.

Las obras de misericordia son infinitas, cada una con su sello personal, con la historia de cada rostro. No son solamente las siete corporales y las siete espirituales en general. O más bien, estas, así numeradas, son como las materias primas –las de la vida misma– que, cuando las manos de la misericordia las tocan y las moldean, se convierten cada una de ellas en una obra artesanal.

Una obra que se multiplica como el pan en las canastas, que crece desmesuradamente como la semilla de mostaza. Porque la misericordia es fecunda e inclusiva. Estas son dos características importantes: la misericordia es fecunda e inclusiva.

Es verdad que solemos pensar en las obras de misericordia de una en una, y en cuanto ligadas a una obra: hospitales para los enfermos, comedores para los que tienen hambre, hospederías para los que están en situación de calle, escuelas para los que tienen que educarse, el confesionario y la dirección espiritual para el que necesita consejo y perdón…

Pero, si las miramos en conjunto, el mensaje es que el objeto de la misericordia es la vida humana misma y en su totalidad. Nuestra vida misma en cuanto «carne» es hambrienta y sedienta, necesitada de vestido, casa y visitas, así como de un entierro digno, cosa que nadie puede darse a sí mismo.

Hasta el más rico, al morir, queda hecho una miseria y nadie lleva detrás, en su cortejo, el camión de la mudanza. Nuestra vida misma, en cuanto «espíritu», tiene necesidad de ser educada, corregida y alentada (consolada).

Necesitamos que otros nos aconsejen, nos perdonen, nos aguanten y recen por nosotros. La familia es la que practica estas obras de misericordia de manera tan ajustada y desinteresada que no se nota, pero basta que en una familia con niños pequeños falte la mamá para que todo se quede en la miseria. La miseria más absoluta y crudelísima es la de un niño en la calle, sin papás, a merced de los buitres.

Hemos pedido la gracia de ser signo e instrumento, ahora se trata de «actuar», y no sólo de tener gestos sino de hacer obras, de institucionalizar, de crear una cultura de la misericordia, opuesto a una cultura de la beneficencia, tenemos que distinguir. Puestos a obrar, sentimos inmediatamente que es el Espíritu el que moviliza y lleva adelante estas obras.

Y lo hace utilizando los signos e instrumentos que desea, aunque a veces no sean los más aptos en sí mismos. Es más, se diría que para ejercitar las obras de misericordia el Espíritu elige más bien los instrumentos más pobres, los más humildes e insignificantes, los más necesitados ellos mismos de ese primer rayo de la misericordia divina.

Estos son los que mejor se dejan formar y capacitar para realizar un servicio de verdadera eficacia y calidad. La alegría de sentirse «siervos inútiles», a los que el Señor bendice con la fecundidad de su gracia, y que él mismo en persona sienta a su mesa y les ofrece la Eucaristía, es una confirmación de estar trabajando en sus obras de misericordia.

A nuestro pueblo fiel le gusta unirse en torno a las obras de misericordia. Basta ir a una audiencia general de los miércoles y vemos a cuantos grupos que están allí reunidos por obras de misericordia.

Tanto en las celebraciones –penitenciales y festivas– como en la acción solidaria y formativa, nuestro pueblo se deja juntar y pastorear de una manera que no todos advierten ni valoran, aunque fracasen tantos otros planes pastorales centrados en dinámicas más abstractas.

La presencia masiva de nuestro pueblo fiel en nuestros santuarios y peregrinaciones, presencia anónima, pero anónima por exceso de rostros y por el deseo de hacerse ver sólo por Aquel y Aquella que los miran con misericordia, así como por la colaboración también numerosa que, sosteniendo con su trabajo tanta obra solidaria, debe ser motivo de atención, de valoración y de promoción por nuestra parte. Y para mi fue una sorpresa ver como estas organizaciones en Italia sean tan fuertes y reúnan tanta gente.

Como sacerdotes, pedimos dos gracias al Buen Pastor, la de saber dejamos guiar por el sensus fidei de nuestro pueblo fiel, y también por su «sentido del pobre». Ambos «sentidos» tienen que ver con su «sensus Christi», del cual habla Pablo, con el amor y la fe que nuestro pueblo tiene por Jesús.

Después de la conclusión tengo un bonus. Terminamos rezando el Alma de Cristo, que es una hermosa oración para pedir misericordia al Señor venido en carne, que nos misericordea con su mismo Cuerpo y Alma.

Le pedimos que nos misericordee junto con su pueblo: a su alma, le pedimos «santifícanos», a su cuerpo, le suplicamos «sálvanos», a su sangre, le rogamos «embriáganos», quítanos toda otra sed que no sea de ti, al agua de su costado, le pedimos «lávanos»; a su pasión le rogamos «confórtanos», como en la oración que hicimos al inicio, en la hora nona. Consuela a tu pueblo, Señor crucificado; en sus llagas suplicamos «hospédanos»… No permitas que tu pueblo, Señor, se aparte de ti. Que nada ni nadie nos separe de tu misericordia, que nos defiende de las insidias del enemigo maligno. Así podremos cantar las misericordias del Señor junto con todos tus santos cuando nos mandes ir a ti”.

Con el canto del Anima Cristi, concluyó la ceremonia. Y el Papa añadió que “he sentido algun comento de los sacerdotes que decía, este papa nos apalea mucho”, y señala que a veces sí, pero que está edificado de ver tantos sacerdotes buenos, y que conoció a los que dormían con el teléfono en la mesa deluz, nadie moría sin los sacramentos. “Eran buenos sacertotes, todos somos pecadores, pero hay tantos y buenos sacerdotes que trabajan en silencio y escondido. Pero sabemos que hace más ruido el arbol que se cae que el bosque que crece”.

 

Concluyó contando que había recibido ayer una carta, de un párroco en Italia, de tres pueblos de montaña, que lamentaba que a pesar de que uno se volvió sacerdote para sentir ese olor de ovejas, “a veces es frustrante ver como se corre por el aparato burocrático y dejar a la gente casi abandonada”. Y que esto no quita la alegría se ser pastor para y con la gente. Y si a veces no tiene el olor de las ovejas, al menos veo que la grey no olvidó a su pastor. Y concluye: “Le agradezco también esos tirones de orejas que necesito para mi camino”.

O sea los palos, añade el Papa. Al concluir de leer la carta, estallan por tercera vez los aplausos.

“Hay muchos pastores así, como aquí los hay tantos. No dejar de mirar a la Virgen y dejarse mirar por ella, dejarse mirar por la gente y me permito decirlo no perder el sentido del humor”. La meditación concluyó con el canto del Salve Regina. 


Publicado por verdenaranja @ 21:13  | Habla el Papa
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Segunda meditación del Papa pronunciada en Junio de 2016  en el Jubileo de los sacerdotes, en Roma. (ZENIT)

AÑO DE LA MISERICORDIA - JUBILEO DE LOS SACERDOTES

RETIRO CON EL PAPA: Segunda Meditación

 

Después de haber predicado sobre la “dignidad avergonzada” y la “vergüenza digna”, que es el fruto de la Misericordia, vamos adelante con este meditación sobre el “receptáculo de la Misericordia”. Es simple. Yo podría decir solamente una frase e irme, porque es uno solo: el receptáculo de la misericordia es nuestro pecado.

Es así de simple, pero suele suceder que nuestro pecado es como un colador, como un cántaro agujereado por el que se escurre la gracia en poco tiempo. «Porque dos males ha hecho mi pueblo: me ha abandonado a mí, fuente de aguas vivas, para construir cisternas, cisternas agrietadas que no retienen el agua» (Jr 2,13).

De ahí la necesidad que el Señor explicita a Pedro de «perdonar setenta veces siete». Dios no se cansa de perdonar, pero somos nosotros que nos cansamos de pedir perdón. Dios no se cansa de perdonar aunque vea que su gracia pareciera que no termina de echar raíces fuertes en la tierra de nuestro corazón, que es camino duro, lleno de maleza y pedregoso.

Simplemente porque Dios no es pelagiano, es por esto que no se cansa de perdonar. Él vuelve a sembrar su misericordia y su perdón, y vuelve y vuelve… setenta veces siete.

Corazones re-creados

Sin embargo, podemos dar un paso más en esta misericordia de Dios que es siempre «más grande que nuestra conciencia» de pecado.

El Señor no sólo no se cansa de perdonarnos sino que renueva también el odre en que recibimos su perdón. Utiliza un odre nuevo para el vino nuevo de su misericordia, para que no sea como un vestido con remiendos ni un odre viejo. Y ese odre es su misericordia misma: su misericordia en cuanto experimentada en nosotros mismos y en cuanto la ponemos en práctica ayudando a otros. El corazón que ha recibido misericordia no es un corazón remendado pero un corazón nuevo, recreado. Aquel del cual David dice: «Crea en mi un corazón puro, renueva en mi un espíritu firme».

(Sal 50,12). Este corazón nuevo, re-creado, es un buen recipiente.

La liturgia expresa el alma de la Iglesia cuando nos hace decir esa hermosa oración: «Oh Dios, tú que maravillosamente creaste el universo, y más maravillosamente lo recreaste en la redención». Por lo tanto, esta segunda creación es más maravillosa que la primera.

