Dichosos los pobres… Por Enrique Díaz Díaz. 27 enero 2017 (zenit)
IV Domingo ordinario
Sofonías 2, 3; 3, 12-13: “Dejaré en medio de ti, un puñado de gente pobre y humilde”
Salmo 145: “Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”
Corintios 1, 26-31: “Dios ha elegido a los débiles del mundo”
San Mateo 5, 1-12: “Dichosos los pobres de espíritu”
Fue la primera vez que escuché hablar de las bienaventuranzas. Una catequista dinámica, entusiasta, que contagiada por las pocas pero extraordinarias noticias del Vaticano II que llegaban a mi pueblo, lejano y olvidado, hacía esfuerzos extraordinarios por hacernos comprender la riqueza de las bienaventuranzas a través de pósters e imágenes de Jesús rodeado de sus apóstoles. Nos ponía a leer el texto del Evangelio. Toda una novedad que rompía los esquemas antiguos pues nos acercaba directamente al texto de la Biblia. Nos enseñaba más con su vida que con sus palabras. Han pasado los años y ahora estoy frente a su féretro escuchando el mismo texto que con fervor nos explicaba. Juanita llevó una vida de dolor, sobre todo los últimos tiempos, pero de cercanía e intimidad con Jesús. Frente a su cuerpo inerte suenan muy distintas las palabras de Jesús: “Dichosos los pobres de Espíritu…” Muy diferente a la felicidad que propone el mundo y sus pompas. Juanita seguramente ahora ya participa plenamente del Reino de los Cielos.
A veces me imagino a Jesús visitando nuestra Iglesia y nuestra sociedad y contemplando las estructuras que hemos creado: viejas, obsoletas, oscuras y arruinadas, que queremos poner al día sólo con remiendos y parches. ¿Qué nos diría Jesús? Me imagino que algo parecido a lo que sugería el Vaticano II con todas sus novedades y que ahora retoma el papa Francisco: “No necesitamos poner parches, sino construir una Iglesia y una sociedad nueva, abierta, con bases firmes, con mucha luz, donde quepan todos los hermanos…” Y este domingo es uno de esos días que se siente uno cuestionado fuertemente por las palabras de Jesús. Nos presenta sus “bienaventuranzas”. Es decir su programa para responder a lo más profundo de toda persona humana: la felicidad. Pero dista tanto el programa de Jesús de lo que nosotros hemos ido construyendo, que si ponemos atención a las palabras que Él nos propone seguramente le diríamos que está loco, que eso no es posible, que es una utopía.
¿Utopía el Reino de Dios? Para algunos así parecería y se conforman con proponer moderación de parte de los poderosos y resignación de parte de los pobres, y así utopía se convierte en “un lugar que no es posible alcanzar” (ou-topía: no posible), pero para Cristo “utopía”, (eu-topía: buen lugar), se convierte en un sueño posible por el cual vale la pena entregar la vida. La utopía del Reino responde al sufrimiento de los pobres y va acompañada de signos evidentes de que es posible y vale la pena luchar por ella: las curaciones, el Evangelio a los pobres, las comidas con todos, la acogida a los despreciados por la sociedad. El gran sueño de Jesús se resume en el Sermón del Monte que ahora se inicia con estas exigentes propuestas. Anunciar la utopía de la vida, generando esperanza, justicia y amor, es la primera predicación de Jesús y es la primera exigencia para el cristiano y para su Iglesia.
Hemos escuchado tantas veces las bienaventuranzas que ya no captamos el sentido revolucionario y novedoso que encierran. “Dichosos los pobres de espíritu…” y cada una de ellas nos lleva a poner en juicio todas las estructuras y condicionamientos de un mundo que ha basado su felicidad en el tener y el poder, que todos sus esfuerzos los encamina a fortalecer y alimentar la propia felicidad y se ha desentendido de la miseria de los hermanos. Así han nacido sistemas, imperios, naciones que basan su ser y quehacer en la economía, en las armas, en el bienestar propio aun a costa de la pobreza de los demás. Jesús proclama dichosos a los pobres, los sufridos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa del bien. Consideradas por los grandes de este mundo, las bienaventuranzas aparecerán como una aberración, como ocho normas para fracasar en la vida, como un estorbo para el triunfo.
Hay quienes para huir de esta interpretación, todo lo espiritualizan y lo ven como un bello ideal que sólo se cumplirá en el cielo. El compromiso personal se diluye en la pasividad de lo imposible y nos condena a seguir en lo mismo. La paz se convierte en no molestar y no ser molestado –¡Como si esto se pudiera!– y si yo logro ser feliz en mi egoísmo, doy gracias a Dios y me olvido de los demás.
Pero ésta no es la actitud ni el comportamiento de Jesús. A nadie imagino más feliz que a Jesús, pero tampoco conocemos a nadie más encarnado, comprometido y coherente en su opción por los pobres. La vida, ejemplo y conducta de Jesús son la clave para entender las bienaventuranzas. Nadie más pobre que Él, nadie más comprometido con la paz y la justicia, nadie más perseguido, nadie más limpio de corazón y sin embargo ¡nadie más feliz que Él! Quien deja penetrar el texto de las bienaventuranzas en su corazón descubre que son como una velada biografía interior de Jesús, como un retrato de su figura. Él, que no tiene donde reclinar la cabeza, es el auténtico pobre; Él puede decir vengan a Mí que soy manso y humilde de corazón. Es constructor de paz, es Aquel que sufre por amor de Dios. En las bienaventuranzas se manifiesta el misterio de Cristo mismo y nos llama a entrar en comunión con Él.
Las bienaventuranzas son la norma suprema de conducta para el cristiano y señales que indican el camino de la Iglesia, que debe reconocer en ellas su modelo, orientaciones para el seguimiento que afectan a cada discípulo. Solamente quien las practica puede entenderlas en todo su sentido porque suponen una inversión total de los valores que el mundo nos propone. Nosotros nos atamos a seguridades terrenas y visiones egoístas de nuestro bienestar, Cristo nos lanza mucho más allá: construir un reino donde la felicidad se conquista en comunidad, nadie es más feliz que quien hace felices a los demás.
¿Cómo estamos viviendo las bienaventuranzas? Repasemos cada una de ellas, meditémoslas frente a la vida de Jesús y quizás descubramos que debemos cambiar todo nuestro estilo de vida para ser verdaderos cristianos. A veces nos quejamos de que no somos felices. ¿Nos hemos puesto a pensar por qué?
Padre Bueno que nos llamas a la felicidad y en Jesús nos has dejado el mejor ejemplo de alguien plenamente feliz, ilumínanos para descubrir el verdadero camino de felicidad que pasa por el amor y el servicio a los hermanos. Amén.
Texto completo del papa Francisco en la catequesis de la audiencia del miércoles 25 de enero de 2017 (ZENIT – Ciudad del Vaticano)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Entre las figuras de mujeres que el Antiguo Testamento nos presenta, destaca la de una gran heroína del pueblo: Judit. El libro bíblico que lleva su nombre narra la imponente campaña militar del rey Nabucodonosor, quien, reinando en Nínive, extiende las fronteras del imperio derrotando y esclavizando a todos los pueblos alrededor. El lector entiende que se encuentra delante de un grande, invencible enemigo que está sembrando muerte y destrucción y que llega hasta la Tierra Prometida, poniendo en peligro la vida de los hijos de Israel. El ejército de Nabucodonosor, de hecho, bajo la guía del general Holofernes, asedia a una ciudad de Judea, Betulia, cortando el suministro de agua y minando así la resistencia de la población.
La situación se hace dramática, al punto que los habitantes de la ciudad se dirigen a los ancianos pidiendo que se rindan a los enemigos. Las suyas son palabras desesperadas: “Ya no hay nadie que pueda auxiliarnos, porque Dios nos ha puesto en manos de esa gente para que desfallezcamos de sed ante sus ojos y seamos totalmente destruidos”. Han llegado a decir esto, Dios nos ha vendido, y la desesperación de esa gente era grande. “Llámenlos ahora mismo y entreguen la ciudad como botín a Holofernes y a todo su ejército” (Jdt 7,25-26). El final parece casi ineluctable, la capacidad de fiarse de Dios ha desaparecido, la capacidad de fiarse de Dios ha desaparecido. Y cuántas veces nosotros llegamos a situaciones límite donde no sentimos ni siquiera la capacidad de tener confianza en el Señor, es una tentación fea. Y, paradójicamente, parece que, para huir de la muerte, no queda otra cosa que entregarse a las manos de quien mata. Pero ellos saben que estos soldados entrarán y saquearán la ciudad, tomarán a las mujeres como esclavas y después matarán a todos los demás. Esto es precisamente “el límite”.
Y delante de tanta desesperación, el jefe del pueblo trata de proponer un punto de esperanza: resistir aún cinco días, esperando la intervención salvífica de Dios. Pero es una esperanza débil, que le hace concluir: “Si transcurridos estos días, no nos llega ningún auxilio, entonces obraré como ustedes dicen” (7,31). Pobre hombre, no tenía salida. Cinco días vienen concedidos a Dios –y aquí está el pecado– cinco días vienen concedidos a Dios para intervenir; cinco días de espera, pero ya con la perspectiva del final. Conceden cinco días a Dios para salvarles, pero saben, no tienen confianza, esperan lo peor. En realidad, nadie más, entre el pueblo, es todavía capaz de esperar. Estaban desesperados.
Es en esta situación que aparece en escena Judit. Viuda, mujer de gran belleza y sabiduría, ella habla al pueblo con el lenguaje de la fe, valiente, regaña a la cara al pueblo: “¡Ahora ustedes ponen a prueba al Señor todopoderoso, […]. No, hermanos; cuídense de provocar la ira del Señor, nuestro Dios. Porque si él no quiere venir a ayudarnos en el término de cinco días, tiene poder para protegernos cuando él quiera o para destruirnos ante nuestros enemigos. No exijan entonces garantías a los designios del Señor, nuestro Dios, porque Dios no cede a las amenazas como un hombre ni se le impone nada como a un mortal. Por lo tanto, invoquemos su ayuda, esperando pacientemente su salvación, y él nos escuchará si esa es su voluntad” (8,13.14- 15.17).
Es un lenguaje de la esperanza. Llamamos a las puertas del corazón de Dios, Él es Padre, Él puede salvarnos. ¡Esta mujer, viuda, corre el riesgo también de quedar mal delante de los otros! ¡Pero es valiente! ¡Va adelante! Y esto es algo mío, esta es una opinión mía: ¡las mujeres son más valientes que los hombres!
Con la fuerza de un profeta, Judit llama a los hombres de su pueblo para llevarles de nuevo a la confianza en Dios; con la mirada de un profeta, ella ve más allá del estrecho horizonte propuesto por los jefes y que el miedo hace todavía más limitado. Dios actuará realmente –ella afirma–, mientras la propuesta de los cinco días de espera es un modo para tentarlo y para escapar de su voluntad. El Señor es Dios de salvación, y ella lo cree, sea cual sea la forma que tome. Es salvación liberar de los enemigos y hacer vivir, pero, en sus planes impenetrables, puede ser salvación también entregar a la muerte. Mujer de fe, ella lo sabe. Después conocemos el final, como ha terminado la historia: Dios salva.
Queridos hermanos y hermanas, no pongamos nunca condiciones a Dios y dejemos que la esperanza venza a nuestros temores. Fiarse de Dios quiere decir entrar en sus diseños sin pretender nada, también aceptando que su salvación y su ayuda lleguen a nosotros de forma diferente de nuestras expectativas. Nosotros pedimos al Señor vida, salud, afectos, felicidad; y es justo hacerlo, pero en la conciencia de que Dios sabe sacar vida incluso de la muerte, que se puede experimentar la paz también en la enfermedad, y que puede haber serenidad también en la soledad y felicidad también en el llanto. No somos nosotros los que podemos enseñar a Dios lo que debe hacer, es decir lo que necesitamos. Él lo sabe mejor que nosotros, y tenemos que fiarnos, porque sus caminos y sus pensamientos son muy diferentes a los nuestros.
El camino que Judit nos indica es el de la confianza, de la espera en la paz, de la oración en la obediencia. Es el camino de la esperanza. Sin resignaciones fáciles, haciendo todo lo que está en nuestras posibilidades, pero siempre permaneciendo en el camino de la voluntad del Señor, porque Judit –lo sabemos– ha rezado mucho, ha hablado mucho al pueblo y después, valiente, se ha ido, ha buscado el modo de acercarse al jefe del ejército y ha conseguido cortarle la cabeza, ha degollarlo. Es valiente en la fe y en las obras. El Señor busca siempre. Judit, de hecho, tiene su plan, lo realiza con éxito y lleva al pueblo a la victoria, pero siempre en la actitud de fe de quien acepta todo de la manos de Dios, segura de su bondad. Así, una mujer llena de fe y de valentía da de nuevo fuerza a su pueblo en peligro mortal y lo conduce en los caminos de la esperanza, indicándole también a nosotros. Y nosotros, si hacemos un poco de memoria, cuántas veces hemos escuchado palabras sabias, valientes, de personas humildes, de mujeres humildes que uno piensa que –sin despreciarlas– son ignorantes… ¡Pero son palabras de la sabiduría de Dios, eh! Las palabras de las abuelas. Cuántas veces las abuelas saben decir la palabra justa, la palabra de esperanza, porque tienen la experiencia de la vida, han sufrido mucho, se han encomendado a Dios y el Señor da este don de darnos el consejo de esperanza.
Y, yendo por esos caminos, será alegría y luz pascual encomendarse al Señor con las palabras de Jesús: “Padre, si quieres, si tú quieres, aleja de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42). Y esta es la oración de la sabiduría, de la confianza y de la esperanza.
Texto completo del papa Francisco en la homilía de la 50° semana de la Unidad de los Cristianos. 25 enero 2017 (ZENIT – Roma)
“El encuentro con Jesús en el camino de Damasco transformó radicalmente la vida de san Pablo. A partir de entonces, el significado de su existencia no consiste ya en confiar en sus propias fuerzas para observar escrupulosamente la Ley, sino en la adhesión total de sí mismo al amor gratuito e inmerecido de Dios, a Jesucristo crucificado y resucitado.
De esta manera, él advierte la irrupción de una nueva vida, la vida según el Espíritu, en la cual, por la fuerza del Señor Resucitado, experimenta el perdón, la confianza y el consuelo.
Pablo no puede tener esta novedad sólo para sí: la gracia lo empuja a proclamar la buena nueva del amor y de la reconciliación que Dios ofrece plenamente a la humanidad en Cristo. Para el Apóstol de los gentiles, la reconciliación del hombre con Dios, de la que se convirtió en embajador (cf. 2 Co 5,20), es un don que viene de Cristo.
Esto aparece claramente en el texto de la Segunda Carta a los Corintios, del que se toma este año el tema de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos: «Reconciliación. El amor de Cristo nos apremia» (cf. 2 Co 5,14-20).
«El amor de Cristo»: no se trata de nuestro amor por Cristo, sino del amor que Cristo tiene por nosotros. Del mismo modo, la reconciliación a la que somos urgidos no es simplemente una iniciativa nuestra, sino que es ante todo la reconciliación que Dios nos ofrece en Cristo.
Más que ser un esfuerzo humano de creyentes que buscan superar sus divisiones, es un don gratuito de Dios. Como resultado de este don, la persona perdonada y amada está llamada, a su vez, a anunciar el evangelio de la reconciliación con palabras y obras, a vivir y dar testimonio de una existencia reconciliada.
En esta perspectiva, podemos preguntarnos hoy: ¿Cómo anunciar el evangelio de la reconciliación después de siglos de divisiones? Es el mismo Pablo quien nos ayuda a encontrar el camino. Hace hincapié en que la reconciliación en Cristo no puede darse sin sacrificio. Jesús dio su vida, muriendo por todos. Del mismo modo, los embajadores de la reconciliación están llamados a dar la vida en su nombre, a no vivir para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos (cf. 2 Co 5,14-15).
Como nos enseña Jesús, sólo cuando perdemos la vida por amor a él es cuando realmente la ganamos (cf. Lc 9,24). Es esta la revolución que Pablo vivió y es también la revolución cristiana de todos los tiempos: no vivir para nosotros mismos, para nuestros intereses y beneficios personales, sino a imagen de Cristo, por él y según él, con su amor y en su amor.
Para la Iglesia, para cada confesión cristiana, es una invitación a no apoyarse en programas, cálculos y ventajas, a no depender de las oportunidades y de las modas del momento, sino a buscar el camino con la mirada siempre puesta en la cruz del Señor; allí está nuestro único programa de vida.
Es también una invitación a salir de todo aislamiento, a superar la tentación de la autoreferencia, que impide captar lo que el Espíritu Santo lleva a cabo fuera de nuestro ámbito. Una auténtica reconciliación entre los cristianos podrá realizarse cuando sepamos reconocer los dones de los demás y seamos capaces, con humildad y docilidad, de aprender unos de otros, sin esperar que sean los demás los que aprendan antes de nosotros. Si vivimos este morir a nosotros mismos por Jesús, nuestro antiguo estilo de vida será relegado al pasado y, como le ocurrió a san Pablo, entramos en una nueva forma de existencia y de comunión.
Con Pablo podremos decir: «Lo antiguo ha desaparecido» (2 Co 5,17). Mirar hacia atrás es muy útil y necesario para purificar la memoria, pero detenerse en el pasado, persistiendo en recordar los males padecidos y cometidos, y juzgando sólo con parámetros humanos, puede paralizar e impedir que se viva el presente.
La Palabra de Dios nos anima a sacar fuerzas de la memoria para recordar el bien recibido del Señor; y también nos pide dejar atrás el pasado para seguir a Jesús en el presente y vivir una nueva vida en él.
Dejemos que Aquel que hace nuevas todas las cosas (cf. Ap 21,5) nos conduzca a un futuro nuevo, abierto a la esperanza que no defrauda, a un porvenir en el que las divisiones puedan superarse y los creyentes, renovados en el amor, estén plena y visiblemente unidos.
Este año, mientras caminamos por el camino de la unidad, recordamos especialmente el quinto centenario de la Reforma protestante. El hecho de que hoy católicos y luteranos puedan recordar juntos un evento que ha dividido a los cristianos, y lo hagan con esperanza, haciendo énfasis en Jesús y en su obra de reconciliación, es un hito importante, logrado con la ayuda de Dios y de la oración a través de cincuenta años de conocimiento recíproco y de diálogo ecuménico.
Mientras imploro a Dios el don de la reconciliación con él y entre nosotros, saludo cordial y fraternalmente a su eminencia el metropolita Gennadios, representante del Patriarcado Ecuménico, a su gracia David Moxon, representante personal en Roma del arzobispo de Canterbury, y a todos los representantes de las distintas Iglesias y comunidades eclesiales aquí presentes.
Me complace saludar particularmente a los miembros de la Comisión mixta para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas orientales, a quienes deseo un trabajo fructífero en la sesión plenaria que está teniendo lugar en estos días.
Saludo también a los estudiantes del Ecumenical Institute of Bossey, que están visitando Roma para profundizar en su conocimiento de la Iglesia Católica, y a los jóvenes ortodoxos y ortodoxos orientales que estudian en Roma, gracias a las becas del Comité de Cooperación Cultural con las Iglesias ortodoxas, que opera en el Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los cristianos.
A los superiores y a todos los colaboradores de ese Dicasterio expreso mi estima y agradecimiento. Queridos hermanos y hermanas, nuestra oración por la unidad de los cristianos participa en la oración que Jesús dirigió al Padre antes de la pasión, «para que todos sean uno» (Jn 17,21).
No nos cansemos nunca de pedir a Dios este don. Con la esperanza paciente y confiada de que el Padre concederá a todos los creyentes el bien de la plena comunión visible, sigamos adelante en nuestro camino de reconciliación y de diálogo, animados por el testimonio heroico de tantos hermanos y hermanas que, tanto ayer como hoy, están unidos en el sufrimiento por el nombre Jesús. Aprovechemos todas las oportunidades que la Providencia nos ofrece para rezar juntos, anunciar juntos, amar y servir juntos, especialmente a los más pobres y abandonados”.
Reflexión a las lecturas del domingo cuarto del Tiempo Ordinario A ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
Domingo 4º del T. Ordinario A
El Evangelio de hoy nos presenta el verdadero camino para encontrar en la vida, la “felicidad auténtica”. Sin embargo, cada vez son más los que piensan que, por este camino, el de Jesucristo, no se puede encontrar dicha alguna. Y comentan: “Todo lo contrario. Ya se dice que todo lo bueno, o hace daño o está prohibido”. Los mandamientos, el mensaje del Evangelio -creen muchos- va en contra de todo lo que nos agrada. ¿Y la Iglesia? Lo mismo. Todo lo que enseña –dicen- va en contra de las aspiraciones, de los deseos y de las ilusiones del hombre actual. No merece la pena pertenecer a ella, todo lo contrario, concluyen.
El Papa Juan Pablo II nos ofrece un diagnóstico muy acertado de todo esto, cuando nos explica la teoría de Dios “como enemigo del hombre”. Éste, en consecuencia, tiene que defenderse y convertirse en “enemigo de Dios”. Y se hace necesaria “la muerte de Dios”.
¿No conoces esta doctrina? Nos la explica el Papa en la Encíclica sobre el Espíritu Santo, “Dominum et Vivificantem”, núm. 38.
El Evangelio de este domingo, por el contrario, enseña, más todavía, grita al hombre de todos los tiempos, que el mensaje de Jesucristo es el camino que lleva a la verdadera dicha y a la verdadera felicidad del hombre: De un modo imperfecto en esta vida, y perfecto y pleno, en la eternidad.
S. Mateo nos presenta hoy a Jesucristo en el Sermón de la Montaña. Como un nuevo Moisés, comienza a enseñarnos el mensaje central y fundamental del Reino, que el evangelista recoge en los capítulos 5, 6 y 7. Lo iremos escuchando a lo largo de los domingos que siguen, hasta comenzar la Cuaresma.
