Viernes, 31 de marzo de 2017

Reflexión a las lecturas del domingo quinto de Cuaresma A ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"

Domingo 5º de Cuaresma A

 

¡Cuánto nos preocupamos y afanamos por la vida! Y tiene que ser así, porque la vida es lo más valioso que tenemos. Se suele decir, incluso, que “mientras hay vida, hay esperanza”. Y la aspiración más importante de nuestro corazón es vivir… Y no cualquier tipo de vida, sino vivir bien,  vivir a tope; con “calidad de vida”, como dicen los médicos, y alejar lo más posible el “fantasma de la muerte”.

Este domingo de Cuaresma nos presenta a Jesucristo como el “Amigo de la vida”, el “Dueño de la vida y de la muerte”. Tanto Marta como María le dicen: “Si hubieras estado aquí, no hubiera muerto mi hermano”.

Resucitando a Lázaro, cuando llevaba ya cuatro días enterrado, Jesucristo manifiesta que Él es “la Resurrección y la Vida”.

En medio del tiempo de Cuaresma, se nos presenta este domingo a Jesucristo como aquél que “hoy extiende su compasión a todos los hombres y, por medio de sus sacramentos, los restaura a una vida nueva”. (Prefacio) En efecto, veníamos diciendo que estos domingos de Cuaresma nos presentan tres temas en relación con el Bautismo: El agua, la luz y la vida. Hoy llegamos al tercero, “la vida”.

¿Y de qué vida se trata? De la vida de Dios en nosotros. ¡Y se nos comunica en el Bautismo! Es decir, en el momento del Bautismo, Dios, por su infinita misericordia, infunde en nuestro interior, una participación creada de su ser, de su vida, de su naturaleza, y quedamos convertidos en “miembros de la familia de Dios”. (Ef 2,19). ¡Sí, algo divino pasa a nosotros! ¡Y eso es asombroso!

Y si tenemos la vida de Dios en nosotros, no podemos ignorarla ni olvidarla, de modo que se pierda o se quede raquítica y sin desarrollo. De ahí la gravedad de los padres y padrinos que no cumplen sus compromisos bautismales.

¡Cuánto nos preocupamos de la vida humana que, en verdad,  es grande y maravillosa, pero que, sin embargo, un día, más temprano que tarde, tendremos que dejar! ¿Y de la vida divina que recibimos en el Bautismo? ¿No es verdad que, con frecuencia, nos despistamos un poco? Como no se siente, ni duele, ni se queja, la dejamos abandonada, y parece que no pasa nada. Pero esta vida, como participación creada que es de la naturaleza divina, también se puede perder por el pecado grave, que por eso, se llama mortal.

              Y si se pierde, podemos recuperarla por el  Sacramento de la Reconciliación o Penitencia, que es como un “Segundo Bautismo” y, por  eso mismo, es algo muy propio del Tiempo de Cuaresma. “Porque es propio de la festividad pascual  -decía San León Magno- que toda la Iglesia goce del perdón de los pecados, no sólo aquellos que nacen en el sagrado Bautismo, sino también aquellos que, desde hace tiempo, se cuentan ya en el número de los hijos adoptivos”. (Serm. 6º Cuar.)

Este domingo 5º de Cuaresma, a la luz de la resurrección de Lázaro, y junto a la Cruz del Señor, el “Árbol de la Vida”, se nos presentan unos interrogantes muy importantes: ¿Te interesa la vida sobrenatural que Dios te ha dado? ¿Te interesa seguir a Jesucristo, el Dios de la Vida, la Resurrección y la Vida? ¿Te interesa el Bautismo, que recibiste, recién nacido? ¿Estás dispuesto a  seguir cuidando, conservando, desarrollando, recuperando, incluso, esa vida? ¿Serás capaz de renovar tu Bautismo, en la Noche Santa de la Pascua, como si te bautizaras de nuevo esa noche, y comenzaras de nuevo a tener la vida de Dios en ti?

¡Cuántas gracias hemos de darle al Señor por su bondad y su misericordia!

 

¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!

 


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DOMINGO 5º DE CUARESMA A     

MONICIONES

  

PRIMERA LECTURA

            Cada domingo de Cuaresma, recordamos algún acontecimiento de la Historia de la salvación. Hoy contemplamos cómo al pueblo judío que sufre el destierro de Babilonia, el profeta le anuncia su liberación y el retorno a su tierra, con la imagen de una resurrección universal. Será como salir del sepulcro y recobrar la vida. Escuchemos. 

SALMO

         Al escuchar la voz del profeta, sentimos que se reanima nuestra esperanza. Cantemos al Señor que es fiel y misericordioso. 

SEGUNDA LECTURA

         La presencia del Espíritu Santo en la vida del cristiano, le impulsa a una existencia nueva, y es garantía de la resurrección futura. 

TERCERA LECTURA

         Después del Evangelio de la samaritana y del ciego de nacimiento, que hemos escuchado los domingos anteriores, la resurrección de Lázaro, que contemplamos hoy, nos invita a reconocer a Jesucristo como Señor y amigo de la vida. Como la Resurrección y la Vida. 

COMUNIÓN

         En la Comunión recibimos el Cuerpo de Jesucristo, que alimenta la vida divina, que recibimos en el Bautismo, y es garantía de nuestra resurrección futura. 


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Texto completo de la catequesis del papa Francisco en la audiencia del 29 de marzo de 2017 (ZENIT – Ciudad del Vaticano, 29 Mar. 2017)

“Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La frase de la Carta de San Pablo a los Romanos que hemos apenas escuchado nos ofrece un gran don. De hecho, estamos acostumbrados a reconocer en Abraham a nuestro padre en la fe; hoy el Apóstol nos hace comprender que Abraham es para nosotros padre de la esperanza; no solo padre en la fe, sino también padre en la esperanza. Y esto porque en su historia podemos ya adquirir un anuncio de la Resurrección, de la vida nueva que vence el mal y la misma muerte.

El texto dice que Abraham creyó en Dios “que da vida a los muertos y llama a la existencia a las cosas que no existen”; y luego precisa: “Su fe no flaqueó, al considerar que su cuerpo estaba como muerto y que también lo estaba el seno de Sara”. Así, esta es la experiencia a la cual estamos llamados a vivir también nosotros. El Dios que se revela a Abraham es el Dios que salva, el Dios que hace salir de la desesperación y de la muerte, el Dios que llama a la vida. En la historia de Abraham todo se convierte en un himno al Dios que libera y regenera, todo se hace profecía.

Y lo hace para nosotros, para nosotros que ahora reconocemos y celebramos el cumplimiento de todo esto en el misterio de la Pascua. Dios de hecho, “resucitó a nuestro Señor Jesús de los muertos “, para que también nosotros podamos pasar en Él de la muerte a la vida. Y de verdad entonces Abraham puede bien llamarse ‘padre de muchos pueblos’, en cuanto resplandece como anuncio de una humanidad nueva – nosotros – rescatada por Cristo del pecado y de la muerte e introducida una vez para siempre en el abrazo del amor de Dios.

A este punto, Pablo nos ayuda a poner en evidencia el vínculo estrecho entre la fe y la esperanza. Él de hecho afirma que Abraham “creyó, esperando contra toda esperanza”. Nuestra esperanza no se apoya en razonamientos, previsiones o cálculos humanos; y se manifiesta ahí donde no hay más esperanza, donde no hay nada más en que esperar, justamente como sucedió con Abraham, ante su muerte inminente y la esterilidad de su mujer Sara. Era el final para ellos, no podían tener hijos y ahí, en esa situación, Abraham cree y tuvo esperanza contra toda esperanza. ¡Y esto es grande!

La gran esperanza hunde sus raíces en la fe, y justamente por esto es capaz de ir más allá de toda esperanza. Sí, porque no se funda en nuestra palabra, sino en la Palabra de Dios. También en este sentido, entonces, estamos llamados a seguir el ejemplo de Abraham, quien, a pesar de la evidencia de una realidad que parece destinada a la muerte, confía en Dios, “plenamente convencido de que Dios tiene poder para cumplir lo que promete”. Me gustaría hacerles una pregunta, ¿verdad?: ¿Nosotros, todos nosotros, estamos convencidos de esto? ¿Estamos convencidos que Dios nos quiere mucho y que todo aquello que nos ha prometido está dispuesto a llevarlo a cumplimiento? Pero Padre, ¿Cuánto debemos pagar por esto?. “Hay un precio: abrir el corazón”. Abran sus corazones y esta fuerza de Dios llevará adelante y hará cosas milagrosas y les enseñará que cosa es la esperanza. Este es el único precio: abrir el corazón a la fe y Él hará el resto.

¡Esta es la paradoja y al mismo tiempo el elemento más fuerte, más alto de nuestra esperanza! Una esperanza fundada en una promesa que del punto de vista humano parece incierta e impredecible, pero que no disminuye ni siquiera ante la muerte, cuando a prometer es el Dios de la Resurrección y de la vida. Esto no lo promete uno cualquiera, ¡no! Quien lo promete, es el Dios de la Resurrección y de la vida.

Queridos hermanos y hermanas, pidamos hoy al Señor la gracia de permanecer instaurados no tanto en nuestras seguridades, en nuestras capacidades, sino en la esperanza que surge de la promesa de Dios, como verdaderos hijos de Abraham. Cuando Dios promete, lleva a cumplimiento aquello que promete. Jamás falta a su palabra.
Y entonces nuestra vida asumirá una luz nueva, en la conciencia de que Quien ha resucitado a su Hijo, resucitará también a nosotros y nos hará de verdad una cosa sola con Él, junto a todos nuestros hermanos en la fe. Todos nosotros creemos.

Hoy estamos todos en la plaza, alabemos al Señor, cantaremos el Padre Nuestro, luego recibiremos la bendición… pero esto pasa. Pero esto, también, es una promesa de esperanza. Si nosotros hoy tenemos el corazón abierto, les aseguro que todos nosotros nos encontraremos en la plaza del Cielo para siempre, que no pasa nunca. Y esta es la promesa de Dios. Y esta es nuestra esperanza, si nosotros abrimos nuestros corazones. Gracias.


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Jueves, 30 de marzo de 2017

Comentario a la liturgia dominical – Quinto domingo de Cuaresma - por el  P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor de Humanidades Clásicas en el Centro de Noviciado y Humanidades y Ciencias de la Legión de Cristo en Monterrey (México). 28 marzo 2017 (zenit)

¡Sal del sepulcro del pecado!

 

Ciclo A – Textos: Ezequiel 37, 12-14; Romanos 8, 8-11; Juan 11, 1-45

Idea principal: ¡Sal del sepulcro del pecado!

Resumen del mensaje: Cristo, además de ser Agua viva (tercer domingo) y Luz (cuarto domingo), también es Vida y Resurrección (quinto domingo). El Cristo Pascual ha venido para sacarnos y resucitarnos de nuestro sepulcro del pecado (primera lectura y evangelio), y darnos una vida nueva de resucitados, para no vivir ya según la carne sino según el Espíritu (segunda lectura). Cristo no quiere que nuestra vida yazca en el sepulcro de nuestro pecado y se pudra. Quiere que muramos a nuestro hombre viejo para después resucitarnos y hacernos hombres nuevos, según el Espíritu.

Puntos de la idea principal:

En primer lugar, la resurrección de Lázaro del sepulcro signa el punto culminante de la actividad de Jesús. Es el más grande de sus milagros. Mediante este extraordinario milagro, el Señor trata de vencer la incredulidad de los judíos. En la batalla entre la fe y la incredulidad, Jesús ofrece el don de un testimonio mayor. Pero el corazón de los judíos se cierra, y ello los lleva a tomar la decisión oficial de matar al Cordero inocente, y también a Lázaro, que era testimonio vivo del poder divino de Cristo. El camino de la cruz está ya trazado, pero en el plan de Dios la cruz será el umbral de la exaltación y glorificación del Padre en su Hijo. El complot de los hombres, en el plan de la Providencia, sirve a los designios de Dios.

En segundo lugar, si Lázaro es amigo íntimo de Jesús y el Señor de la vida, ¿por qué éste permite que muera y lo pongan en el sepulcro? Jesús permite un mal para que se manifieste la gloria de Dios. Jesús no utiliza su poder divino para evitar la muerte ignominiosa de la cruz. Por eso, irá al encuentro de su propia muerte por decisión personal. Irá en busca de su “Hora”, esa hora que tanto lo angustiaba pero que al mismo tiempo anhelaba con ardor, porque sería la hora de la glorificación de su Padre y de nuestra salvación mediante el Misterio de su muerte y resurrección. Tal es la razón por la que no impidió la muerte de su amigo Lázaro, para que resplandeciese la gloria de su Padre, así como no evitaría su propia muerte, para que el Padre fuese plenamente glorificado en el Hijo. Sólo así nos sacaría del sepulcro y nos daría una vida nueva. La muerte y resurrección de Lázaro constituyen un preludio de su propia muerte y resurrección. Viendo esta resurrección, los apóstoles consolidarán su fe y se prepararán para la gran prueba de la Pasión.