Es un corazón que se sabe recreado gracias a la fusión de su miseria con el perdón de Dios y, por eso, «es un corazón misericordiado y misericordioso».

Es así: experimenta los beneficios que la gracia tiene sobre su herida y su pecado, siente cómo la misericordia pacifica su culpa, inunda con amor su sequedad, reaviva su esperanza. Por eso, cuando, al mismo tiempo y con la misma gracia, perdona al que tiene alguna deuda con él y se compadece de los que también son pecadores, esta misericordia arraiga en una tierra buena, en la que el agua no se escurre sino que da vida.

En el ejercicio de esta misericordia que repara el mal ajeno, nadie mejor que el que tiene fresca la sensación de haber sido misericordiado en el mismo mal para ayudar a curarlo.

Mírate a ti mismo, recuérdate de tu historia, cuenta tu historia y encontrarás tanta misericordia. Vemos cómo, entre los que trabajan en adicciones, los que se han rescatado suelen ser los que mejor comprenden, ayudan y exigen a los demás. Y el mejor confesor suele ser el que mejor se confiesa. Y podemos hacerlos la pregunta: ¿yo cómo me confieso? Casi todos los grandes santos han sido grandes pecadores o, como santa Teresita, tenían conciencia de que era pura gracia preveniente el hecho de que no lo hubieran sido.

Así, el verdadero recipiente de la misericordia es la misma misericordia que cada uno ha recibido y le ha recreado el corazón; ese es el «odre nuevo» del que habla Jesús (cf. Lc 5,37), el «hueco sanado».

Nos situamos así en al ámbito del misterio del Hijo, de Jesús, que es la misericordia del Padre hecha carne. La imagen definitiva del receptáculo de la misericordia la encontramos a través de las llagas del Señor resucitado, imagen de la huella del pecado restaurado por Dios, que no se borra totalmente ni supura: es cicatriz, no herida purulenta.

Las llagas del Señor. San Bernardo tiene dos hermosos sermones sobre las llagas del Señor. Allí en las llagas del Señor encontramos la misericordia. Él tiene coraje: ¿te sientes perdido? ¿Te sientes mal? entra allí en las entrañas del Señor y encontrarás misericordia.

En esa «sensibilidad» propia de las cicatrices, que nos recuerdan la herida sin doler mucho y la curación sin que se nos olvide la fragilidad, allí tiene su sede la misericordia divina: en nuestras cicatrices.

Las llagas del Señor, que aún tiene, las ha llevado consigo: el cuerpo hermoso, los lívidos no están pero las llagas las quiso llevar consigo.

A todos nosotros nos sucede que cuando vamos a hacer una visita médica y tenemos alguna cicatriz el médico nos dice: “¿Pero esta operación que fue?”. Miramos las cicatrices del alma: esta operación que has hecho tú, con tu misericordia, que has curado tú….

En la sensibilidad de Cristo resucitado que conserva sus llagas, no sólo en sus pies y en sus manos, sino que también su corazón es un corazón llagado, encontramos el sentido justo del pecado y de la gracia. Allí en el corazón herido.

Contemplando el corazón llagado del Señor nos espejamos en él. Se asemejan, nuestro corazón y el suyo, en que los dos están llagados y resucitados. Pero sabemos que el suyo era puro amor y quedó llagado porque aceptó ser vulnerado; el nuestro, en cambio, era pura llaga, que quedó sanada porque aceptó ser amada. En aquella aceptación se forma el receptáculo de la misericordia.

Nuestros santos recibieron la misericordia

Puede hacernos bien contemplar a otros que se dejaron recrear el corazón por la misericordia y mirar en qué «receptáculo» la recibieron.

Pablo la recibe en el receptáculo duro e inflexible de su juicio moldeado por la Ley. Su dureza de juicio lo impulsaba a ser un perseguidor. La misericordia lo transforma de tal manera que, a la vez que se convierte en un buscador de los más alejados, de los de mentalidad pagana, por otro lado es el más comprensivo y misericordioso para con los que eran como él había sido. Pablo deseaba ser considerado anatema con tal de salvar a los suyos.

Su juicio se consolida «no juzgándose ni siquiera a sí mismo», dejándose justificar por un Dios que es más grande que su conciencia, apelándose a Jesucristo que es abogado fiel, de cuyo amor nada ni nadie lo puede separar. La radicalidad de los juicios de Pablo sobre la misericordia incondicional de Dios, que supera la herida de fondo, la que hace que tengamos dos leyes, (la de la carne y la del Espíritu), es tal porque es el recipiente de una mente susceptible a lo absoluto de la verdad, herida allí mismo donde la Ley y la Luz se convierten en trampa. La famosa «espina» que el Señor no le quita es el receptáculo en el que Pablo recibe la misericordia del Señor (cf. 2 Co 12,7).

Pedro recibe la misericordia en su presunción de hombre sensato. Era sensato, con la sensatez maciza y trabajada de un pescador, que sabe por experiencia cuándo se puede pescar y cuándo no. Es la sensatez del que, cuando se entusiasma con esto de caminar sobre las aguas y de tener pescas milagrosas y se excede en mirarse a sí mismo, sabe pedir ayuda al único que lo puede salvar. Este Pedro fue sanado en la herida más honda que puede haber, la de negar al amigo.

Quizás el reproche de Pablo, cuando le echa en cara su doblez, tiene que ver con esto. Parecería que Pablo sentía que él había sido el peor «antes» de conocer a Cristo; pero Pedro lo fue después de conocerlo, lo negó… Sin embargo, ser sanado allí convirtió a Pedro en un Pastor misericordioso, en una piedra sólida sobre la cual siempre se puede edificar, porque es piedra débil que ha sido sanada, no piedra que en su contundencia lleva a tropezar al más débil.

Pedro es el discípulo a quien más corrige el Señor en el Evangelio. Lo corrige constantemente, hasta aquel último: «A ti qué te importa, tú sígueme a mí» (Jn 21,22). La tradición dice que se le aparece de nuevo cuando Pedro está huyendo de Roma. El signo de Pedro crucificado cabeza abajo, es quizás el más elocuente de este receptáculo de una cabeza dura que, para ser misericordiada, se pone hacia abajo incluso al estar dando el testimonio supremo de amor a su Señor.

Pedro no quiere terminar su vida diciendo: «Yo ya aprendí la lección», sino diciendo: «Como mi cabeza nunca va a aprender, la pongo para abajo». Arriba del todo, los pies que lavó el Señor. Esos pies son para Pedro el receptáculo por donde recibe la misericordia de su Amigo y Señor.

Juan será sanado en su soberbia de querer reparar el mal con fuego y terminará siendo ese que escribe «hijitos míos», y se parece a uno de esos abuelitos buenos que sólo hablan de amor, él, que era «el hijo del trueno» (Mc 3,17).

Agustín fue sanado en su nostalgia de haber llegado tarde a la cita, y esto lo hacía sufrir mucho, y en aquella nostalgia fue curado. «Tarde te amé», y encontrará esa manera creativa de llenar de amor el tiempo perdido escribiendo sus Confesiones.

Francisco es misericordiado cada vez más en muchos momentos de su vida. Quizás el receptáculo definitivo, que se convirtió en llagas reales, haya sido, más que besar al leproso, desposarse con la dama pobreza y sentir a toda creatura como hermana, el tener que custodiar en silencio misericordioso a la Orden que había fundado..

Aquí encuentro el gran heroísmo de Francisco: el tener que custodiar en misterioso silencio el Orden que había fundado. Este es su gran receptáculo de misericordia. Francisco ve que sus hermanos se dividen tomando como bandera la misma pobreza. El demonio nos hace pelear entre nosotros defendiendo las cosas más santas pero con mal espíritu.

Ignacio fue sanado en su vanidad, y si ese fue el recipiente, podemos vislumbrar lo grande que era ese deseo de vanagloria que se recreó en una tal búsqueda de la mayor gloria de Dios.

En el Diario de un cura rural, Bernanos nos relata la vida de un cura de pueblo, inspirándose en la vida del Santo Cura de Ars. Hay dos párrafos muy hermosos que narran los pensamientos íntimos del cura en los últimos momentos de su imprevista enfermedad: «Las últimas semanas que Dios me conceda seguir sosteniendo la carga de la parroquia… trataré de obrar menos preocupado por el porvenir, trabajaré tan sólo para el presente.

Esa especie de trabajo parece hecha a mi medida… Pues no tengo éxito más que en las cosas pequeñas. Y si he sido frecuentemente probado por la inquietud, tengo que reconocer que triunfo en las minúsculas alegrías». Un recipiente de la misericordia pequeñito tiene que ver con las minúsculas alegrías de nuestra vida pastoral, allí donde podemos recibir y ejercer la misericordia infinita del Padre en pequeños gestos. Los pequeños gestos de los sacerdotes.

El otro párrafo dice: «Todo ha terminado ya. La especie de desconfianza que tenía de mí, de mi persona, acaba de disiparse, creo que para siempre. La lucha ha terminado. No la comprendo ya. Me he reconciliado conmigo mismo, con este despojo que soy. Odiarse es más fácil de lo que se cree. La gracia es olvidarse. Pero si todo orgullo muriera en nosotros, la gracia de las gracias sería apenas amarse humildemente a sí mismo, como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo».