Y comienza Jesús a decir: Dichosos los pobres, los sufridos, los que lloran, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa de la justicia… Pero en la sociedad actual, estamos acostumbrados a otro lenguaje: Dichoso el que tiene dinero, el que puede gozar de todo, el que tiene poder, el que tiene salud, el que puede vivir a tope…
Jesús, en el pequeño espacio del texto que comentamos, repite hasta nueve veces la palabra “dichosos”. Y eso quiere decir, en primer lugar, que Dios nos quiere felices, alegres y llenos de esperanza. No. No es Dios el “enemigo del hombre”. Él es el que ha venido a revelarnos y a hacernos posible “el verdadero camino”, que conduce a la verdadera grandeza y felicidad del hombre. Si no fuera así, ¿de qué nos valdría ser cristianos?
¡Y todo esto está ya comprobado! Durante muchos siglos, hombres y mujeres, de todo tipo, se han sentido dichosos por este camino, aún en medio de contratiempos y dificultades, a veces, graves. Y también está comprobado que el que hombre jamás ha sido grande y feliz en contra de Dios o al margen de Dios. “Los que se alejan de ti se pierden”, leemos en los salmos (73, 27).
También hoy hay muchos cristianos que dan testimonio de esta realidad y está al alcance de todos poder comprobarlo.
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
DOMINGO 4º DEL T. ORDINARIO A
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
El mensaje de las bienaventuranzas centra la Liturgia de la Palabra de este domingo.
“Dejaré un pueblo pobre y humilde”, escucharemos en la primera lectura. Así disponemos nuestro espíritu para escuchar el Evangelio.
SEGUNDA LECTURA
El apóstol S. Pablo constata que en la comunidad de Corinto, Dios ha elegido lo pobre y débil para confundir a lo fuerte.
TERCERA LECTURA
En las bienaventuranzas se encuentra el mensaje fundamental de Jesucristo, que nos conduce a la felicidad, ya en esta vida, y que culmina en la dicha plena del Reino futuro que anhelamos.
COMUNIÓN
En la comunión nos acercamos a Jesucristo, el Señor, que en este día nos ha manifestado el mensaje fundamental del Evangelio. Que esta cercanía tan íntima y profunda entre Él y nosotros, nos ayude a sintonizar con sus pensamientos, sus sentimientos y sus deseos más profundos. Y luego, a llevarlo todo a la práctica, a la vida de cada día.
Reflexión de monseñor Felipe Arizmendi Esquivel. 24 enero 2017 (zenit)
Otros jóvenes son posibiles
VER
Hace meses, apareció este letrero en una esquina de las calles de nuestra ciudad: ¡Qué bonito es estar loco y andar suelto! Luego lo borraron. Ahora, en el mismo lugar, pintaron sólo este nombre: CRISTO. ¡Qué cambio!
Estuve en una diócesis del occidente del país, acompañando los ejercicios espirituales del presbiterio, y algunos sacerdotes me comentaban que muchos jóvenes de sus parroquias soñaban con ser narcos, porque veían a esos capos derrochando dinero por todas partes, con unas casas muy elegantes, con potentes armas, en placeres y diversiones de todo tipo. También me llamó la atención que son pocos los alumnos de su Seminario, pues la juventud va por otros caminos.
Hace años, en las comunidades indígenas casi no había pastoral juvenil, porque los jóvenes se unían en matrimonio a muy temprana edad. Hoy eso ha cambiado. Las y los adolescentes estudian, salen a trabajar, tienen otras oportunidades en su vida, cursan la Universidad, y varios llegan a los 25-30 años sin casarse. También hay muchos embarazos prematuros, abortos y suicidios.
En una sola parroquia indígena, recién celebramos 3,200 confirmaciones de solo jóvenes, pues en varias de nuestras diócesis se recibe este sacramento después de los 14 años. En otras parroquias, aunque en menor número, sucede algo semejante. Hay una nueva juventud, que nos ilusiona, pero que también nos preocupa. No todos los sacerdotes le dan la prioridad pastoral que se requiere, y los padres de familia se sienten desplazados, sin saber cómo educar a sus hijos.
PENSAR
El Papa Francisco decidió que el próximo Sínodo Mundial de Obispos, a realizarse a fines de 2018, se dedique precisamente a este tema: Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional. La Secretaría del Sínodo ya nos envió el documento preparatorio, para iniciar una consulta a nivel mundial sobre la realidad que están viviendo los jóvenes, para reflexionar sobre su identidad humana, cristiana y vocacional, y para hacer propuestas sobre su evangelización en nuestro tiempo. Ojalá le demos la importancia que merece.
Me llaman la atención algunas frases del documento: “A través de los jóvenes, la Iglesia podrá percibir la voz del Señor que resuena también hoy. Como en otro tiempo Samuel y Jeremías, hay jóvenes que saben distinguir los signos de nuestro tiempo que el Espíritu señala. Escuchando sus aspiraciones podemos entrever el mundo del mañana que se aproxima y las vías que la Iglesia está llamada a recorrer”.
Al describir algunos datos sobre la realidad juvenil, dice: “Existe una pluralidad de mundos juveniles, no sólo uno”. Y enumera algunas realidades: Hay “un contexto de fluidez e incertidumbre, malestar social y dificultad económica, inseguridad, desocupación, explotación sobre todo infantil, aumento exponencial del número de refugiados y migrantes. Frente a pocos privilegiados que pueden disfrutar de las oportunidades ofrecidas por los procesos de globalización económica, muchos viven en situaciones de vulnerabilidad y de inseguridad, lo cual tiene un impacto sobre sus itinerarios de vida y sobre sus elecciones. El mundo contemporáneo se caracteriza por una cultura “cientificista”, a menudo dominada por la técnica y por las infinitas posibilidades que ésta promete abrir, en cuyo interior no obstante se multiplican las formas de tristeza y soledad en las que caen las personas, entre ellas muchos jóvenes”.
Ya en su Exhortación Evangelii gaudium, el Papa había dicho: “La pastoral juvenil ha sufrido el embate de los cambios sociales. Los jóvenes, en las estructuras habituales, no suelen encontrar respuestas a sus inquietudes, necesidades, problemáticas y heridas. Se hace necesario ahondar en la participación de éstos en la pastoral de conjunto de la Iglesia. Aunque no siempre es fácil abordar a los jóvenes, hay la urgencia de que ellos tengan un protagonismo mayor. ¡Qué bueno es que los jóvenes sean «callejeros de la fe», felices de llevar a Jesucristo a cada esquina, a cada plaza, a cada rincón de la tierra!” (105-106).
ACTUAR
Demos a los jóvenes la importancia que merecen. No nos quedemos en juzgarlos y condenarlos, porque ya no son como éramos nosotros. Aprendamos a escucharlos, comprenderlos, respetarlos, y presentarles la persona y el mensaje de Jesús. Cuando lo descubren, se apasionan por El y toda su vida se transforma. Y que conozcan el documento preparatorio del próximo Sínodo, con la posibilidad de que respondan al cuestionario final.
Comentario a la liturgia dominical del cuarto domingo del tiempo ordinario A por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor de Humanidades Clásicas en el Centro de Noviciado y Humanidades y Ciencias de la Legión de Cristo en Monterrey (México). 24 enero 2017 ( ZENIT – México)
Ciclo A
Textos: Sofonías 2, 3; 3, 12-13; 1 Corintios 1, 26-31; Mateo 5, 1-12.
Idea principal: las Bienaventuranzas son el retrato del cristiano y seguidor de Cristo.
Resumen del mensaje: a estos colaboradores que llamó el domingo pasado y a cuantos quieran libremente seguirle y amarle les deja las bienaventuranzas, como carnet de identidad y mapa de ruta (evangelio). Estas huellas digitales para muchos de este mundo son un escándalo y quienes lleven este carnet serán tachados de necios y despreciables (segunda lectura).
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, Jesús deja bien claro a quienes desean seguirle y acompañarle en su misión universal salvadora (domingo pasado) cómo deben ser, a ejemplo de Él, grabando en sus frentes la palabra: “bienaventurados”. Pobres, porque eligieron ser pobres para poner su confianza plena en Dios, la verdadera riqueza inmarcesible. Sufridos, perseguidos, calumniados e insultados por causa de Jesús, pues estos justos siempre son incómodos para la sociedad. Hambrientos y sedientos de la voluntad de Dios y no de los platos de este mundo: éxito, ambiciones y placeres. Misericordiosos, que saben ser portadores del amor y ternura de Dios, como tantas veces ama decir el papa Francisco. Los humildes, que ponen a Dios en primer lugar. Puros, que tienen el corazón libre de trampas, de cálculos y dobles intenciones; corazón transparente, sincero, no hipócrita. Mansos y pacificadores, que no reaccionan con ira, sino con bondad creando paz a su alrededor y no aprueban ninguna clase de carrera de armamentos ni de violencia agresiva, física, psicológica ni afectiva.
En segundo lugar, el mundo de hoy propone otro tipo de carnet, totalmente contrario al programa de Cristo. La bienaventuranzas de este mundo están en las antípodas de las de Cristo. Este mundo, todavía no convertido a Cristo, llama felices a los ricos, a costa de los pobres; a los violentos que conquistan a cualquier precio todo terruño para engrandecerse. El mundo aplaude a los que tienen éxito, aunque tengan que mentir; a los vengativos sin piedad; no a los que lloran, sino a los que carcajean riéndose de los que viven las virtudes y valores más elementales como la honestidad, la honradez y la pureza; el mundo los llama mojigatos, tontos y atrasados. Pero Cristo los llama felices.
Finalmente, ¿cuál preferimos: las bienaventuranzas de Cristo o las del mundo? Si las de Cristo, entonces preparemos nuestras espaldas porque la cruz será pesada aquí en vida, pero con la alegría en el corazón. Si optamos por las del mundo, entonces, “ancha es Castilla”, “comamos, bebamos, banqueteemos” que la vida es breve, y saquemos el jugo a todas las “delicatessen” que se nos sirven desde los escaparates de este mundo.
Para reflexionar: las puertas del gran comercio del cielo sólo se abrirán a los que siguieron y vivieron las bienaventuranzas de Jesús (primera lectura y evangelio). Tú, decide.
Para rezar: dame valentía para vivir las bienaventuranzas, aunque se rían de mí.
Cualquier sugerencia o pregunta, puede escribirme a este email: [email protected]
«No temas, que yo estoy contigo» (Is 43,5).
Comunicar esperanza y confianza en nuestros tiempos. Este es el tema elegido por el papa Francisco para la 51ª Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. Publicamos a continuación el Mensaje del Papa para la Jornada que este año se celebra, en muchos países, el domingo 28 de mayo, Solemnidad de la Ascensión del Señor. (ZENIT – Ciudad del Vaticano)
Gracias al desarrollo tecnológico, el acceso a los medios de comunicación es tal que muchísimos individuos tienen la posibilidad de compartir inmediatamente noticias y de difundirlas de manera capilar. Estas noticias pueden ser bonitas o feas, verdaderas o falsas. Nuestros padres en la fe ya hablaban de la mente humana como de una piedra de molino que, movida por el agua, no se puede detener. Sin embargo, quien se encarga del molino tiene la posibilidad de decidir si moler trigo o cizaña. La mente del hombre está siempre en acción y no puede dejar de «moler» lo que recibe, pero está en nosotros decidir qué material le ofrecemos. (cf. Casiano el Romano, Carta a Leoncio Igumeno).
Me gustaría con este mensaje llegar y animar a todos los que, tanto en el ámbito profesional como en el de las relaciones personales, «muelen» cada día mucha información para ofrecer un pan tierno y bueno a todos los que se alimentan de los frutos de su comunicación. Quisiera exhortar a todos a una comunicación constructiva que, rechazando los prejuicios contra los demás, fomente una cultura del encuentro que ayude a mirar la realidad con auténtica confianza.
Creo que es necesario romper el círculo vicioso de la angustia y frenar la espiral del miedo, fruto de esa costumbre de centrarse en las «malas noticias» (guerras, terrorismo, escándalos y cualquier tipo de frustración en el acontecer humano). Ciertamente, no se trata de favorecer una desinformación en la que se ignore el drama del sufrimiento, ni de caer en un optimismo ingenuo que no se deja afectar por el escándalo del mal. Quisiera, por el contrario, que todos tratemos de superar ese sentimiento de disgusto y de resignación que con frecuencia se apodera de nosotros, arrojándonos en la apatía, generando miedos o dándonos la impresión de que no se puede frenar el mal. Además, en un sistema comunicativo donde reina la lógica según la cual para que una noticia sea buena ha de causar un impacto, y donde fácilmente se hace espectáculo del drama del dolor y del misterio del mal, se puede caer en la tentación de adormecer la propia conciencia o de caer en la desesperación.
Por lo tanto, quisiera contribuir a la búsqueda de un estilo comunicativo abierto y creativo, que no dé todo el protagonismo al mal, sino que trate de mostrar las posibles soluciones, favoreciendo una actitud activa y responsable en las personas a las cuales va dirigida la noticia. Invito a todos a ofrecer a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo narraciones marcadas por la lógica de la «buena noticia».
La buena noticia
La vida del hombre no es sólo una crónica aséptica de acontecimientos, sino que es historia, una historia que espera ser narrada mediante la elección de una clave interpretativa que sepa seleccionar y recoger los datos más importantes. La realidad, en sí misma, no tiene un significado unívoco. Todo depende de la mirada con la cual es percibida, del «cristal» con el que decidimos mirarla: cambiando las lentes, también la realidad se nos presenta distinta. Entonces, ¿qué hacer para leer la realidad con «las lentes» adecuadas?
Para los cristianos, las lentes que nos permiten descifrar la realidad no pueden ser otras que las de la buena noticia, partiendo de la «Buena Nueva» por excelencia: el «Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios» (Mc 1,1). Con estas palabras comienza el evangelista Marcos su narración, anunciando la «buena noticia» que se refiere a Jesús, pero más que una información sobre Jesús, se trata de la buena noticia que es Jesús mismo. En efecto, leyendo las páginas del Evangelio se descubre que el título de la obra corresponde a su contenido y, sobre todo, que ese contenido es la persona misma de Jesús.
Esta buena noticia, que es Jesús mismo, no es buena porque esté exenta de sufrimiento, sino porque contempla el sufrimiento en una perspectiva más amplia, como parte integrante de su amor por el Padre y por la humanidad. En Cristo, Dios se ha hecho solidario con cualquier situación humana, revelándonos que no estamos solos, porque tenemos un Padre que nunca olvida a sus hijos. «No temas, que yo estoy contigo» (Is 43,5): es la palabra consoladora de un Dios que se implica desde siempre en la historia de su pueblo. Con esta promesa: «estoy contigo», Dios asume, en su Hijo amado, toda nuestra debilidad hasta morir como nosotros. En Él también las tinieblas y la muerte se hacen lugar de comunión con la Luz y la Vida. Precisamente aquí, en el lugar donde la vida experimenta la amargura del fracaso, nace una esperanza al alcance de todos. Se trata de una esperanza que no defrauda ―porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rm 5,5)― y que hace que la vida nueva brote como la planta que crece de la semilla enterrada. Bajo esta luz, cada nuevo drama que sucede en la historia del mundo se convierte también en el escenario para una posible buena noticia, desde el momento en que el amor logra encontrar siempre el camino de la proximidad y suscita corazones capaces de co_nMoverse, rostros capaces de no desmoronarse, manos listas para construir.
La confianza en la semilla del Reino
Para iniciar a sus discípulos y a la multitud en esta mentalidad evangélica, y entregarles «las gafas» adecuadas con las que acercarse a la lógica del amor que muere y resucita, Jesús recurría a las parábolas, en las que el Reino de Dios se compara, a menudo, con la semilla que desata su fuerza vital justo cuando muere en la tierra (cf. Mc 4,1-34). Recurrir a imágenes y metáforas para comunicar la humilde potencia del Reino, no es un manera de restarle importancia y urgencia, sino una forma misericordiosa para dejar a quien escucha el «espacio» de libertad para acogerla y referirla incluso a sí mismo. Además, es el camino privilegiado para expresar la inmensa dignidad del misterio pascual, dejando que sean las imágenes ―más que los conceptos― las que comuniquen la paradójica belleza de la vida nueva en Cristo, donde las hostilidades y la cruz no impiden, sino que cumplen la salvación de Dios, donde la debilidad es más fuerte que toda potencia humana, donde el fracaso puede ser el preludio del cumplimiento más grande de todas las cosas en el amor. En efecto, así es como madura y se profundiza la esperanza del Reino de Dios: «Como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece» (Mc 4,26-27).
El Reino de Dios está ya entre nosotros, como una semilla oculta a una mirada superficial y cuyo crecimiento tiene lugar en el silencio. Quien tiene los ojos límpidos por la gracia del Espíritu Santo lo ve brotar y no deja que la cizaña, que siempre está presente, le robe la alegría del Reino.
Los horizontes del Espíritu
La esperanza fundada sobre la buena noticia que es Jesús nos hace elevar la mirada y nos impulsa a contemplarlo en el marco litúrgico de la fiesta de la Ascensión. Aunque parece que el Señor se aleja de nosotros, en realidad, se ensanchan los horizontes de la esperanza. En efecto, en Cristo, que eleva nuestra humanidad hasta el Cielo, cada hombre y cada mujer puede tener la plena libertad de «entrar en el santuario en virtud de la sangre de Jesús, por este camino nuevo y vivo, inaugurado por él para nosotros, a través del velo, es decir, de su propia carne» (Hb 10,19-20). Por medio de «la fuerza del Espíritu Santo» podemos ser «testigos» y comunicadores de una humanidad nueva, redimida, «hasta los confines de la tierra» (cf. Hb 1,7-8).
La confianza en la semilla del Reino de Dios y en la lógica de la Pascua configura también nuestra manera de comunicar. Esa confianza nos hace capaces de trabajar ―en las múltiples formas en que se lleva a cabo hoy la comunicación― con la convicción de que es posible descubrir e iluminar la buena noticia presente en la realidad de cada historia y en el rostro de cada persona.
Quien se deja guiar con fe por el Espíritu Santo es capaz de discernir en cada acontecimiento lo que ocurre entre Dios y la humanidad, reconociendo cómo él mismo, en el escenario dramático de este mundo, está tejiendo la trama de una historia de salvación. El hilo con el que se teje esta historia sacra es la esperanza y su tejedor no es otro que el Espíritu Consolador. La esperanza es la más humilde de las virtudes, porque permanece escondida en los pliegues de la vida, pero es similar a la levadura que hace fermentar toda la masa. Nosotros la alimentamos leyendo de nuevo la Buena Nueva, ese Evangelio que ha sido muchas veces «reeditado» en las vidas de los santos, hombres y mujeres convertidos en iconos del amor de Dios. También hoy el Espíritu siembra en nosotros el deseo del Reino, a través de muchos «canales» vivientes, a través de las personas que se dejan conducir por la Buena Nueva en medio del drama de la historia, y son como faros en la oscuridad de este mundo, que iluminan el camino y abren nuevos senderos de confianza y esperanza.
Vaticano, 24 de enero de 2017
Texto completo del ángelus del 22 de enero de 2017 (ZENIT – Ciudad del Vaticano)
“Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy (cf. Mt 4.12 a 23) narra el inicio de la predicación de Jesús en Galilea. Él deja Nazaret, un pueblo en las montañas, y se establece en Cafarnaúm, un centro importante en las orillas del lago, habitado en su mayoría por paganos, punto de cruce entre el Mediterráneo y el interior mesopotámico.
Esta opción indica que los destinatarios de su predicación no son sólo sus compatriotas, sino cuantos arriban a la cosmopolita «Galilea de los gentiles» (v 15; cf. Is 8,23): así se llamaba.
Vista desde la capital Jerusalén, aquella tierra es geográficamente periférica y religiosamente impura, porque estaba llena de paganos, debido a la mescolanza con los que no pertenecían a Israel.
De Galilea no se esperaban desde luego grandes cosas para la historia de la salvación. Sin embargo, precisamente desde allí – justo desde allí- se difunde aquella “luz” sobre la que hemos meditado en los domingos pasados: la luz de Cristo. Se difunde precisamente desde la periferia.
El mensaje de Jesús reproduce el del Bautista, proclamando el «Reino de los Cielos» (v. 17). Este Reino no implica el establecimiento de un nuevo poder político, sino el cumplimiento de la alianza entre Dios y su pueblo, que inaugurará una temporada de paz y de justicia.
Para estrechar este pacto de alianza con Dios, cada uno está llamado a convertirse, transformando su propio modo de pensar y de vivir. Esto es importante: convertirse no es solamente cambiar la manera de vivir, sino también el modo de pensar. Es una transformación del pensamiento. No se trata de cambiar los vestidos, sino las costumbres.
Lo que diferencia a Jesús de Juan el Bautista es el estilo y el método. Jesús elige ser un profeta itinerante. No se queda esperando a la gente, sino que se mueve hacia ella. Jesús está siempre por la calle.
Sus primeras salidas misioneras se producen a lo largo del lago de Galilea, en contacto con la multitud, en particular con los pescadores. Allí Jesús no sólo proclama la venida del reino de Dios, sino que busca compañeros que se asocien a su misión de salvación.
En este mismo lugar encuentra a dos parejas de hermanos: Simón y Andrés, Santiago y Juan; los llama diciendo: «Síganme y los haré pescadores de hombres» (v. 19). La llamada les llega en medio de sus actividades cotidianas: el Señor se revela a nosotros no en modo extraordinario o enseguecedor, sino en la cotidianidad de nuestra vida.
Ahí debemos encontrar al Señor; y ahí Él se revela, hace sentir su amor a nuestro corazón; y allí – con este diálogo con Él en la cotidianeidad de nuestra vida – cambia nuestro corazón.
La respuesta de los cuatro pescadores es inmediata y rápida: «Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron» (v. 20). Sabemos, de hecho, que eran discípulos de Juan el Bautista y que, gracias a su testimonio, ya habían empezado a creer en Jesús como el Mesías (cf. Jn 1,35-42).
Nosotros los cristianos de hoy en día, tenemos la alegría de anunciar y de dar testimonio de nuestra fe, porque existió ese primer anuncio, porque existieron esos hombres humildes y valientes que respondieron generosamente a la llamada de Jesús. En las orillas del lago, en una tierra impensable, nació la primera comunidad de discípulos de Cristo.