Finalmente, Jesús también quiere hoy gritar a cada uno de nosotros, como entonces a Lázaro: “Lázaro, sal fuera”. Sal fuera del pecado. Sal fuera de la incredulidad. Sal fuera de la pereza. Sal fuera del desaliento. Sal fuera del egoísmo. Cristo no quiere que nos pudramos en el sepulcro del pecado, pues “la gloria de Dios es el hombre que vive”, decía san Ireneo. Salgamos y veremos la luz, la vida y la resurrección de Cristo. En el sepulcro sólo hay gusanos, oscuridad, descomposición y muerte. Y Cristo es el Señor de la vida, y quiere hacernos partícipes de su vida divina e inmortal.

Para reflexionar: ¿estoy en el sepulcro del pecado o ya experimenté durante la Cuaresma la vida nueva en Cristo Jesús? Cada vez que peco, ¿escucho la voz de Cristo: “Sal fuera”? ¿Creo que Cristo es Vida y Resurrección para todos los que le siguen?

Para rezar: Señor, quiero en esta Cuaresma escuchar fuerte tu voz a salir del sepulcro de mi pecado, para poder encontrarme contigo que eres la Vida auténtica y recomenzar una nueva vida de resucitado. Amén.

Cualquier sugerencia o duda pueden comunicarse con el padre Antonio a este email: [email protected]

 


Publicado por verdenaranja @ 23:13  | Espiritualidad
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Palabras que le papa Francisco ha pronunciado antes del ángelus. 26 marzo 2017 (ZENIT- Ciudad del Vaticano, 26 de marzo de 2017)

Queridos hermanos y hermanas, buenos días!

En el centro del Evangelio de este cuarto domingo de cuaresma se encuentran Jesús y un ciego de nacimiento (cf. Jn 9,1-41). Cristo le da la vista y se cumple este milagro con una clase de rito simbólico: primero mezcla la tierra con saliva y lo aplica sobre los ojos del ciego; después le ordena que vaya a lavarse a la piscina de Siloé. Este hombre va, se lava y recupera la vista. Era un ciego de nacimiento. Con este milagro Jesús se manifiesta y se manifiesta a nosotros como luz del mundo; y el ciego de nacimiento representa a cada uno de nosotros, que hemos sido creados para conocer a Dios, pero que a causa del pecado somos como ciegos, tenemos necesidad de una luz nueva: la luz de la fe, que Jesús nos ha dado. En efecto este ciego del Evangelio recobrando la vista se abre al misterio de Cristo .Jesús le pide ” «Crees tú en el Hijo del hombre?”( v.35). “Y quién es el Señor, para que crea en él?” responde el ciego curado (v.36) “Tú lo ves Es el que te habla “ “Yo creo Señor” y se postra delante de Jesús.

Este episodio nos lleva a reflexionar sobre nuestra fe en Cristo, el Hijo de Dios, y al mismo tiempo hace referencia también al bautismo, que es el primer Sacramento de la fe; el sacramento que nos hace “volver a la luz”, por el renacer del agua y del Espíritu Santo; como sucede con el ciego de nacimiento al que se le abren los ojos después de lavarse en el agua de la piscina de Siloé.

El ciego de nacimiento curado nos representa cuando no nos damos cuenta de que Jesús es la luz “la luz del mundo”, cuando miramos hacía otros lados, cuando preferimos confiarnos a pequeñas luces, cuando tanteamos en la oscuridad. El hecho de que este ciego no tenga nombre, nos ayuda a reflejarnos con nuestro rostro y nuestro nombre en su historia. Nosotros también hemos sido “iluminados” por Cristo en el bautismo de manera que somos llamados a comportarnos como hijos de la luz.

Esto exige un cambio radical de mentalidad, una capacidad de juzgar a los hombres y a las cosas según una nueva escala de valores, que vienen de Dios. El sacramento del bautismo, exige una elección firme y decisiva de vivir como hijos de la luz y de caminar en la luz.

Si ahora les digo: “¿Creen que Jesús es el Hijo de Dios”?  “¿Creen que él puede cambiar vuestro corazón? ¿Creen que él puede haceros ver la realidad como él la ve y no como la vemos nosotros?  ¿Creen que él es la luz, que él nos da la verdadera luz? Qué responderían ustedes? Que cada uno responda en su corazón.

¿Qué significa tener la luz verdadera, caminar en la luz?. Significa primero abandonar las falsas luces: la luz débil y sutil del prejuicio contra los otros porque el prejuicio deforma la realidad y nos llena de aversión contra aquellos que juzgan sin misericordia y condenan sin sentido. Esto pasa siempre cuando meditamos sobre los otros, no caminamos en la luz, caminamos en la sombra.

Otra luz falsa que seduce y es ambigua  es la del interés personal: si evaluamos a los hombres y las cosas sobre la base del criterio de nuestra utilidad, de nuestro placer, de nuestro prestigio, no hacemos la verdad en las relaciones y en las situaciones. Si tomamos el camino de la búsqueda del interés personal, caminamos en las tinieblas.

Que la Santa Virgen que ha recibido en primer lugar a Jesús, luz del mundo, nos obtenga la gracia de acoger de nuevo en esta cuaresma la luz de la fe, redescubriendo el don inestimable del bautismo que todos hemos recibido. Y que esta nueva luz nos transforme nuestras actitudes y acciones para ser nosotros también, a partir de nuestra pobreza, de nuestras insuficiencias, portadores de un rayo de la luz de Cristo.


Publicado por verdenaranja @ 23:08  | Habla el Papa
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Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio del domingo quinto de Cuaresma A 

ASÍ QUIERO MORIR YO

Jesús nunca oculta su cariño hacia tres hermanos que viven en Betania. Seguramente son los que le acogen en su casa siempre que sube a Jerusalén. Un día, Jesús recibe un recado: «Nuestro hermano Lázaro, tu amigo, está enfermo». Al poco tiempo Jesús se encamina hacia la pequeña aldea.

Cuando se presenta, Lázaro ha muerto ya. Al verlo llegar, María, la hermana más joven, se echa a llorar. Nadie la puede consolar. Al ver llorar a su amiga y también a los judíos que la acompañan, Jesús no puede contenerse. También él «se echa a llorar» junto a ellos. La gente comenta: «¡Cómo lo quería!».

Jesús no llora solo por la muerte de un amigo muy querido. Se le rompe el alma al sentir la impotencia de todos ante la muerte. Todos llevamos en lo más íntimo de nuestro ser un deseo insaciable de vivir. ¿Por qué hemos de morir? ¿Por qué la vida no es más dichosa, más larga, más segura, más vida?

El hombre de hoy, como el de todas las épocas, lleva clavada en su corazón la pregunta más inquietante y más difícil de responder: ¿qué va a ser de todos y cada uno de nosotros? Es inútil tratar de engañarnos. ¿Qué podemos hacer ante la muerte? ¿Rebelarnos? ¿Deprimirnos?

Sin duda, la reacción más generalizada es olvidarnos y «seguir tirando». Pero, ¿no está el ser humano llamado a vivir su vida y a vivirse a sí mismo con lucidez y responsabilidad? ¿Solo hacia nuestro final nos hemos de acercar de forma inconsciente e irresponsable, sin tomar postura alguna?

Ante el misterio último de la muerte no es posible apelar a dogmas científicos ni religiosos. No nos pueden guiar más allá de esta vida. Más honrada parece la postura del escultor Eduardo Chillida, al que en cierta ocasión le escuché decir: «De la muerte, la razón me dice que es definitiva. De la razón, la razón me dice que es limitada».

Los cristianos no sabemos de la otra vida más que los demás. También nosotros nos hemos de acercar con humildad al hecho oscuro de nuestra muerte. Pero lo hacemos con una confianza radical en la bondad del Misterio de Dios que vislumbramos en Jesús. Ese Jesús al que, sin haberlo visto, amamos y al que, sin verlo aún, damos nuestra confianza.

Esta confianza no puede ser entendida desde fuera. Solo puede ser vivida por quien ha respondido, con fe sencilla, a las palabras de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida. ¿Crees tú esto?». Recientemente, Hans Küng, el teólogo católico más crítico del siglo XX, cercano ya a su final, ha dicho que, para él, morirse es «descansar en el misterio de la misericordia de Dios». Así quiero morir yo.

José Antonio Pagola

5 Cuaresma – A (Juan 11,1-45)

Evangelio del 02 / Abr / 2017

 


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Martes, 28 de marzo de 2017

Tercera predicación de cuaresma del padre  Raniero Cantalamessa, ofmcap, con la presencia del Santo Padre. 24 marzo 2017 

El Espíritu Santo nos introduce en el misterio de la muerte de Cristo


1. El Espíritu Santo en el misterio pascual de Cristo

En las dos meditaciones precedentes, hemos tratado de mostrar cómo el Espíritu Santo nos introduce en la «verdad plena» sobre la persona de Cristo, haciéndolo conocer como «Señor» y como «Dios verdadero de Dios verdadero». En las restantes meditaciones nuestra atención, desde la persona, se desplaza a la obra de Cristo, desde el ser al actuar. Trataremos de mostrar cómo el Espíritu Santo ilumina el misterio pascual, y en primer lugar, en la presente meditación, el misterio de su muerte y de la nuestra.

Apenas publicado el programa de estas predicaciones de Cuaresma, en una entrevista para L’Osservatore Romano, se me ha dirigido esta pregunta: «¿Cuánto espacio para la actualidad habrá en sus meditaciones? He respondido: Si se entiende «actualidad» en el sentido de referencias a situaciones o acontecimientos en curso, temo que haya muy poco

 

de actual en las próximas predicaciones de Cuaresma. Pero, en mi opinión, «actual» no es sólo «lo que está en curso», y no es sinónimo de «reciente». Las cosas más «actuales» son las eternas, es decir, las que tocan a las personas en el núcleo más íntimo de la propia existencia, en cada época y en cada cultura. Es la misma distinción que hay entre «lo urgente» y «lo importante». Siempre estamos tentados de anteponer lo urgente a lo importante, y lo «reciente» a lo eterno». Es una tendencia agudizada especialmente por el ritmo apremiante de las comunicaciones y la necesidad de novedad de los medios de comunicación

¿Qué hay más importante y actual para el creyente, e incluso para cada hombre y cada mujer, que saber si la vida tiene un sentido o no, si la muerte es el final de todo o, por el contrario, el inicio de la verdadera vida? Ahora bien, el misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo es la única respuesta a tales problemas. La diferencia que hay entre esta actualidad y la mediática de las noticias es la misma que hay entre quien pasa el tiempo mirando la estela dejado por la ola en la playa (¡qué será borrada por la ola siguiente!) y quien levanta la mirada para contemplar el mar en su inmensidad.

Con esta conciencia meditemos, pues, el misterio pascual de Cristo, comenzando por su muerte en cruz. La Carta a los Hebreos dice que Cristo «movido por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios» (Heb 9,14). «Espíritu eterno» es otro modo para decir Espíritu Santo, como atestigua ya una variante antigua del texto. Esto quiere decir que, como hombre, Jesús recibió del Espíritu Santo, que estaba en él, el impulso para ofrecerse en sacrificio al Padre y la fuerza que lo sostuvo durante su pasión. 

Sucede para el sacrificio como para la oración de Jesús. Un día Jesús «exultó en el Espíritu Santo y dijo: “Te bendigo, Padre, Señor del cielo y tierra”» (Lc 10,21). Era el Espíritu Santo que suscitaba en él la oración y era el Espíritu Santo quien lo impulsaba a ofrecerse al Padre. El Espíritu Santo que es el don eterno que el Hijo hace de sí mismo al Padre en la eternidad, es también la fuerza que lo impulsa a hacerse don sacrificial al Padre por nosotros en el tiempo.

La relación entre el Espíritu Santo y la muerte de Jesús la pone de relieve sobre todo el evangelio de Juan. «No había todavía Espíritu —comenta el evangelista a propósito de la promesa de los ríos de agua viva— porque Jesús todavía no había sido glorificado» (Jn 7,39), es decir, según el significado de esta palabra en Juan, aún no había sido elevado en la cruz. Desde la cruz Jesús «entregó el Espíritu», simbolizado por el agua y la sangre; escribe, en efecto, en la primera Carta: «Tres son los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre» (1 Jn 5,7-8). 