Este es el recipiente «amarse humildemente a sí mismo, como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo». Es un recipiente común, como un jarro viejo que podemos pedir prestado a los más pobres.

El «Cura Brochero», el beato argentino que pronto será canonizado, «se dejó trabajar el corazón por la misericordia de Dios». Su receptáculo terminó siendo su propio cuerpo leproso. Él, que soñaba con morir galopando, vadeando algún río de las sierras para ir a dar la unción a algún enfermo. Una de sus últimas frases fue: «No hay gloria cumplida en esta vida»; «yo estoy muy conforme con lo que ha hecho conmigo respecto a la vista y le doy muchas gracias por ello. La lepra lo había vuelto ciego. «Cuando yo pude servir a la humanidad, me conservó íntegros y robustos mis sentidos. Hoy, que ya no puedo, me ha inutilizado uno de los sentidos del cuerpo. En este mundo no hay gloria cumplida, y estamos llenos de miserias».

Nuestras cosas muchas veces quedan a medias y, por eso, salir de sí es siempre gracia. Se nos concede «dejar las cosas» para que las bendiga y perfeccione el Señor. No tenemos que preocuparnos mucho de nosotros. Esto nos permite abrirnos a las penas y alegrías de nuestros hermanos.

Era el cardenal Van Thuan el que decía que, en la cárcel, el Señor le había enseñado a distinguir entre «las cosas de Dios», a las que se había dedicado en su vida libre como sacerdote y obispo, y Dios mismo, al que se dedicaba estando encarcelado. Y así podríamos seguir, con santos, buscando como era el receptáculo de su misericordia. Pero ahora pasemos a la Virgen. ¡Estamos en su casa!

 

María como recipiente y fuente de misericordia

Subiendo por la escalera de los santos, en esto de ir buscando los recipientes para la misericordia, llegamos a nuestra Señora. Ella es el recipiente simple y perfecto, con el cual recibir y repartir la misericordia. Su «sí» libre a la gracia es la imagen opuesta del pecado que llevó al hijo pródigo a la nada. Ella integra una misericordia a la vez muy suya, muy de nuestra alma y muy eclesial. Como dice en el Magnificat: se sabe mirada con bondad en su pequeñez y sabe ver cómo la misericordia de Dios alcanza a todas las generaciones.

Ella sabe ver las obras que esa misericordia despliega y se siente «acogida», junto con todo Israel, por esa misericordia. Ella guarda la memoria y la promesa de la misericordia infinita de Dios para con su pueblo. El suyo es el Magnificat de un corazón íntegro, no agujereado, que mira la historia y a cada persona con su misericordia maternal.

En aquel rato a solas con María que me regaló el pueblo mexicano, mirando a nuestra Señora la Virgen de Guadalupe y dejándome mirar por ella, le pedí por ustedes, queridos sacerdotes, para que sean buenos curas. Y en el discurso a los obispos les decía que había reflexionado largamente sobre el misterio de la mirada de María, sobre su ternura y su dulzura que nos infunde valor para dejarnos misericordiar por Dios. Quisiera ahora recordarles algunos «modos» de mirar que tiene nuestra Señora, especialmente a sus sacerdotes, porque a través de nosotros quiere mirar a su gente.

María nos mira de modo tal que uno se siente acogido en su regazo. Ella nos enseña que «la única fuerza capaz de conquistar el corazón de los hombres es la ternura de Dios. Aquello que encanta y atrae, aquello que doblega y vence, aquello que abre y desencadena, no es la fuerza de los instrumentos o la dureza de la ley, sino la debilidad omnipotente del amor divino, que es la fuerza irresistible de su dulzura y la promesa irreversible de su misericordia» (Discurso a los obispos de México, 13 febrero 2016).

Lo que sus pueblos buscan en los ojos de María es «un regazo en el cual los hombres, siempre huérfanos y desheredados, están en la búsqueda de un resguardo, de un hogar». Y eso tiene que ver con sus modos de mirar: el espacio que abren sus ojos es el de un regazo, no el de un tribunal o el de un consultorio «profesional». Si alguna vez notan que se les ha endurecido la mirada, que cuando ven a la gente sienten fastidio o no sienten nada, vuelvan a mirarla a ella; mírenla con los ojos de los más pequeños de su gente, que mendiga un regazo, y ella les limpiará la mirada de toda «catarata» que no deja ver a Cristo en las almas, les curará toda miopía que vuelve borrosas las necesidades de la gente, que son las del Señor encarnado, y de toda presbicia que se pierde los detalles, «la letra chica» donde se juegan las realidades importantes de la vida de la Iglesia y de la familia.

Otro «modo de mirar de María» tiene que ver con el tejido: María mira «tejiendo», viendo cómo puede combinar para bien todas las cosas que le trae su gente. Les decía a los obispos mexicanos que, «en el manto del alma mexicana, Dios ha tejido, con el hilo de las huellas mestizas de su gente, el rostro de su manifestación en la Morenita» (ibíd.) Un maestro espiritual enseña que lo que se dice de María de manera especial, se dice de la Iglesia de modo universal y de cada alma en particular (cf. Isaac de la Estrella, Sermón 51: PL 194, 1863). Al ver cómo tejió Dios el rostro y la figura de la Guadalupana en la tilma de Juan Diego podemos rezar contemplando cómo teje nuestra alma y la vida de la Iglesia. Dicen que no se puede ver cómo está «pintada» la imagen. Es como si estuviera estampada.

Me gusta pensar que el milagro no fue sólo «estampar o pintar la imagen con un pincel», sino que «se recreó el manto entero», se transfiguró de pies a cabeza, y cada hilo ―esos que las mujeres aprenden a tejer desde pequeñas, y para las prendas más finas usan las fibras del corazón del maguey (la penca de la que se sacan los hilos)―, cada hilo que ocupó su lugar fue transfigurado, asumiendo los detalles que brillan en su sitio y, entretejido con los demás, de igual manera transfigurados, hacen aparecer el rostro de nuestra Señora y toda su persona y lo que la rodea.

La misericordia hace eso mismo, no nos «pinta» desde fuera una cara de buenos, no nos hace el photoshop, sino que, con los hilos mismos de nuestras miserias y pecados, entretejidos con amor de Padre, nos teje de tal manera que nuestra alma se renueva recuperando su verdadera imagen, la de Jesús.

Sean, por tanto, sacerdotes «capaces de imitar esta libertad de Dios eligiendo cuanto es humilde para hacer visible la majestad de su rostro y de copiar esta paciencia divina en tejer, con el hilo fino de la humanidad que encuentren, aquel hombre nuevo que su país espera. No se dejen llevar por la vana búsqueda de cambiar de pueblo, como si el amor de Dios no tuviese bastante fuerza para cambiarlo» (Discurso a los obispos de México, 13 febrero 2016).

El tercer modo es el de la atención: María mira con atención, se vuelca toda y se involucra entera con el que tiene delante, como una madre cuando es todo ojos para su hijito que le cuenta algo. «Como enseña la bella tradición guadalupana, la Morenita custodia las miradas de aquellos que la contemplan, refleja el rostro de aquellos que la encuentran. Es necesario aprender que hay algo de irrepetible en cada uno de aquellos que nos miran en la búsqueda de Dios.

Toca a nosotros no volvernos impermeables a tales miradas. Custodiar en nosotros a cada uno de ellos, conservarlos en el corazón, resguardarlos. Sólo una Iglesia capaz de resguardar el rostro de los hombres que van a tocar a su puerta es capaz de hablarles de Dios. Si no desciframos sus sufrimientos, si no nos damos cuenta de sus necesidades, nada podremos ofrecerles.

La riqueza que tenemos fluye solamente cuando encontramos la poquedad de aquellos que mendigan, y dicho encuentro se realiza precisamente en nuestro corazón de pastores» (ibíd.). A sus obispos les decía que estén atentos a ustedes, sus sacerdotes, «que no los dejen expuestos a la soledad y al abandono, presa de la mundanidad que devora el corazón» (ibíd.). El mundo nos observa con atención pero para «devorarnos», para volvernos consumidores…

Todos necesitamos ser mirados con atención, con interés gratuito, digamos. «Ustedes estén atentos ―les decía a los obispos― y aprendan a leer las miradas de sus sacerdotes, para alegrarse con ellos cuando sientan el gozo de contar cuanto “han hecho y enseñado” (Mc 6,30), y también para no echarse atrás cuando se sienten un poco rebajados y no puedan hacer otra cosa que llorar porque “han negado al Señor” (cf. Lc 22,61-62), y también para sostener […], en comunión con Cristo, cuando alguno, abatido, saldrá con Judas “en la noche” (cf. Jn 13,30). En estas situaciones, que nunca falte la paternidad de ustedes, obispos, para con sus sacerdotes. Animen la comunión entre ellos; hagan perfeccionar sus dones; intégrenlos en las grandes causas, porque el corazón del apóstol no fue hecho para cosas pequeñas» (ibíd.)