Que la conciencia de estos inicios inspire en nosotros el deseo de llevar la palabra, el amor y la ternura de Jesús a cada contexto, inclusive a aquel más inaccesible y resistente. ¡Llevar la Palabra a todas las periferias! Todos los espacios del vivir humano son terreno en el que arrojar las semillas del Evangelio, para que dé frutos de salvación.
Que la Virgen María nos ayude con su maternal intercesión a responder con alegría a la llamada de Jesús y a ponernos al servicio del Reino de Dios”.
El Papa reza la oración del ángelus y después dice las siguientes palabras:
“Queridos hermanos y hermanas,
Estamos en la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos. Este año tiene como tema una expresión de San Pablo, que nos indica el camino a seguir. Y dice así: “El amor de Cristo nos empuja a la reconciliación” (cfr 2 Cor 5,14).
El próximo miércoles concluirá la Semana de Oración con la celebración de las Vísperas en la basílica de San Pablo Extramuros, en la que participarán los hermanos y las hermanas de otras Iglesias y Comunidades cristianas presentes en Roma.
Les invito a perseverar en la oración, con el fin de cumplir el deseo de Jesús: “Que todos sean uno” (Jn 17,21).
En los últimos días, el terremoto y las fuertes nevadas han puesto de nuevo a dura prueba a muchos de nuestros hermanos y hermanas en el centro de Italia, especialmente en Abruzzi, Marche y Lazio. Estoy cerca con la oración y el afecto a las familias que han tenido víctimas entre sus seres queridos.
Animo a todos los que se dedican con gran generosidad en los esfuerzos de ayuda y de asistencia; así como las Iglesias locales, que están trabajando para aliviar el sufrimiento y las dificultades. Muchas gracias por esta cercanía, por vuestro trabajo y la ayuda concreta que aportan. ¡Gracias! Y les invito a rezar junto a la Virgen por las víctimas y también por los que con gran generosidad se comprometen en las operaciones de socorro.
(Reza un Ave María)
En el lejano Oriente y en varias partes del mundo, millones de hombres y mujeres se preparan para celebrar la conclusión del Año lunar el 28 de enero. Que mi cordial saludo llegue a todas sus familias, con el deseo de que se conviertan cada vez más en una escuela donde se aprende a respetar al otro, a comunicar y a cuidar los unos de los otros de un modo desinteresado. Que la alegría del amor pueda propagarse dentro de las familias y que se irradie a toda la sociedad.
Saludo a todos los fieles de Roma y peregrinos de varios países, en especial al grupo de chicas de Panamá y a los estudiantes del Instituto “Diego Sánchez” de Talavera la la Reina en España.
Saludo a los miembros de la Unión Católica, maestros, directivos, educadores y formadores, que terminaron el 25 ° Congreso Nacional, y espero para ellos un trabajo educativo fructífero en colaboración con las familias. ¡Siempre en colaboración con las familias!
Y a todos les deseo un buen domingo. Y por favor, no se olviden de rezar por mí. ¡Buon pranzo e arrivederci!”.
Texto completo del discurso del papa Francisco a la Rota Romana el 21 enero 2017 (ZENIT – Ciudad del Vaticano)
“Queridos jueces, oficiales, abogados y colaboradores del Tribunal Apostólico de la Rota Romana.
Extiendo a cada uno de vosotros mi cordial saludo, empezando por el Colegio de los prelados auditores con el Decano, Mons. Pío Vito Pinto, a quien agradezco sus palabras, y el pro-decano, quien recientemente fue nombrado para este puesto. Deseo a todos que vuestro trabajo esté a la enseña de la serenidad y del amor ferviente de la Iglesia en este año judicial que hoy inauguramos.
Hoy me gustaría volver al tema de la relación entre la fe y el matrimonio, en particular, sobre las perspectivas de fe inherentes en el contexto humano y cultural en que se forma la intención matrimonial. San Juan Pablo II explicó muy bien, a la luz de la enseñanza de la Sagrada Escritura, “el vínculo tan profundo que hay entre el conocimiento de fe y el de la razón […].La peculiaridad que distingue el texto bíblico consiste en la convicción de que hay una profunda e inseparable unidad entre el conocimiento de la razón y el de la fe.. “(Enc. Fides et ratio, 16).
Por lo tanto, cuanto más se aleja de la perspectiva de la fe, tanto más, ” el hombre se expone al riesgo del fracaso y acaba por encontrarse en la situación del ‘necio'”. Para la Biblia, en esta necedad hay una amenaza para la vida. En efecto, el necio se engaña pensando que conoce muchas cosas, pero en realidad no es capaz de fijar la mirada sobre las esenciales. Ello le impide poner orden en su mente (cf. Pr 1, 7) y asumir una actitud adecuada para consigo mismo y para con el ambiente que le rodea. Cuando llega a afirmar: ‘Dios no existe’ (cf. Sal 14 [13], 1), muestra con claridad definitiva lo deficiente de su conocimiento y lo lejos que está de la verdad plena sobre las cosas, sobre su origen y su destino” (ibid., 17).
Por su parte, el Papa Benedicto XVI, en el último discurso que les dirigió recordaba que “sólo abriéndose a la verdad de Dios […] se puede entender, y realizar en lo concreto de la vida, también en la conyugal y familiar, la verdad del hombre como hijo suyo, regenerado por el bautismo […]. El rechazo de la propuesta divina, de hecho conduce a un desequilibrio profundo en todas las relaciones humanas […], incluyendo la matrimonial” (26 de enero de 2013).
Es muy necesario profundizar en la relación entre amor y verdad. “El amor tiene necesidad de verdad. Sólo en cuanto está fundado en la verdad, el amor puede perdurar en el tiempo, superar la fugacidad del instante y permanecer firme para dar consistencia a un camino en común. Si el amor no tiene que ver con la verdad, está sujeto al vaivén de los sentimientos y no supera la prueba del tiempo. El amor verdadero, en cambio, unifica todos los elementos de la persona y se convierte en una luz nueva hacia una vida grande y plena. Sin verdad, el amor no puede ofrecer un vínculo sólido, no consigue llevar al « yo » más allá de su aislamiento, ni librarlo de la fugacidad del instante para edificar la vida y dar fruto.”(Enc. Lumen fidei, 27 ).
No podemos ignorar el hecho de que una mentalidad generalizada tiende a oscurecer el acceso a las verdades eternas. Una mentalidad que afecta, a menudo en forma amplia y generalizada, las actitudes y el comportamiento de los cristianos (cfr. Exhort. ap Evangelii gaudium, 64), cuya fe se debilita y pierde la originalidad de criterio interpretativo y operativo para la existencia personal, familiar y social. Este contexto carente de valores religiosos y de fe, no puede por menos que condicionar también el consentimiento matrimonial.
Las experiencias de fe de aquellos que buscan el matrimonio cristiano son muy diferentes. Algunos participan activamente en la vida parroquial; otros se acercan por primera vez; algunos también tienen una vida de intensa oración; otros están, sin embargo, impulsados por un sentimiento religioso más genérico; a veces son personas alejadas de la fe o que carecen de ella.
Ante esta situación, tenemos que encontrar remedios válidos. Indicó un primer remedio en la formación de los jóvenes a través de un adecuado proceso de preparación encaminado a redescubrir el matrimonio y la familia según el plan de Dios. Se trata de ayudar a los futuros cónyuges a entender y disfrutar de la gracia, la belleza y la alegría del amor verdadero, salvado y redimido por Jesús.
La comunidad cristiana a la que los novios se dirigen está llamada a anunciar el Evangelio cordialmente a estas personas, para que su experiencia de amor puede convertirse en un sacramento, un signo eficaz de la salvación. En esta circunstancia, la misión redentora de Jesús alcanza al hombre y a la mujer en lo concreto de su vida de amor. Este momento se convierte para toda la comunidad en una ocasión extraordinaria de misión.
Hoy más que nunca esta preparación se presenta como una ocasión verdadera y propia de evangelización para los adultos y, a menudo, de los llamados lejanos. De hecho, son muchos los jóvenes para los que el acercarse de la boda representa una ocasión para encontrar de nuevo la fe, relegada durante mucho tiempo al margen de sus vidas; por otra parte se encuentran en un momento particular, a menudo caracterizado por una disposición a analizar y cambiar su orientación existencial. Puede ser así un momento favorable para renovar su encuentro con la persona de Jesucristo, con el mensaje del Evangelio y la doctrina de la Iglesia.
Por lo tanto, es necesario que los operadores y los organismos encargados de la pastoral familiar estén motivados por la fuerte preocupación de hacer cada vez más eficaces los itinerarios de preparación para el sacramento del matrimonio, en pro del crecimiento no solamente humano, sino sobre todo de la fe de los novios. El propósito fundamental de los encuentros es ayudar a los novios a realizar una inserción progresiva en el misterio de Cristo, en la Iglesia y con la Iglesia. Esto lleva aparejada una maduración progresiva en la fe, a través de la proclamación de la Palabra de Dios, de la adhesión y el generoso seguimiento de Cristo.
El fin de esta preparación es ayudar a los novios a conocer y vivir la realidad del matrimonio que quieren celebrar, para que lo hagan no sólo válida y lícitamente, sino también fructuosamente, y para que estén dispuestos a hacer de esta celebración una etapa de su camino de fe. Para lograrlo, necesitamos personas con competencias específicas y adecuadamente preparadas para ese servicio, en una sinergia oportuna entre sacerdotes y parejas de cónyuges.
Con este espíritu, quisiera reiterar la necesidad de un “nuevo catecumenado”, en preparación al matrimonio. En respuesta a los deseos de los Padres del último Sínodo Ordinario, es urgente aplicar concretamente todo lo ya propuesto en la Familiaris consortio (n. 66), es decir, que así como para el bautismo de los adultos el catecumenado es parte del proceso sacramental, también la preparación para el matrimonio debe convertirse en una parte integral de todo el procedimiento de matrimonio sacramental, como un antídoto para evitar la proliferación de celebraciones matrimoniales nulas o inconsistentes.
Un segundo remedio es ayudar a los recién casados a proseguir el camino en la fe y en la Iglesia también después de la celebración de la boda. Es necesario identificar con valor y creatividad, un proyecto de formación para las parejas jóvenes, con iniciativas destinadas a aumentar la toma de conciencia sobre el sacramento recibido. Se trata de animarles a considerar los diversos aspectos de su vida diaria como pareja, que es un signo e instrumento de Dios, encarnado en la historia humana.
Pongo dos ejemplos. En primer lugar, el amor con que vive la nueva familia tiene su raíz y fuente última en el misterio de la Trinidad, de la que lleva siempre este sello a pesar de las dificultades y las pobrezas con que se deba enfrentar en su vida diaria. Otro ejemplo: la historia de amor de la pareja cristiana es parte de la historia sagrada, ya que está habitada por Dios y porque Dios nunca falta al compromiso asumido con los cónyuges el día de su boda; Efectivamente es “un Dios fiel y no puede negarse a sí mismo” (2 Tim 2:13) .
La comunidad cristiana está llamada a acoger, acompañar y ayudar a las parejas jóvenes, ofreciendo oportunidades apropiadas y herramientas –empezando por la participación en la misa dominical –para fomentar la vida espiritual, tanto en la vida familiar, como parte de la planificación pastoral en la parroquia o en las agregaciones.
A menudo, los recién casados se ven abandonados a sí mismos, tal vez por el simple hecho de que se dejan ver menos en la parroquia; como sucede sobre todo cuando nacen los niños. Pero es precisamente en estos primeros momentos de la vida familiar cuando hay que garantizar más cercanía y un fuerte apoyo espiritual, incluso en la tarea de la educación de los hijos, frente a los cuales son los primeros testigos y portadores del don de la fe. En el camino de crecimiento humano y espiritual de la joven pareja es deseable que existan grupos de referencia donde llevar a cabo un camino de formación permanente: a través de la escucha de la Palabra, el debate sobre cuestiones que afectan a la vida de las familias, la oración, el compartir fraterno.
Estos dos remedios que he mencionado están encaminados a fomentar un contexto apropiado de fe en el que celebrar y vivir el matrimonio. Un aspecto tan crucial para la solidez y la verdad del sacramento nupcial llama a los párrocos a ser cada vez más conscientes de la delicada tarea que se les ha encomendado en la guía del recorrido sacramental de los novios, para hacer inteligible y real en ellos la sinergia entre foedus y fides.
Se trata de pasar de una visión puramente jurídica y formal de la preparación de los futuros cónyuges a una fundación sacramental ab initio, es decir, de camino a la plenitud de su foedus-consenso elevado por Cristo a sacramento. Esto requerirá la generosa contribución de cristianos adultos, hombres y mujeres, que apoyen al sacerdote en la pastoral familiar para la construcción de la “obra maestra de la sociedad, la familia, el hombre y la mujer que se aman” (Catequesis, 29 abril 2015) según “el luminoso plan de Dios (Palabras al Consistorio Extraordinario, 20 febrero 2014).
El Espíritu Santo, que guía siempre y en todo al pueblo santo de Dios, ayude y sostenga a todos aquellos, sacerdotes y laicos, que se comprometen y se comprometerán en este campo, para que no pierdan nunca el impulso y el valor de trabajar en pro de la belleza de las familias cristianas, a pesar de las ruinosas amenazas de la cultura dominante de lo efímero y lo provisional.
Queridos hermanos, como ya he dicho varias veces, hace falta mucho valor para casarse en el momento en el que vivimos. Y cuantos tienen la fuerza y la alegría de dar este paso importante deben sentir a su lado el amor y la cercanía concreta de la Iglesia. Con esta esperanza, renuevo mis mejores deseos de buen trabajo para el nuevo año, que el Señor nos da. Les aseguro mi oración y cuento con la vuestra mientras os imparto de corazón la bendición apostólica”.
El papa Francisco presidió este sábado por la tarde la santa misa conclusiva del ‘Jubileo de los Dominicos’, iniciado el 7 de noviembre pasado con motivo de los 800 años de la confirmación de la Orden de los Predicadores por el papa Honorio III. 21 enero 2017 (ZENIT – Ciudad del Vaticano)
“La palabra de Dios hoy nos presenta dos escenarios humanos opuestos: de una parte el ‘carnaval’ de la curiosidad mundana; de otra la glorificación del Padre mediante las buenas obras. Y nuestra vida se mueve siempre entre estos dos escenarios.
De hecho estos están en cada época, como lo demuestran las palabras de san Pablo dirigidas a Timoteo (cfr 2 Tm 4,1-5). Y también santo Domingo como sus primeros hermanos, ochocientos años atrás, se movía entre estos dos escenarios.
Pablo le advierte a Timoteo que deberá anunciar el Evangelio en medio a un contexto donde la gente busca siempre nuevos maestros, fábulas, doctrinas diversas e ideologías … «Prurientes auribus» (2 Tm 4,3).
Es el carnaval de la curiosidad mundana, de la seducción. Por esto el Apóstol instruye a su discípulo usando también palabras fuertes, como ‘insiste’, ‘amonesta’, ‘reprende’, ‘exhorta’; y después ‘vigila’, ‘soporta los sufrimientos’ (vv. 2.5).
Es interesante ver como ya entonces, hace dos mil años, los apóstoles del Evangelio se encontraban de frente a este escenario, que en nuestros días se ha desarrollado y globalizado a causa de la seducción del relativismo subjetivista.
La tendencia de buscar novedades, propia del ser humano, encuentra el ambiente ideal en la sociedad del aparecer, del consumo, en el cual muchas veces se reciclan cosas viejas, pero lo importante es hacerlas aparecer como nuevas, atrayentes, cautivantes.
También la verdad es maquillada. Nos movemos en la llamada ‘sociedad líquida’, sin puntos fijos, sin ejes, privada de referencias sólidas y estables; en la cultura del efímero, del usa y descarta. Delante de este ‘carnaval’ mundano se destaca netamente el escenario opuesto, que encontramos en las palabras de Jesús que apenas hemos escuchado: “Rindan gloria al Padre vuestro que está en los cielos”.
¿Y como se realiza este pasar de la superficialidad pseudo-festiva a la glorificación? Se realiza a través de las obras buenas de aquellos de quienes volviéndose discípulos de Jesús se han vuelto ‘sal’ y ‘luz’.
“Resplandezca así vuestra luz delante de los hombres –dice Jesús– para que vean vuestras obras buenas y rindan gloria al Padre vuestro que está en los cielos”. En medio al ‘carnaval’ de ayer y de hoy, esta es la respuesta de Jesús y de la Iglesia, este es el apoyo sólido en medio del ambiente ‘líquido’: las obras buenas que podemos realizar gracias a Cristo y a su Espíritu Santo, y que hacen nacer en el corazón el agradecimiento a Dios Padre, la alabanza, o al menos el interrogante: ‘¿por qué?’, ‘¿por qué esa persona se comporta así?’, inquietando al mundo delante del testimonio del Evangelio.
Pero para que suceda este ‘sacudón’ es necesario que el sal no pierda el sabor y la luz no se esconda (cfr Mt 5,13-15).
Jesús lo dice de manera muy clara: si el sal pierde su sabor no sirve más para nada. ¡Ay el sal si pierde el sabor!, ¡Ay de una Iglesia que pierde el sabor!, ¡cuidado con un sacerdote, a un consagrado, a una congregación que pierde su sabor!
Hoy nosotros rendimos gloria al Padre por la obra que santo Domingo, lleno de la luz y del sal de Cristo, ha cumplido hace ochocientos años; una obra al servicio del Evangelio, predicado con la palabra y con la vida; una obra que, con la gracia del Espíritu Santo, ha hecho que tantos hombres y mujeres hayan sido ayudados a no dispersarse en medio del ‘carnaval’ de la curiosidad mundana; pero que en cambio hayan sentido el gusto de la sana doctrina, el gusto del Evangelio y se hayan vuelto a su vez luz y sal, artesanos de las obras buenas… y verdaderos hermanos y hermanas que glorifican al Dios y enseñan a glorificar a Dios con las buenas obras de la vida”.
Quien sabe lo que vale una Misa nunca falta a ella, aunque no tenga ganas de ir. 20 enero 2017 Catholic.net
En la Misa Jesús se ofrece como sacerdote y víctima. Nosotros nos ofrecemos con Cristo y unidos a su sacrificio, entramos en comunión profunda con Él. En la Misa se hace presente la redención del mundo. Por eso es el acto más grande, más sublime y más santo que se celebra cada día en la Tierra.
Quien sabe lo que vale una Misa, prescinde de si tiene ganas o no. Para que una Misa sirva, basta con que asistamos voluntariamente, aunque a veces no tengamos ganas de ir. La voluntad no coincide siempre con el tener ganas. Vamos al dentista voluntariamente, porque comprendemos que tenemos que ir, pero puede que no tengamos ganas de ir.
Algunos dicen que no van a Misa porque para ellos eso no tiene sentido. A nadie puede convencerle lo que no conoce, a quien carece de cultura, tampoco le dice nada ir a un museo. Pero una joya no pierde valor porque haya personas que no saben apreciarla, hay que saber descubrir el valor que tienen las cosas para poder apreciarlas. Otros dicen que no van a Misa porque no les apetece, y para ir de mala gana, es preferible no ir. Si la Misa fuera una diversión, sería lógico ir sólo cuando nos gusta. Pero las cosas obligatorias hay que hacerlas con ganas y sin ganas. No todo el mundo va a clase o al trabajo porque es divertido, a veces hay que ir sin ganas, porque tenemos obligación de ir.
Como bien dice el vídeo, «de la fuente siempre sale agua, no es culpa de la fuente que el vaso no se llene, sino del propio vaso que es nuestra disposición». Puede que no veamos la transformación que sucede en nuestro corazón, pero debemos estar seguros que misteriosamente la gracia de Dios está obrando en nuestras vidas. Dios actúa en nuestros corazones la conversión sin que nos demos cuenta, basta con tener el deseo profundo de querer hacerlo y colaborar con nuestros pequeños esfuerzos y actos de amor.
Ir a Misa de buena gana significa comprender lo maravilloso que es poder mostrar a Dios que lo queremos y participar del acto más sublime de la humanidad: el sacrificio de Cristo por el cual redime al mundo.
Es por esto que normalmente, cuando nos acercamos a este Sacramento, se dice que se “recibe la Comunión”, que se “hace la Comunión”: esto significa que en la potencia del Espíritu Santo, la participación en la mesa eucarística nos conforma en modo único y profundo a Cristo, haciéndonos pregustar ahora ya la plena comunión con el Padre que caracterizará el banquete celeste, donde, con todos los Santos, tendremos la gloria de contemplar a Dios cara a cara. Queridos amigos, ¡no agradeceremos nunca suficientemente al Señor por el don que nos ha hecho con la Eucaristía! Es un don muy grande. Y por esto es tan importante ir a misa el domingo, ir a misa no sólo para rezar, sino para recibir la comunión, este Pan que es el Cuerpo de Jesucristo y que nos salva, nos perdona, nos une al Padre.
Papa Francisco.
Después de la Navidad, hemos venido contemplando a Jesucristo, el Señor, en los comienzos de su Vida Pública. Podríamos decir que este domingo, se nos presenta el comienzo de la Vida Pública de Jesús, según San Mateo, el evangelista de este año.
Cuando leemos algunas páginas del Evangelio, quedamos admirados de la capacidad que tienen los evangelistas, inspirados, eso sí, por el Espíritu Santo, de presentar a Jesucristo de una manera tan atrayente, incluso para el hombre de hoy. Miremos cómo lo hace hoy S. Mateo: “Recorría toda Galilea enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del Reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo”. ¡Precioso!
S. Mateo, que escribe su Evangelio para los judíos, siente el deseo de ayudarles a comprender que Jesucristo es el Mesías que esperaban, porque en Él se cumple todo lo que habían anunciado los profetas. Y así, a cada paso, nos va señalando el cumplimiento de las profecías. Cuando quiere presentarnos a Jesucristo iniciando su actividad en Galilea, recuerda lo anunciado por el profeta Isaías, que escuchamos hoy en la primera lectura: “País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas, vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló”.
Y ya conocemos el sentido de la oposición “luz - tinieblas” en la Sagrada Escritura.