El Espíritu Santo lleva a Jesús a la cruz y, desde la cruz Jesús, da el Espíritu Santo. En el momento del nacimiento y luego, públicamente, en su bautismo, el Espíritu Santo es dado a Jesús; en el momento de la muerte Jesús da el Espíritu Santo: «Después de haber recibido el Espíritu Santo prometido, él lo ha derramado, como vosotros mismos podéis ver y oír», dice Pedro a las multitudes el día de Pentecostés (Hch 2,33). A los Padres de la Iglesia les gustaba poner de relieve esta reciprocidad. «El Señor —escribía san Ignacio de Antioquía— ha recibido sobre su cabeza una unción perfumada (myron), para soplar sobre la Iglesia la incorruptibilidad».

En este punto debemos evocar la observación de san Agustín sobre la naturaleza de los misterios de Cristo. Según él, se tiene una verdadera celebración a modo de misterio, y no sólo a modo de aniversario, cuando «no sólo se conmemora un acontecimiento, sino que se hace también de modo que se entienda su significado para nosotros y se acoja santamente». Y es lo que querríamos hacer en esta meditación, guiados por el Espíritu Santo: ver qué significa para nosotros la muerte de Cristo, qué ha cambiado a propósito de nuestra muerte.

2. Uno murió por todos

El Credo de la Iglesia termina con las palabras «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro». No menciona lo que precederá a la resurrección y a la vida eterna, es decir, la muerte. Justamente, porque la muerte no es objeto de fe, sino de experiencia. Sin embargo, la muerte nos afecta demasiado de cerca para pasarla en silencio. 

Para poder valorar el cambio obrado por Cristo en relación con la muerte, veamos cuáles fueron los remedios intentados por los hombres para el problema de la muerte, también porque el hombre intenta hoy «consolarse» con ellos. La muerte es el problema humano número uno. San Agustín anticipa la reflexión filosófica moderna sobre la muerte.

«Cuando nace un hombre —escribe— se hacen muchas hipótesis: quizá sea guapo, quizás sea feo; quizá sea rico, quizá sea pobre; quizá viva mucho, quizá no… Pero de nadie se dice: quizá muera o quizá no muera. Esta es la única cosa absolutamente cierta de la vida. Cuando sabemos que uno está enfermo de hidropesía (entonces esa era la enfermedad incurable, hoy son otras) decimos: “Pobrecillo, debe morir; está condenado, no hay remedio”. Pero, ¿no deberíamos decir lo mismo de uno que nace? “¡Pobrecillo, debe morir, no hay remedio, está condenado!”. ¿Qué diferencia hay si en un tiempo un poco más largo, o un poco más corto? La muerte es la enfermedad mortal que se contrae al nacer».

Quizás más que una vida mortal, la nuestra hay que considerarla como una «muerte vital», un vivir muriendo. Este pensamiento de Agustín lo retomó, en clave secularizada, Martin Heidegger que ha hecho que la muerte entrara con pleno derecho en el objeto de la filosofía. Al definir la vida y el hombre como «un-ser-para-la-muerte», él hace de la muerte no un accidente que pone fin a la vida, sino la sustancia misma de la vida, aquello de lo que está tejida. Vivir es morir. Cada instante que vivimos es algo que se quema, se sustrae a la vida y se entrega a la muerte. «Vivir-para-la-muerte» significa que la muerte no es sólo el final, sino también el fin de la vida. Se nace para morir, no para otra cosa. Venimos de la nada y volvemos a la nada. La nada es la única posibilidad del hombre. 

Es el vuelco más radical de la visión cristiana, según la cual el hombre es un «ser-para la eternidad». Sin embargo, la afirmación en la que ha desembocado la filosofía tras su larga reflexión sobre el hombre no es ni escandalosa ni absurda. Simplemente, la filosofía hace su oficio; muestra cuál sería el destino humano abandonado a sí mismo. Ayuda a comprender la diferencia que introduce la fe en Cristo.

Más que la filosofía son quizá los poetas quienes dicen las palabras de sabiduría más simples y verdaderas sobre la muerte. Uno de ellos, Giuseppe Ungaretti, hablando del estado de ánimo de los soldados en la trinchera durante la Gran Guerra, describió la situación de cada hombre frente al misterio de la muerte:

  «Se está
como en otoño
en los árboles
las hojas». 

La misma Escritura del Antiguo Testamento no tiene una respuesta clara sobre la muerte. De esta se habla en los libros sapienciales pero siempre en clave de pregunta, más que de respuesta. Job, los Salmos, el Qohelet, el Sirácide, la Sabiduría: todos estos libros dedican una atención considerable al tema de la muerte. «Enséñanos a contar nuestros días —dice un salmo— y llegaremos a la sabiduría del corazón» (Sal 90,12). ¿Por qué se nace? ¿Por qué se muere? ¿Dónde se va después de muertos? Son todas preguntas que para el sabio del Antiguo Testamento siguen sin otra respuesta que ésta: Dios lo quiere así; sobre todo habrá un juicio.

La Biblia nos refiere las opiniones inquietantes de los incrédulos del tiempo: «Nuestra vida es breve y triste; no hay remedio cuando el hombre muere, y no se conoce a nadie que libere de los infiernos. No hay vuelta de la muerte… Nacimos por casualidad y después estaremos como si no hubiéramos existido» (Sab 2,1ss). Sólo en este libro de la Sabiduría, que es el más reciente de los libros sapienciales, la muerte empieza a ser iluminada por la idea de una retribución ultraterrena. Las almas de los justos, se piensa, están en manos de Dios, aunque no se sabe qué quiere decir esto en concreto (cf. Sab 3,1). Es cierto que en un salmo se lee: «Preciosa es delante del Señor la muerte de sus fieles» (Sal 116,15). Pero no podemos apoyarnos demasiado en este versículo tan explotado, porque el significado de la frase parece ser otro: Dios hace pagar caro la muerte de sus fieles; es decir, es su vengador, pide cuenta de ella.

¿Cómo ha reaccionado el hombre a esta dura necesidad? Un modo expeditivo fue el de no pensar sobre ello, el de distraerse. Para Epicuro, por ejemplo, la muerte es un falso problema: «Cuando existo yo —decía— no existe aún la muerte; cuando existe la muerte ya no existo yo». Ella, pues, no nos concierne. A esta lógica de exorcizar la muerte responden también las leyes napoleónicas que desplazaban los cementerios fuera de la población.

También se han agarrado remedios positivos. El más universal se llama la prole, sobrevivir en los hijos; otra, sobrevivir en la fama: «No moriré del todo (“non omnis moriar”) —decía el poeta latino—, porque quedarán mis escritos, mi fama». «He erigido un monumento más duradero que el bronce». Para el marxismo el hombre sobrevive en la sociedad del futuro, no como individuo, sino como especie.

Otro de estos remedios paliativos es la reencarnación. Pero es una locura. Quienes profesan esta doctrina como parte integrante de su cultura y religión, es decir, aquellos que saben realmente qué es la reencarnación, también saben que no es un remedio y un consuelo, sino un castigo. No es una prórroga concedida al disfrute, sino a la purificación. El alma se reencarna porque todavía tiene algo que expiar, y si debe expiar, deberá sufrir. La Palabra de Dios trunca todas estas vías de escape ilusorias: «Está establecido que los hombres mueran una sola vez, después de lo cual viene el juicio» (Heb 9,27). ¡Una sola vez! La doctrina de la reencarnación es incompatible con la fe de los cristianos.

En nuestros días se ha ido más allá. Existe un movimiento a nivel mundial llamado «transhumanismo». Tiene muchas caras, no todas negativas, pero su núcleo común es la convicción de que la especie humana, gracias a los progresos de la tecnología, ya está encaminada hacia una radical superación de sí misma, hasta vivir durante siglos ¡y quizá para siempre! Según uno de sus representantes más conocidos, Zoltan Istvan, la meta final será «llegar a ser como Dios y vencer la muerte». Un creyente judío o cristiano no puede dejar de pensar inmediatamente en las palabras casi idénticas pronunciadas al inicio de la historia humana: «No moriréis en absoluto; al contrario, seréis como Dios» (cf. Gén 3,4-5)

3. La muerte ha sido devorada por la victoria

Existe un único y verdadero remedio para la muerte y nosotros cristianos defraudamos al mundo si no lo proclamamos con la palabra y la vida. Escuchemos cómo el apóstol Pablo anuncia al mundo este cambio: 

«Si por la caída de uno solo, muchos murieron, con mayor razón la gracia de Dios y el don de la gracia proveniente de un solo hombre, Jesucristo, han sido derramados abundantemente sobre muchos […]. En efecto, si por la caída de uno solo, la muerte ha reinado a causa de ese uno, mucho más los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia reinarán en la vida por medio de ese uno que es Jesucristo» (Rom 5,12-17).

Con mayor lirismo, el triunfo de Cristo sobre la muerte está descrito en la Primera Carta a los Corintios: 

«La muerte ha sido sumergida en la victoria». “Oh muerte, ¿dónde está tu victoria? Oh muerte, ¿dónde está tu aguijón?” Ahora bien, el aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado es la ley; pero, gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo» (1 Cor 15,54-57).

El factor decisivo es colocado en el momento de la muerte de Cristo: «Él murió por todos» (2 Cor 5,15). Pero, ¿qué ha ocurrido tan decisivo en ese momento que ha cambiado el rostro mismo de la muerte? Podemos rapresentárnoslo visualmente así. El Hijo de Dios descendió a la tumba, como a una prisión oscura, pero ha salido por la pared opuesta. No ha vuelto por donde había entrado, como Lázaro que, sin embargo, debe volver a morir. No, él ha abierto una brecha en el lado opuesto, por la que todos los que creen en él pueden seguirlo. 

Escribe un antiguo Padre: «Él tomó sobre sí los sufrimientos del hombre sufriente mediante su cuerpo capaz de sufrir, pero con el Espíritu que no podía morir, Cristo ha dado muerte a la muerte que mataba al hombre». Y san Agustín: «A través de la pasión, Cristo pasa de la muerte a la vida y nos abre a nosotros, que creemos en su resurrección, para que pasemos también de la muerte a la vida». La muerte se ha convertido en un paso ¡y un paso hacia lo que no pasa! Dice bien Juan Crisóstomo:

«Es cierto, nosotros morimos también como antes pero no permanecemos en la muerte: y esto no es morir. El poder y la fuerza real de la muerte es solamente eso: que un muerto no tenga ninguna posibilidad de volver a la vida. Pero si después de la muerte recibe de nuevo la vida y, más todavía, se le da una vida mejor, entonces esta ya no es muerte, sino un sueño».

Todos estos modos de explicar el sentido de la muerte de Cristo son verdaderos, pero no nos dan la explicación más profunda. Esta debe buscarse en lo que, con su muerte, Jesús ha venido a poner en la condición humana, más que en lo que ha venido a quitar; debe buscarse en el amor de Dios, no en el pecado del hombre. Si Jesús sufre y muere con una muerte violenta que le inflige el odio, no lo hace sólo para pagar, en lugar de los hombres, su deuda insoluble (¡la deuda de diez mil talentos, en la parábola, la canceló el rey!); ¡muere crucificado para que el sufrimiento y la muerte de los seres humanos sean habitados por el amor! 

El hombre se había condenado por sí solo a una muerte absurda y he aquí que, entrando en esta muerte, descubre ahora que está impregnada del amor de Dios. El amor no ha podido prescindir de la muerte, a causa de la libertad del ser humano: el amor de Dios no puede eliminar con un golpe de varita mágica la trágica realidad del mal y de la muerte. Su amor está obligado a dejar que el sufrimiento y la muerte digan su palabra. Pero dado que el amor ha penetrado en la muerte y la ha llenado de la presencia divina, es el amor quien tiene ahora la última palabra. 

4. Qué ha cambiado en la muerte

¿Qué ha cambiado, pues, con Jesús, respecto a la muerte? ¡Nada y todo! Nada para la razón, todo para la fe. No ha cambiado la necesidad de entrar en la tumba, pero se da la posibilidad de salir de ella. Es lo que ilustra con fuerza el icono ortodoxo de la resurrección, del que vemos una interpretación moderna en la pared de la izquierda de esta capilla. El resucitado desciende a los infiernos y saca consigo a Adán y Eva, y tras ellos a todos los que se agarran a él, en los infiernos de este mundo.