Por último, María mira de modo «íntegro», uniendo todo, nuestro pasado, presente y futuro. No tiene una mirada fragmentada: la misericordia sabe ver la totalidad y capta lo más necesario. Como María en Caná, que es capaz de «compadecerse» anticipadamente de lo que acarreará la falta de vino en la fiesta de bodas y pide a Jesús que lo solucione, sin que nadie se dé cuenta, así toda nuestra vida sacerdotal la podemos ver como «anticipada por la misericordia» de María, que previendo nuestras carencias ha provisto todo lo que tenemos.

Si algo de «vino bueno» hay en nuestra vida, no es por mérito nuestro sino por su «misericordia anticipada», esa que ya en el Magníficat canta cómo el Señor «miró con bondad su pequeñez» y «se acordó de su (alianza de) misericordia», una «misericordia que se extiende de generación en generación» sobre sus pobres y oprimidos . La lectura que hace María es la de la historia como misericordia.

Podemos terminar rezando la Salve Regina en cuyas invocaciones late el espíritu del Magnificat. Ella es la Madre de la misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra. Sus ojos misericordiosos son los que consideramos el mejor recipiente de la misericordia, en el sentido de poder beber en ellos esa mirada indulgente y buena de la que tenemos sed como sólo se puede tener sed de una mirada. Esos ojos misericordiosos son también los que nos hacen ver las obras de la misericordia de Dios en la historia de los hombres y descubrir a Jesús en sus rostros.

En ella encontramos la tierra prometida —el reino de la misericordia instaurado por nuestro Señor― que viene, ya en esta vida, después de cada destierro al que nos arroja el pecado. De su mano y bajo su mirada podemos cantar con alegría las grandezas del Señor. Podemos decirle: Mi alma te canta, Señor, porque miraste con bondad la humildad y pequeñez de tu servidor. Feliz de mí, que he sido perdonado.

Tu misericordia, la que practicaste con todos tus santos y con todo tu pueblo fiel, también me ha alcanzado a mí. He andado disperso, buscándome a mí mismo, por la soberbia de mi corazón, pero no he ocupado ningún trono, Señor, y mi única exaltación es que tu Madre me alce a su regazo, me cubra con su manto y me ponga junto a su corazón. Quiero ser amado por ti como uno más de los más humildes de tu pueblo, colmar con tu pan a los que tienen hambre de ti. Acuérdate, Señor, de tu alianza de misericordia con tus hijos, los sacerdotes de tu pueblo. Que con María seamos signo y sacramento de tu misericordia.


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Primera meditación del Papa pronunciada en Junio de 2016 en el Jubileo de los sacerdotes, en Roma. (ZENIT)

AÑO DE LA MISERICORDIA - JUBILEO DE LOS SACERDOTES

RETIRO CON EL PAPA: Primera Meditación

 

“Buen día queridos Sacerdotes, iniciamos esta jornada de retiro espiritual en la que nos hará bien rezar los unos por los otros, en comunión, todos.

He elegido el tema de la misericordia, como pequeña introducción, la misericordia en su aspecto más femenino, es el entrañable amor materno, que se conmueve ante la fragilidad de su criatura recién nacida y la abraza, supliendo todo lo que le falta para que pueda vivir y crecer (rahamim); y en su aspecto más masculino, es la fidelidad fuerte del Padre que sostiene siempre, perdona y vuelve a poner en camino a sus hijos.

La misericordia es tanto el fruto de una alianza por eso se dice que Dios se acuerda de su (pacto de) misericordia (heded) – como un acto gratuito de benignidad y bondad que brota de nuestra psicología más profunda y se traduce en una obra externa (eleos, que se convierte en limosna).

Esta inclusividad hace que esté siempre a la mano de todos el «misericordiar», el compadecerse del que sufre, conmoverse ante el necesitado, indignarse, que se revuelvan las tripas ante una injusticia patente y ponerse inmediatamente a hacer algo concreto, con respeto y ternura, para remediar la situación.

Y partiendo de este sentimiento visceral, está al alcance de todos mirar a Dios desde la perspectiva de este atributo primero y último con el que Jesús lo ha querido revelar para nosotros: el nombre de Dios es Misericordia.

Cuando meditamos sobre la Misericordia sucede algo especial. La dinámica de los Ejercicios Espirituales se potencia desde dentro. La misericordia hace ver que las vías objetivas de la mística clásica -purgativa, iluminativa y unitiva- nunca son etapas sucesivas, que se puedan dejar atrás.

Siempre tenemos necesidad de una nueva conversión, de más contemplación y de un amor renovado. Nada une más con Dios que un acto de misericordia, ya sea que se trate de la misericordia con que el Señor nos perdona nuestros pecados, ya sea de la gracia que nos da para practicar las obras de misericordia en su nombre. Nada ilumina más la fe que el purgar nuestros pecados y nada más claro que Mateo 25, y aquello de «Dichosos los misericordiosos porque alcanzarán misericordia» (Mt 5,7), para comprender cuál es la voluntad de Dios, la misión a la que nos envía.

A la misericordia se le puede aplicar aquella enseñanza de Jesús: «Con la medida que midan serán medidos» (Mt 7,2). Permítanme, pero pienso en aquellos confesores impacientes que ‘apalean’ a los penitentes, que los retan. ¡Pero así los tratará Dios! Al menos por ello no hagan estas cosas.

La misericordia nos permite pasar de sentirnos misericordiados a desear misericordiar. Pueden convivir, en una sana tensión, el sentimiento de vergüenza por los propios pecados con el sentimiento de la dignidad a la que el Señor nos eleva.

Podemos pasar sin preámbulos de la distancia a la fiesta, como en la parábola del Hijo Pródigo, y utilizar como receptáculo de la misericordia nuestro propio pecado. La misericordia nos impulsa a pasar de lo personal a lo comunitario. Cuando actuamos con misericordia, como en los milagros de la multiplicación de los panes, que nacen de la compasión de Jesús por su pueblo y por los extranjeros, los panes se multiplican a medida que se reparten.

Tres sugerencias para este día de retiro:
La alegre y libre familiaridad que se establece a todos los niveles entre los que se relacionan entre sí con el vínculo de la misericordia –familiaridad del Reino de Dios, tal como Jesús lo describe en sus parábola– me lleva a sugerirles tres cosas para su oración personal de este día.

La primera tiene que ver con dos consejos prácticos que da san Ignacio, me disculpo por la publicidad de familia, quien dice: «No el mucho saber llena y satisface el alma, sino el sentir y gustar las cosas de Dios interiormente».

San Ignacio agrega que allí donde uno encuentra lo que quiere y siente gusto, allí se quede rezando «sin tener ansia de pasar adelante, hasta que me satisfaga». Así que, en estas meditaciones sobre la misericordia, uno puede comenzar por donde más le guste y quedarse allí, pues seguramente una obra de misericordia le llevará a las demás.

Si comenzamos dando gracias al Señor, que maravillosamente nos creó y más maravillosamente aún nos redimió, seguramente esto nos llevará a sentir pena por nuestros pecados. Si comenzamos por compadecernos de los más pobres y alejados, seguramente sentiremos la necesidad de recibir misericordia.

La segunda sugerencia para rezar tiene que ver con una forma de utilizar la palabra misericordia. Como se habrán dado cuenta, al hablar de la misericordia me gusta usar la forma verbal: «Hay que dar misericordia, ‘misericordiar’ en español, para ser misericordiados» hay que forzar el idioma allí. Pero padre esto no es italiano, sí es verdad, pero es el modo que encuentro para profundizar: misericordiar para ser mirsericordiados.

El hecho de que la misericordia ponga en contacto una miseria humana con el corazón de Dios hace que la acción surja inmediatamente. No se puede meditar sobre la misericordia sin que todo se ponga en acción. Por tanto, en la oración, no hace bien intelectualizar, no hace bien.

Con prontitud, y con la ayuda de la gracia, nuestro diálogo con el Señor tiene que concretarse en algún pecado mío qué tiene que tocar su misericordia en mí, dónde siento más vergüenza y más deseo de reparar; y rápidamente tenemos que hablar de aquello que más nos conmueve, de esos rostros que nos llevan a desear intensamente poner manos a la obra para remediar su hambre y sed de Dios, de justicia y de ternura. A la misericordia se la contempla en la acción, pero un tipo de acción que es omni-inclusiva: la misericordia incluye todo nuestro ser –entrañas y espíritu– y a todos los seres.

La última sugerencia para la jornada de hoy se refiere al fruto de los ejercicios, es decir de la gracia que tenemos que pedir y que es directamente, la de convertirnos en sacerdotes siempre más capaces de recibir y dar misericordia.

De las cosas más linda que más me conmueve es la confesión de un sacerdote, es una cosa grande y bella, porque este hombre que se acerca para confesar sus pecados es la misma persona que después presta su oído para confesar a otros.

Nos podemos centrar en la misericordia porque ella es lo esencial, lo definitivo. Por los escalones de la misericordia podemos bajar hasta lo más bajo de la condición humana -fragilidad y pecado incluidos- y ascender hasta lo más alto de la perfección divina: «Sean misericordiosos (perfectos) como vuestro Padre es misericordioso».