Al mismo tiempo, nos transmite las primeras palabras de Jesús: “Convertíos, porque está cerca el Reino de los Cielos”.
¿Qué significa todo esto? Sencillamente, que el Hijo de Dios ha venido a la tierra a traernos el Reino de los Cielos. Es algo así como la forma de pensar y de vivir que hay en el Cielo. Por eso hay que convertirse. ¡El Cielo debe ser tan diferente de la tierra!
Hay dos realidades concretas que hoy nos llaman a la conversión: El Octavario de Oración por la Unidad de los Cristianos, que estamos celebrando estos días, y la Jornada Misionera de los Niños, la Santa Infancia, que celebramos hoy. ¡Cuántas reflexiones podríamos hacer! ¡Qué necesidad sentimos de conversión!
Después, S. Mateo nos presenta a Jesús paseando junto al lago de Galilea. ¡Qué contemplación más hermosa podríamos hacer, que ésta de Jesucristo caminando por la orilla del mar!
Y comienza a llamar a los primeros discípulos: En primer lugar, a Pedro y a Andrés; más adelante, a Santiago y a Juan. Eran pescadores y estaban en su trabajo. Y lo dejan todo para ser “ser pescadores de hombres”. ¡Qué impresionante es todo esto!
¡Seguir a Jesús, entrar en el Reino de los Cielos, ser “pescadores de hombres”! He ahí la triple llamada, el reto, que nos presenta el Señor este domingo a todos nosotros.
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
DOMINGO 3º DEL TIEMPO ORDINARIO A
MONICIONES
La región de Galilea a la que se refiere el profeta estaba lejos de Jerusalén, que era el centro religioso de Israel; era una región donde convivían judíos y paganos, y, por eso, era poco valorada. Pero será allí, en la periferia de Israel, donde surgirá la gran luz de la Buena Noticia de Jesucristo, el Mesías. Escuchemos ahora la voz del profeta.
SEGUNDA LECTURA
S. Pablo reacciona fuertemente contra las divisiones que desgarraban la Iglesia de Corinto, y les invita a vivir unidos, centrados en el único Señor que nos ha salvado a todos.
TERCERA LECTURA
En el Evangelio, S. Mateo comienza hoy el relato del ministerio de Jesús en “la Galilea de los gentiles”, y ve, en este hecho, el cumplimiento de la profecía de Isaías, que escuchábamos en la primera lectura.
COMUNIÓN
La Comunión es el encuentro más íntimo y personal con Jesucristo, y nos exige compartir sus sentimientos y deseos más profundos, como son, en este día, la preocupación porque todos los niños del mundo le conozcan y lleven una vida digna de hijos de Dios; y porque todos los cristianos alcancemos la unidad, para que el mundo crea.
Texto completo del papa Francisco en la catequesis de la audiencia del miércoles 18 de enero de 2017 (ZENIT – Ciudad del Vaticano)
Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
En la Sagrada Escritura, entre los profetas de Israel, despunta una figura un poco anómala, un profeta que intenta evadirse de la llamada del Señor rechazando ponerse al servicio del plan divino de salvación. Se trata del profeta Jonás, de quién se narra la historia en un pequeño libro de solo cuatro capítulos, una especie de parábola portadora de una gran enseñanza, la de la misericordia de Dios que perdona.
Jonás es un profeta “en salida”, también en fuga, que Dios envía “a la periferia”, a Nínive, para convertir a los habitantes de esa gran ciudad. Pero Nínive, para un israelita como Jonás, representa una realidad que amenaza, el enemigo que ponía en peligro la misma Jerusalén, y por tanto para destruir, no para salvar. Por eso, cuando Dios manda a Jonás a predicar en esa ciudad, el profeta, que conoce la bondad del Señor y su deseo de perdonar, trata de escapar de su tarea y huye.
Durante su huida, el profeta entra en contacto con los paganos, los marineros de la nave sobre la que se embarca para alejarse de Dios y de su misión. Y huye lejos porque Nínive estaba en la zona de Irak y él huye a España. Pero huye de verdad. Y es precisamente el comportamiento de estos hombres, como después será el de los habitantes de Nínive, que nos permite hoy reflexionar un poco sobre la esperanza que, delante del peligro y de la muerte, se expresa en oración.
De hecho, durante la travesía en el mar, estalla una gran tormenta, y Jonás baja en la bodega del barco y se duerme. Los marineros sin embargo, viéndose perdidos, «invocaron cada uno al propio dios» (Jon 1,5). Eran paganos. El capitán del barco despierta a Jonás diciéndole: «Qué haces aquí dormido? Levántate e invoca a tu dios. Tal vez ese dios se acuerde de nosotros, para que no perezcamos» (Jon 1,6).
Las reacciones de estos “paganos” es la reacción justa delante de la muerte; porque es entonces que el hombre hace experiencia completa de la propia fragilidad y de la propia necesidad de salvación. El horror instintivo de morir desvela la necesidad de esperar en el Dios de la vida. «Quizá Dios se acuerde de nosotros y no pereceremos»: son las palabras de la esperanza que se convierten en oración, esa súplica llena de angustia que sale de los labios del hombre delante a un inminente peligro de muerte.
Demasiado fácilmente diseñamos el dirigirnos a Dios en la necesidad como si fuera solo una oración interesada, y por eso imperfecta. Pero Dios conoce nuestra debilidad, sabe que nos acordamos de Él para pedir ayuda, y con la sonrisa indulgente de un padre responde benevolente.
Cuando Jonás, reconociendo la propia responsabilidad, se hace echar al mar para salvar a sus compañeros de viaje, la tempestad se calma. La muerte inminente ha llevado a esos hombres paganos a la oración, ha hecho que el profeta, a pesar de todo, viviera la propia vocación al servicio de los otros aceptando sacrificarse por ellos, y ahora conduce a los supervivientes al reconocimiento del verdadero Señor y a la alabanza. Los marineros, que habían rezado con miedo dirigiéndose a sus dioses, ahora, con sincero temor del Señor, reconocen al verdadero Dios y ofrecen sacrificios y hacen promesas. La esperanza, que les había llevado a rezar para no morir, se revela aún más poderoso y obra una realidad que va también más allá de lo que ellos esperaban: no solo no perecen en la tempestad, sino que se abren al reconocimiento del verdadero y único Señor del cielo y de la tierra.
Sucesivamente, también los habitantes de Nínive, delante de la perspectiva de ser destruidos, rezan, empujados por la esperanza en el perdón de Dios. Harán penitencia, invocarán al Señor y se convertirán a Él, empezando por el rey, que, como el capitán de la nave, da voz a la esperanza diciendo: «Tal vez Dios se vuelva atrás y se arrepienta … de manera que no perezcamos» (Jon 3,9). También para ellos, como para la tripulación en la tormenta, haber afrontado la muerte y haber resultado salvados les ha llevado a la verdad. Así, bajo la misericordia divina, y aún más a la luz del misterio pascual, la muerte se puede convertir, como ha sido para san Francisco de Asís, en “nuestra hermana muerte” y representar, para cada hombre y para cada uno de nosotros, la sorprendente ocasión de conocer la esperanza y de encontrar al Señor. Que el Señor nos haga entender esto: la unión entre oración y esperanza. La oración te lleva adelante a la esperanza. Y cuando las cosas se vuelven oscuras, más oración y habrá más esperanza.
Domingo III del Tiempo Ordinario por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor de Humanidades Clásicas en el Centro de Noviciado y Humanidades y Ciencias de la Legión de Cristo en Monterrey (México). 17 enero 2017 (zenit)
Ciclo A
Textos: Isaías 8, 23 – 9, 3; 1 Co 1, 10-13.17; Mateo 4, 12-23.
Ciclo A – Textos: Isaías 8, 23 – 9, 3; 1 Co 1, 10-13.17; Mateo 4, 12-23.
Idea principal: la misión salvadora de Cristo es universal, es decir, vino para salvar a todos.
Resumen del mensaje: Ese Hijo de Dios, Jesús, que tiene su carnet de identidad de Siervo (domingo pasado), necesita colaboradores para llevar adelante la misión universal de salvación encomendada por el Padre (evangelio), que es de luz (primera lectura) y amor y unión (segunda lectura).
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, Jesús comienza su misión salvadora universal no en la Jerusalén sagrada y religiosa, ni en la más pacífica Judea, sino en Galilea, la de los gentiles, donde había una mezcla de razas y lugar de paso de civilizaciones, mezcla de judíos y de paganos. Galilea estaba “en la frontera” y allí se daban desmanes, desvaríos y descreencias. La elección de este escenario ya da a entender que Jesús va a ofrecer una salvación universal. Jesús se presenta como luz (primera lectura), como amor y como salvación para todos. Nadie está excluido.
En segundo lugar, como esta misión salvadora universal de Jesús es ardua, quiere la colaboración libre y amorosa de hombres que le echen una mano. Por eso, los llama con amor y confianza. Ellos responden libremente dejando todo y siguiéndolo. Y tienen que ir a evangelizar como nos dice el Papa Francisco en su exhortación, no a lugares fáciles, sino a lugares “incómodos”, y esto “sin demoras, sin asco y sin miedo” (Evangelii gaudium, 23), “primereando” en el amor (id. 24) y llevando la consigna de la conversión a Jesús (evangelio) y la unión mutua que rompe todo partidismo eclesial (segunda lectura).
Finalmente, a esta misión salvadora universal Jesús nos ha invitado a cada uno de nosotros bautizados para que seamos sus colaboradores. Cristo pasa por los colegios, por las fábricas, por las legislaturas, por los caminos, e invita a todos a seguirlo y difundir su evangelio, cada uno según sus posibilidades y de acuerdo a su peculiar vocación. A algunos como laicos –la mayoría-, a otros como religiosos y a unos cuantos como sacerdotes. Como bautizados estamos llamados a apoyar esta misión universal salvadora de Cristo, siendo profetas que anuncian a Cristo y su Palabra y denuncian, desde el evangelio, cuanto hiere a Dios y al hermano; sacerdotes que saben ofrecer sus penas y alegrías; y reyes para servir a todos y luchar contra el pecado en sus corazones y en el corazón de los demás. Para ello tenemos que dejar nuestra barca, nuestras redes, tal vez nuestros padres y posibilidades lícitas y buenas (evangelio)
Para reflexionar: si Cristo me llamara hoy a comprometerme más seriamente en su misión universal salvadora, ¿le diría “sí”, o “no”? ¿Qué cosas me atan a mi barca y a mis redes? ¿Estoy revestido de la luz y el amor de Jesús para transmitirlo?
Para rezar: Señor, cuenta conmigo en tu gran tarea de la salvación de la humanidad. Ya he quemado las redes de mi egoísmo y de mis miedos. Confío en Ti.
Texto completo del ángelus del papa Francisco del 15 de enero de 2017 (ZENIT – Ciudad del Vaticano)
Queridos hermanos y hermanas,
En el centro del Evangelio de hoy (Jn 1, 29-34) está la palabra de Juan Bautista: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (v. 29). Una palabra acompañada por la mirada y el gesto de la mano que le señalan a Él, Jesús. Imaginamos la escena. Estamos en la orilla del río Jordán. Juan está bautizando; hay mucha gente, hombres y mujeres de distintas edades, venidos allí, al río, para recibir el bautismo de las manos de ese hombre que a muchos les recordaba a Elías, el gran profeta que nueve siglos antes había purificado a los israelitas de la idolatría y les había reconducido a la verdadera fe en el Dios de la alianza, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob.
Juan predica que el reino de los cielos está cerca, que el Mesías va a manifestarse y es necesario prepararse, convertirse y comportarse con justicia; y se pone a bautizar en el Jordán para dar al pueblo un medio concreto de penitencia (cfr Mt 3,1-6). Esta gente venía para arrepentirse de sus pecados, para hacer penitencia, para comenzar de nuevo la vida. Él sabe, Juan sabe, que el Mesías, el Consagrado del Señor ya está cerca, y el signo para reconocerlo será que sobre Él se posará el Espíritu Santo; de hecho Él llevará el verdadero bautismo, el bautismo en el Espíritu Santo (cfr Jn 1,33).
Y el momento llega: Jesús se presenta en la orilla del río, en medio de la gente, de los pecadores –como todos nosotros–. Es su primer acto público, la primera cosa que hace cuando deja la casa de Nazaret, a los treinta años: baja a Judea, va al Jordán y se hace bautizar por Juan. Sabemos qué sucede –lo hemos celebrado el domingo pasado–: sobre Jesús baja el Espíritu Santo en forma de paloma y la voz del Padre lo proclama Hijo predilecto (cfr Mt 3,16-17). Es el signo que Juan esperaba. ¡Es Él! Jesús es el Mesías. Juan está desconcertado, porque se ha manifestado de una forma impensable: en medio de los pecadores, bautizado como ellos, es más, por ellos. Pero el Espíritu ilumina a Juan y le hace entender que así se cumple la justicia de Dios, se cumple su diseño de salvación: Jesús es el Mesías, el Rey de Israel, pero no con el poder de este mundo, sino como Cordero de Dios, que toma consigo y quita el pecado del mundo.
Así Juan lo indica a la gente y a sus discípulos. Porque Juan tenía un numeroso círculo de discípulos, que lo habían elegido como guía espiritual, y precisamente algunos de ellos se convertirán en los primeros discípulos de Jesús. Conocemos bien sus nombres: Simón, llamado después Pedro, su hermano Andrés, Santiago y su hermano Juan. Todos pescadores; todos galileos, como Jesús.
Queridos hermanos y hermanas, ¿por qué nos hemos parado mucho en esta escena? ¡Porque es decisiva! No es una anécdota, es un hecho histórico decisivo. Es decisiva por nuestra fe; es decisiva también por la misión de la Iglesia. La Iglesia, en todos los tiempos, está llamada a hacer lo que hizo Juan el Bautista, indicar a Jesús a la gente diciendo: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Él es un el único Salvador, Él es el Señor, humilde, en medio de los pecadores. Pero es Él. Él, no es otro poderoso que viene. No no. Él.
Y estas son las palabras que nosotros sacerdotes repetimos cada día, durante la misa, cuando presentamos al pueblo el pan y el vino convertidos en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Este gesto litúrgico representa toda la misión de la Iglesia, la cual no se anuncia a sí misma. Ay, ay cuando la Iglesia se anuncia a sí misma. Pierde la brújula, no sabe dónde va. La Iglesia anuncia a Cristo; no se lleva a sí misma, lleva a Cristo. Porque es Él y solo Él quien salva a su pueblo del pecado, lo libera y lo guía a la tierra de la vida y de la libertad.
La Virgen María, Madre del Cordero de Dios, nos ayude a creer en Él y a seguirlo.
Después del ángelus, el Santo Padre ha añadido:
Queridos hermanos y hermanas,
hoy se celebra la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, dedicada al tema “Menores migrantes, vulnerables y sin voz”. Estos nuestros hermanos pequeños, especialmente si no están acompañados, están expuestos a muchos peligros. Y os digo, ¡hay muchos! Es necesario adoptar toda medida posible para garantizar a los menores migrantes la protección y la defensa, como también su integración.
Dirijo un saludo especial a la representación de distintas comunidades étnicas aquí reunidas, en particular a las católicas de Roma. Queridos amigos, os deseo vivir serenamente en las localidades que os acogen, respetando las leyes y las tradiciones y, al mismo tiempo, cuidando los valores de vuestras culturas de origen. ¡El encuentro de varias culturas es siempre un enriquecimiento para todos! Doy las gracias a la oficina Migrantes de la diócesis de Roma y a los que trabajan con los migrantes para acogerlos y acompañarlos en sus dificultades, y animo a continuar esta obra, recordando el ejemplo de santa Francisca Javier Cabrini, patrona de los migrantes, de la que este año se celebra el centenario de la muerte. Esta religiosa valiente dedicó su vida a llevar el amor de Cristo a los que estaban lejos de la patria y de la familia. Su testimonio nos ayude a cuidar del hermano forastero, en el cual está presente Jesús, a menudo que sufre, es rechazado y humillado. Cuántas veces en la Biblia el Señor no ha pedido acoger migrantes y forasteros, recordándonos que también nosotros somos forasteros.
Saludo con afecto a todos vosotros, queridos fieles procedente de distintas parroquias de Italia y de otros países, como también a las asociaciones y a los distintos grupos. En particular, los estudiantes del Instituto Meléndez Valdés de Villafranca de los Barros, España.
A todos os deseo un feliz domingo y buen almuerzo. Y nos os olvidéis de rezar por mí. ¡Hasta pronto!
Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio del domingo tercero del Tiempo Ordinario A.
ALGO NUEVO Y BUENO
El primer escritor que recogió la actuación y el mensaje de Jesús lo resumió todo diciendo que Jesús proclamaba la «Buena Noticia de Dios». Más tarde, los demás evangelistas emplean el mismo término griego (euaggelion) y expresan la misma convicción: en el Dios anunciado por Jesús, las gentes encontraban algo «nuevo» y «bueno».
¿Hay todavía en ese Evangelio algo que pueda ser leído, en medio de nuestra sociedad indiferente y descreída, como algo nuevo y bueno para el hombre y la mujer de nuestros días? ¿Algo que se pueda encontrar en el Dios anunciado por Jesús y que no proporciona fácilmente la ciencia, la técnica o el progreso? ¿Cómo es posible vivir la fe en Dios en nuestros días?
En el Evangelio de Jesús, los creyentes nos encontramos con un Dios desde el que podemos sentir y vivir la vida como un regalo que tiene su origen en el misterio último de la realidad que es Amor. Para mí es bueno no sentirme solo y perdido en la existencia ni en manos del destino o el azar. Tengo a Alguien en quien puedo confiar y a quien puedo agradecer la vida.
En el Evangelio de Jesús nos encontramos con un Dios que, a pesar de nuestras torpezas, nos da fuerza para defender nuestra libertad sin terminar siendo esclavos de cualquier ídolo; para seguir aprendiendo siempre formas nuevas y más humanas de trabajar y de disfrutar, de sufrir y de amar. Para mí es bueno poder contar con la fuerza de mi pequeña fe en ese Dios.
En el Evangelio de Jesús nos encontramos con un Dios que despierta nuestra responsabilidad para no desentendernos de los demás. No podremos hacer grandes cosas, pero sabemos que podemos contribuir a una vida más digna y más dichosa para todos pensando sobre todo en los más necesitados e indefensos. Para mí es bueno creer en un Dios que me pregunta con frecuencia qué hago por mis hermanos. Me hace vivir con más lucidez y dignidad.
En el Evangelio de Jesús nos encontramos con un Dios que nos ayuda a entrever que el mal, la injusticia y la muerte no tienen la última palabra. Un día, todo lo que aquí no ha podido ser, lo que ha quedado a medias, nuestros anhelos más grandes y nuestros deseos más íntimos alcanzarán en Dios su plenitud. A mí me hace bien vivir y esperar mi muerte con esta confianza.
Cada uno de nosotros tiene que decidir cómo quiere vivir y cómo quiere morir. Cada uno ha de escuchar su propia verdad. Para mí no es lo mismo creer en Dios que no creer. A mí me hace bien poder hacer mi recorrido por este mundo sintiéndome acogido, fortalecido, perdonado y salvado por el Dios revelado en Jesús.
José Antonio Pagola
3 Tiempo ordinario – A (Mateo 4,12-23)
Evangelio del 22 / Ene / 2017
Publicado el 16/ Ene/ 2017
Riesgos del Testigo por Enrique Díaz Díaz. 13 enero 2017 (zenit)
II Domingo Ordinario
Isaías 49, 3.5-6: “Te hago luz de las naciones para que todos vean mi salvación”
Salmo 39: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”
Corintios 1, 1-3: “A todos ustedes Dios los santificó en Cristo Jesús y son su pueblo santo”
San Juan 1, 29-34: “Éste es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo”
“Me siento culpable. Me mata el remordimiento, aunque después me calmo y trato de tranquilizarme diciendo que yo no tuve la culpa y no podía hacer nada”. En este ambiente de injusticia, de corrupción y de violencia, muchos de nuestros pueblos buscan hacer justicia por su propia mano, pero en el anonimato y el enardecimiento se han cometido graves crímenes contra personas inocentes. Así sucedió en uno de nuestros pueblos. Acusaron a un joven de ladrón, se exaltaron los ánimos y terminaron linchándolo. Nadie ha sido acusado como culpable y todos lo son. Con nubes de olvido y falsas justificaciones se trata de borrar el acontecimiento pero queda el dolor, surgen los remordimientos. “Quizás yo pude hacer algo, pero todos gritaban, insultaban y nadie hacía caso. La gente está muy enojada por todas las mentiras y las injusticias y busca revanchas y desquites. Si decía algo, también a mí me linchaban. Era muy peligroso defenderlo aunque yo sabía que no era culpable”, me dice uno de los testigos. Es la realidad: ¡Es peligroso ser testigo de la verdad!
El creyente ante todo es testigo del amor de Dios. Un testigo que lleva luz, que se compromete, que se arriesga y que se dona plenamente. Desde muy distintos ángulos, las tres lecturas bíblicas de este domingo se centran en el testimonio. El profeta Isaías nos presenta a Dios dando testimonio sobre su Siervo, a quien presenta como “luz para todas las naciones” y portador de la salvación universal (Is 49, 3-6). Pablo se autoproclama “apóstol de Jesucristo”, testigo, cuando inicia su carta a la ciudad de Corinto; y Juan el Bautista nos ofrece su espléndido testimonio sobre Jesús como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, como el Ungido por el Espíritu Santo y como el Hijo de Dios. ¿Ser testigo es solamente decir unas cuantas palabras sobre alguien? No, va mucho más allá y quizás en eso estemos fallando nosotros los cristianos: somos bautizados, estamos en algunas celebraciones, llevamos un nombre cristiano, pero no somos testigos de Jesús. El sentido bíblico del testigo no se queda en palabras de presentación o reconocimiento, comporta vivir una experiencia de encuentro con Dios, transformar la propia vida y después, solamente después, transmitir esa experiencia, más con la vida que con las palabras. La fe en Jesucristo se inserta en el corazón y nos empuja a un compromiso concreto con los demás.