Esto explica la actitud paradójica del creyente ante la muerte, tan parecida y tan diferente a la de todos los demás. Una actitud hecha de tristeza, miedo, horror, porque sabe que debe bajar a aquel abismo oscuro; pero también de esperanza porque sabe que puede salir de allí. «Si la certeza de morir nos entristece —dice el Prefacio de difuntos— nos consuela la esperanza de la futura inmortalidad». A los fieles de Tesalónica, afligidos por la muerte de algunos de ellos, san Pablo les escribía: 

«Hermanos, no queremos que ignoréis la suerte de los que mueren, para que no estéis tristes como los otros que no tienen esperanza. En efecto, si creemos que Jesús murió y resucitó, creemos también que Dios, por medio de Jesús, llevará de nuevo con él a los que han muerto» (1 Tes 4,13-14). 

No les pide que no estén afligidos por la muerte, sino que no lo estén «como los demás», como los no creyentes. La muerte no es para el creyente el final de la vida, sino el comienzo de la verdadera; no es un salto en el vacío, sino un salto a la eternidad. Es un nacimiento y es un bautismo. Es un nacimiento, porque sólo entonces comienza la vida verdadera, la que no va hacia la muerte, sino que dura para siempre. Por eso la Iglesia no celebra la fiesta de los santos en el día de su nacimiento terreno, sino en el de su nacimiento para el cielo, su «dies natalis». Entre la vida de fe en el tiempo y la vida eterna existe una relación análoga a la que existe entre la vida del embrión en el seno materno y la del niño, una vez llegado a la luz. Escribe Cabasilas:

«Este mundo alumbra al hombre interior, al hombre nuevo, creado según Dios, y una vez configurado y formado perfecto aquí abajo, nace para un mundo perfecto e interminable. La naturaleza prepara el embrión, mientras vive en tinieblas de noche, para la vida en un mundo de luz. Y la naturaleza le va dando forma tomando por modelo la existencia que recibirá. Es también lo que ocurre en los santos».

La muerte es también un bautismo. Así designa Jesús a su propia muerte: «Hay un bautismo con el que debo ser bautizado» (Lc 12,50). San Pablo habla del bautismo como de un ser «bautizados en la muerte de Cristo» (Rom 6,4). Antiguamente, en el momento del bautismo, la persona era bajada totalmente al agua; todos los pecados y todo el hombre viejo quedaban sepultados en el agua y salía de ella una criatura nueva, simbolizada por la túnica blanca con la que era revestido. Así sucede en la muerte: muere el gusano, nace la mariposa. «Dios enjugará las lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni luto ni llanto ni angustia porque las cosas primeras han pasado» (Ap 21,4). Todo sepultado para siempre.

Durante varios siglos, especialmente desde el siglo XVI en adelante, un aspecto importante de la ascética católica consistía en «prepararse para la muerte», es decir, en meditar sobre la muerte, describiendo visualmente sus diferentes estadios y su inexorable avance desde la periferia del cuerpo hasta el corazón. Casi todas las imágenes de santos pintadas en este período los muestran con una calavera al lado, incluso Francisco de Asís que también había llamado a la muerte «hermana». 

Una de las atracciones turísticas de Roma es todavía el cementerio de los Capuchinos de Vía Véneto. No se puede negar que todo esto pueda constituir un reclamo todavía útil para una época tan secularizada y despreocupada como la nuestra; sobre todo si se lee como una exhortación dirigida a quien mira lo escrito que sobresale por encima de uno de los esqueletos: «Lo que tú eres, yo fui; lo que yo soy, tú serás».

Todo esto ha dado a alguien el pretexto de decir que el cristianismo se abre camino con el miedo a la muerte. Pero es un error terrible. El cristianismo, hemos visto, no está hecho para acrecentar el miedo a la muerte, sino para quitarlo; Cristo, dice la Carta a los Hebreos, ha venido «para liberar a los que, por miedo a la muerte, estaban sometidos a la esclavitud para toda la vida» (Heb 2,15). ¡El cristianismo no se abre camino con el pensamiento de nuestra muerte, sino con el pensamiento de la muerte de Cristo!

Por eso, más eficaz que meditar sobre nuestra muerte, es meditar sobre la pasión y muerte de Jesús y debemos decir, para honra de las generaciones que nos han precedido, que dicha meditación era también el pan cotidiano en la espiritualidad de los siglos recordados. Es una meditación que suscita conmoción y gratitud, no angustia; nos hace exclamar, como al apóstol Pablo: «¡Me amó y se entregó por mí!» (Gál 2,20).

Un «ejercicio piadoso» que recomendaría a todos durante la Cuaresma es coger un Evangelio y leer por cuenta propia, con calma y por entero, el relato de la pasión. Basta con menos de media hora. Conocí a una mujer intelectual que se profesaba atea. Un día le cayó encima una de esas noticias que dejan abrumado: su hija de dieciséis años tiene un tumor en los huesos. La operan. La chica vuelve del quirófano martirizada, con tubos, sondas y goteros por todas partes. Sufre terriblemente, gime y no quiere oír ninguna palabra de consuelo. 

La madre, sabiendo que era piadosa y religiosa, pensando agradarla, le dice: «¿Quieres que te lea algo del Evangelio?». «¡Sí, mamá!». «¿Qué?». «Léeme la pasión». Ella, que nunca había leído un evangelio, corre a comprar uno a los capellanes; se sienta junto al lecho y empieza a leer. Al cabo de un poco la hija se duerme, pero ella sigue, en la penumbra, leyendo en silencio hasta el final. «¡La hija se dormía —dirá ella misma en el libro escrito después de la muerte de la hija—, y la madre se despertaba!». Se despertaba de su ateísmo. La lectura de la pasión de Cristo la había cambiado la vida para siempre.

Terminemos con la simple, pero densa oración de la liturgia: «Adoramus Te, Christe, et benedicimus Tibi, quia per sanctam Crucem tuam redemisti mundum». «Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque con tu santa cruz has redimido el mundo».

©de la traducción Pablo Cervera Barranco


Publicado por verdenaranja @ 23:00  | Espiritualidad
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Discurso del Papa a los líderes de la Unión Europea. 24 marzo 2017 (ZENIT – Ciudad del Vaticano)

Distinguidos invitados:

Les doy las gracias por su presencia aquí esta tarde, en la víspera del 60 aniversario de la firma de los Tratados constitutivos de la Comunidad Económica Europea y la Comunidad Europea de la Energía Atómica. Quiero manifestarles el afecto de la Santa Sede hacia sus respectivos países y al conjunto de Europa, y a cuyos destinos, por disposición de la Providencia, se siente inseparablemente unida. Dirijo un especial agradecimiento al Honorable Paolo Gentiloni, Presidente del Consejo de Ministros de la República Italiana, por las deferentes palabras que ha pronunciado en nombre de todos y por el trabajo que Italia ha realizado para organizar este encuentro; así como al Honorable Antonio Tajani, Presidente del Parlamento Europeo, que ha dado voz a las esperanzas de los pueblos de la Unión en este aniversario.

Volver a Roma sesenta años más tarde no puede ser sólo un viaje al pasado, sino más bien el deseo de redescubrir la memoria viva de ese evento para comprender su importancia en el presente. Es necesario conocer bien los desafíos de entonces para hacer frente a los de hoy y a los del futuro. Con sus narraciones, llenas de evocaciones, la Biblia nos ofrece un método pedagógico fundamental: la época en que vivimos no se puede entender sin el pasado, el cual no hay que considerarlo como un conjunto de sucesos lejanos, sino como la savia vital que irriga el presente. Sin esa conciencia la realidad pierde su unidad, la historia su hilo lógico y la humanidad pierde el sentido de sus actos y la dirección de su futuro.

El 25 de marzo de 1957 fue un día cargado de expectación y esperanzas, entusiasmos y emociones, y sólo un acontecimiento excepcional, por su alcance y sus consecuencias históricas, pudo hacer que fuera una fecha única en la historia. El recuerdo de ese día está unido a las esperanzas actuales y a las expectativas de los pueblos europeos que piden discernir el presente para continuar con renovado vigor y confianza el camino comenzado.

Eran muy conscientes de ello los Padres fundadores y los líderes que, poniendo su firma en los dos Tratados, dieron vida a aquella realidad política, económica, cultural, pero sobre todo humana, que hoy llamamos la Unión Europea. Por otro lado, como dijo el Ministro de Asuntos Exteriores belga Spaak, se trataba, «es cierto, del bienestar material de nuestros pueblos, de la expansión de nuestras economías, del progreso social, de posibilidades comerciales e industriales totalmente nuevas, pero sobre todo (…) [de] una concepción de la vida a medida del hombre, fraterna y justa».[1]

Después de los años oscuros y sangrientos de la Segunda Guerra Mundial, los líderes de la época tuvieron fe en las posibilidades de un futuro mejor, «no pecaron de falta de audacia y no actuaron demasiado tarde. El recuerdo de las desgracias del pasado y de sus propias culpas parece que les ha inspirado y les ha dado el valor para olvidar viejos enfrentamientos y pensar y actuar de una manera totalmente nueva para lograr la más importante transformación […] de Europa».[2]

Los Padres fundadores nos recuerdan que Europa no es un conjunto de normas que cumplir, o un manual de protocolos y procedimientos que seguir. Es una vida, una manera de concebir al hombre a partir de su dignidad trascendente e inalienable y no sólo como un conjunto de derechos que hay que defender o de pretensiones que reclamar. El origen de la idea de Europa es «la figura y la responsabilidad de la persona humana con su fermento de fraternidad evangélica, […] con su deseo de verdad y de justicia que se ha aquilatado a través de una experiencia milenaria».[3] Roma, con su vocación de universalidad,[4] es el símbolo de esa experiencia y por eso fue elegida como el lugar de la firma de los Tratados, porque aquí –recordó el Ministro holandés de Asuntos Exteriores Luns– «se sentaron las bases políticas, jurídicas y sociales de nuestra civilización».[5]

Si estaba claro desde el principio que el corazón palpitante del proyecto político europeo sólo podía ser el hombre, también era evidente el peligro de que los Tratados quedaran en letra muerta. Había que llenarlos de espíritu que les diese vida. Y el primer elemento de la vitalidad europea es la solidaridad. «La Comunidad Económica Europea –declaró el Primer Ministro de Luxemburgo Bech– sólo vivirá y tendrá éxito si, durante su existencia, se mantendrá fiel al espíritu de solidaridad europea que la creó y si la voluntad común de la Europa en gestación es más fuerte que las voluntades nacionales».[6] Ese espíritu es especialmente necesario ahora, para hacer frente a las fuerzas centrífugas, así como a la tentación de reducir los ideales fundacionales de la Unión a las exigencias productivas, económicas y financieras.

De la solidaridad nace la capacidad de abrirse a los demás. «Nuestros planes no son de tipo egoísta»,[7] dijo el Canciller alemán Adenauer. «Sin duda, los países que se van a unir (…) no tienen intención de aislarse del resto del mundo y erigir a su alrededor barreras infranqueables»,[8] se hizo eco el Ministro de Asuntos Exteriores francés Pineau. En un mundo que conocía bien el drama de los muros y de las divisiones, se tenía muy clara la importancia de trabajar por una Europa unida y abierta, y de esforzarse todos juntos por eliminar esa barrera artificial que, desde el Mar Báltico hasta el Adriático, dividía el Continente. ¡Cuánto se ha luchado para derribar ese muro!

Sin embargo, hoy se ha perdido la memoria de ese esfuerzo. Se ha perdido también la conciencia del drama de las familias separadas, de la pobreza y la miseria que provocó aquella división. Allí donde desde generaciones se aspiraba a ver caer los signos de una enemistad forzada, ahora se discute sobre cómo dejar fuera los «peligros» de nuestro tiempo: comenzando por la larga columna de mujeres, hombres y niños que huyen de la guerra y la pobreza, que sólo piden tener la posibilidad de un futuro para ellos y sus seres queridos.

En el vacío de memoria que caracteriza a nuestros días, a menudo se olvida también otra gran conquista fruto de la solidaridad sancionada el 25 de marzo de 1957: el tiempo de paz más largo de los últimos siglos. «Pueblos que a lo largo de los años se han encontrado con frecuencia en frentes opuestos, combatiendo unos contra otros, (…) ahora, sin embargo, están unidos por la riqueza de sus peculiaridades nacionales».[9] La paz se construye siempre con la aportación libre y consciente de cada uno. Sin embargo, «para muchos la paz es de alguna manera un bien que se da por descontado»[10] y así no es difícil que se acabe por considerarla superflua. Por el contrario, la paz es un bien valioso y esencial, ya que sin ella no es posible construir un futuro para nadie, y se termine por «vivir al día».