Pero siempre para «cosechar» sólo más misericordia. De aquí deben venir los frutos de conversión de nuestra mentalidad institucional: si nuestras estructuras no se viven ni se utilizan para recibir mejor la misericordia de Dios y para ser más misericordiosos para con los demás, se pueden convertir en algo muy extraño y contraproducente. Y de esto algunos documentos de la Iglesia y discursos de los papas hablan, piden la conversión pastoral.

Este retiro espiritual, por tanto, irá por el lado de esa «simplicidad evangélica» que entiende y practica todas las cosas en clave de misericordia. Y de una misericordia dinámica, no como un sustantivo cosificado y definido, ni como adjetivo que decora un poco la vida, sino como verbo –misericordiar y ser misericordiados– que nos lanza a la acción del corazón en medio del mundo.

Y además, como misericordia «siempre más grande», como una misericordia que crece y aumenta, dando pasos de bien en mejor, y yendo de menos a más, ya que la imagen que Jesús nos pone es la del Padre siempre más grande ‘Deus semper maior’ y cuya misericordia infinita crece, si se puede decir así, y no tiene techo ni fondo, porque proviene de su soberana libertad. 

Ahora pasemos a la primera meditación la que se hace en la fiesta, y le he puesto como título “de la distancia a la fiesta”. 

Si la misericordia del Evangelio es, como hemos dicho, un exceso de Dios, un desborde inaudito, lo primero es mirar dónde el mundo de hoy y cada persona, necesita más un exceso de amor así. Lo primero es preguntarnos cuál es el receptáculo para tal misericordia; cuál es el terreno desierto y seco para tal desborde de agua viva; cuáles las heridas para ese aceite balsámico; cuál es la orfandad que necesita tal desvivirse en cariños y atenciones; cuál la distancia para tanta sed de abrazo y de encuentro…

La parábola que les propongo para esta meditación es la del padre misericordioso (cf. Lc 15,11-31). Nos situamos en el ámbito del misterio del Padre. Y me viene al corazón comenzar por ese momento en que el hijo pródigo está en medio del chiquero, en ese infierno del egoísmo, que hizo todo lo que quiso y en vez de ser libre, se encuentra esclavo. Mira a los chanchos que comen bellotas…, siente envidia y le viene la nostalgia.

Nostalgia, nostalgia, palabra clave, nostalgia por el pan recién horneado que los empleados de su casa, la casa de su padre, comen en el desayuno. La nostalgia… La nostalgia es un sentimiento poderoso. Tiene que ver con la misericordia porque nos ensancha el alma. Nos hace recordar el bien primero -la patria de donde salimos- y nos despierta la esperanza de volver. Nuestra salvación. En este horizonte amplio de la nostalgia, este joven –dice el Evangelio– entró en sí y se sintió miserable.

Cada uno de nosotros, puede buscar o dejarse llevar a ese punto en el que se siente más miserable, cada uno de nosotros tiene su secreto de miseria dentro, pedir la gracia de encontrarlo.

Sin detenernos ahora a describir lo mísero de su estado, pasemos a ese otro momento en que, después de que su Padre lo abrazó y lo besó efusivamente, él se encuentra sucio pero vestido de fiesta. Porque el padre no le dice ve y dúchate y después vuelve. No, sucio pero vestido de fiesta. Se pone el anillo al dedo igual que su padre. Tiene sandalias nuevas en los pies. Está en medio de la fiesta, entre la gente.

Algo así como a nosotros, si alguna vez nos pasó, que nos confesamos antes de la misa y ahí nomás nos encontramos «revestidos» y en medio de una ceremonia. Es un estado de avergonzada dignidad

Detengámonos en esa «avergonzada dignidad» de este hijo pródigo, de este hijo y predilecto. Si nos animamos a mantener serenamente el corazón entre esos dos extremos -la dignidad y la vergüenza-, sin soltar ninguno de ellos, quizás podamos sentir cómo late el corazón de nuestro Padre.

Un corazón que latía con ansia, subía todos los días a la terraza a mirar si el hijo volvía… Y en este punto, y en este lugar en donde hay dignidad y vergüenza, podemos imaginar cómo late el corazón de nuestro padre, Podemos imaginar que la misericordia brote como sangre. Que él sale a buscarnos –a nosotros pecadores– nos atrae a sí, nos purifica y nos lanza de nuevo, renovados, a todas las periferias a llevar misericordia a todos.

Su sangre es la sangre de Cristo, sangre de la Nueva y Eterna Alianza de misericordia, derramada por nosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Esta sangre la contemplamos entrando y saliendo de su corazón, y del corazón del Padre. Esto es nuestro único tesoro, lo único que tenemos para dar al mundo: la sangre que purifica y pacifica todo y a todos. La sangre del Señor que perdona los pecados. La sangre que es verdadera bebida, que resucita y da la vida a lo que está muerto debido al pecado.

En nuestra oración serena, que va de la vergüenza a la dignidad, de la dignidad a la vergüenza, las dos juntas, pedimos la gracia de sentir esa misericordia como constitutiva de nuestra vida entera; la gracia de sentir cómo ese latido del corazón del Padre se aúna con el latir del nuestro. No basta sentirla como un gesto que Dios tiene de vez en cuando, perdonándonos algún pecado gordo, y luego nos las arreglamos solos, autónomamente. No es suficiente.

San Ignacio propone una imagen caballeresca propia de su época, pero, como la lealtad entre amigos es un valor perenne, puede ayudarnos. Dice que, para sentir «confusión y vergüenza» por nuestros pecados (y no perdernos de sentir la misericordia), podemos usar un ejemplo: imaginemos que un caballero se hallase delante de su rey y de toda su corte, avergonzado y confundido en haberle mucho ofendido, siendo que por parte del rey había recibido muchos dones y muchas mercedes.

Imaginemos esta imagen. No obstante, siguiendo la dinámica del hijo pródigo en la fiesta, imaginemos a este caballero como alguien que, en vez de ser avergonzado delante de todos, el rey lo toma inesperadamente de la mano y le devuelve su dignidad. Y vemos que no sólo lo invita a seguirlo en su batalla, sino que lo pone al frente de sus compañeros. ¡Con qué humildad y lealtad lo servirá este caballero de ahora en adelante! Esto me hace pensar al último párrafo del capítulo XVI de Ezequiel.

Ya sea sintiéndonos como el hijo pródigo festejado o como el caballero desleal convertido en superior, lo importante es que cada uno se sitúe en esa tensión fecunda en la que la misericordia del Señor nos pone: no solamente de pecadores perdonados, sino de pecadores dignificados. No que el Señor solamente nos limpia, sino que nos encorona, nos da dignidad.

Simón Pedro nos ofrece la imagen ministerial de esta sana tensión. El Señor lo educa y lo forma progresivamente y lo ejercita en mantenerse así: Simón y Pedro. El hombre común, con sus contradicciones y debilidades, y el que es piedra, el que tiene las llaves, el que conduce a los demás.

Cuando Andrés lo lleva a Cristo, así como está, vestido de pescador, el Señor le pone el nombre de Piedra. Apenas acaba de alabarle por la profesión de fe que viene del Padre, cuando ya le recrimina duramente por la tentación de escuchar la voz del mal espíritu al decirle que se aparte de la cruz.

Lo invitará a caminar sobre las aguas y lo dejará hundirse en su propio miedo, para tenderle enseguida una mano; apenas se confiese pecador lo misionará a ser pescador de hombres; lo interrogará repetidamente sobre su amor, haciéndole sentir dolor y vergüenza por su deslealtad y cobardía, y también por tres veces le confiará el pastoreo de sus ovejas. Siempre estos dos polos.

Tenemos que situarnos allí, en ese espacio en el que conviven nuestra miseria más vergonzante y nuestra dignidad más alta. ¿Qué sentimos cuando la gente nos besa la mano? Y miramos nuestra miseria más íntima, mientras somos honrados por el pueblo de Dios, es otro momento para sentir esto.

Tenemos que situarnos, en ese espacio en el que conviven nuestra miseria más vergonzante y nuestra dignidad más alta. El mismo espacio. Sucios, impuros, mezquinos, vanidosos, egoístas –es el pecado de los curas la vanidad– y a la vez, con los pies lavados, llamados y elegidos, repartiendo sus panes multiplicados, bendecidos por nuestra gente, queridos y cuidados. Sólo la misericordia hace soportable ese lugar.

Sin ella, o nos creemos justos como los fariseos o nos alejamos como los que no se sienten dignos. En ambos casos, se nos endurece el corazón. Cuando nos sentimos justos como los fariseos o nos alejamos como esos que se sienten indignos. Yo no me siento digno, pero no tengo que alejarme: allí tengo que estar, con la vergüenza y la dignidad, ambas cosas juntas.

Profundizamos un poco más. Nos preguntamos: Y, ¿por qué es tan fecunda esta tensión? Entre miseria y dignidad, entre miseria y fiesta.

Diría que es fecunda porque mantenerla nace de una decisión libre. Y el Señor actúa principalmente sobre nuestra libertad, aunque nos ayude en todo. La misericordia es cuestión de libertad.