Cuando Juan nos presenta a Jesús y da su testimonio sobre “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, no solamente nos ofrece una bella y profunda declaración. Es el reconocimiento de Cristo en una de sus más profundas y fuertes presentaciones. Desde la liberación del pueblo israelita de la esclavitud de Egipto, el Cordero se convierte en un símbolo de liberación, como la sangre que salva y libera; pero la misma imagen también implica el sentido de cargar los pecados y responsabilidades del pueblo. Así el Cordero es el que carga los pecados, el que vence al pecado, el que se hace pecado y da la verdadera libertad. Juan el Bautista lo intuye en su interior y se arriesga a dar testimonio. No se trata simplemente de declarar, se trata de ser testigo, y “el más grande de los profetas” da un testimonio y lleva hasta las últimas consecuencias esta declaración: denuncia el pecado, busca liberar del pecado, sin importar las consecuencias. El gran pecado de los creyentes de ahora, es que nos conformamos con “profesar” una fe pero no la llevamos a los compromisos y consecuencias. Hemos encontrado una rara manera de hacer compatibles la fe y las estructuras de pecado.
Con frecuencia nos hemos olvidado de algo que es medular en el Evangelio de Jesús. El pecado no es solamente algo que debe ser perdonado, sino algo que debe “ser quitado” y arrancado de nuestra sociedad. Jesús se nos presenta como alguien que quita el pecado del mundo. Alguien que no solamente ofrece el perdón, sino también la posibilidad de vencer el pecado, la injusticia y el mal que se apodera de los seres humanos. Es quitar toda estructura de pecado y de injusticia. Creer en Jesús no sólo consiste en abrirse al perdón de Dios. Ser testigo de Jesús es comprometerse en su lucha y su esfuerzo por quitar el pecado que domina a hombres y mujeres, y todas sus desastrosas consecuencias.
Con gran escándalo podemos comprobar la terrible incongruencia de países y continentes cristianos pero llenos de injusticias, miseria y corrupción. Ser verdaderos testigos de Jesús no puede quedar restringido a unas prácticas piadosas, se manifiesta en la vida cotidiana, en el compromiso político, en la lucha contra las estructuras de muerte. Sobre todo nos exige que seamos testigos en nuestro compromiso con los más pobres, sólo así seremos testigos de Jesús ya que siempre lo encontramos de un modo especial en los pobres, afligidos y enfermos… Por eso declara el Papa Francisco: “Es indispensable prestar atención para estar cerca de nuevas formas de pobreza y fragilidad donde estamos llamados a reconocer a Cristo sufriente, aunque eso aparentemente no nos aporte beneficios tangibles e inmediatos… ¿Dónde está tu hermano esclavo? No nos hagamos los distraídos. Hay mucho de complicidad en cada situación injusta, en el silencio cómplice… ¡La pregunta es para todos! En nuestras ciudades está instalado este crimen mafioso y aberrante, y muchos tienen las manos preñadas de sangre debido a la complicidad cómoda y muda” (EG). Ser testigo comporta riesgos que debemos asumir con valentía y verdad.
Este día es una muy buena ocasión para reflexionar, no solamente sobre el pecado personal que queda en la conciencia de cada individuo, tendremos que tomar conciencia también del pecado estructural que invade y destruye nuestra sociedad. Nuestra adhesión a Jesús nos debe llevar a ser testigos comprometidos en la construcción de su Reino, de la misma forma que Juan el Bautista que se convierte en profeta de la justicia. Ojalá nos cuestionemos y no nos acomodemos a un mundo de injusticia y de desprecio por los más débiles.
¿Cómo somos testigos de Jesús en el mundo? ¿A qué nos compromete el encuentro con Jesús en cada una de nuestras celebraciones, sacramentos o reuniones? ¿Cómo descubrimos a Jesús en los más pobres y cómo nos compartimos con Él?
Padre Bueno y Misericordioso, que con amor gobiernas los cielos y la tierra, escucha paternalmente las súplicas de tu pueblo y concédenos la gracia de ser testigos de un Reino posible en medio de nosotros: un reino de Justicia y de Paz. Amén.
Reflexión de monseñor Felipe Arizmendi Esquivel. 11 enero 2017 (zenit)
No violencia desde la familia
VER
Nos cimbró el desahogo violento que se manifestó en varias partes del país, como reacción a los aumentos a las gasolinas, al gas y al consumo de electricidad. Nos parecían inexplicables los saqueos, el vandalismo y la agresividad social que desquició ciudades, con lamentables víctimas mortales. ¿Sucedió esto sólo por la pobreza, por el rechazo a las autoridades, porque la economía familiar se ha afectado seriamente? Puede haber muchas explicaciones, pero el trasfondo no es sencillo. No se robaban fundamentalmente alimentos y ropa, sino pantallas de televisión, celulares y diversos electrodomésticos. Una consigna en redes sociales bastó para desatar la ira popular y los atracos sin restricción. Muchos de los que cargaban con todo lo que podían eran jóvenes, también mujeres. Quizá no tenían nada que regalar a los niños, con ocasión del Día de Reyes, y aprovecharon la ocasión, con el pretexto de manifestar su rechazo a dichos incrementos. Considero que una raíz está en la desintegración de muchas familias, donde el padre está ausente, a veces también la madre, y no hay quien eduque en valores fundamentales. Si los pobres roban, no es por ser pobres, sino por no tener unos padres que, sobre todo con su ejemplo, eduquen en el trabajo y en el respeto.
Intentamos comprender la rabia de los ciudadanos, que se sienten defraudados por las autoridades, engañados con la promesa de que esos bienes y servicios bajarían de precio, y ahora resulta lo contrario. Por ello, muchos ya no confían en los políticos. Que esto nos sirva de experiencia para no dejarnos embaucar por quienes ofrecen revertir esos aumentos, ahora que están ya en campañas presidenciales, pues no todo lo que se promete es posible ponerlo en práctica. No somos una economía autónoma, sino dependiente de factores internos y externos.
El pueblo está molesto porque ve cuánto se gasta en publicidad oficial, cuánto ganan los diputados, senadores, ministros de la Suprema Corte y otros servidores públicos; cuánto se destina a propaganda de los partidos políticos, y que luego se va a la basura; cuánta corrupción e impunidad se descubre en la administración pública. El pueblo se siente inerme y sólo le queda expresar su inconformidad en todo tipo de manifestaciones, algunas con tintes muy violentos. Es legítimo que exprese su sentir, pero es necesario que se organice en trabajos comunitarios, en alternativas políticas a los partidos, en ayudas solidarias, para que no todo quede en desahogos viscerales. De ninguna manera apoyamos la violencia destructora, los saqueos, el vandalismo, el atropello a los derechos de terceros, los bloqueos carreteros contra quienes nada deben y nada pueden hacer para revertir los aumentos. Dañando a los ciudadanos en su libre tránsito, aumentan el daño que el gasolinazo está causando.
PENSAR
El Papa Francisco, en su mensaje para la Jornada Mundial por la Paz, nos ha propuesto el camino de la no violencia activa, como una forma de construir la paz, empezando por la educación en la propia familia: “Si el origen del que brota la violencia está en el corazón de los hombres, entonces es fundamental recorrer el sendero de la no violencia en primer lugar en el seno de la familia. La familia es el espacio indispensable en el que los cónyuges, padres e hijos, hermanos y hermanas aprenden a comunicarse y a cuidarse unos a otros de modo desinteresado, y donde los desacuerdos o incluso los conflictos deben ser superados no con la fuerza, sino con el diálogo, el respeto, la búsqueda del bien del otro, la misericordia y el perdón. Desde el seno de la familia, la alegría se propaga al mundo y se irradia a toda la sociedad. Suplico que se detenga la violencia doméstica y los abusos a mujeres y niños”.
ACTUAR
Acompañamos a la comunidad en sus sufrimientos, pero rogamos encarecidamente evitar todo tipo de saqueos, vandalismos y bloqueos. De igual modo, exhortamos a las autoridades a buscar alternativas económicas que no dañen al pueblo, sobre todo a los de menos recursos, que son los que más importan. Hacer más efectiva la lucha contra la corrupción oficial, es la mejor forma de calmar al pueblo.
Texto completo del papa Francisco en la catequesis de la audiencia del miércoles 11 de enero de 2017 (ZENIT – Ciudad del Vaticano)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el pasado mes de diciembre y en la primera parte de enero hemos celebrado el tiempo de Adviento y después el de Navidad: un periodo del año litúrgico que despierta en el pueblo de Dios la esperanza. Esperar es una necesidad primaria del hombre: esperar en el futuro, creer en la vida, el llamado “pensar positivo”.
Pero es importante que tal esperanza sea puesta de nuevo en lo que verdaderamente puede ayudar a vivir y a dar sentido a nuestra existencia. Es por esto que la Sagrada Escritura nos pone en guardia contra las falsas esperanzas que el mundo nos presenta, desenmascarando su inutilidad y mostrando la insensatez. Y lo hace de varias formas, pero sobre todo denunciando la falsedad de los ídolos en lo que el hombre está continuamente tentado de poner su confianza, haciéndoles el objeto de su esperanza.
En particular, los profetas y sabios insisten en esto, tocando un punto focal del camino de fe del creyente. Porque fe es fiarse de Dios –quien tiene fe, se fía de Dios– pero viene el momento en el que, encontrándose con las dificultades de la vida, el hombre experimenta la fragilidad de esa confianza y siente la necesidad de certezas diferentes, de seguridades tangibles, concretas. Yo me fío de Dios, pero la situación es un poco fea y yo necesito de una certeza un poco más concreta. ¡Y allí está el peligro! Y entonces estamos tentados de buscar consuelos también efímeros, que parecen llenar el vacío de la soledad y calmar el cansancio del creer. Y pensamos poder encontrar en la seguridad que puede dar el dinero, en las alianzas con los poderosos, en la mundanidad, en las falsas ideologías. A veces las buscamos en un dios que pueda doblarse a nuestras peticiones y mágicamente intervenir para cambiar la realidad y hacer como nosotros queremos; un ídolo, precisamente, que en cuanto tal no puede hacer nada, impotente y mentiroso. Pero a nosotros nos gustan los ídolos, ¡nos gustan mucho! Una vez, en Buenos Aires, tenía que ir de una iglesia a otra, mil metros, más o menos. Y lo hice, caminando. Había un parque en medio, y en el parque había pequeñas mesas, pero muchas, muchas, donde estaban sentados los videntes. Estaba lleno de gente, que también hacía cola. Tú le dabas la mano y él empezaba, pero el discurso era siempre el mismo: hay una mujer en tu vida, hay una sombra que viene, pero todo irá bien… Y después pagabas. ¿Y esto te da seguridad? Es la seguridad de una –permitidme la palabra– de una estupidez. Ir al vidente o a la vidente que leen las cartas: ¡esto es un ídolo! Esto es un ídolo, y cuando nosotros estamos muy apegados: compramos falsas esperanza. Mientras que de la que es la esperanza de la gratuidad, que nos ha traído Jesucristo, gratuitamente dando la vida por nosotros, de esa a veces no nos fiamos tanto.
Un Salmo lleno de sabiduría nos dibuja de una forma muy sugestiva la falsedad de estos ídolos que el mundo ofrece a nuestra esperanza y a la que los hombres de cada época están tentados de fiarse. Es el Salmo 115, que dice así:
“Los ídolos, en cambio, son plata y oro, obra de las manos de los hombres. Tienen boca, pero no hablan, tienen ojos, pero no ven; tienen orejas, pero no oyen, tienen nariz, pero no huelen. Tienen manos, pero no palpan, tienen pies, pero no caminan; ni un solo sonido sale de su garganta. Como ellos serán los que los fabrican, los que ponen en ellos su confianza» (vv. 4-8).
El salmista nos presenta, de forma un poco irónica, la realidad absolutamente efímera de estos ídolos. Y tenemos que entender que no se trata solo de representaciones hechas de metal o de otro material, pero también de esas construidas con nuestra mente, cuando nos fiamos de realidades limitadas que transformamos en absolutas, o cuando reducimos a Dios a nuestros esquemas y a nuestras ideas de divinidad; un dios que se nos parece, comprensible, previsible, precisamente como los ídolos de los que habla el Salmo. El hombre, imagen de Dios, se fabrica un dios a su propia imagen, y es también una imagen mal conseguida: no siente, no actúa, y sobre todo no puede hablar. Pero, nosotros estamos más contentos de ir a los ídolos que ir al Señor. Estamos muchas veces más contentos de la efímera esperanza que te da este falso ídolo, que la gran esperanza segura que nos da el Señor.
A la esperanza en un Señor de la vida que con su Palabra ha creado el mundo y conduce nuestras existencias, se contrapone la confianza en ídolos mudos. Las ideologías con sus afirmaciones de absoluto, las riquezas — y esto es un gran ídolo–, el poder y el éxito, la vanidad, con su ilusión de eternidad y de omnipotencias, valores como la belleza física y la salud, cuando se convierten en ídolos a los que sacrificar cualquier cosa, son todo realidades que confunden la mente y el corazón, y en vez de favorecer la vida conducen a la muerte. Es feo escuchar y duele en el alma eso que una vez, hace años, escuché, en la diócesis de Buenos Aires: una mujer buena, muy guapa, presumía de la belleza, comentaba, como si fuera natural: “Eh sí, he tenido que abortar porque mi figura es muy importante”. Estos son los ídolos, y te llevan sobre el camino equivocado y no te dan felicidad.
El mensaje del Salmo es muy claro: si se pone la esperanza en los ídolos, te haces como ellos: imágenes vacías con manos que no tocan, pies que no caminan, bocas que no pueden hablar. No se tiene nada más que decir, se convierte en incapaz de ayudar, cambiar las cosas, incapaces de sonreír, de donarse, incapaces de amar. Y también nosotros, hombres de Iglesia, corremos riesgo cuando nos “mundanizamos”. Es necesario permanecer en el mundo pero defenderse de las ilusiones del mundo, que son estos ídolos que he mencionado.
Así dice el Salmo: “Pueblo de Israel, confía en el Señor […], familia de Aarón, confía en el Señor […], confíen en el Señor todos los que lo temen […] El Señor se acuerde de nosotros y nos bendiga” (vv. 9.10.11.12). El Señor se acuerda siempre. También en los momentos feos. Él se acuerda de nosotros. Y esta es nuestra esperanza. Y la esperanza no decepciona nunca. Nunca. Nunca. Los ídolos decepcionan siempre: son fantasías, no son realidad. Esta es la estupenda realidad de la esperanza: confiando en el Señor nos hacemos como Él, su bendición nos transforma en sus hijos, que comparten su vida. La esperanza en Dios nos hace entrar, por así decir, dentro del alcance de su recuerdo, de su memoria que nos bendice y nos salva. Y entonces puede brotar el aleluya, la alabanza al Dios vivo y verdadero, que para nosotros ha nacido de María, ha muerto en la cruz y resucitado en la gloria. Y en este Dios nosotros tenemos esperanza, y este Dios –que no es un ídolo– no decepciona nunca.
Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio del segundo domingo del Tiempo Ordinario A
CON EL FUEGO DEL ESPÍRITU
Las primeras comunidades cristianas se preocuparon de diferenciar bien el bautismo de Juan, que sumergía a las gentes en las aguas del Jordán, y el bautismo de Jesús, que comunicaba su Espíritu para limpiar, renovar y transformar el corazón de sus seguidores. Sin ese Espíritu de Jesús, la Iglesia se apaga y se extingue.
Solo el Espíritu de Jesús puede poner más verdad en el cristianismo actual. Solo su Espíritu nos puede conducir a recuperar nuestra verdadera identidad, abandonando caminos que nos desvían una y otra vez del Evangelio. Solo ese Espíritu nos puede dar luz y fuerza para emprender la renovación que necesita hoy la Iglesia.
El papa Francisco sabe muy bien que el mayor obstáculo para poner en marcha una nueva etapa evangelizadora es la mediocridad espiritual. Lo dice de manera rotunda. Desea alentar con todas sus fuerzas una etapa «más ardiente, alegre, generosa, audaz, llena de amor hasta el fin, y de vida contagiosa». Pero todo será insuficiente «si no arde en los corazones el fuego del Espíritu».
Por eso busca para la Iglesia de hoy «evangelizadores con Espíritu» que se abran sin miedo a su acción y encuentren en ese Espíritu Santo de Jesús «la fuerza para anunciar la verdad del Evangelio con audacia, en voz alta y en todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente».
Según el papa, la renovación que quiere impulsar en el cristianismo actual no es posible «cuando la falta de una espiritualidad profunda se traduce en pesimismo, fatalismo y desconfianza», o cuando nos lleva a pensar que «nada puede cambiar» y, por tanto, que «es inútil esforzarse», o cuando bajamos los brazos definitivamente, «dominados por un descontento crónico o por una acedia que seca el alma».
Francisco nos advierte que «a veces perdemos el entusiasmo al olvidar que el Evangelio responde a las necesidades más profundas de las personas». Sin embargo no es así. El papa expresa con fuerza su convicción: «No es lo mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo caminar con él que caminar a tientas, no es lo mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra […] no es lo mismo tratar de construir el mundo con su Evangelio que hacerlo solo con la propia razón».
Todo esto hemos de descubrirlo por experiencia personal de Jesús. De lo contrario, dice el papa, a quien no lo descubre, «pronto le falta fuerza y pasión; y una persona que no está convencida, entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie». ¿No estará aquí uno de los principales obstáculos para impulsar la renovación querida por el papa Francisco?
José Antonio Pagola
2 Tiempo ordinario – A (Juan 1,29-34)
Evangelio del 15 / Ene / 2017
Publicado el 09/ Ene/ 2017
Reflexión a las lecturas del domingo segundo del Tiempo Ordinario A ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
Domingo 2º del T. Ordinario (A)
El domingo pasado, salíamos de la Navidad fijando nuestros ojos en Jesucristo que, con su Bautismo, iniciaba su Vida Pública. Durante esta semana, el Evangelio de cada día nos ha venido presentando sus primeras palabras, sus primeros discípulos, sus primeros milagros, sus primeros pasos.
El Evangelio de hoy nos ofrece la presentación que hace Juan Bautista de Jesucristo: “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.
A nosotros nos puede parecer ésta, una expresión un tanto extraña, sin embargo, para un judío piadoso no lo era. ¡Era un título mesiánico! Por eso, dos de los discípulos, al oírlo, siguen a Jesús.
De esta manera, se enlaza la Navidad con la Pascua, con el Misterio Pascual, por el cual, Jesucristo quita el pecado del mundo.
El salmo responsorial nos presenta la actitud de Jesucristo al entrar en el mundo; actitud que debe tener también todo cristiano: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”.
Quitar el pecado del mundo es algo muy importante, porque el pecado de Adán y de cada persona constituye una fuente incesante de males. Lo constatamos este domingo al celebrar la Jornada del Emigrante y el Refugiado. ¿Cómo sería el mundo, la sociedad, la misma Iglesia, si se pudiera quitar todo pecado, de modo que cada persona estuviera centrada en hacer, en cada momento, lo que Dios quiere? Pues a eso estamos convocados los cristianos este domingo. Esa es nuestra tarea y nuestra misión fundamental. El cristiano es el que quita el pecado del mundo. El que, a ejemplo de Cristo, lucha siempre contra el mal y busca todo bien. ¡Pero eso no se puede imponer por la fuerza! Se nos ofrece como don y tarea, que respetan la libertad. Aquí está la tragedia de la humanidad: Que pudiendo ser dichosa, siguiendo los preceptos del Señor, se cierra y se opone a su mensaje, y así sufre incesantemente y muere.
En nuestros días, vemos como los responsables de las naciones multiplican las organizaciones internacionales, los encuentros mundiales, las negociaciones…, ¡y qué difícil se hace, a veces, lograr un acuerdo! Para los cristianos todo está muy claro: La Palabra de Dios nos ofrece, desde antiguo, la solución: ¡Cumplir los preceptos del Señor!
¿Y cómo sabe Juan el Bautista quién es el Cordero de Dios, el Mesías?
Escuchémosle: “Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel sobre el que veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo”.
Es para una contemplación interminable de Jesucristo: "¡El que tiene el Espíritu Santo!". El Espíritu que le consagra y le acompaña siempre en la misión encomendada por el Padre.
Es este el Espíritu que nos da Jesucristo, después de su Resurrección, el Espíritu que renueva constantemente la faz (el rostro) de la tierra, el Espíritu que hace posible la misión de la Iglesia en el mundo a través de los siglos; el Espíritu que inspira y alienta todo lo grande, puro, bello, que hay en el mundo; el Espíritu que todo lo hace posible.
El Bautismo y la Confirmación garantizan en cada cristiano, la presencia y la acción del Espíritu Santo.
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
DOMINGO 2º DEL TIEMPO ORDINARIO A
MONICIONES
Las lecturas de hoy son como un eco de las fiestas de la Epifanía, la manifestación del Señor. Esta primera lectura nos ayudará a comprender la misión del Siervo de Dios destinado, desde el seno materno, a anunciar la salvación a todos los pueblos.
SALMO
Hoy las palabras del salmo, expresan las actitudes fundamentales del corazón de Cristo al entrar en el mundo. Hagámoslas también actitudes nuestras diciendo: Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.
SEGUNDA LECTURA
Iniciamos hoy la lectura de la primera de las cartas que S. Pablo escribió a los corintios. Iremos escuchando fragmentos de esta carta hasta el comienzo del Tiempo de Cuaresma.
Comienza hoy S. Pablo, manifestando su condición de llamado a ser apóstol, y con un saludo de gracia y de paz.
TERCERA LECTURA
El Evangelio de hoy nos presenta el testimonio de Juan el Bautista acerca de Jesús: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.
Aclamémosle ahora con el canto del aleluya.
COMUNIÓN
En la Comunión nos acercamos a recibir a Jesucristo, el Cordero de la Pascua Nueva, inmolado para la vida del mundo, y que ahora se nos da en comida. Así tendremos fuerzas para luchar contra el pecado y el mal en el mundo.