La unidad de Europa es fruto, en efecto, de un proyecto claro, bien definido, debidamente ponderado, si bien al principio todavía muy incipiente. Todo buen proyecto mira hacia el futuro y el futuro son los jóvenes, llamados a hacer realidad las promesas del mañana.[11] Los Padres fundadores, por tanto, tenían clara la conciencia de formar parte de una empresa colectiva, que no sólo traspasaba las fronteras de los Estados, sino también las del tiempo, a fin de unir a las generaciones entre sí, todas igualmente partícipes en la construcción de la casa común.

Distinguidos invitados:
A los Padres de Europa he dedicado esta primera parte de mi intervención, para que nos dejemos interpelar por sus palabras, por la actualidad de su pensamiento, por el apasionado compromiso en favor del bien común que los ha caracterizado, por la convicción de formar parte de una obra más grande que sus propias personas y por la amplitud del ideal que los animaba. Su denominador común era el espíritu de servicio, unido a la pasión política, y a la conciencia de que «en el origen de la civilización europea se encuentra el cristianismo»,[12] sin el cual los valores occidentales de la dignidad, libertad y justicia resultan incomprensibles. «Y todavía en nuestros días ―afirmaba san Juan Pablo II― el alma de Europa permanece unida porque, además de su origen común, tiene idénticos valores cristianos y humanos, como son los de la dignidad de la persona humana, del profundo sentimiento de justicia y libertad, de laboriosidad, de espíritu de iniciativa, de amor a la familia, de respeto a la vida, de tolerancia y de deseo de cooperación y de paz, que son notas que la caracterizan».[13]

En nuestro mundo multicultural tales valores seguirán teniendo plena ciudadanía si saben mantener su nexo vital con la raíz que los engendró. En la fecundidad de tal nexo está la posibilidad de edificar sociedades auténticamente laicas, sin contraposiciones ideológicas, en las que encuentran igualmente su lugar el oriundo, el autóctono, el creyente y el no creyente. En los últimos sesenta años el mundo ha cambiado mucho. Si los Padres fundadores, que habían sobrevivido a un conflicto devastador, estaban animados por la esperanza de un futuro mejor y con una voluntad firme lo perseguían, para evitar que surgieran nuevos conflictos, nuestra época está más dominada por el concepto de crisis.

Está la crisis económica, que ha marcado el último decenio, la crisis de la familia y de los modelos sociales consolidados, está la difundida «crisis de las instituciones» y la crisis de los emigrantes: tantas crisis, que esconden el miedo y la profunda desorientación del hombre contemporáneo, que exigen una nueva hermenéutica para el futuro. A pesar de todo, el término «crisis» no tiene por sí mismo una connotación negativa. No se refiere solamente a un mal momento que hay que superar. La palabra crisis tiene su origen en el verbo griego crino (κρίνω), que significa investigar, valorar, juzgar. Por esto, nuestro tiempo es un tiempo de discernimiento, que nos invita a valorar lo esencial y a construir sobre ello; es, por lo tanto, un tiempo de desafíos y de oportunidades.

Entonces, ¿cuál es la hermenéutica, la clave interpretativa con la que podemos leer las dificultades del momento presente y encontrar respuestas para el futuro? Evocar las ideas de los Padres sería en efecto estéril si no sirviera para indicarnos un camino, si no se convirtiera en estímulo para el futuro y en fuente de esperanza. Cada organismo que pierde el sentido de su camino, que pierde este mirar hacia delante, sufre primero una involución y al final corre el riesgo de morir. ¿Cuál es la herencia de los Padres fundadores? ¿Qué prospectivas nos indican para afrontar los desafíos que nos aguardan? ¿Qué esperanza para la Europa de hoy y de mañana?

La respuesta la encontramos precisamente en los pilares sobre los que ellos han querido edificar la Comunidad económica europea y que ya he mencionado: la centralidad del hombre, una solidaridad eficaz, la apertura al mundo, la búsqueda de la paz y el desarrollo, la apertura al futuro. A quien gobierna le corresponde discernir los caminos de la esperanza, identificar los procesos concretos para hacer que los pasos realizados hasta ahora no se dispersen, sino que aseguren un camino largo y fecundo.

Europa encuentra de nuevo esperanza cada vez que pone al hombre en el centro y en el corazón de las instituciones. Considero que esto implica la escucha atenta y confiada de las instancias que provienen tanto de los individuos como de la sociedad y de los pueblos que componen la Unión. Desgraciadamente, a menudo se tiene la sensación de que se está produciendo una «separación afectiva» entre los ciudadanos y las Instituciones europeas, con frecuencia percibidas como lejanas y no atentas a las distintas sensibilidades que constituyen la Unión. Afirmar la centralidad del hombre significa también encontrar el espíritu de familia, con el que cada uno contribuye libremente, según las propias capacidades y dones, a la casa común. Es oportuno tener presente que Europa es una familia de pueblos[14] y, como en toda buena familia, existen susceptibilidades diferentes, pero todos podrán crecer en la medida en que estén unidos.

La Unión Europea nace como unidad de las diferencias y unidad en las diferencias. Por eso las peculiaridades no deben asustar, ni se puede pensar que la unidad se preserva con la uniformidad. Esa unidad es más bien la armonía de una comunidad. Los padres fundadores escogieron precisamente este término como punto central de las entidades que nacían de los Tratados, acentuando el hecho de que se ponían en común los recursos y los talentos de cada uno. Hoy la Unión Europea tiene necesidad de redescubrir el sentido de ser ante todo «comunidad» de personas y de pueblos, consciente de que «el todo es más que la parte, y también es más que la mera suma de ellas»,[15] y por lo tanto «hay que ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos beneficiará a todos»[16]. Los Padres fundadores buscaban aquella armonía en la que el todo está en cada una de las partes, y las partes están ―cada una con su originalidad― en el todo.

Europa vuelve a encontrar esperanza en la solidaridad, que es también el antídoto más eficaz contra los modernos populismos. La solidaridad comporta la conciencia de formar parte de un solo cuerpo, y al mismo tiempo implica la capacidad que cada uno de los miembros tiene para «simpatizar» con el otro y con el todo. Si uno sufre, todos sufren (cf. 1 Co 12,26). Por eso, hoy también nosotros lloramos con el Reino Unido por las víctimas del atentado que ha golpeado en Londres hace dos días. La solidaridad no es sólo un buen propósito: está compuesta de hechos y gestos concretos que acercan al prójimo, sea cual sea la condición en la que se encuentre.

Los populismos, al contrario, florecen precisamente por el egoísmo, que nos encierra en un círculo estrecho y asfixiante y no nos permite superar la estrechez de los propios pensamientos ni «mirar más allá». Es necesario volver a pensar en modo europeo, para conjurar el peligro de una gris uniformidad o, lo que es lo mismo, el triunfo de los particularismos. A la política le corresponde esa leadership ideal, que evite usar las emociones para ganar el consenso, para elaborar en cambio, con espíritu de solidaridad y subsidiaridad, políticas que hagan crecer a toda la Unión en un desarrollo armónico, de modo que el que corre más deprisa tienda la mano al que va más despacio, y el que tiene dificultad se esfuerce para alcanzar al que está en cabeza.

Europa vuelve a encontrar esperanza cuando no se encierra en el miedo de las falsas seguridades. Por el contrario, su historia está fuertemente marcada por el encuentro con otros pueblos y culturas, y su identidad «es, y siempre ha sido, una identidad dinámica y multicultural».[17] En el mundo hay interés por el proyecto europeo. Así ha sido desde el primer momento, como demuestra la multitud que abarrotaba la plaza del Campidoglio y los mensajes de felicitación que llegaban de otros Estados. Aún más interés hay hoy, empezando por los Países que piden entrar a formar parte de la Unión, como también de los Estados que reciben las ayudas que, con gran generosidad, se les ofrecen para afrontar las consecuencias de la pobreza, de las enfermedades y las guerras. La apertura al mundo implica la capacidad de «diálogo como forma de encuentro»[18] a todos los niveles, comenzando por el que existe entre los Estados miembros y entre las Instituciones y los ciudadanos, hasta el que se tiene con los muchos inmigrantes que llegan a las costas de la Unión.

No se puede limitar a gestionar la grave crisis migratoria de estos años como si fuera sólo un problema numérico, económico o de seguridad. La cuestión migratoria plantea una pregunta más profunda, que es sobre todo cultural. ¿Qué cultura propone la Europa de hoy? El miedo que se advierte encuentra a menudo su causa más profunda en la pérdida de ideales. Sin una verdadera perspectiva de ideales, se acaba siendo dominado por el temor de que el otro nos cambie nuestras costumbres arraigadas, nos prive de las comodidades adquiridas, ponga de alguna manera en discusión un estilo de vida basado sólo con frecuencia en el bienestar material. Por el contrario, la riqueza de Europa ha sido siempre su apertura espiritual y la capacidad de platearse cuestiones fundamentales sobre el sentido de la existencia. La apertura hacia el sentido de lo eterno va unida también a una apertura positiva, aunque no exenta de tensiones y de errores, hacia el mundo.

En cambio, parece como si el bienestar conseguido le hubiera recortado las alas, y le hubiera hecho bajar la mirada. Europa tiene un patrimonio moral y espiritual único en el mundo, que merece ser propuesto una vez más con pasión y renovada vitalidad, y que es el mejor antídoto contra la falta de valores de nuestro tiempo, terreno fértil para toda forma de extremismo. Estos son los ideales que han hecho a Europa, la «península de Asia» que de los Urales llega hasta el Atlántico.

Europa vuelve a encontrar esperanza cuando invierte en el desarrollo y en la paz. El desarrollo no es el resultado de un conjunto de técnicas productivas, sino que abarca a todo el ser humano: la dignidad de su trabajo, condiciones de vida adecuadas, la posibilidad de acceder a la enseñanza y a los necesarios cuidados médicos. «El desarrollo es el nuevo nombre de la paz»,[19] afirmaba Pablo VI, puesto que no existe verdadera paz cuando hay personas marginadas y forzadas a vivir en la miseria. No hay paz allí donde falta el trabajo o la expectativa de un salario digno. No hay paz en las periferias de nuestras ciudades, donde abunda la droga y la violencia.

Europa vuelve a encontrar esperanza cuando se abre al futuro. Cuando se abre a los jóvenes, ofreciéndoles perspectivas serias de educación, posibilidades reales de inserción en el mundo del trabajo. Cuando invierte en la familia, que es la primera y fundamental célula de la sociedad. Cuando respeta la conciencia y los ideales de sus ciudadanos. Cuando garantiza la posibilidad de tener hijos, con la seguridad de poderlos mantener. Cuando defiende la vida con toda su sacralidad.

Distinguidos invitados:
Con el aumento general de la esperanza de vida, los sesenta años se consideran hoy como el tiempo de la plena madurez. Una edad crucial en la que estamos llamados de nuevo a revisarnos. También hoy, La Unión Europea está llamada a un replanteamiento, a curar los inevitables achaques que vienen con los años y a encontrar nuevas vías para continuar su propio camino. Sin embargo, a diferencia de un ser humano de sesenta años, la Unión Europea no tiene ante ella una inevitable vejez, sino la posibilidad de una nueva juventud. Su éxito dependerá de la voluntad de trabajar una vez más juntos y del deseo de apostar por el futuro. A vosotros, como líderes, os corresponde discernir el camino para un «nuevo humanismo europeo»,[20] hecho de ideales y de concreción. Esto significa no tener miedo a tomar decisiones eficaces, para responder a los problemas reales de las personas y para resistir al paso del tiempo.

Por mi parte, renuevo la cercanía de la Santa Sede y de la Iglesia a Europa entera, a cuya edificación ha contribuido desde siempre y contribuirá siempre, invocando sobre ella la bendición del Señor, para que la proteja y le dé paz y progreso. Hago mías las palabras que Joseph Bech pronunció en el Campidoglio: Ceterum censeo Europam esse ædificandam, por lo demás, pienso que Europa merezca ser construida. Gracias.