El sentimiento brota espontáneo y cuando decimos que es visceral parecería que es sinónimo de «animal». Pero en realidad los animales desconocen la misericordia «moral», aunque algunos puedan experimentar algo de esa compasión, como un perro fiel que permanece al lado de su dueño enfermo.

La misericordia es una conmoción que toca las entrañas, pero puede brotar también de una percepción intelectual aguda, directa como un rayo, pero no por simple menos compleja: uno intuye muchas cosas cuando siente misericordia.

Uno comprende, por ejemplo, que el otro está en una situación desesperada, límite; le pasa algo que excede sus pecados o sus culpas; también uno comprende que el otro es uno como yo, que él mismo podría estar en su lugar; y que el mal es tan grande y devastador que no se arregla sólo con justicia…

En el fondo, uno se convence de que hace falta una misericordia infinita, como la del corazón de Cristo, para remediar a tanto mal y tanto sufrimiento como vemos que hay en la vida de los seres humanos… Si la misericordia está debajo de este nivel, no alcanza. ¡Tantas cosas comprende nuestra mente con sólo ver a alguien tirado en la calle, descalzo, en una mañana fría, o al Señor clavado en la cruz por mí!

Además, la misericordia se acepta y se cultiva, o se rechaza libremente. Si uno se deja llevar, un gesto trae el otro. Si uno pasa de largo, el corazón se enfría. La misericordia nos hace experimentar nuestra libertad y es allí donde podemos experimentar la libertad de Dios, que es misericordioso con quien es misericordioso, como le dijo a Moisés. En su misericordia el Señor expresa su libertad. Y nosotros, la nuestra.

Podemos vivir mucho tiempo sin la misericordia del Señor. Es decir: podemos vivir sin hacerla consciente y sin pedirla explícitamente hasta que uno cae en la cuenta de que todo es misericordia y llora con amargura no haberla aprovechado antes, siendo así que la necesitaba tanto.

La miseria de la que hablamos es la miseria moral, intransferible, esa donde uno toma conciencia de sí mismo como persona que, en un punto decisivo de su vida, actuó por su propia iniciativa: eligió algo y eligió mal. Este es el fondo que hay que tocar para sentir dolor de los pecados y para arrepentirse verdaderamente.

Porque, en otros ámbitos, uno no se siente tan libre ni siente que el pecado afecta toda su vida y por tanto no experimenta su miseria, con lo cual se pierde la misericordia, que sólo actúa con esa condición.

Uno no va a la farmacia y dice: «Por misericordia, le pido una aspirina». Por misericordia pide que le den morfina para una persona sumida en los dolores atroces de una enfermedad terminal. O todo o nada, o se va hasta el fondo o no se entiende nada.

El corazón que Dios une a esa miseria moral nuestra es el corazón de Cristo, su Hijo amado, que late como un solo corazón con el del Padre y el del Espíritu.

Recuerdo cuando Pio XII escribió la encíclica Haurietis Aquas, sobre el Sagrado Corazón, alguien dijo que eso era para las monjas. El corazón de Cristo es el centro de la misericordia, quizás las monjas lo entienden mejor de nosotros porque son madres e íconos de la Virgen en la Iglesia, Haurietis Aquas. -Pero es preconciliar, -sí pero nos hará muy bien.

Es un corazón que elige el camino más cercano y que lo compromete. Esto es propio de la misericordia, que se ensucia las manos, toca, se mete, quiere involucrarse con el otro, va a lo personal con lo más personal, no «se ocupa de un caso» sino que se compromete con una persona, con su herida.

Y miremos a nuestro lenguaje. Cuántas veces sin darnos cuenta decimos: ‘Tengo un caso…’. Alto, más bien hay que decir: ‘Tengo una persona que…’. Esto es muy clerical: ‘Tengo un caso’, “he encontrado un caso…’. También a mi me sucede. Hay un poco de clericalismo: reducir el lo cocreto del amor de Dio, lo que nos da Dios, de la persona, a ‘un caso’, así tomo distancia, no me toca. No me ensucio las manos; hago una pastoral limpia, elegante, donde no arriesgo arriesgo nada. Ni siquiera –no se escandalicen– no tengo la posibilidad de un pecado vergonzoso.

La misericordia excede la justicia y lo hace saber y lo hace sentir; queda implicado uno con el otro. Al dignificar, la misericordia eleva a aquel hacia el que uno se abaja y vuelve pares a los dos, es misericordioso el que recibió misericordia. A este se le ha perdonado mucho porque ha amado mucho.

De aquí la necesidad del Padre de hacer fiesta, para que se restaure todo de una sola vez, devolviendo a su hijo la dignidad perdida. Esto posibilita mirar al futuro de manera nueva. No es que la misericordia no tome en cuenta la objetividad del daño hecho por el mal. Pero le quita poder sobre el futuro, ese es el poder de la misericordia, le quita poder sobre la vida que corre hacia delante.

La misericordia es la verdadera actitud de vida que se opone a la muerte, que es el fruto amargo del pecado. En eso es lúcida, no es para nada ingenua la misericordia. No es que no vea el mal, sino que mira lo corta que es la vida y todo el bien que queda por hacer.

Por eso hay que perdonar totalmente, para que el otro mire hacia adelante y no pierda tiempo en culparse y compadecerse de sí mismo y los motivos de su error. En el camino de ir a curar a otros, uno irá haciendo su examen de conciencia y, en la medida en que ayuda a otros, reparará el mal que hizo. La misericordia es fundamentalmente esperanzada, es madre de esperanza.

Dejarse atraer y enviar por el movimiento del corazón del Padre es mantenerse en esa sana tensión de avergonzada dignidad. Dejarse atraer por el centro de su corazón, como sangre que se ha ensuciado yendo a dar vida a los miembros más lejanos, para que el Señor nos purifique y nos lave los pies; dejarse enviar llenos del oxígeno del Espíritu para llevar vida a todos los miembros, especialmente a los más alejados, frágiles y heridos.

Un cura contaba, esto es histórico, de una persona en situación de calle que terminó viviendo en una hospedería. Era alguien cerrado en su propia amargura que no interactuaba con los demás. Persona culta, se enteraron después. Pasado algún tiempo, este hombre fue a parar al hospital por una enfermedad terminal y le contaba al cura que, estando allí, sumido en su nada y en su decepción por la vida, el que estaba en la cama de al lado le pidió que le alcanzara la escupidera y que luego se la vaciara. Contó que ese pedido de alguien que verdaderamente lo necesitaba y estaba peor que él, le abrió los ojos y el corazón a un sentimiento poderosísimo de humanidad y a un deseo de ayudar al otro y de dejarse ayudar él por Dios y se confesó. De este modo, un sencillo acto de misericordia lo conectó con la misericordia infinita, se animó a ayudar al otro y luego se dejó ayudar él: murió confesado y en paz. Este es el misterio de la misericordia.

Así, los dejo con la parábola del padre misericordioso, una vez que nos hemos situado en ese momento en que el hijo se siente sucio y revestido, pecador dignificado, avergonzado de sí y orgulloso de su padre. El signo para saber si uno está bien situado son las ganas de ser de ahora en adelante, misericordioso con todos.

Ahí está el fuego que vino a traer Jesús a la tierra, ese que enciende otros fuegos. Si no se prende la llama, es que alguno de los polos no permite el contacto. O la excesiva vergüenza, que no «pela los cables» y, en vez de confesar abiertamente «hice esto y esto», se tapa; o la excesiva dignidad, que toca las cosas con guantes.

 

Una palabra para terminar, sobre los excesos de la misericordia

El único exceso ante la excesiva misericordia de Dios es excederse en recibirla y en desear comunicarla a los demás. El Evangelio nos muestra muchos lindos ejemplos de los que se exceden para recibirla: el paralítico, cuyos amigos lo hacen entrar por el techo en medio del sitio donde estaba predicando el Señor, exagera; el leproso, que deja a sus nueve compañeros y regresa glorificando y dando gracias a Dios a grandes voces y va a ponerse de rodillas a los pies del Señor; el ciego Bartimeo, que logra detener a Jesús con sus gritos, y también logra vencer la aduana de los curas para ir al Señor; la mujer hemorroisa, que en su timidez se las ingenia para lograr una estrecha cercanía con el Señor y que, como dice el Evangelio, cuando tocó el manto, el Señor sintió que salía de él una dynamis…; todos son ejemplos de ese contacto que enciende un fuego y desencadena la dinámica, desencadenar la dinámica, la fuerza positiva de la misericordia.

También está la pecadora, cuyas excesivas muestras de amor al Señor al lavarle los pies con sus lágrimas y secárselos con sus cabellos, son para el Señor signo de que ha recibido mucha misericordia, y por eso lo expresa así, exagerado, pero siempre la misericordia es exagerada, excesiva. La gente más simple, los pecadores, los enfermos, los endemoniados…, son exaltados inmediatamente por el Señor, que los hace pasar de la exclusión a la inclusión plena, de la distancia a la fiesta y esto no se entiende sino en clave de esperanza, en clave apostólica, en clave del que es misericordiado para misericordiar.