Comentario a la liturgia dominicalpor el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor de Humanidades Clásicas en el Centro de Noviciado y Humanidades y Ciencias de la Legión de Cristo en Monterrey (México). 10 enero 2017 (ZENIT – México)
DOMINGO II DEL TIEMPO ORDINARIO Ciclo A
Textos: Isaías 49, 3.5-6; 1 Co 1, 1-3; Juan 1, 29-34.
Idea principal: Ese Dios que vino al mundo es Siervo.
Resumen del mensaje: Ese Hijo de Dios, Jesús, después de su vida oculta en Belén y Nazaret, sale feliz a su vida pública a los treinta años con su carnet de identidad: es Siervo. Su huella dactilar está bien clara y legible: “Vine para servir, no para ser servido”.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, Jesús es siervo para servir primero a su Padre celestial, glorificándole y cumpliendo incansablemente la misión de ser luz y poder reunir a su pueblo y traer de vuelta a Dios a los supervivientes (primera lectura). Este siervo experimentará cansancio, es verdad, pero nunca será en vano. Y aunque los resultados de su servicio no corresponden a las expectativas y esfuerzos, él se encuentra en paz, porque trabajó para dar gloria a su Padre y la recompensa le vendrá de Él.
En segundo lugar, Jesús es siervo para servir también a la humanidad, a cada hombre y mujer. Para cumplir su misión de siervo se reviste de entrañas de Cordero que se dejará inmolar y sacrificar para quitarnos el pecado (evangelio) y darnos el Espíritu de santidad. Este título de Cordero incluye los siguientes rasgos: Cordero vencedor, Cordero expiatorio, Cordero pascual liberador. A Jesús en la cruz, igual que al cordero pascual, no le quebrarán ningún hueso. ¿Cómo quita Jesús el pecado de la humanidad? Asumiendo la condición humana de siervo y ofreciéndose desde la cruz, en ofrenda voluntad y servicio de amor. Desde la cruz nos da el Espíritu Santo que purifica y perdona todos nuestros pecados.
Finalmente, todo seguidor de Cristo tiene que vivir esta dimensión de siervo en todas partes y con todos: con Dios, en la familia, en el trabajo, en las comunidades. Servir a Dios con una vida santa (segunda lectura). Servir a la familia con una vida de entrega, sacrificio y ejemplo para los hijos. Servir en el trabajo con una vida honesta. Servir en las comunidades mediante la disponibilidad desinteresada en los diversos apostolados que surjan.
Para reflexionar: ¿Tengo manos, corazón y pies de servidor o de mandador? ¿Domino o sirvo? ¿Sirvo con amor o a regañadientes?
Para rezar:
Nos has mostrado con tu ejemplo, Señor,
que es posible vivir para los demás.
Tu vida es un espejo fiel donde mirarnos
para descubrir cuánto nos falta cambiar
y cuánto todavía podemos dar a los demás.
Tú saliste a recorrer los caminos
para ir al encuentro del necesitado
y el excluido.
Tú acogiste a los despreciados
y a los que todos marginaban
y dejaban a un costado.
Tú atendiste las necesidades del pueblo,
sanaste sus enfermedades,
les enseñaste a compartir el pan,
y vivir unidos.
Tú ofreciste tu vida
hasta el final, hasta entregarla por amor
y pura donación, para que todos vivamos más y mejor,
y podamos alcanzar la vida verdadera.
Señor del servicio, muéstranos el camino
que lleva a darlo todo por los demás.
Ayúdanos a tener tus mismos sentimientos, preocupaciones y opciones.
Haz que atendamos las necesidades, sufrimientos y esperanzas de nuestro pueblo. Haznos cercanos y hermanos de todos.
Enséñanos a vivir pensando primero en el otro, enséñanos a vivir
como verdaderos servidores, dispuestos, generosos, alegres y fraternos
con todos, Señor, con todos.
Texto completo del ángelus del papa Francisco del 8 de enero de 2017 (ZENIT – Ciudad del Vaticano)
Queridos hermanos y hermanas, ¡Buenos días!
Hoy es la fiesta del bautismo de Jesús, el Evangelio nos presenta la escena que sucedió a orillas del río Jordán: en medio a la multitud penitente que avanzaba hacia Juan el Bautista para recibir el bautismo está también Jesús. Hacía la cola.
Juan querría impedirlo diciendo: “Soy yo quien necesita tu bautismo”. El Bautista de hecho tiene conciencia de las grandes distancias que hay entre él y Jesús. Pero Jesús ha venido justamente para colmar la distancia entre el hombre y Dios: si él está enteramente de la parte de Dios, también está enteramente de la parte del hombre y reúne lo que estaba dividido.
Por esto pide a Juan de bautizarlo, para que se cumpla cada justicia, o sea que se realice el proyecto del Padre que pasa a través del camino de la obediencia y de la solidaridad con el hombre frágil y pecador, el camino de la humildad y de la plena cercanía a Dios y a sus hijos.
¡Porque Dios está muy cerca de nosotros! En el momento en el cual Jesús, bautizado por Juan, sale de las aguas del río Jordán, la voz de Dios Padre se hace sentir desde lo alto. “Este es el Hijo mio, el amado: en Él he puesto mi complacencia”.
Y al mismo tiempo en Espíritu Santo, en forma de paloma, se posa sobre Jesús que da públicamente inicio a su misión de salvación; misión caracterizada por el estilo del siervo humilde y manso, armado solamente por la fuerza de la verdad, como había profetizado Isaías: “No gritarás ni levantarás el tono (…) no despreciarás una caña dañada, no apagarás la mecha de la llama débil, proclamarás el derecho con verdad”.
Siervo humilde y manso, así es el estilo misionero de los discípulos de Cristo: anunciar el Evangelio con mansedumbre y firmeza, sin gritarle a nadie sino con mansedumbre y firmeza, sin arrogancia o imposición.
La verdadera misión no es nunca proselitismo pero atracción hacia Cristo. ¿Pero cómo? ¿Cómo se hace para atraer hacia Cristo? Con el propio testimonio, a partir de la fuerte unión con Él en la oración, en la adoración y en la caridad concreta, que es servicio a Jesús presente en el más pequeño de los hermanos.
A imitación de Jesús, pastor bueno y misericordioso y animados por su gracia, estamos llamados a hacer de nuestra vida un testimonio gozoso que ilumina el camino, que lleva esperanza y amor. Esta fiesta nos hace descubrir nuevamente el don y la belleza de ser un pueblo de bautizados, o sea de pecadores salvados por la gracia de Cristo, insertados realmente, por obra del Espíritu Santo en la relación filial de Jesús con el Padre, recibidos en el seno de la madre Iglesia, vueltos capaces de una fraternidad que no conoce confines y barreras.
La Virgen María nos ayude a todos nosotros los cristianos a conservar una conciencia siempre viva y agradecida de nuestro bautismo y a recorrer con fidelidad el camino inaugurado por este sacramento de nuestro renacer. Y siempre con mansedumbre y firmeza”.
El Papa reza el ángelus y después dice:
“¡Queridos hermanos y hermanas! En el contexto de la fiesta del Bautismo del Señor, esta mañana he bautizado a un buen grupo de recién nacidos, veintiocho. Recemos por ellos y por sus familias. También ayer por la tarde he bautizado a un joven catecúmeno.
Quiero extender mi oración a todos los papás que en este período se están preparando para el Bautismo de su hijo o lo han apenas celebrado. Sobre ellos y sobre los niños invoco al Espíritu Santo, para que este sacramento así simple y al mismo tiempo tan importante sea vivido con fe y con alegría.
Quiero además invitarlos a unirse a la Red Mundial de Oración del Papa, que difunde también a través de las redes sociales, las intenciones de oración que propongo cada mes a toda la Iglesia. Así se lleva adelante el apostolado de la oración y se hace crecer la comunión.
En estos días de tanto frío pienso y les invito a pensar a todas las personas que viven por la calle, golpeadas por el frío y tantas veces por la indiferencia. Entretanto algunos no lograron sobrevivir. Recemos por ellos y pidamos al Señor que nos caliente el corazón para poder ayudarlos.
Saludo a todos los aquí presentes, fieles de Roma y peregrinos italianos y de varios países, en particular al grupo de jóvenes de Cagliari, a quienes animo a proseguir el camino iniciado con el sacramento de la Confirmación. Y les agradezco porque ellos me dan la oportunidad de subrayar que la Confirmación no es solamente un punto de llegada, como algunos dicen el ‘sacramento del adiós’, no, no, es sobre todo un punto de partida en la vida cristiana.
¡Adelante con la alegría del Evangelio! Les deseo a todos un buen domingo. Por favor no se olviden de rezar por mi.
¡Buon pranzo e Arrivederci!
Texto completo de la homilía del papa Francisco en la misa de Reyes. 6 enero 2017 (ZENIT – Ciudad del Vaticano)
«¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella y hemos venido a adorarlo» (Mt 2,2). Con estas palabras, los magos, venidos de tierras lejanas, nos dan a conocer el motivo de su larga travesía: adorar al rey recién nacido.
Ver y adorar, dos acciones que se destacan en el relato evangélico: vimos una estrella y queremos adorar. Estos hombres vieron una estrella que los puso en movimiento. El descubrimiento de algo inusual que sucedió en el cielo logró desencadenar un sinfín de acontecimientos.
No era una estrella que brilló de manera exclusiva para ellos, ni tampoco tenían un ADN especial para descubrirla. Como bien supo decir un padre de la Iglesia, «los magos no se pusieron en camino porque hubieran visto la estrella, sino que vieron la estrella porque se habían puesto en camino» (cf. San Juan Crisóstomo).
Tenían el corazón abierto al horizonte y lograron ver lo que el cielo les mostraba porque había en ellos una inquietud que los empujaba: estaban abiertos a una novedad. Los magos, de este modo, expresan el retrato del hombre creyente, del hombre que tiene nostalgia de Dios; del que añora su casa, la patria celeste.
Reflejan la imagen de todos los hombres que en su vida no han dejado que se les anestesie el corazón. La santa nostalgia de Dios brota en el corazón creyente pues sabe que el Evangelio no es un acontecimiento del pasado sino del presente.
La santa nostalgia de Dios nos permite tener los ojos abiertos frente a todos los intentos reductivos y empobrecedores de la vida. La santa nostalgia de Dios es la memoria creyente que se rebela frente a tantos profetas de desventura. Esa nostalgia es la que mantiene viva la esperanza de la comunidad creyente la cual, semana a semana, implora diciendo: «Ven, Señor Jesús».
Precisamente esta nostalgia fue la que empujó al anciano Simeón a ir todos los días al templo, con la certeza de saber que su vida no terminaría sin poder acunar al Salvador. Fue esta nostalgia la que empujó al hijo pródigo a salir de una actitud de derrota y buscar los brazos de su padre.
Fue esta nostalgia la que el pastor sintió en su corazón cuando dejó a las noventa y nueve ovejas en busca de la que estaba perdida, y fue también la que experimentó María Magdalena la mañana del domingo para salir corriendo al sepulcro y encontrar a su Maestro resucitado.
La nostalgia de Dios nos saca de nuestros encierros deterministas, esos que nos llevan a pensar que nada puede cambiar. La nostalgia de Dios es la actitud que rompe aburridos conformismos e impulsa a comprometernos por ese cambio que anhelamos y necesitamos.
La nostalgia de Dios tiene su raíz en el pasado pero no se queda allí: va en busca del futuro. Al igual que los magos, el creyente «nostalgioso» busca a Dios, empujado por su fe, en los lugares más recónditos de la historia, porque sabe en su corazón que allí lo espera su Señor.
Va a la periferia, a la frontera, a los sitios no evangelizados para poder encontrarse con su Señor; y lejos de hacerlo con una postura de superioridad lo hace como un mendicante que no puede ignorar los ojos de aquel para el cual la Buena Nueva es todavía un terreno a explorar.
Como actitud contrapuesta, en el palacio de Herodes ―que distaba muy pocos kilómetros de Belén―, no se habían percatado de lo que estaba sucediendo. Mientras los magos caminaban, Jerusalén dormía. Dormía de la mano de un Herodes quien lejos de estar en búsqueda también dormía. Dormía bajo la anestesia de una conciencia cauterizada. Y quedó desconcertado.
Tuvo miedo. Es el desconcierto que, frente a la novedad que revoluciona la historia, se encierra en sí mismo, en sus logros, en sus saberes, en sus éxitos. El desconcierto de quien está sentado sobre su riqueza sin lograr ver más allá.
Un desconcierto que brota del corazón de quién quiere controlar todo y a todos. Es el desconcierto del que está inmerso en la cultura del ganar cueste lo que cueste; en esa cultura que sólo tiene espacio para los «vencedores» y al precio que sea. Un desconcierto que nace del miedo y del temor ante lo que nos cuestiona y pone en riesgo nuestras seguridades y verdades, nuestras formas de aferrarnos al mundo y a la vida. Y Herodes tuvo miedo, y ese miedo lo condujo a buscar seguridad en el crimen: «Necas parvulos corpore, quia te necat timor in corde» (San Quodvultdeus, Sermo 2 sobre el símbolo: PL, 40, 655).
Queremos adorar. Los hombres de Oriente fueron a adorar, y fueron a hacerlo al lugar propio de un rey: el Palacio. Allí llegaron ellos con su búsqueda, era el lugar indicado: pues es propio de un rey nacer en un palacio, y tener su corte y súbditos. Es signo de poder, de éxito, de vida lograda. Y es de esperar que el rey sea venerado, temido y adulado, sí; pero no necesariamente amado.
Esos son los esquemas mundanos, los pequeños ídolos a los que le rendimos culto: el culto al poder, a la apariencia y a la superioridad. Ídolos que solo prometen tristeza y esclavitud. Y fue precisamente ahí donde comenzó el camino más largo que tuvieron que andar esos hombres venidos de lejos.
Ahí comenzó la osadía más difícil y complicada. Descubrir que lo que ellos buscaban no estaba en el palacio sino que se encontraba en otro lugar, no sólo geográfico sino existencial.
Allí no veían la estrella que los conducía a descubrir un Dios que quiere ser amado, y eso sólo es posible bajo el signo de la libertad y no de la tiranía; descubrir que la mirada de este Rey desconocido ―pero deseado― no humilla, no esclaviza, no encierra.
Descubrir que la mirada de Dios levanta, perdona, sana. Descubrir que Dios ha querido nacer allí donde no lo esperamos, donde quizá no lo queremos. O donde tantas veces lo negamos.
Descubrir que en la mirada de Dios hay espacio para los heridos, los cansados, los maltratados y abandonados: que su fuerza y su poder se llama misericordia.
Qué lejos se encuentra, para algunos, Jerusalén de Belén. Herodes no puede adorar porque no quiso y no pudo cambiar su mirada. No quiso dejar de rendirse culto a sí mismo creyendo que todo comenzaba y terminaba con él. No pudo adorar porque buscaba que lo adorasen.
Los sacerdotes tampoco pudieron adorar porque sabían mucho, conocían las profecías, pero no estaban dispuestos ni a caminar ni a cambiar.
Los magos sintieron nostalgia, no querían más de lo mismo. Estaban acostumbrados, habituados y cansados de los Herodes de su tiempo. Pero allí, en Belén, había promesa de novedad, había promesa de gratuidad. Allí estaba sucediendo algo nuevo. Los magos pudieron adorar porque se animaron a caminar y postrándose ante el pequeño, postrándose ante el pobre, postrándose ante el indefenso, postrándose ante el extraño y desconocido Niño de Belén descubrieron la Gloria de Dios.
El santo padre Francisco rezó este viernes, 6 enero 2017, con los aproximadamente 35 mil fieles reunidos en la plaza de San Pedro con motivo de la fiesta de Reyes, la oración ángelus. El Papa recordó que hay luces intermitentes o que encandilan pero que son vanas, al contrario de la luz de Jesús que sabe vencer las tinieblas más oscuras y da alegría al corazón. (ZENIT – Ciudad del Vaticano)
“Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Celebramos hoy la Epifanía del Señor, o sea la manifestación de Jesús que resplandece como luz a todas las gentes. Símbolo de esta luz que resplandece en el mundo y que quiere iluminar la vida de cada uno de nosotros es la estrella que guió a los Magos a Belén. Ellos, dice el Evangelio, vieron ‘brillar su estrella’ (Mt 2,2) y decidieron seguirla: hacerse guiar por la estrella de Jesús.
También en nuestra vida hay diversas estrellas, luces que brillan y orientan. Somos nosotros que debemos elegir a cuál de ellas seguir. Hay luces intermitentes, que van y vienen, como las pequeñas satisfacciones de la vida: a pesar de ser buenas, no son suficientes, porque duran poco y no nos dejan la paz que buscamos”.
También existen las luces enceguecedoras del espectáculo, del dinero y del éxito, que prometen todo y enseguida: seducen pero con su fuerza encandilan y hacen pasar de los sueños de gloria a la oscuridad más densa.
Los Magos, en cambio, nos invitan a seguir una luz estable y gentil que no tiene ocaso, porque nos es de este mundo: viene del cielo y resplandece en el corazón.
Esta luz verdadera es la luz del Señor, o mejor dicho es el Señor. Él es nuestra luz: una luz que no enceguece, pero acompaña y dona una alegría única. Esta luz es para todos y nos llama a cada uno: podemos así sentir nosotros la invitación que hoy nos dirige el profeta Isaías: ‘Levántate, vístete de luz’.
En el inicio de cada día podemos recibir esta invitación: levántate, revístete de luz, sigue hoy entre las tantas estrellas fugaces del mundo a la estrella luminosa de Jesús! Siguiéndola, tendremos alegría, como le sucedió a los Magos, que ‘cuando vieron la estrella se llenaron de una enorme alegría’ (Mt 2,10); porque donde está Dios hay alegría.
Quien ha encontrado a Jesús ha sentido el milagro de la luz que rompe las tinieblas y conoce esta luz que ilumina y resplandece. Quisiera, con mucho respeto, invitar a no tener miedo de esta luz y a abrirse al Señor. Sobre todo quisiera decir a quien ha perdido la fuerza de buscar, a quien afanado por la oscuridad de la vida ha apagado el deseo: ‘Ánimo, la luz de Jesús sabe vencer las tinieblas más oscuras’, ¡levántate, coraje!
¿Cómo encontrar esta luz divina? Sigamos el ejemplo de los Magos, que el Evangelio describe siempre en movimiento. Quien desea la luz, de hecho sale de sí y la busca: no se queda cerrado, quieto, mirando qué sucede en su alrededor, pero pone en juego la propia vida.
La vida cristiana es un camino continuo, hecho de esperanza y de búsqueda; un camino que como el de los Magos prosigue también cuando la estrella desaparece momentáneamente de la vista. En este camino hay también insidias que es necesario evitar: los comentarios superficiales y mundanos que frenan el paso; los caprichos paralizantes del egoísmo; los baches del pesimismo que encierran la esperanza.
Estos obstáculos bloquearon a los escribas, de los cuales habla el Evangelio de hoy. Ellos sabían dónde estaba la luz, pero no se movieron. Cuando Herodes les preguntó ‘¿Dónde nacerá el Mesías?’, ‘¡En Belén! Sabían donde pero no se movieron. Su conocimiento fue vano: no basta saber que Dios ha nacido, si no se hace con Él la Navidad en el corazón.
Dios ha nacido, ¿pero ha nacido en tu corazón?, ¿ha nacido en mi corazón?, ¿ha nacido en nuestro corazón? Y así lo encontraremos, como los Magos, con María y José en el establo.
Los Magos lo hicieron: encontrado el Niño, “ellos se postraron y lo adoraron”: entraron en una comunión personal de amor con Jesús. Después le donaron oro, incienso y mirra, o sea sus bienes más preciosos.
Aprendamos de los Magos a no dar a Jesús solo los retazos de tiempo y algún pensamiento cada tanto, contrariamente no tendríamos su luz. Como los Magos, pongámonos en camino, revistiéndonos de luz, siguiendo la estrella de Jesús y adoremos al Señor con todo nuestro ser”.
Después de rezar el ángelus el Papa saludó a los diversos grupos de peregrinos y añadió las siguientes palabras:
“Los magos ofrecen a Jesús sus dones, pero en realidad es Jesús mismo el verdadero don de Dios. De hecho es el Dios que se dona a nosotros, en Él nosotros vemos el rostro misericordioso del Padre que nos espera, nos acoge, nos perdona siempre; el rostro de Dios que no nos trata nunca según nuestras obras o según nuestros pecados, pero únicamente según la inmensidad de su inagotable misericordia.
Y hablando de los dones, también yo he pensado de hacerles un pequeño regalo… faltan los camellos, pero les daré este don. Es el librito ‘Ícono de misericordia’. El don de Dios es Jesús, misericordia del Padre, y por esto para recordar este don les doy este regalo que será distribuido por personas pobres, sin hogar y prófugos, junto a muchos voluntarios y religiosos a los cuales saludo y les agradezco de corazón.
Les deseo un año de justicia, de perdón, de serenidad pero sobre todo un año de misericordia. Les ayudará leer este libro; se lleva en el bolsillo, pueden llevarlo con ustedes. Por favor no se olviden de hacerme también el don de vuestra oración. El Señor les bendiga. Buena fiesta, ‘buon pranzo‘ y ‘arrivederci‘.
Reflexión a las lecturas de la fiesta del Bautismo del Señor ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
Fiesta del Bautismo del Señor A
¿Y ahora qué hacemos?
Esta es la pregunta que surge espontáneamente al constatar que, con la Fiesta del Bautismo del Señor, termina el Tiempo de Navidad.
¿Y ahora, qué? ¿Hasta que llegue la Cuaresma, qué hacemos?
La Fiesta que celebramos hoy nos da la respuesta. Porque el Bautismo del Señor señala el comienzo de su Vida Pública. En estos días que siguen, el Evangelio nos irá presentando sus primeras palabras, sus primeros discípulos, sus primeros milagros, sus primeros pasos.
En la primera lectura, hemos escuchado: “Mirad a mi siervo a quien sostengo, mi elegido a quien prefiero…” De eso se trata, de mirar al Señor Jesús, que se nos ha manifestado. Salimos, por tanto, de la Navidad, fijando nuestros ojos y nuestro corazón en Jesucristo que inicia su Vida Pública.