_______________

[1] Discurso pronunciado con ocasión de la firma de los Tratados de Roma (25 marzo 1957).
[2] Ibíd.
[3] A. De Gasperi, Nuestra patria Europa. Discurso a la Conferencia Parlamentaria Europea (21 abril 1954), en: Alcide De Gasperi e la politica internazionale, Cinque Lune, Roma 1990, vol. III, 437-440.
[4] Cf. P.H. Spaak, Discurso, cit.
[5] Discurso pronunciado con ocasión de la firma de los Tratados de Roma (25 marzo 1957).
[6] Ibíd.
[7] Discurso pronunciado con ocasión de la firma de los Tratados de Roma (25 marzo 1957).
[8] Discurso pronunciado con ocasión de la firma de los Tratados de Roma (25 marzo 1957).
[9] P.H. Spaak, Discurso, cit.
[10] Discurso a los Miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede (9 enero 2017).
[11] Cf. P.H. Spaak, Discurso, cit.
[12] A. de Gasperi, La nostra patria Europa, cit.
[13] Acto Europeo en Santiago de Compostela (9 noviembre 1982): AAS 75/I (1983), 329.
[14] Cf. Discurso en el Parlamento Europeo, Estrasburgo (25 noviembre 2014): AAS 106 (2014), 1000.
[15] Exhort. Apost. Evangelii Gaudium, 235.
[16] Ibíd.
[17] Discurso en la entrega del Premio Carlo Magno (6 mayo 2016): L’Osservatore Romano, 6-7 de mayo de 2016, p. 4.
[18] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 239.
[19] Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 87: AAS 59 (1967), 299.
[20] Discurso en la entrega del Premio Carlo Magno (6 mayo 2016): L’Osservatore Romano, 6-7 de mayo de 2016, p. 5.

[Texto original: Español] 


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Viernes, 24 de marzo de 2017

Reflexión a las lecturas del domingo cuarto de Cuaresma A ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"

Domingo 4º de Cuaresma A

 

En la curación del ciego de nacimiento, que nos presenta el Evangelio de hoy, es Jesús el que toma la iniciativa. Él es el que se acerca a aquel hombre, le unta los ojos y lo manda a lavarse en la piscina de Siloé… ¡Y recobra la vista!

Según el pensamiento de San Juan, si Jesucristo le abre los ojos de aquel ciego, es para manifestar que Él es “la Luz del mundo”. El mismo Jesús dice: “Mientras estoy en el mundo, soy  la luz del mundo”. Es éste el “Domingo de la luz”.

La segunda lectura nos dice en qué consiste esa luz: “Toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz”.

No podemos olvidar que Jesucristo abre a aquel ciego a la luz dos veces: La primera, cuando cura su ceguera física, y la segunda, cuando le abre los ojos a la fe: “¿Crees tú en el Hijo del Hombre?” “...Creo, Señor. Y se postró ante Él”.

La curación del ciego desata una lucha apasionada entre la luz y las tinieblas, que comprende todo el largo relato del Evangelio de hoy. Aquí se manifiesta el ciego curado con una lucidez y una valentía admirables.

Pero no quiero pasar por alto que aquella ceguera no era castigo del pecado de aquel hombre ni de sus padres, como creían los discípulos, influidos por la mentalidad de la época, “sino para que se manifiesten en él las obras de Dios”. Y la obra de Dios es, fundamentalmente, la salvación, “la iluminación” del mundo entero, que realiza Jesús con su Muerte y Resurrección. Es lo que celebramos en el Triduo Pascual, que se acerca. 

Y, porque está cerca la Pascua, es éste, desde antiguo, el “Domingo Laetare” el “Domingo de la alegría”, dentro del espíritu austero de la Cuaresma.

La acción maravillosa de aquella curación, la resume el prefacio de la Misa, diciendo: “Que se hizo hombre (Jesucristo) para conducir al género humano, peregrino en tinieblas, al esplendor de la fe; y a los que nacieron esclavos del pecado, los hizo renacer por el Bautismo, transformándolos en hijos adoptivos”.

Aquí recordamos la importancia y trascendencia del pecado original: ¡Hemos nacido “ciegos!”.  Muchos cristianos no le dan importancia a esta verdad de fe, o, incluso, la desprecian; pero si no hay pecado original, no hace falta la Redención; si no hay tinieblas, no hace falta la luz. Y, por el Bautismo, pasamos de las tinieblas del pecado (original y personal, si lo hubiera) a la luz de la gracia, de la vida de Dios, que brota, como de un torrente, de la Pascua. Por eso llamamos al Bautismo el Sacramento de “nuestra iluminación”. Y por eso, decía el Apóstol: “En otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor. Caminad como hijos de la luz”. (2ª lect.).

De acuerdo con la Palabra de Dios,  tendríamos hoy que preguntarnos muchas cosas: Si reconocemos a Jesucristo como Luz del mundo; si nos interesa el Bautismo que recibimos recién nacidos; si estamos dispuestos a renovarlo, de verdad e intensamente, la Noche Santa de la Pascua; si queremos vivir como hijos de la luz; si queremos ser testigos de la luz  con palabras y obras, en todas partes y hasta el fin.

Y ya sabemos que la mejor forma de renovar el Bautismo,  es recibir el Sacramento de la Reconciliación o de la Penitencia, que es también “Sacramento de iluminación”, de paz y de alegría.

La conversión que se nos exige este domingo consiste en ser luz, ser más luz, ser, como el ciego curado, testigos de la luz, con palabras y obras.                                        

 

¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!


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 DOMINGO 4º DE CUARESMA A           

 MONICIONES 

 

  

PRIMERA LECTURA

            Un momento importante de la Historia de la salvación, es la unción de David como rey de Israel. Esta unción prefigura a Jesucristo, el Mesías, es decir, el ungido, para ser guía y luz de toda la humanidad.

            Escuchemos con atención.    

 

SEGUNDA LECTURA

            S. Pablo, en la segunda lectura, nos exhorta a vivir en la luz de Cristo y no en las tinieblas del pecado; es decir, a vivir como auténticos bautizados. 

 

TERCERA LECTURA

            “No hay peor ciego que el que no quiere ver”. Jesús se presenta hoy a nosotros y se nos acerca como se acercó al ciego de nacimiento. Dejemos que cure todo lo que haya en nosotros de ceguera, de oscuridad.

            Acojámosle cantando.

 

COMUNIÓN

            Acudamos a Jesucristo en la Comunión, sintiéndonos necesitados de su luz. Que Él ilumine nuestra ceguera, que ponga al descubierto las oscuridades de nuestro corazón, que nos ayude a caminar como hijos de la luz. “Toda bondad, justicia y verdad son frutos de la luz”, nos decía el apóstol San Pablo.


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Jueves, 23 de marzo de 2017

Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio del domingo cuarto de Cuaresma A 

PARA EXCLUIDOS

Es ciego de nacimiento. Ni él ni sus padres tienen culpa alguna, pero su destino quedará marcado para siempre. La gente lo mira como un pecador castigado por Dios. Los discípulos de Jesús le preguntan si el pecado es del ciego o de sus padres.

Jesús lo mira de manera diferente. Desde que lo ha visto solo piensa en rescatarlo de aquella vida de mendigo, despreciado por todos como pecador. Él se siente llamado por Dios a defender, acoger y curar precisamente a los que viven excluidos y humillados.

Después de una curación trabajosa en la que también él ha tenido que colaborar con Jesús, el ciego descubre por vez primera la luz. El encuentro con Jesús ha cambiado su vida. Por fin podrá disfrutar de una vida digna, sin temor a avergonzarse ante nadie.

Se equivoca. Los dirigentes religiosos se sienten obligados a controlar la pureza de la religión. Ellos saben quién no es pecador y quién está en pecado. Ellos decidirán si puede ser aceptado en la comunidad religiosa. Por eso lo expulsan.

El mendigo curado confiesa abiertamente que ha sido Jesús quien se le ha acercado y le ha curado, pero los fariseos lo rechazan irritados: «Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador». El hombre insiste en defender a Jesús: es un profeta, viene de Dios. Los fariseos no lo pueden aguantar: «¿Es que también pretendes darnos lecciones a nosotros, tú que estás envuelto en pecado desde que naciste?».

El evangelista dice que, «cuando Jesús oyó que lo habían expulsado, fue a encontrarse con él». El diálogo es breve. Cuando Jesús le pregunta si cree en el Mesías, el expulsado dice: «¿Y quién es, Señor, para que pueda creer en él?». Jesús le responde conmovido: «No está lejos de ti. Ya lo has visto. Es el que está hablando contigo». El mendigo le dice: «Creo, Señor».

Así es Jesús. Él viene siempre al encuentro de aquellos que no son acogidos oficialmente por la religión. No abandona a quienes lo buscan y lo aman, aunque sean excluidos de las comunidades e instituciones religiosas. Los que no tienen sitio en nuestras iglesias tienen un lugar privilegiado en su corazón.

¿Quién llevará hoy este mensaje de Jesús hasta esos colectivos que, en cualquier momento, escuchan condenas públicas injustas de dirigentes religiosos ciegos; que se acercan a las celebraciones cristianas con temor a ser reconocidos; que no pueden comulgar con paz en nuestras eucaristías; que se ven obligados a vivir su fe en Jesús en el silencio de su corazón, casi de manera secreta y clandestina?

Amigos y amigas desconocidos, no lo olvidéis: cuando los cristianos os rechazamos, Jesús os está acogiendo.

José Antonio Pagola

4 Cuaresma – A (Juan 9,1-41)

Evangelio del 26 / Mar / 2017

por Coordinador Grupos de Jesús


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Texto completo de la catequesis del papa Francisco en la audiencia general el 22 marzo 2017 (ZENIT – Ciudad del Vaticano)

“Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Desde hace algunas semanas el Apóstol Pablo nos está ayudando a comprender mejor en que cosa consiste la esperanza cristiana. Y hemos dicho que no era un optimismo, no: era otra cosa. Y el Apóstol nos ayuda a entender que cosa es esto. Hoy lo hace uniéndola a dos actitudes aún más importantes para nuestra vida y nuestra experiencia de fe: la ‘perseverancia’ y la ‘consolación’. En el pasaje de la Carta a los Romanos que hemos apenas escuchado son citados dos veces: la primera en relación a las Escrituras y luego a Dios mismo. ¿Cuál es su significado más profundo, más verdadero? Y ¿En qué modo iluminan la realidad de la esperanza? Estas dos actitudes: la perseverancia y la consolación.

La perseverancia podríamos definirla también como paciencia: es la capacidad de soportar, llevar sobre los hombros, soportar, de permanecer fieles, incluso cuando el peso parece hacerse demasiado grande, insostenible, y estamos tentados de juzgar negativamente y de abandonar todo y a todos. La consolación, en cambio, es la gracia de saber acoger y mostrar en toda situación, incluso en aquellas marcadas por la desilusión y el sufrimiento, la presencia y la acción compasiva de Dios. Ahora, San Pablo nos recuerda que la perseverancia y la consolación nos son transmitidas de modo particular por las Escrituras (v. 4), es decir, por la Biblia. De hecho, la Palabra de Dios, en primer lugar, nos lleva a dirigir la mirada a Jesús, a conocerlo mejor y a conformarnos a Él, a asemejarnos siempre más a Él. En segundo lugar, la Palabra nos revela que el Señor es de verdad ‘el Dios de la constancia y del consuelo’, que permanece siempre fiel a su amor por nosotros, es decir, que es perseverante en el amor con nosotros, no se cansa de amarnos, ¡no!, es perseverante: ¡siempre nos ama!, y también se preocupa por nosotros, curando nuestras heridas con la caricia de su bondad y de su misericordia, es decir, nos consuela. Tampoco, se cansa de consolarnos.

En esta perspectiva, se comprende también la afirmación inicial del Apóstol: ‘Nosotros, los que somos fuertes, debemos sobrellevar las flaquezas de los débiles y no complacernos a nosotros mismos’.’Esta expresión «nosotros, los que somos fuertes’ podría parecer arrogante, pero en la lógica del Evangelio sabemos que no es así, es más, es justamente lo contrario porque nuestra fuerza no viene de nosotros, sino del Señor.

Quien experimenta en su propia vida el amor fiel de Dios y su consolación está en grado, es más, en el deber de estar cerca de los hermanos más débiles y hacerse cargo de sus fragilidades. Si nosotros estamos cerca al Señor, tendremos esta fortaleza para estar cerca a los más débiles, a los más necesitados y consolarlos y darles fuerza. Esto es lo que significa.

Esto nosotros podemos hacerlo sin auto-complacencia, sino sintiéndose simplemente como un canal que transmite los dones del Señor; y así se convierte concretamente en un sembrador de esperanza. Es esto lo que el Señor nos pide a nosotros, con esa fortaleza y esa capacidad de consolar y ser sembradores de esperanza. Y hoy, se necesita sembrar esperanza, ¿Verdad? No es fácil.