Podemos terminar rezando, con el Magnificat de la misericordia, el Salmo 50 del rey David, que recitamos en los laudes todos los viernes. Es el Magnificat de «un corazón contrito y humillado» que, en su pecado, tiene la grandeza de confesar al Dios fiel que es más grande que el pecado. Dios es más grande que el pecado.

Situados en el momento en que el hijo pródigo esperaba un trato distante y, en cambio, el padre lo metió de lleno en una fiesta, podemos imaginarlo rezando el Salmo 50. Y rezarlo a dos coros con él. Con el hijo pródigo. Podemos escucharlo cómo dice: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa…». Y nosotros decir: Pues yo también reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Y a una voz, decir: «Contra ti, Padre, contra ti solo pequé».

Rezamos desde esa tensión íntima que enciende la misericordia, esa tensión entre la vergüenza que dice: «Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa»; y esa confianza que dice: «Rocíame con el hisopo y quedaré limpio, lávame; quedaré más blanco que la nieve». Confianza que se vuelve apostólica: «Devuélveme la alegría de la salvación, afiánzame con espíritu firme y enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti»”.

Al concluir rezaron el salmo Miserere, y el Santo Padre recordó que se hacía todos juntos, pero pensando como si fuera a dos coros y en el otro estuviera el hijo pródigo.

(Texto de ZENIT con los añadidos improvisados por el Papa).


Publicado por verdenaranja @ 21:06  | Habla el Papa
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Reflexión de monseñor Felipe Arizmendi Esquivel. 4 June, 2016 (ZENIT)

Una Iglesia en camino

VER

En nuestra diócesis, hemos realizado la asamblea anual, con participación de 263 personas, laicos, religiosas y sacerdotes. El objetivo fue concluir la actualización del Plan Diocesano de Pastoral. El anterior, era del año 2004. Tuvimos que ponerlo al día, pues en Chiapas ha habido muchos cambios sociales, políticos, económicos, educativos, ecológicos y religiosos, que son un reto a la pastoral evangelizadora, litúrgica y social.

Desde que llegué a esta Iglesia, en mayo del 2000, decreté la validez del III Sínodo Diocesano, elaborado en tiempos de mi predecesor, Don Samuel Ruiz García, porque lo consideré un camino conforme al Evangelio y a la doctrina y praxis de la Iglesia. Nos marca las líneas fundamentales por las que hemos optado. Son como los pilares, u horcones, que nos sostienen y nos dan identidad. Queremos ser una Iglesia autóctona, liberadora, evangelizadora, servidora, en comunión y bajo la guía del Espíritu Santo.

La vida no se detiene y no podemos anclarnos en el pasado, sino responder a lo que el tiempo actual reclama. El nuevo Plan Pastoral nos orienta en el camino a seguir en los años venideros. Cuando suceda el cambio de obispo diocesano, se harán las adecuaciones necesarias, pero hay ruta, hay historia, hay vida. El Espíritu no deja a su Iglesia.

PENSAR

El Papa Francisco, en su Exhortación La alegría del Evangelio, dice: “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría. Quiero invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años” (1).

“El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado” (2).

“La vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. Los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás. Cuando la Iglesia convoca a la tarea evangelizadora, no hace más que indicar a los cristianos el verdadero dinamismo de la realización personal: La vida se alcanza y madura a medida que se la entrega para dar vida a los otros… Recobremos y acrecentemos el fervor, la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. Ojalá el mundo actual pueda recibir la Buena Nueva no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo” (10).

“Cristo es el Evangelio eterno. Su riqueza y su hermosura son inagotables. Él siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestra comunidad. Aunque atraviese épocas oscuras y debilidades eclesiales, la propuesta cristiana nunca envejece. Jesucristo también puede romper los esquemas aburridos en los cuales pretendemos encerrarlo y nos sorprende con su constante creatividad divina. Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual” (11).

ACTUAR

Que el Espíritu Santo nos ayude a estar con el corazón muy cercano a nuestro pueblo, para vibrar con sus dolores y esperanzas, y muy a los pies del Sagrario, para ser servidores de vida en Cristo.


Publicado por verdenaranja @ 20:47  | Hablan los obispos
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S?bado, 04 de junio de 2016

Reflexión a las lecturas del domingo décimo del Tiempo Ordinario C ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epìgrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"

Domingo 10º del T. Ordinario C 

 

Cuando Pedro quiere resumir la vida de Jesucristo, dice que “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él” (Hch 10, 38).

Cuando nos acercamos al Evangelio, nos da la impresión de que donde está Jesús, no puede haber sufrimiento ni muerte ni mal alguno. ¡Él no soporta el mal! ¡Parece que no puede convivir con el sufrimiento! Con razón reconocemos en Él al Hijo de Dios que, al principio, creó el mundo, y, a cada paso, fue viendo que “todo era bueno”.

Esto es lo que constatamos en el Evangelio de este domingo: Jesús sigue recorriendo pueblos y ciudades, anunciando la Buena Noticia del Reino.

Al entrar en la ciudad de Naín, se encuentra con una caravana de sufrimiento y de muerte: sacan a enterrar al hijo único de una mujer que era viuda. Es el signo del mal, de la impotencia y de la desesperanza: ¿Qué sería de aquella mujer, sin marido y sin el único hijo que tenía?

Con razón lloraba. Tenía que llorar…

Y Jesús no puede ser insensible ante aquella realidad: “Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo: no llores”.

Pero no se queda en un sentimiento de pesar parecido al del gentío que la acompañaba. Él puede hacer algo más. Y lo hace: por eso, se acercó al ataúd y dijo: “Muchacho a ti te lo digo, ¡levántate!”. ¡Y así sucede!

Era normal que la gente, sobrecogida, aclamara la grandeza y la misericordia de Dios.

Mis queridos amigos y amigas: ¡El que sigue a Jesucristo ha de compartir sus mismos sentimientos y ha de pasar por la vida haciendo el bien y luchando contra el mal! ¡No podemos ser insensibles al sufrimiento de los demás! No podemos acostumbrarnos “a ver a la gente sufrir”. “Que el corazón no se me quede desentendidamente frío”, rezamos en la Liturgia de las Horas. El mal tiene que dolernos y molestarnos como a Jesús. Y como Él tenemos que decir al que sufre: “No llores”. Y al que yace caído, ¡levántate!

Ya Jesús nos advirtió que el que creyera en Él, haría los signos que Él hacía y aún mayores (Jn 14, 12).

                                                                 ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR! 


Publicado por verdenaranja @ 10:48  | Espiritualidad
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DOMINGO 10º  DEL T. ORDINARIO C

MONICIONES 

 

PRIMERA LECTURA

Escuchamos ahora un pasaje del Antiguo Testamento, que nos dispone para escuchar el Evangelio. Elías, dando vida al hijo de la mujer viuda que le hospeda, acredita la autenticidad de su misión profética. Escuchemos con atención. 

SEGUNDA LECTURA

         Durante algunos domingos, escucharemos fragmentos de la Carta de S. Pablo a los Gálatas. Hoy el apóstol nos recuerda su antigua vida de perseguidor, su conversión y los comienzos de su vida cristiana y apostólica. Escuchemos. 

TERCERA LECTURA

         Nuestro Dios es el Dios de la vida. Por eso Jesús no puede permanecer insensible ante el sufrimiento y a la muerte. Es lo que contemplamos en el Evangelio.

         Aclamemos a Jesús, el Señor y amigo de la vida con el canto gozoso del aleluya.  

COMUNIÓN

         Comulgar es compartir los sentimientos de Jesucristo. El cristiano, que se alimenta con su Cuerpo, está llamado a luchar en favor de la vida y contra todo lo que signifique sufrimiento y muerte en los hermanos.

 

 


Publicado por verdenaranja @ 10:45  | Liturgia
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Viernes, 03 de junio de 2016

Homilía del Papa pronunciada el 03 de Junio, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, por el papa Francisco en el Jubileo de los sacerdotes, en Roma.

AÑO DE LA MISERICORDIA - JUBILEO DE LOS SACERDOTES 

SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS


La celebración del Jubileo de los Sacerdotes en la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús nos invita a llegar al corazón, es decir, a la interioridad, a las raíces más sólidas de la vida, al núcleo de los afectos, en una palabra, al centro de la persona. Y hoy nos fijamos en dos corazones: el del Buen Pastor y nuestro corazón de pastores.

El corazón del Buen Pastor no es sólo el corazón que tiene misericordia de nosotros, sino la misericordia misma. Ahí resplandece el amor del Padre; ahí me siento seguro de ser acogido y comprendido como soy; ahí, con todas mis limitaciones y mis pecados, saboreo la certeza de ser elegido y amado. Al mirar a ese corazón, renuevo el primer amor: el recuerdo de cuando el Señor tocó mi alma y me llamó a seguirlo, la alegría de haber echado las redes de la vida confiando en su palabra (cf. Lc 5,5).

El corazón del Buen Pastor nos dice que su amor no tiene límites, no se cansa y nunca se da por vencido. En él vemos su continua entrega sin algún confín; en él encontramos la fuente del amor dulce y fiel, que deja libre y nos hace libres; en él volvemos cada vez a descubrir que Jesús nos ama «hasta el extremo» (Jn 13,1), sin imponerse nunca.