El Evangelio nos presenta a Jesús, que quiere recibir aquel bautismo de purificación con el que Juan preparaba al pueblo para que recibiera, bien dispuesto, al Mesías. Jesús baja al agua del Jordán llevando sobre sus hombros los pecados de toda la humanidad, hasta el fin de los siglos. Y con este hecho, consagra las aguas, que serán, desde ahora, signo eficaz de la vida nueva que se recibe en el Bautismo cristiano.
Y con ocasión del Bautismo, se produce una gran revelación. Por eso este acontecimiento forma parte de la Solemnidad de la Epifanía, como decíamos ayer. En efecto, se abre el Cielo, nos dice el Evangelio, y el Espíritu Santo desciende sobre Jesucristo y lo consagra para la misión que iba a comenzar, y que S. Pedro sintetiza en la 2ª lectura, diciendo: “Pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él”. Y se oye la voz del Padre, que lo presenta a su pueblo elegido, como aquel, que esperaban ardientemente: “Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto”. Y en medio de todo, contemplamos a las tres Personas de la Santísima Trinidad. Dice el himno de Vísperas: “Y así Juan, al mismo tiempo, vio a Dios en personas tres: Voz y paloma en los cielos, y el Verbo Eterno a sus pies”.
Es tan importante este acontecimiento, esta Unción del Espíritu Santo, que de aquí deriva el nombre principal con el que conocemos a Jesús: “Cristo”, es decir, “el Ungido”, que en hebreo, se dice “Mesías”, y en griego, “Cristo”. Y de Cristo, “los cristianos”, que significa “los ungidos”.
¡Qué importante es todo esto! ¡Cuántas reflexiones podríamos hacer!
Y Jesucristo viene a traernos el nuevo Bautismo, el Bautismo de los cristianos. “Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego”, decía Juan, el Precursor (Mt 3, 11).
Por eso, hoy es un día apropiado para reflexionar sobre el Bautismo de los niños, y la responsabilidad de los padres y padrinos. ¡Cuánta seriedad, cuánta importancia y gravedad tiene su compromiso y qué negativos son sus efectos, cuando no lo llevan a cabo! ¡Dichosos los niños cristianos que tienen unos padres y padrinos que sí lo hacen!
Hoy es también un día apropiado para renovar, para revivir nuestro Bautismo. Es el mejor “broche de oro” de la Navidad.
Y así, se hará realidad en nuestra vida lo que proclamamos en el salmo responsorial: “El Señor bendice a su pueblo con la paz”.
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR A
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
La liturgia de la Palabra nos ofrece hoy, como primera lectura, una página de Isaías. En ella, el profeta nos presenta al Siervo de Dios, figura de Cristo, ungido por el Espíritu Santo, para ser promotor del derecho y la bondad entre los hombres.
SEGUNDA LECTURA
Escuchemos ahora a S. Pedro, que evoca el Bautismo de Jesús y su Unción por el Espíritu Santo, para repartir el bien y liberar del mal a los hombres. Síntesis de la misión de Cristo y programa de vida para todo cristiano.
TERCERA LECTURA
En el Evangelio se nos narra el Bautismo de Jesús y la gran manifestación del Mesías al pueblo de Israel.
Pero antes de escuchar el Evangelio, aclamemos a Cristo con el canto del aleluya.
COMUNIÓN
La Comunión es el alimento principal e imprescindible de la vida de Dios, que recibimos en el Bautismo cristiano. Por eso, sin Comunión frecuente, no hay vida de Dios en nosotros, al igual que sin comida frecuente no puede haber vida humana.
Acerquémonos, por tanto, al Señor, sintiendo una inmensa necesidad de Él.
Comentario a la liturgia de la Fiesta del bautismo del Señor por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor de Humanidades Clásicas en el Centro de Noviciado y Humanidades y Ciencias de la Legión de Cristo en Monterrey (México). 5 enero 2017 (zenit)
DOMINGO DESPUÉS DE LA EPIFANÍA
Ciclo A
Textos: Isaías 42, 1-4.6-7; Hechos 10, 34-38; Mateo 3, 13-17
Idea principal: el Bautismo del Señor nos envuelve en su luz el día de nuestro bautismo.
Resumen del mensaje: El Bautismo del Señor es uno de los misterios de luz, como nos enseñó san Juan Pablo II. ¿Qué luz resplandece desde ese río Jordán? Dejémonos envolver por esa luz.
Puntos de esta idea:
En primer lugar, desde el río Jordán brota una primera luz que despeja y aclara la pregunta por qué el Señor quiso elegir este momento para bautizarse y no antes. Jesús quiso hacer coincidir el inicio de su vida pública con su Bautismo. Si lo hubiera dejado para otra ocasión, quizá habría pasado desapercibido a los ojos del pueblo de Israel. Con el beneplácito del Padre y la fuerza del Espíritu, él comienza su ministerio público (evangelio) para hacer el bien, curar a los oprimidos por el diablo (segunda lectura), abrir los ojos a los ciegos, liberar a los cautivos e implantar la justicia (primera lectura).
En segundo lugar, desde el río Jordán brota una segunda luz que despeja y aclara varias posiciones erróneas respecto al bautismo. Una primera objeción: en qué edad se debe recibir el bautismo. Algunos dicen que el bautismo debería ser de adulto, porque así lo hizo Jesús. Con esa luz del Jordán podemos ver que Jesús no necesitaba del bautismo, ya que es Dios, y como hombre no tenía pecado. Nosotros, en cambio, necesitamos realmente de la purificación, la iluminación, la regeneración y la justificación del bautismo. Necesitamos ser lavados lo antes posible. Una segunda objeción: el chiquillo no tiene conciencia de lo que hace y los papás y padrinos estarían obligando a sus hijos a recibir algo que no conocen y por consiguiente no están en condiciones de aceptar; que ellos elijan cuándo. Con la luz del Jordán podemos aclarar esta objeción: el niño ciertamente no sabe lo que hace, pero sí lo sabe la Iglesia, que como buena madre pide lo mejor para ese niño al Padre Dios, es decir, que lo adopte como hijo suyo y lo convierta en heredero del Reino celestial. Hay como una especie de impaciencia en la Iglesia, que lo quiere ver lo antes posible hijo de Dios, hermano de Cristo, miembro de la Iglesia. Ella, en la persona de los padres y padrinos, responde por dicho acto. Luego lo educará en la fe, dándole las “razones de su esperanza”. Entonces podrá poner actos conscientes y meritorios, pero mientras tanto, el niño ya está revestido con la gracia de Dios.
Finalmente, resumiendo los resplandores de esa luz que emana del Jordán, podríamos decir que Jesús se bautizó por nosotros. Se sumergió en aquellas aguas para purificarlas, al contacto con su carne santísima, y así conferirles el poder de purificar. Se sumergió también para fecundarlas, dándoles capacidad de engendrar hijos para Dios; de ahí que los antiguos llamaban “madre” a la pila bautismal, pues da a luz a hijos para la eternidad. Se sumergió, en tercer lugar, para inaugurar los sacramentos de la Nueva Alianza, especialmente el bautismo, que es la puerta para los demás sacramentos.
Para reflexionar: el día más importante y luminoso de mi vida fue el día del bautismo. ¿Me acuerdo del día en que fui bautizado? ¿A qué me compromete la luz que recibí el día de mi bautismo?
Para rezar:
Gracias, Señor, por el sacramento del bautismo
que nos hace hijos tuyos por medio del agua
que riega y fecunda con tu gracia,
y por el Espíritu que enriquece con tu vida
hasta hacer que seas tú quien vive en nosotros
y que tu amor nos posea para siempre.
Gracias Jesús por la fe
que nuestros padres y ante
pasados nos transmitieron,
que hagamos crecer en nosotros esa luz de la fe.
Enséñanos a conservar sin
mancha tu misma vida
hasta la vida eterna.
Queremos, Señor, llevar con garbo la dignidad
de ser hijos tuyos, hijos
amados, queremos sentirnos
miembros activos y corresponsables de tu Iglesia.
Ayúdanos a activar nuestro bautismo, a tomarlo en serio,
a realizar la misión que nos has encomendado de servir,
de anunciar y construir el Reino. Amén.
Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio de la fiesta del Bautismo del Señor
UNA NUEVA ETAPA
Antes de narrar su actividad profética, los evangelistas nos hablan de una experiencia que va a transformar radicalmente la vida de Jesús. Después de ser bautizado por Juan, Jesús se siente el Hijo querido de Dios, habitado plenamente por su Espíritu. Alentado por ese Espíritu, Jesús se pone en marcha para anunciar a todos con su vida y su mensaje la Buena Noticia de un Dios amigo y salvador del ser humano.
No es extraño que, al invitarnos a vivir en los próximos años «una nueva etapa evangelizadora», el papa nos recuerde que la Iglesia necesita más que nunca «evangelizadores de Espíritu». Sabe muy bien que solo el Espíritu de Jesús nos puede infundir fuerza para poner en marcha la conversión radical que necesita la Iglesia. ¿Por qué caminos?
Esta renovación de la Iglesia solo puede nacer de la novedad del Evangelio. El papa nos invita a escuchar también hoy el mismo mensaje que Jesús proclamaba por los caminos de Galilea, no otro diferente. Hemos de «volver a la fuente para recuperar la frescura original del Evangelio». Solo de esta manera «podremos romper esquemas aburridos en los que pretendemos encerrar a Jesucristo».
El papa está pensando en una renovación radical «que no puede dejar las cosas como están; ya no sirve una simple administración». Por eso nos pide abandonar el cómodo criterio pastoral del «siempre se ha hecho así» e insiste una y otra vez: «Invito a todos a ser audaces y creativos en esta tarea de repensar los objetivos, las estructuras, el estilo y los métodos evangelizadores de las propias comunidades».
Francisco busca una Iglesia en la que solo nos preocupe comunicar la Buena Noticia de Jesús al mundo actual. «Más que el temor a no equivocarnos espero que nos mueva el temor a encerrarnos en estructuras que nos dan una falsa contención, en normas que nos vuelven jueces implacables, en costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: Dadles vosotros de comer».
El papa nos llama a construir «una Iglesia con las puertas abiertas», pues la alegría del Evangelio es para todos y no se debe excluir a nadie. ¡Qué alegría poder escuchar de sus labios una visión de Iglesia que recupera el Espíritu más genuino de Jesús rompiendo actitudes muy arraigadas durante siglos! «A menudo nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa del Padre, donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas».
José Antonio Pagola
Bautismo del Señor – A (Mateo 3,13-17)
Evangelio del 08 / Ene / 2017
Publicado el 02/ Ene/ 2017
Reflexión a las lecturas de la solemnidad de la Epifanía del Señor ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
Solemnidad de la Epifanía
¡El regalo es hoy el protagonista del día!
Los regalos son buenos en sí mismos; pero una preocupación excesiva o un poco descontrolada por ellos, puede aminorar e, incluso, anular la celebración de esta Solemnidad tan preciosa de la Epifanía del Señor, hasta dejarla casi en nada. Es lo que sucede con mucha frecuencia.
Epifanía significa “manifestación”. Dios, que da a conocer con una estrella, el nacimiento de su Hijo, a unos Magos de Oriente y, en ellos, a todos los pueblos de la tierra no pertenecientes a Israel, el pueblo elegido.
Pero, en realidad, la Solemnidad de la Epifanía encierra tres acontecimientos o manifestaciones del Señor: La manifestación a los Magos de Oriente, de la que hablamos, la manifestación a Israel, con ocasión de su Bautismo y la manifestación, especialmente, a sus discípulos, en las Bodas de Caná.
En la práctica, la Manifestación a los Magos de Oriente centra hoy nuestra atención. Esta Solemnidad nos dice que Jesucristo ha venido para todos los hombres de todos los pueblos: Judíos y gentiles.
El regalo que, como decía, es el centro de nuestra atención este día, nos puede ayudar a comprender el sentido de esta fiesta: En la Natividad del Señor y en su Octava, celebramos que Dios Padre nos ha hecho un gran regalo, el mejor regalo. Nos ha querido tanto, que nos ha dado a su Hijo. Por eso, la Iglesia entera salta de gozo la noche de Navidad, proclamando: "Un Niño nos ha nacido un Hijo se nos ha dado". Y también: “Hoy nos ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor”. La Epifanía viene a subrayar con fuerza que ese “regalo” es para todos. Es lo que dice el Apóstol S. Pablo en la 2ª lectura de este día: “Que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo Cuerpo, y partícipes de la promesa en Jesucristo, por el Evangelio".
Los judíos tenían “La Ley y los Profetas”. Por eso, cuando pregunta Herodes, exaltado, dónde tenía que nacer el Mesías, enseguida le dicen: "En Belén de Judá, porque así lo ha escrito el profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos, la última de las ciudades de Judá; pues de ti saldrá un jefe que será el pastor de mi pueblo Israel”.
¿Y los otros pueblos no pertenecientes a Israel? Les manifiesta este Acontecimiento, adaptándose a su mentalidad: Ellos creían que el nacimiento de los personajes importantes venía acompañado de la aparición de un astro en el cielo. Por es el Señor les presenta la estrella, que los conduce a aquellos Magos a Belén
En esta fiesta contemplamos, por tanto, que Cristo ha venido para todos, pero que no todos, ni mucho menos, le conocen y disfrutan de sus dones; que a todos no ha llegado “el regalo”, los tesoros de salvación de que nos habla S. Pablo (Ef 1, 7-9). Y eso, según el mensaje de este día, no es justo, no está nada bien. No podemos acaparar el Don de Dios para nosotros solos, en una especie de “egoísmo religioso”.
Por eso, hoy es el día misionero, por excelencia, de la Navidad: Para recordar a todos los que no conocen a Jesucristo y a los que, habiéndole conocido, se han apartado o alejado de Él. Recordamos y celebramos este día que pertenecemos a una Iglesia que es misionera, por su misma naturaleza, y a la que el Vaticano II ha llamado “Luz de las Gentes”.
Hoy también es un día apropiado para dar gracias a Dios, porque “la estrella” ha brillado también para cada uno de nosotros, y para pedirle que también nosotros, con nuestra palabra y nuestro testimonio de vida, seamos “estrella” que conduce a todos a la salvación, hasta que lleguemos a “contemplar cara a cara, la hermosura infinita de su gloria”.
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
LA EPIFANÍA DEL SEÑOR
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
Escuchemos ahora al profeta Isaías, que anuncia el misterio de la manifestación de Cristo, su epifanía, como luz que ilumina a todos los pueblos.
SEGUNDA LECTURA
En la segunda lectura, S. Pablo se presenta como portador de esta verdad: También los gentiles son destinatarios de la revelación y de los dones de Dios.
TERCERA LECTURA
En el Evangelio se nos narra la venida de los Magos de Oriente, que llegan a Jerusalén preguntando dónde está el Rey de los judíos.
Aclamemos ahora a Jesucristo, manifestado hoy a todos los pueblos, con el canto del aleluya.
OFRENDAS
Nuestras ofrendas al Señor tienen hoy una significación especial. Seamos generosos como los Magos de Oriente. Ofrezcámosle no sólo nuestro dinero, sino también nuestra persona, nuestras cosas, lo que Él quiere de nosotros, toda nuestra vida.
COMUNIÓN
En la Comunión se nos da en comida el Señor, que se nos ha manifestado.
Pidámosle hoy por todos los que nunca han oído hablar de Él; por los que, habiéndole conocido, se han apartado o alejado. Por todos los cristianos, necesitados siempre de un mayor conocimiento y amor del Señor.
Que Él nos ayude a ser, con nuestra palabra y con nuestro testimonio de vida, una estrella, que lleve a todos a la salvación.
Texto completo del Papa Francisco en la catequesis de la audiencia del miércoles 4 de enero de 2016 (ZENIT – Ciudad del Vaticano)
“Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la catequesis de hoy quisiera contemplar con ustedes la figura de una mujer que nos habla de la esperanza vivida en el llanto. La esperanza vivida en el llanto. Se trata de Raquel, la esposa de Jacob y la madre de José y Benjamín, aquella que, como nos narra el Libro del Génesis, muere dando a la luz a su segundo hijo, es decir, a Benjamín.
El profeta Jeremías hace referencia a Raquel dirigiéndose a los Israelitas en exilio para consolarlos, con palabras llenas de emoción y de poesía; es decir, toma el llanto de Raquel pero da esperanza: «Así habla el Señor: ¡Escuchen! En Ramá se oyen lamentos, llantos de amargura: es Raquel que llora a sus hijos; ella no quiere ser consolada, porque ya no existen» (Jer 31,15).
En estos versículos, Jeremías presenta a esta mujer de su pueblo, la gran matriarca de su tribu, en una realidad de dolor y llanto, pero junto a una perspectiva de vida impensada. Raquel, que en la narración del Génesis había muerto dando a luz y había asumido esta muerte para que su hijo pudiese vivir, ahora en cambio, es presentada nuevamente por el profeta como viva en Ramá, allí donde se reunían los deportados, llora por sus hijos que en cierto sentido han muerto andando en exilio; hijos que, como ella misma dice, “ya no existen”, han desaparecido para siempre.
Y por esto Raquel no quiere ser consolada. Este rechazo expresa la profundidad de su dolor y la amargura de su llanto. Ante la tragedia de la pérdida de sus hijos, una madre no puede aceptar palabras o gestos de consolación, que son siempre inadecuados, nunca capaces de aliviar el dolor de una herida que no puede y no quiere ser cicatrizada. Un dolor proporcional al amor.
Toda madre sabe todo esto; y son muchas, también hoy, las madres que lloran, que no se resignan a la pérdida de un hijo, inconsolables ante una muerte imposible de aceptar. Raquel contiene en sí el dolor de todas las madres del mundo, de todo tiempo, y las lágrimas de todo ser humano que llora pérdidas irreparables.
Este rechazo de Raquel que no quiere ser consolada nos enseña también cuanta delicadeza se nos pide ante el dolor de los demás. Para hablar de esperanza con quien está desesperado, se necesita compartir su desesperación; para secar una lágrima del rostro de quien sufre, es necesario unir a su llanto el nuestro. Solo así, nuestras palabras pueden ser realmente capaces de dar un poco de esperanza. Y si no puedo decir palabras así, con el llanto, con el dolor, mejor el silencio. La caricia, el gesto y nada de palabras.
Y Dios, con su delicadeza y su amor, responde al llanto de Raquel con palabras verdaderas, no fingidas; de hecho, así prosigue el texto de Jeremías: «Así habla el Señor: Reprime tus sollozos, ahoga tus lágrimas, porque tu obra recibirá su recompensa – oráculo del Señor – y ellos volverán del país enemigo. Sí, hay esperanza para tu futuro – oráculo del Señor – los hijos regresarán a su patria» (Jer 31,16-17).
Justamente por el llanto de la madre, hay todavía esperanza para los hijos, que volverán a vivir. Esta mujer, que había aceptado morir, en el momento del parto, para que el hijo pudiese vivir, con su llanto es ahora el principio de una vida nueva para los hijos exiliados, prisioneros, lejos de la patria. Al dolor y al llanto amargo de Raquel, el Señor responde con una promesa que ahora puede ser para ella motivo de verdadera consolación: el pueblo podrá regresar del exilio y vivir en la fe, libre, la propia relación con Dios. Las lágrimas han generado esperanza. Y esto nos fácil de entender, pero es verdadero. Tantas veces, en nuestra vida, las lágrimas siembran esperanza, son semillas de esperanza.
Como sabemos, este texto de Jeremías es luego retomado por el evangelista Mateo y aplicado a la matanza de los inocentes (Cfr. 2,16-18). Un texto que nos pone ante la tragedia de la matanza de seres humanos indefensos, del horror del poder que desprecia y destruye la vida. Los niños Belén murieron a causa de Jesús. Y Él, Cordero inocente, luego morirá, a su vez, por todos nosotros. El Hijo de Dios ha entrado en el dolor de los hombres: no se olviden de esto. Cuando alguien se dirige a mí y me hace una pregunta difícil, por ejemplo: “Me diga padre: ¿Por qué sufren los niños?”, de verdad, yo no sé qué cosa responder. Solamente digo: “Mira el Crucifijo: Dios nos ha dado a su Hijo, Él ha sufrido, y tal vez ahí encontraras una respuesta. No hay otras respuestas. Solamente mirando el amor de Dios que da en su Hijo que ofrece su vida por nosotros, se puede indicar el camino de la consolación”. Y por esto decimos que el Hijo de Dios ha entrado en el dolor de los hombres, los ha compartido y ha recibido la muerte; su Palabra es definitivamente palabra de consolación, porque nace del llanto.
Y en la cruz estará Él, el Hijo muriente, que dona una nueva fecundidad a su madre, confiándole al discípulo Juan y convirtiéndola en madre del pueblo de los creyentes. Allí, la muerte es vencida, y llega así a cumplimiento de la profecía de Jeremías. También las lágrimas de María, como aquellas de Raquel, han generado esperanza y nueva vida. Gracias”.
Solemnidad de la Epifanía del Señor – 6 de enero - por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor de Humanidades Clásicas en el Centro de Noviciado y Humanidades y Ciencias de la Legión de Cristo en Monterrey (México). 3 enero 2017 (zenit)
¡Ciclo A
Textos: Isaías 60, 1-6; Efesios 3, 2-3.5-6; Mateo 2, 1-12
Idea principal: el proceso interior que siguieron los Magos para encontrarse con Cristo.
Resumen del mensaje: Dios se da a conocer también al mundo pagano (Epifanía significa justamente manifestación). Dos cosas se necesitan para descubrir a Dios y encontrarse con Él: el don divino de la fe, cuyo símbolo es esa Estrella, y también el esfuerzo del hombre para salir de sí mismo, como hicieron estos Magos, vencer las dificultades del camino y con fe caer de rodillas ante ese Niño que es Dios y Rey.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, veamos quiénes son los Magos. Los Magos eran posiblemente reyes ricos y poderosos, jefes de pueblo, de ciudad. Y eran magos, no con el significado que hoy le damos a la palabra mago, sino en el sentido de hombres sabios, conocedores de las leyes naturales, que cultivaban la medicina y la astrología. ¿Religiosamente inquietos? Tal vez abiertos a la transcendencia, buscadores con la razón y con la tendencia natural religiosa -que todo hombre porta dentro de sí- del sentido y razón del mundo.