El fruto de este estilo de vida no es una comunidad en la cual algunos son de ‘serie A’, es decir, los fuertes, y otros de ‘serie B’, es decir, los débiles. El fruto en cambio es, como dice Pablo, “tener los mismos sentimientos unos hacia otros a ejemplo de Cristo Jesús”. La Palabra de Dios alimenta una esperanza que se traduce concretamente en el compartir, en el servicio recíproco.

Porque incluso quien es ‘fuerte’ se encuentra antes o después con la experiencia de la fragilidad y de la necesidad de la consolación de los demás; y viceversa en la debilidad se puede siempre ofrecer una sonrisa o una mano al hermano en dificultad. Y así se vuelve una comunidad que “con un solo corazón y una sola voz, glorifica a Dios”.

Pero todo esto es posible si se pone al centro a Cristo, su Palabra, porque Él es el ‘fuerte’, Él es quien nos da la fortaleza, quien nos da la paciencia, quien nos da la esperanza, quien nos da la consolación. Él es el ‘hermano fuerte’ que cuida de cada uno de nosotros: todos de hecho tenemos necesidad de ser llevados en los hombros del Buen Pastor y de sentirnos acogidos en su mirada tierna y solícita.

Queridos amigos, jamás agradeceremos suficientemente a Dios por el don de su Palabra, que se hace presente en las Escrituras. Es allí que el Padre de nuestro Señor Jesucristo se revela como ‘Dios de la perseverancia y de la consolación’.

Y es ahí que nos hacemos conscientes de como nuestra esperanza no se funda en nuestras capacidades y en nuestras fuerzas, sino en el fundamento de Dios y en la fidelidad de su amor, es decir, en la fuerza de Dios y en la consolación de Dios. Gracias”.

 


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Cuarto domingo de Cuaresma por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor de Humanidades Clásicas en el Centro de Noviciado y Humanidades y Ciencias de la Legión de Cristo en Monterrey (México). 21 marzo 2017 (zenit)

Ciclo A

Textos: 1 Samuel 16, 1. 6-7.10-13; Efesios 5, 8-14; Juan 9, 1-41

 

Idea principal: La ceguera del cuerpo y la ceguera del alma. Cristo es la luz para ver.

Resumen del mensaje: En su encuentro con la samaritana, Jesús nos habló del misterio de la vida sobrenatural por medio del símbolo del agua (domingo pasado). Hoy nos habla de la victoria de la luz divina sobre las tinieblas del pecado por medio del símbolo de la enfermedad y de la ceguera (evangelio). Sólo así, curados de la ceguera, viviremos como hijos de la luz y daremos frutos de luz: bondad, justicia, pureza, caridad y verdad (segunda lectura). Sólo así conservaremos la unción de nuestro bautismo donde Dios nos hizo partícipe de su gracia y nos abrió los ojos a su luz, librándonos de la ceguera (primera lectura).

Puntos de la idea principal:

En primer lugar, la Cuaresma es un llamado a hacer una buena confesión de nuestros pecados, pues ellos son la causa de nuestra ceguera espiritual. El pecado nubla y ofusca nuestra mente, mancha y prostituye nuestra afectividad, y debilita nuestra voluntad. Y así enfermamos de ceguera espiritual, de apatía anímica y de depresión, como ese ciego de nacimiento (evangelio), que estaba tirado afuera del templo pidiendo limosna. Jesús exige acercarnos a Él con fe, gritar con confianza y obedecerle cuando nos manda bajar a bañarnos en la piscina de Siloé de la confesión. Este ciego, ya curado de la ceguera, tiene un proceso de visión impresionante: primero confiesa a Jesús como “ese hombre”; después lo reconoce como “profeta”; y finalmente, como Dios. Se abrió al don de la fe que Jesús le ofreció.

En segundo lugar, Jesús presenta su misión salvífica como un dramático conflicto entre la luz y las tinieblas. El mundo malvado se esfuerza por apagar la Luz de Cristo, porque los hombres que lo integran prefieren las tinieblas a la luz, ya que sus obras son malas. La hora de la pasión que viviremos en la Semana Santa es la “hora de las tinieblas” por antonomasia. Nosotros tenemos que ser hijos de la luz y por ello caminar en la luz (segunda lectura). Tenemos que acudir a esa piscina de Siloé que es la confesión, para que Cristo nos cure de la ceguera espiritual, que nos impide ver las cosas desde Dios y como Dios. Sólo los fariseos de corazón seguirán ciegos, porque no quieren aceptar a Jesús. Engreídos, no quisieron dejarse iluminar por Jesús. Creían ver, poseer el recto conocimiento de Dios; pero en realidad, al cerrar los ojos a la luz, que es Cristo, van a su perdición. En cambio, el ciego, imagen del hombre sencillo y recto, se abre a la fe, recuperando la vista; así reconoce a Jesús como salvador, y se salva.

Finalmente, cada uno de nosotros debemos acercarnos a Cristo Luz que quiere iluminar nuestra vida, nuestra alma, nuestros proyectos, nuestras empresas. Cristo quiere curarme de mi hipermetropía, de mi presbicia, de mi miopía, de mi daltonismo. Sólo debo acercarme a la confesión, confesar mis pecados, aceptar su perdón y salir con una vida nueva, con ojos curados. “No hay peor ciego que el que no quiere ver”.

Para reflexionar: ¿nos dejamos penetrar por la luz de Cristo? ¿Nos reconocemos ciegos de nacimiento, por culpa del pecado? ¿Cada cuanto nos confesamos? ¿Llevamos la luz de Cristo a nuestros hermanos que están todavía ciegos? ¿Qué frutos de luz estamos dando a nuestro alrededor?

Para rezar: Señor, cúrame de mi ceguera interior. Ponme el colirio de tu gracia para que pueda ver tu mano en todas las cosas y tu imagen en mis hermanos. Y al mismo tiempo, pueda vislumbrar desde lejos las tretas oscuros de los enemigos de mi alma y huir de ellos. Tú eres mi Luz, y en tu luz caminaré siempre. Quiero cantar con el salmo 26“El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?”. Amén.


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Domingo, 19 de marzo de 2017

Palabras del papa Francisco antes del ángelus. 19 marzo 2017 (ZENIT- Ciudad del Vaticano, 19 de marzo del 2017)

Queridos hermanos y hermanas, buenos días!

El Evangelio del tercer domingo de cuaresma nos presenta el diálogo de Jesús con la Samaritana (cf. Jn 4,5-42). El encuentro tiene lugar cuando Jesús atraviesa Samaría, región entre Judea y Galilea, habitada por gente que los judíos despreciaban, porque los consideraban cismáticos y herejes. Sin embargo este pueblo será justamente uno de los primeros en adherirse a la predicación cristiana de los apóstoles.

Mientras que los discípulos van de pueblo en pueblo para proveerse de comida, Jesús se queda junto a un pozo y pide de beber a una mujer, que venía a sacar agua. Y comienzan un diálogo.

“Cómo un judío se digna pedir agua a una mujer samaritana?” Jesús responde: “ Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice dame de beber, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva”, un agua que apaga toda sed, y se convierte en fuente inagotable en el corazón de quien la bebe (vv. 10-14).

Ir al pozo a por agua es enojoso y fastidioso: Estaría bien tener a disposición una fuente de la brote agua! Pero Jesús habla de una fuente diferente. Cuando la mujer se da cuenta de que el hombre con quién habla es un profeta, ella le confiesa su vida y le hace preguntas religiosas.

Su sed de cariño y de una vida plena que no ha tenido con sus cinco maridos, al contrario ha tenido experiencias decepcionantes y de engaños. Por eso la mujer está impactada por el respeto que Jesús tiene por ella cuando le habla de la verdadera fe como de una relación con Dios Padre “en espíritu y verdad”, entonces ella tienen la intuición de que este hombre podría ser el Mesías, y Jesús – cosa rarísima – le confirma: “ Yo soy, el que te está hablando” (v. 26 ). El dice ser el Mesías a una mujer que había tenido una vida desordenada.

Queridos hermanos, el agua que da la vida eterna ha sido derramada en nuestros corazones el día de nuestro bautismo: Dios nos ha transformado y colmado de su gracia.

Pero puede ser que este gran don lo hayamos olvidado o reducido a algo administrativo: y quizás estemos en busca de “pozos” cuyas aguas no quitan la sed. Cuando nosotros olvidamos la verdadera agua, vamos en busca de pozos cuyas aguas no están limpias. Entonces este Evangelio es justo para nosotros! No solamente para la Samaritana, para nosotros.

Algunos de nosotros ya le conocemos, pero puede ser que aún no lo hayamos encontrado personalmente. Sabemos quién es Jesús, pero puede ser que no lo hayamos encontrado personalmente hablando con él y no le hemos reconocido como nuestro Salvador.

Este tiempo de cuaresma es una buena ocasión para acercarnos a él encontrándole en la oración, en un diálogo de corazón a corazón: hablar con él, escucharle. Es una buena ocasión para ver su rostro, tanto en el rostro de un hermano o de una hermana que sufre. De esta manera, podemos renovar en nosotros la gracia del bautismo, refrescándonos en la fuente de la Palabra de Dios, y de su Espíritu Santo. Y así descubrir también la alegría de ser artesanos de reconciliación e instrumentos de paz en la vida cotidiana.

Que la Virgen María nos ayude a beber constantemente de la gracia, a ser esta agua que brota de la roca que es Cristo Salvador, para que podamos profesar nuestra fe con convicción y anunciar con alegría las maravillas del amor de Dios misericordioso y fuente de todo bien.

Ave María….

Traducción de ZENIT, Raquel Anillo Gonzalez

 

 


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Texto completo del papa Francisco a los participantes en el curso de la Penitenciaría Apostólica. 18 marzo 2017 (ZENIT- Ciudad del Vaticano, 17 Mar. 2017)

“Queridos hermanos,

Me alegra encontrarles en esta primera audiencia después del Jubileo de la Misericordia con motivo del curso anual sobre el Fuero Interno. Dirijo un cordial saludo al cardenal Penitenciario Mayor, y agradezco sus amables palabras. Saludo al Regente, a los prelados, a los funcionarios y al personal de la Penitenciaría, a los Colegios de los penitenciarios ordinarios y extraordinarios de las basílicas papales en Urbe, y a todos los que participan en este curso.

Les confieso en realidad, que éste de la Penitenciaría, es el tipo de Tribunal que realmente me gusta. Porque es un “tribunal de la misericordia”, al que uno se dirige para obtener esa medicina indispensable para nuestra alma, que es la Misericordia divina.

Vuestro curso sobre el fuero interno, que contribuye a la formación de buenos confesores, es absolutamente útil y yo diría incluso necesario en nuestros días. Por supuesto, no se hacen buenos confesores siguiendo un curso, no: la del confesionario es una “larga escuela “, que dura toda la vida. Pero, ¿quién es el “buen confesor”? ¿ Cómo se convierte uno en buen confesor?
Quisiera indicar a este propósito, tres aspectos.

1. El “buen confesor” es, ante todo, un verdadero amigo de Jesús, el Buen Pastor. Sin esta amistad, será muy difícil que madure esa paternidad, tan necesaria en el ministerio de la Reconciliación. Ser amigos de Jesús significa, sobre todo, cultivar la oración. Que sea una oración personal con el Señor, pidiendo sin cesar el don de la caridad pastoral; que sea una oración específica para el ejercicio de la tarea de confesores y por los fieles hermanos y hermanas que se acercan a nosotros en busca de la misericordia de Dios.

Un ministerio de la Reconciliación “envuelto en oración” será un reflejo creíble de la misericordia de Dios y evitará esas asperezas e incomprensiones que, a veces se podrían generar también en el encuentro sacramental. Un confesor que reza sabe muy bien que él mismo es el primer pecador y el primer perdonado. No se puede perdonar en el Sacramento sin ser consciente de haber sido perdonado antes.

Por lo tanto, la oración es la primera garantía para evitar cualquier actitud de dureza, que juzga inútilmente al pecador y no al pecado. En la oración es necesario implorar el don de un corazón herido, capaz de entender las heridas de los otros y de curarlas con el aceite de la misericordia, aquel que el Buen Samaritano derramó sobre las heridas de aquel desgraciado, de quien nadie tuvo piedad (cf. Lc 10,34).

En la oración debemos pedir el precioso don de la humildad, para que quede siempre claro que el perdón es un don gratuito y sobrenatural de Dios, del que nosotros somos simples, aunque necesarios, administradores por la misma voluntad de Jesús; y Él se complacerá ciertamente si hacemos un uso extensivo de su misericordia.