El corazón del Buen Pastor está inclinado hacia nosotros, «polarizado» especialmente en el que está lejano; allí apunta tenazmente la aguja de su brújula, allí revela la debilidad de un amor particular, porque desea llegar a todos y no perder a nadie.

Ante el Corazón de Jesús nace la pregunta fundamental de nuestra vida sacerdotal: ¿A dónde se orienta mi corazón? El ministerio está a menudo lleno de muchas iniciativas, que lo ponen ante diversos frentes: de la catequesis a la liturgia, de la caridad a los compromisos pastorales e incluso administrativos. En medio de tantas actividades, permanece la pregunta: ¿En dónde se fija mi corazón, a dónde apunta, cuál es el tesoro que busca? Porque —dice Jesús— «donde estará tu tesoro, allí está tu corazón» (Mt 6,21).

Los tesoros irremplazables del Corazón de Jesús son dos: el Padre y nosotros. Él pasaba sus jornadas entre la oración al Padre y el encuentro con la gente. También el corazón de pastor de Cristo conoce sólo dos direcciones: el Señor y la gente. El corazón del sacerdote es un corazón traspasado por el amor del Señor; por eso no se mira a sí mismo, sino que está dirigido a Dios y a los hermanos.

Ya no es un «corazón bailarín», que se deja atraer por las seducciones del momento, o que va de aquí para allá en busca de aceptación y pequeñas satisfacciones; es más bien un corazón arraigado en el Señor, cautivado por el Espíritu Santo, abierto y disponible para los hermanos Para ayudar a nuestro corazón a que tenga el fuego de la caridad de Jesús, el Buen Pastor, podemos ejercitarnos en asumir en nosotros tres formas de actuar que nos sugieren las Lecturas de hoy: buscar, incluir y alegrarse

Buscar. El profeta Ezequiel nos recuerda que Dios mismo busca a sus ovejas (cf. 34,11.16). Como dice el Evangelio, «va tras la descarriada hasta que la encuentra» (Lc 15,4), sin dejarse atemorizar por los riesgos; se aventura sin titubear más allá de los lugares de pasto y fuera de las horas de trabajo. No aplaza la búsqueda, no piensa: «Hoy ya he cumplido con mi deber, me ocuparé mañana», sino que se pone de inmediato manos a la obra; su corazón está inquieto hasta que encuentra esa oveja perdida. Y, cuando la encuentra, olvida la fatiga y se la carga sobre sus hombros todo contento.

Así es el corazón que busca: es un corazón que no privatiza los tiempos y espacios, no es celoso de su legítima tranquilidad, y nunca pretende que no lo molesten. El pastor, según el corazón de Dios, no defiende su propia comodidad, no se preocupa de proteger su buen nombre, sino que, por el contrario, sin temor a las críticas, está dispuesto a arriesgar con tal de imitar a su Señor.

El pastor según Jesús tiene el corazón libre para dejar sus cosas, no vive haciendo cuentas de lo que tiene y de las horas de servicio: no es un contable del espíritu, sino un buen Samaritano en busca de quien tiene necesidad. Es un pastor, no un inspector de la grey, y se dedica a la misión no al cincuenta o sesenta por ciento, sino con todo su ser. Al ir en busca, encuentra, y encuentra porque arriesga; no se queda parado después de las desilusiones ni se rinde ante las dificultades; en efecto, es obstinado en el bien, ungido por la divina obstinación de que nadie se extravíe. Por eso, no sólo tiene la puerta abierta, sino que sale en busca de quien no quiere entrar por ella. Como todo buen cristiano, y como ejemplo para cada cristiano, siempre está en salida de sí mismo. El epicentro de su corazón está fuera de él: no es atraído por su yo, sino por el tú de Dios y por el nosotros de los hombres.

Incluir. Cristo ama y conoce a sus ovejas, da la vida por ellas y ninguna le resulta extraña (cf. Jn 10,11-14). Su rebaño es su familia y su vida. No es un jefe temido por las ovejas, sino el pastor que camina con ellas y las llama por su nombre (cf. Jn 10, 3-4). Y quiere reunir a las ovejas que todavía no están con él (cf. Jn 10,16).

Así es también el sacerdote de Cristo: está ungido para el pueblo, no para elegir sus propios proyectos, sino para estar cerca de las personas concretas que Dios, por medio de la Iglesia, le ha confiado. Ninguno está excluido de su corazón, de su oración y de su sonrisa. Con mirada amorosa y corazón de padre, acoge, incluye, y, cuando debe corregir, siempre es para acercar; no desprecia a nadie, sino que está dispuesto a ensuciarse las manos por todos. Ministro de la comunión, que celebra y vive, no pretende los saludos y felicitaciones de los otros, sino que es el primero en ofrecer mano, desechando cotilleos, juicios y venenos. Escucha con paciencia los problemas y acompaña los pasos de las personas, prodigando el perdón divino con generosa compasión. No regaña a quien abandona o equivoca el camino, sino que siempre está dispuesto para reinsertar y recomponer los litigios.

Alegrarse. Dios se pone «muy contento» (Lc 15,5): su alegría nace del perdón, de la vida que se restaura, del hijo que vuelve a respirar el aire de casa. La alegría de Jesús, el Buen Pastor, no es una alegría para sí mismo, sino para los demás y con los demás, la verdadera alegría del amor. Esta es también la alegría del sacerdote. Él es transformado por la misericordia que, a su vez, ofrece de manera gratuita. En la oración descubre el consuelo de Dios y experimenta que nada es más fuerte que su amor. Por eso está sereno interiormente, y es feliz de ser un canal de misericordia, de acercar el hombre al corazón de Dios. Para él, la tristeza no es lo normal, sino sólo pasajera; la dureza le es ajena, porque es pastor según el corazón suave de Dios.

Queridos sacerdotes, en la celebración eucarística encontramos cada día nuestra identidad de pastores. Cada vez podemos hacer verdaderamente nuestras las palabras de Jesús: «Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros». Este es el sentido de nuestra vida, son las palabras con las que, en cierto modo, podemos renovar cotidianamente las promesas de nuestra ordenación. Os agradezco vuestro «sí» para dar la vida unidos a Jesús: aquí está la fuente pura de nuestra alegría.

 


Publicado por verdenaranja @ 16:13  | Habla el Papa
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Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio del domingo décimo del Tiempo Ordinario C


EL SUFRIMIENTO HA DE SER TOMADO EN SERIO


Jesús llega a Naín cuando en la pequeña aldea se está viviendo un hecho muy triste. Jesús viene del camino, acompañado de sus discípulos y de un gran gentío. De la aldea sale un cortejo fúnebre camino del cementerio. Una madre viuda, acompañada por sus vecinos, lleva a enterrar a su único hijo.

En pocas palabras, Lucas nos ha descrito la trágica situación de la mujer. Es una viuda, sin esposo que la cuide y proteja en aquella sociedad controlada por los varones. Le quedaba solo un hijo, pero también este acaba de morir. La mujer no dice nada. Solo llora su dolor. ¿Qué será de ella?

El encuentro ha sido inesperado. Jesús venía a anunciar también en Naín la Buena Noticia de Dios. ¿Cuál será su reacción? Según el relato, «el Señor la miró, se conmovió y le dijo: No llores». Es difícil describir mejor al Profeta de la compasión de Dios.

No conoce a la mujer, pero la mira detenidamente. Capta su dolor y soledad, y se conmueve hasta las entrañas. El abatimiento de aquella mujer le llega hasta dentro. Su reacción es inmediata: «No llores». Jesús no puede ver a nadie llorando. Necesita intervenir.

No lo piensa dos veces. Se acerca al féretro, detiene el entierro y dice al muerto: «Muchacho, a ti te lo digo, levántate». Cuando el joven se reincorpora y comienza a hablar, Jesús «lo entrega a su madre» para que deje de llorar. De nuevo están juntos. La madre ya no estará sola.

Todo parece sencillo. El relato no insiste en el aspecto prodigioso de lo que acaba de hacer Jesús. Invita a sus lectores a que vean en él la revelación de Dios como Misterio de compasión y Fuerza de vida, capaz de salvar incluso de la muerte. Es la compasión de Dios la que hace a Jesús tan sensible al sufrimiento de la gente.

En la Iglesia hemos de recuperar cuanto antes la compasión como el estilo de vida propio de los seguidores de Jesús. La hemos de rescatar de una concepción sentimental y moralizante que la ha desprestigiado. La compasión que exige justicia es el gran mandato de Jesús: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo».

Esta compasión es hoy más necesaria que nunca. Desde los centros de poder, todo se tiene en cuenta antes que el sufrimiento de las víctimas. Se funciona como si no hubiera dolientes ni perdedores. Desde las comunidades de Jesús se tiene que escuchar un grito de indignación absoluta: el sufrimiento de los inocentes ha de ser tomado en serio; no puede ser aceptado socialmente como algo normal pues es inaceptable para Dios. Él no quiere ver a nadie llorando.

 

José Antonio Pagola


Publicado por verdenaranja @ 16:06  | Espiritualidad
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