En segundo lugar, meditemos ahora en el proceso interior -¿de fe inicial?- que tuvieron que hacer hasta llegar a la Luz de Belén, siguiendo el resplandor de la Estrella. Salen de su comodidad, movidos por una inspiración divina y anhelando ver el Mesías del que ya se hablaba en varias culturas. Ven, con sus ojos honestos e curiosos, la luz de una estrella misteriosa que les brilla, que a decir de santo Tomás de Aquino, fue una estrella creada por Dios exclusivamente para guiar a estos hombres. Vienen las dificultades del camino y esa estrella se esconde, justo en Jerusalén, donde vivía Herodes, indigno de presenciar aquel prodigio del cielo. Consultan a los sabios y entendidos. Se fían de ellos y se ponen de nuevo en camino, y la estrella vuelve a brillar. Se alegran. Llegan. Entran y encuentran al Niño con María, su Madre. Creyendo, caen de rodillas y ofrecen vasallaje al verdadero Rey de cielos y tierra. Regresan a su tierra por otro camino –el de la fe cristiana- y según san Juan Crisóstomo, trabajaron por la conversión de los pueblos paganos y finalmente murieron mártires.
Finalmente, ¿qué regalos le ofrecieron a Jesús? Oro, incienso y mirra. San Gregorio Magno dice que el oro simbolizaba la sabiduría; el incienso, el dulce afán por la sagrada Palabra; y la mirra, la mortificación de la carne.
Para reflexionar: ¿He salido de mi comodidad para encontrar a Jesús en esta Navidad? Si lo he encontrado, ¿qué tengo yo para regalarle? No puedo ir a Belén con las manos vacías. Ese Niño es también mi Señor, mi Dios y se merece un regalo de mi parte; es más, se merece mi vida y vasallaje. Así hicieron los Magos de Oriente.
Para rezar:
Señor Jesús: que a imitación de los Magos de Oriente
vayamos también nosotros frecuentemente
a adorarte en tu Casa que es el Templo
y no vayamos jamás con las manos vacías.
Que te llevemos el oro de nuestras ofrendas,
el incienso de nuestra oración fervorosa,
y la mirra de los sacrificios que hacemos para permanecer fieles a Ti,
y que te encontremos siempre junto a tu Madre Santísima María,
a quien queremos honrar y venerar siempre
como Madre Tuya y Madre nuestra.
Amén.
Texto completo de la homilía del papa Francisco en la primera misa 2017 dedicada a María Santísima Madre de Dios. 1 enero 2017 (ZENIT – Ciudad del Vaticano)
«Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2, 19).
Así Lucas describe la actitud con la que María recibe todo lo que estaban viviendo en esos días. Lejos de querer entender o adueñarse de la situación, María es la mujer que sabe conservar, es decir proteger, custodiar en su corazón el paso de Dios en la vida de su Pueblo. Desde sus entrañas aprendió a escuchar el latir del corazón de su Hijo y eso le enseñó, a lo largo de toda su vida, a descubrir el palpitar de Dios en la historia. Aprendió a ser madre y, en ese aprendizaje, le regaló a Jesús la hermosa experiencia de saberse Hijo. En María, el Verbo Eterno no sólo se hizo carne sino que aprendió a reconocer la ternura maternal de Dios. Con María, el Niño-Dios aprendió a escuchar los anhelos, las angustias, los gozos y las esperanzas del Pueblo de la promesa. Con ella se descubrió a sí mismo Hijo del santo Pueblo fiel de Dios.
En los evangelios María aparece como mujer de pocas palabras, sin grandes discursos ni protagonismos pero con una mirada atenta que sabe custodiar la vida y la misión de su Hijo y, por tanto, de todo lo amado por Él. Ha sabido custodiar los albores de la primera comunidad cristiana, y así aprendió a ser madre de una multitud. Ella se ha acercado en las situaciones más diversas para sembrar esperanza.
Acompañó las cruces cargadas en el silencio del corazón de sus hijos. Tantas devociones, tantos santuarios y capillas en los lugares más recónditos, tantas imágenes esparcidas por las casas, nos recuerdan esta gran verdad. María, nos dio el calor materno, ese que nos cobija en medio de la dificultad; el calor materno que permite que nada ni nadie apague en el seno de la
Iglesia la revolución de la ternura inaugurada por su Hijo. Donde hay madre, hay ternura. Y María con su maternidad nos muestra que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, nos enseña que no es necesario maltratar a otros para sentirse importantes (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 288). Y desde siempre el santo Pueblo fiel de Dios la ha reconocido y saludado como la Santa Madre de Dios.
Celebrar la maternidad de María como Madre de Dios y madre nuestra, al comenzar un nuevo año, significa recordar una certeza que acompañará nuestros días: somos un pueblo con Madre, no somos huérfanos.
Las madres son el antídoto más fuerte ante nuestras tendencias individualistas y egoístas, ante nuestros encierros y apatías. Una sociedad sin madres no sería solamente una sociedad fría sino una sociedad que ha perdido el corazón, que ha perdido el «sabor a hogar». Una sociedad sin madres sería una sociedad sin piedad que ha dejado lugar sólo al cálculo y a la especulación.
Porque las madres, incluso en los peores momentos, saben dar testimonio de la ternura, de la entrega incondicional, de la fuerza de la esperanza. He aprendido mucho de esas madres que teniendo a sus hijos presos, o postrados en la cama de un hospital, o sometidos por la esclavitud de la droga, con frío o calor, lluvia o sequía, no se dan por vencidas y siguen peleando para darles a ellos lo mejor. O esas madres que en los campos de refugiados, o incluso en medio de la guerra, logran abrazar y sostener sin desfallecer el sufrimiento de sus hijos.
Madres que dejan literalmente la vida para que ninguno de sus hijos se pierda. Donde está la madre hay unidad, hay pertenencia, pertenencia de hijos.
Comenzar el año haciendo memoria de la bondad de Dios en el rostro maternal de María, en el rostro maternal de la Iglesia, en los rostros de nuestras madres, nos protege de la corrosiva enfermedad de «la orfandad espiritual», esa orfandad que vive el alma cuando se siente sin madre y le falta la ternura de Dios.
Esa orfandad que vivimos cuando se nos va apagando el sentido de pertenencia a una familia, a un pueblo, a una tierra, a nuestro Dios. Esa orfandad que gana espacio en el corazón narcisista que sólo sabe mirarse a sí mismo y a los propios intereses y que crece cuando nos olvidamos que la vida ha sido un regalo —que se la debemos a otros— y que estamos invitados a compartirla en esta casa común.
Tal orfandad autorreferencial fue la que llevó a Caín a decir: «¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9), como afirmando: él no me pertenece, no lo reconozco. Tal actitud de orfandad espiritual es un cáncer que silenciosamente corroe y degrada el alma.
Y así nos vamos degradando ya que, entonces, nadie nos pertenece y no pertenecemos a nadie: degrado la tierra, porque no me pertenece, degrado a los otros, porque no me pertenecen, degrado a Dios porque no le pertenezco, y finalmente termina degradándonos a nosotros mismos porque nos olvidamos quiénes somos, qué «apellido» divino tenemos.
La pérdida de los lazos que nos unen, típica de nuestra cultura fragmentada y dividida, hace que crezca ese sentimiento de orfandad y, por tanto, de gran vacío y soledad. La falta de contacto físico (y no virtual) va cauterizando nuestros corazones (cf. Carta enc. Laudato si’, 49) haciéndolos perder la capacidad de la ternura y del asombro, de la piedad y de la compasión. La orfandad espiritual nos hace perder la memoria de lo que significa ser hijos, ser nietos, ser padres, ser abuelos, ser amigos, ser creyentes. Nos hace perder la memoria del valor del juego, del canto, de la risa, del descanso, de la gratuidad.
Celebrar la fiesta de la Santa Madre de Dios nos vuelve a dibujar en el rostro la sonrisa de sentirnos pueblo, de sentir que nos pertenecemos; de saber que solamente dentro de una comunidad, de una familia, las personas podemos encontrar «el clima», «el calor» que nos permita aprender a crecer humanamente y no como meros objetos invitados a «consumir y ser consumidos». Celebrar la fiesta de la Santa Madre de Dios nos recuerda que no somos mercancía intercambiable o terminales receptoras de información. Somos hijos, somos familia, somos Pueblo de Dios.
Celebrar a la Santa Madre de Dios nos impulsa a generar y cuidar lugares comunes que nos den sentido de pertenencia, de arraigo, de hacernos sentir en casa dentro de nuestras ciudades, en comunidades que nos unan y nos ayudan (cf. Carta enc. Laudato si’, 151).
Jesucristo en el momento de mayor entrega de su vida, en la cruz, no quiso guardarse nada para sí y entregando su vida nos entregó también a su Madre. Le dijo a María: aquí está tu Hijo, aquí están tus hijos. Y nosotros queremos recibirla en nuestras casas, en nuestras familias, en nuestras comunidades, en nuestros pueblos.
Queremos encontrarnos con su mirada maternal. Esa mirada que nos libera de la orfandad; esa mirada que nos recuerda que somos hermanos: que yo te pertenezco, que tú me perteneces, que somos de la misma carne. Esa mirada que nos enseña que tenemos que aprender a cuidar la vida de la misma manera y con la misma ternura con la que ella la ha cuidado: sembrando esperanza, sembrando pertenencia, sembrando fraternidad.
Celebrar a la Santa Madre de Dios nos recuerda que tenemos Madre; no somos huérfanos, tenemos una Madre. Confesemos juntos esta verdad. Y los invito a aclamarla tres veces como lo hicieron los fieles de Éfeso: Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios.
Texto de las palabras del papa Francisco en el ángelus del 1° de enero de 2017 (ZENIT – Ciudad del Vaticano)
“Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En los días pasados hemos puesto nuestra mirada venerante sobre el Hijo de Dios, nacido en Belén; hoy, Solemnidad de María Santísima Madre de Dios, dirigimos nuestros ojos a la Madre, pero manteniendo ambos en su estrecha relación. Esta relación no se agota en el hecho de haber generado y en haber sido generado; Jesús «nacido de mujer» (Gal 4,4) para una misión de salvación y su madre no está excluida de tal misión, al contrario, está asociada íntimamente.
María es consciente de esto, por lo tanto no se cierra a considerar solo su relación maternal con Jesús, sino permanece abierta y atenta a todos los acontecimientos que suceden a su alrededor: conserva y medita, observa y profundiza, como nos recuerda el Evangelio de hoy (Cfr. Lc 2,19).
Ha ya dicho su “sí” y ha dado su disponibilidad para ser involucrada en la actuación del plan de salvación de Dios, que «dispersó a los soberbios de corazón, derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes, colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías» (Lc 1,51-53). Ahora, silenciosa y atenta, trata de comprender que cosa Dios quiere de ella cada día.
La visita de los pastores le ofrece la ocasión para captar algún elemento de la voluntad de Dios que se manifiesta en la presencia de estas personas humildes y pobres. El evangelista Lucas nos narra la visita de los pastores a la gruta con una sucesión incesante de verbos que expresan movimiento. Dice así: ello fueron sin esperar, encontraron al Niño con María y José, lo vieron, y contaron lo que de Él les habían dicho, y finalmente glorificaron a Dios (Cfr. Lc 2,16-20).
María sigue atentamente esta visita, que cosa dicen los pastores, que cosa les ha sucedido, porque ya entre ve en ellos el movimiento de la salvación que surge de la obra de Jesús, y se adecua, lista para todo pedido del Señor. Dios pide a María no solo ser la madre de su Hijo unigénito, sino también cooperar con el Hijo y por el Hijo en el plan de salvación, para que en ella, humilde sierva, se cumpla las grandes obras de la misericordia divina.
Y aquí, mientras los pastores, contemplan el icono del Niño en brazos a su Madre, sentimos crecer en nuestro corazón un sentido de inmenso reconocimiento hacia Ella que ha dado al mundo al Salvador. Por esto, en el primer día del nuevo año, le decimos:
¡Gracias, oh Santa Madre del Hijo de Dios, Jesús, Santa Madre de Dios!
Gracias por tú humildad que ha atraído la mirada de Dios;
gracias por la fe con la cual has acogido su Palabra;
gracias por la valentía con la cual has dicho “aquí estoy”,
olvidándose en ti, fascinada del Amor Santo,
hecho un todo con su esperanza.
¡Gracias, oh Santa Madre de Dios!
Ora por nosotros, peregrinos en el tiempo;
ayúdanos a caminar en la vía de la paz.
Amén”.
El papa Francisco presidió en la tarde de este 31 de diciembre de 2016, el Te Deum y el canto de las Vísperas de la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios. En su homilía el Papa pidió que mirando el pesebre se vuelve necesario aceptar la lógica de Dios que se vuelve un niño, rechazar el amiguismo y los privilegios que generan exclusión. En particular se refirió a los jóvenes y pidió que no hagamos con ellos como el Posadero de Belén que decía “aquí no hay lugar”. Invitó por ello a darles oportunidades y a integrarlos. (ZENIT – Ciudad del Vaticano)
A continuación el texto:
«Cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la ley, para redimir a los que estaban sometidos a la ley y hacernos hijos adoptivos» (Ga 4,4-5). Resuenan con fuerza estas palabras de san Pablo.
De manera breve y concisa nos introducen en el proyecto que Dios tiene para con nosotros: que vivamos como hijos. Toda la historia de salvación encuentra eco aquí: el que no estaba sujeto a la ley, decidió por amor, perder todo tipo de privilegio (privus legis) y entrar por el lugar menos esperado para liberar a los que sí estábamos bajo la ley.
Y, la novedad es que decidió hacerlo en la pequeñez y en la fragilidad de un recién nacido; decidió acercarse personalmente y en su carne abrazar nuestra carne, en su debilidad abrazar nuestra debilidad, en su pequeñez cubrir la nuestra.
En Jesucristo, Dios no se disfrazó de hombre, se hizo hombre y compartió en todo nuestra condición. Lejos de estar encerrado en un estado de idea o de esencia abstracta, quiso estar cerca de todos aquellos que se sienten perdidos, avergonzados, heridos, desahuciados, desconsolados o acorralados. Cercano a todos aquellos que en su carne llevan el peso de la lejanía y de la soledad, para que el pecado, la vergüenza, las heridas, el desconsuelo, la exclusión, no tengan la última palabra en la vida de sus hijos.
El pesebre nos invita a asumir esta lógica divina. Una lógica que no se centra en el privilegio, en las concesiones ni en los amiguismos; se trata de la lógica del encuentro, de la cercanía y la proximidad. El pesebre nos invita a dejar la lógica de las excepciones para unos y las exclusiones para otros.
Dios viene Él mismo a romper la cadena del privilegio que siempre genera exclusión, para inaugurar la caricia de la compasión que genera la inclusión, que hace brillar en cada persona la dignidad para la que fue creado. Un niño en pañales nos muestra el poder de Dios interpelante como don, como oferta, como fermento y oportunidad para crear una cultura del encuentro.
No podemos permitirnos ser ingenuos. Sabemos que desde varios lados somos tentados para vivir en esta lógica del privilegio que nos aparta-apartando, que nos excluye-excluyendo, que nos encierra-encerrando los sueños y la vida de tantos hermanos nuestros.
Hoy frente al niño de Belén queremos admitir la necesidad de que el Señor nos ilumine, porque no son pocas las veces que parecemos miopes o quedamos presos de una actitud altamente integracionista de quien quiere hacer entrar por la fuerza a otros en sus propios esquemas.
Necesitamos de esa luz que nos haga aprender de nuestros propios errores e intentos a fin de mejorar y superarnos; de esa luz que nace de la humilde y valiente conciencia del que se anima, una y otra vez, a levantarse para volver a empezar.
Al terminar otra vez un año, nos detenemos frente al pesebre, para dar gracias por todos los signos de la generosidad divina en nuestra vida y en nuestra historia, que se ha manifestado de mil maneras en el testimonio de tantos rostros que anónimamente han sabido arriesgar.
Acción de gracias que no quiere ser nostalgia estéril o recuerdo vacío del pasado idealizado y desencarnado, sino memoria viva que ayude a despertar la creatividad personal y comunitaria porque sabemos que Dios está con nosotros.
Nos detenemos frente al pesebre para contemplar como Dios se ha hecho presente durante todo este año y así recordarnos que cada tiempo, cada momento es portador de gracia y de bendición.
El pesebre nos desafía a no dar nada ni a nadie por perdido. Mirar el pesebre es animarnos a asumir nuestro lugar en la historia sin lamentarnos ni amargarnos, sin encerrarnos o evadirnos, sin buscar atajos que nos privilegien.
Mirar el pesebre entraña saber que el tiempo que nos espera requiere de iniciativas audaces y esperanzadoras, así como de renunciar a protagonismos vacíos o a luchas interminables por figurar.
Mirar el pesebre es descubrir como Dios se involucra involucrándonos, haciéndonos parte de Su obra, invitándonos a asumir el futuro que tenemos por delante con valentía y decisión.
Mirando el pesebre nos encontramos con los rostros de José y María. Rostros jóvenes cargados de esperanzas e inquietudes, cargados de preguntas. Rostros jóvenes que miran hacia delante con la no fácil tarea de ayudar al Niño-Dios a crecer. No se puede hablar de futuro sin contemplar estos rostros jóvenes y asumir la responsabilidad que tenemos para con nuestros jóvenes; más que responsabilidad, la palabra justa es deuda, sí, la deuda que tenemos con ellos.
Hablar de un año que termina es sentirnos invitados a pensar como estamos encarando el lugar que los jóvenes tienen en nuestra sociedad.
Hemos creado una cultura que, por un lado, idolatra la juventud queriéndola hacer eterna pero, paradójicamente, hemos condenando a nuestros jóvenes a no tener un espacio de real inserción, ya que lentamente los hemos ido marginando de la vida pública obligándolos a emigrar o a mendigar por empleos que no existen o no les permiten proyectarse en un mañana.
Hemos privilegiado la especulación en lugar de trabajos dignos y genuinos que les permitan ser protagonistas activos en la vida de nuestra sociedad.
Esperamos y les exigimos que sean fermento de futuro, pero los discriminamos y «condenamos» a golpear puertas que en su gran mayoría están cerradas. Somos invitados a no ser como el posadero de Belén que frente a la joven pareja decía: aquí no hay lugar.
No había lugar para la vida, para el futuro. Se nos pide asumir el compromiso que cada uno tiene, por poco que parezca, de ayudar a nuestros jóvenes a recuperar, aquí en su tierra, en su patria, horizontes concretos de un futuro a construir.
No nos privemos de la fuerza de sus manos, de sus mentes, de su capacidad de profetizar los sueños de sus mayores (cf. Jl 3, 1).
Si queremos apuntar a un futuro que sea digno para ellos, podremos lograrlo sólo apostando por una verdadera inclusión: esa que da el trabajo digno, libre, creativo, participativo y solidario (cf. Discurso en ocasión de la entrega del Premio Carlomagno, 6 de mayo de 2016).
Mirar el pesebre nos desafía a ayudar a nuestros jóvenes para que no se dejen desilusionar frente a nuestras inmadureces y estimularlos a que sean capaces de soñar y de luchar por sus sueños.
Capaces de crecer y volverse padres de nuestro pueblo. Frente al año que termina qué bien nos hace contemplar al Niño-Dios. Es una invitación a volver a las fuentes y raíces de nuestra fe. En Jesús la fe se hace esperanza, se vuelve fermento y bendición: «Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría» (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 3).
Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio de la solemnidad de la Epifanía del señor A.
RESPONDER A LA LUZ
Según el gran teólogo Paul Tillich, la gran tragedia del hombre moderno es haber perdido la dimensión de profundidad. Ya no es capaz de preguntar de dónde viene y adónde va. No sabe interrogarse por lo que hace y debe hacer de sí mismo en este breve lapso de tiempo entre su nacimiento y su muerte.
Estas preguntas no encuentran ya respuesta alguna en muchos hombres y mujeres de hoy. Más aún, ni siquiera son planteadas cuando se ha perdido esa «dimensión de profundidad». Las generaciones actuales no tienen ya el coraje de plantearse estas cuestiones con la seriedad y la hondura con que lo han hecho las generaciones pasadas. Prefieren seguir caminando en tinieblas.
Por eso, en estos tiempos hemos de volver a recordar que ser creyente es, antes que nada, preguntar apasionadamente por el sentido de nuestra vida y estar abiertos a una respuesta, aun cuando no la veamos de manera clara y precisa.
El relato de los magos ha sido visto por los Padres de la Iglesia como ejemplo de unos hombres que, aun viviendo en las tinieblas del paganismo, han sido capaces de responder fielmente a la luz que los llamaba a la fe. Son hombres que, con su actuación, nos invitan a escuchar toda llamada que nos urge a caminar de manera fiel hacia Cristo.
Nuestra vida transcurre con frecuencia en la corteza de la existencia. Trabajos, contactos, problemas, encuentros, ocupaciones diversas, nos llevan y traen, y la vida se nos va pasando llenando cada instante con algo que hemos de hacer, decir, ver o planear.
Corremos así el riesgo de perder nuestra propia identidad, convertirnos en una cosa más entre otras y vivir sin saber ya en qué dirección caminar. ¿Hay una luz capaz de orientar nuestra existencia? ¿Hay una respuesta a nuestros anhelos y aspiraciones más profundas? Desde la fe cristiana, esa respuesta existe. Esa luz brilla ya en ese Niño nacido en Belén.
Lo importante es tomar conciencia de que vivimos en tinieblas, de que hemos perdido el sentido fundamental de la vida. Quien reconoce esto no se encuentra lejos de iniciar la búsqueda del camino acertado.
Ojalá en medio de nuestro vivir diario no perdamos nunca la capacidad de estar abiertos a toda luz que pueda iluminar nuestra existencia, a toda llamada que pueda dar profundidad a nuestra vida.
José Antonio Pagola
Epifanía del Señor – A (Mateo 2,1-12)
Evangelio del 06/Ene/2017