En la oración, además, invoquemos siempre al Espíritu Santo, que es Espíritu de discernimiento y compasión. El Espíritu nos permite identificarnos con el sufrimiento de nuestros hermanos y hermanas que se acercan al confesionario y acompañarlos con discernimiento prudente y maduro y con verdadera compasión en sus sufrimientos, causados por la pobreza del pecado.

2. El buen confesor es, en segundo lugar,un hombre del Espíritu, un hombre del discernimiento. ¡Cuánto hace daño hace a la Iglesia la falta de discernimiento! ¡Cuánto daño causa en las almas un actuar que no hunda sus raíces en la escucha humilde del Espíritu Santo y de la voluntad de Dios!

El confesor no hace su propia voluntad y no enseña su propia doctrina. Está llamado a hacer siempre y sólo la voluntad de Dios, en plena comunión con la Iglesia, de la que es ministro, es decir servidor.

El discernimiento permite distinguir siempre, para no confundirse, y para no meter nunca “todo en el mismo saco”. El discernimiento educa la mirada y el corazón, y hace posible la delicadeza de ánimo tan necesaria frente al que nos abre el sagrario de su propia conciencia para recibir luz, paz y misericordia.

El discernimiento también es necesario porque, quien se acerca al confesionario, puede venir de las situaciones más disparatadas; podría tener también trastornos espirituales cuya naturaleza debe ser sometida a un cuidadoso discernimiento, teniendo en cuenta todas las circunstancias existenciales, eclesiales, naturales y sobrenaturales.

Cuando el confesor se dé cuenta de la presencia de verdaderos trastornos espirituales –que también pueden ser en gran parte psicológicos, y esto debe apurarse mediante una sana colaboración con las ciencias humanas–, no dudará en referirse a aquellos que, en la diócesis están encargados de este delicado y necesario ministerio, a saber los exorcistas. Pero éstos tienen que elegirse con sumo cuidado y mucha prudencia.

Por último, el confesionario es también un verdadero y propio lugar de evangelización. No hay, efectivamente, evangelización más auténtica que el encuentro con el Dios de la misericordia, con el Dios que es Misericordia. Encontrar la misericordia significa encontrar el verdadero rostro de Dios, así como el Señor Jesús nos lo ha revelado.

El confesionario es, pues, lugar de evangelización y, por lo tanto, de formación. En el breve diálogo que teje con el penitente, aunque sea breve, el confesor está llamada a discernir lo que es más útil y lo que es incluso necesario para el camino espiritual de ese hermano o hermana. A veces será necesario volver a anunciar las verdades más elementales de la fe, el núcleo incandescente, el kerygma, sin el cual la misma experiencia del amor de Dios y de su misericordia permanecería como muda; a veces se tratará de indicar los fundamentos de la vida moral, siempre en relación con la verdad, el bien y la voluntad del Señor. Se trata de una obra de discernimiento rápido e inteligente, que puede hacer muy bien a los fieles.

El confesor, efectivamente, está llamado a ir todos los días a las “periferias del mal y del pecado”, –¡es una fea periferia¡– y su obra es una verdadera prioridad pastoral. Confesar es prioridad pastoral. Por favor, nada de carteles con: “Se confiesa solamente los lunes y miércoles de tal a tal hora”. Se confiesa cada vez que te lo piden. Y si tu estás ahí (en el confesionario) rezando, estás con el confesionario abierto, que es el corazón de Dios abierto.

Queridos hermanos, les bendigo y les deseo que sean buenos confesores: inmersos en la relación con Cristo, capaces de discernimiento en el Espíritu Santo y dispuestos a aprovechar la oportunidad para evangelizar. Rezad siempre por los hermanos y hermanas que se acercan al sacramento del perdón. Y, por favor, recen también por mí.

Y no quisiera acabar sin algo de lo que me he acordado cuando hablaba el cardenal prefecto. El ha hablado de las llaves y de la Virgen, y me ha gustado, y diré una cosa…dos cosas. A mí, cuando era joven, me hizo mucho bien leer el libro de san Alfonso María de Ligorio sobre la Virgen:Las glorias de María. Al final de cada capítulo hay siempre un milagro de la Virgen a través del cual entraba en medio de la vida y arreglaba las cosas.

Y lo segundo: me han contado que en el Sur de Italia hay una leyenda, una tradición sobre la Virgen: la Virgen de las mandarinas. Es una tierra donde hay tantas mandarinas ¿verdad? Y dicen que sea la patrona de los ladrones (risas). Dicen que los ladrones van a rezar allí.

Y la leyenda –así cuentan- es que cuando los ladrones que rezan a la Virgen de las mandarinas se mueren, forman una fila delante de Pedro, que tiene las llaves y abre y deja pasar a uno, después abre y deja pasar a otro. Y la Virgen cuando ve a uno de éstos, le hace una señal para que se esconda; y después cuando han pasado todos, Pedro cierra y se hace de noche y la Virgen desde la ventana lo llama y lo hace entrar por la ventana.

Es un relato popular, pero es muy bonito: perdonar con la Madre al lado. Porque esta mujer, este hombre que viene al confesionario, tiene una Madre en el cielo que le abrirá la puerta y lo ayudará en el momento de entrar en el cielo. Siempre la Virgen, porque la Virgen nos ayuda también a nosotros en el ejercicio de la misericordia. Doy las gracias al cardenal por estos dos signos: las llaves y la Virgen. Muchas gracias.

Les invito –es la hora– a rezar el ángelus juntos: “Angelus Domini…” (Bendición)

¡No digan que los ladrones van al cielo! ¡No lo digan!” (risas)


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La fuente interior – III Domingo de Cuaresma. Por Enrique Díaz Díaz. 17 marzo 2017 (zenit)

Éxodo 17, 3-7: “Tenemos sed: danos agua para beber”
Salmo 94: “Señor, que no seamos sordos a tu voz”
Romanos 5, 1-2. 5-8: “Dios ha infundido su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo”
San Juan 4, 5-42: “Un manantial capaz de dar la vida eterna”

Le llama “río perdido” y corren muchas leyendas sobre su conformación. Lo cierto es que un precioso río que se alimenta de las multicolores aguas de las Lagunas de Montebello, después de serpentear entre las montañas, los pinos y la hermosura de la sierra, de repente se adentra en unas enormes cavernas y desaparece entre las piedras del cauce. La belleza impresionante de las grutas y el cauce seco que absorbe las aguas en su interior dan lugar a las más disparatadas leyendas. El espectador queda admirado y parece imposible que las cristalinas aguas se pierdan en la nada y permanezcan sólo rocas y pedruscos que conforman el caudal, como si la tierra las tragara. ¿Es posible que se pierda el enorme caudal y no quede nada?

De un precioso caudal nos habla el Evangelio de este día y de la importancia de la fuente interior. Nos hace acercarnos a un Jesús que rompe todos los esquemas y a una mujer que se deja seducir por las palabras de un extraño para encontrar la belleza en su propio corazón. Los signos que nos presenta San Juan van más allá de una bella narración y cada objeto se transforma en una enseñanza: el cansancio y la sed de Jesús que se sienta en el brocal del pozo, el cántaro de la samaritana agrietado y reseco como su alma. La sed, el agua, los maridos, el lugar de la adoración… parecerían palabras que bordean y esquivan el verdadero problema y que Jesús con gran delicadeza va encaminando hasta llegar al punto central: el manantial interior. Nada se podrá entender, y nada podrá solucionarse, si en el interior de la persona sólo se encuentra el vacío, la ambición, el ansia de poder. Podrán disfrazarse las intenciones, se buscarán pretextos para la lucha, se recurrirá a las diferencias de los pueblos, pero siempre se tendrá que llegar al corazón de la persona para descubrir si tiene su verdadero manantial o si tiene que estarse surtiendo de exterioridades y apariencias.

Si caminando por las atestadas calles de nuestras ciudades, tratamos de descubrir qué hay detrás de los rostros herméticos de las personas que con prisas, preocupaciones y un desentendimiento de lo que sucede en el exterior, parecen dirigirse a un lugar seguro, no es difícil percibir una sensación de desencanto y frustración. No es sólo la constatación de una crisis económica que no logramos solucionar, no es sólo la violencia que nos desestabiliza y nos hace sentir impotentes, va mucho más allá… crece el miedo social, la actitud defensiva y agresiva, la impotencia y el vacío. Es como si estuviéramos tocando fondo y quisiéramos refugiarnos detrás de una máscara o detrás de nuestras cuatro paredes. Pero aún allí nos llega la nostalgia, la náusea y el aburrimiento. Los suicidios, las drogas, el alcohol, la ambición desordenada, el refugio en los celulares, la pornografía y los desenfrenos, no son sino expresiones de este vacío que se quisiera llenar con cosas exteriores, pero continúa el corazón agrietado y sediento en busca de verdad y de amor. Para muchos sería la condena del hombre moderno y la llegada a su exterminio, pero para Jesús es el momento de la oportunidad, el tiempo favorable cargado de posibilidades. Porque cuando el hombre se ha reconocido necesitado, cuando ha visto que las seguridades exteriores no llenaban su corazón, se puede estar dispuesto a la búsqueda de realidades superiores. Jesús percibe esta sequedad en el corazón de la samaritana y le ofrece “el agua que da vida”. Jesús también percibe las grietas de nuestros ansiosos corazones y nos ofrece “el agua viva” para que no volvamos a tener sed.

“¿Por qué siendo tú judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?”, la pregunta de la samaritana esconde su miedo a abrirse al Otro, y se escuda en argumentos religiosos, políticos y sociales, para manifestar su rechazo a quien es diferente. Jesús no cae en la trampa y continúa el diálogo superando las barreras que han impuesto los egoísmos de los hombres y ofrece una nueva forma de vivir, una nueva relación y una aceptación sin importar las diferencias. Samaritanos y judíos se habían enzarzado en discusiones y pleitos, y ponían como pretexto el lugar de adoración de Dios, como si Dios fuera alguien externo y se ocupara más de su propio culto. Jesús rompe esta cadena de violencia y descubre que más allá de los sacrificios externos, Dios habita y reside en el corazón de cada persona. Cada uno se convierte en santuario de Dios y aquella samaritana, mujer, pecadora y despreciada, es también templo de Dios. No se alimentará de veneros externos, sino tendrá en su interior un pozo que le dé el agua de la vida. La coraza que escondía sus heridas y disfrazaba sus complejos de persona aplastada, herida y deprimida, ha desaparecido y ahora no lo tiene que superar ni con agresiones, ni con falsos amores, ni con apariencias hipócritas. Puede abrir su corazón y descubrir que en el fondo encuentra su propio pozo de agua viva: el amor incondicional de Dios que la acepta, la quiere y le proporciona un manantial de vida.

Jesús ofrece el don de Dios, no juzga a la persona, mira el interior de la samaritana y ahí le manifiesta todo su amor. No es la belleza exterior, ni siquiera la bondad de aquella mujer vacía, lo que lo hace amarla. La ternura del Padre que ama a todos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, lo impulsa a manifestar su misericordia, respeto y cariño a quien sólo había recibido migajas. Y al amar Jesús, libera; al ofrecer el don de Dios, salva; y al aceptar su pequeñez, reconoce la dignidad de la persona. Por eso aquella samaritana, levantando la cabeza y caminando con gran seguridad, se dirige a sus hermanos para ofrecer de su propio manantial una esperanza de vida: “Vengan a ver… ¿no será éste el Mesías?”. Supera sus propios miedos, está reconstruida y puede ahora dirigirse con toda seguridad a sus hermanos. Quien tiene un manantial en su interior siempre desborda fecundidad e irradia amor. Ya no quiere a los hombres egoístamente para sí, es capaz de ofrecer una Buena Nueva y dirigir sus sentimientos a un nuevo amor. Ha entendido que la felicidad no se encuentra en la acumulación egoísta de posesiones para sí, sino en la construcción de la felicidad de los demás, y contribuye a que descubran una nueva vida.

Este tercer domingo de Cuaresma, permitamos que Jesús descubra nuestro interior, que mire nuestro corazón agrietado, que restaure nuestras heridas y complejos. Reconozcámonos santuarios de Dios y descubramos nuestro propio manantial.

Señor Jesús, mira nuestra sed infinita de felicidad, de pan y cariño, de liberación total, de fraternidad y justicia, de solidaridad y derechos humanos, y concédenos descubrirte en lo profundo de nuestros deseos, para saciarnos de Ti. Amén.

 


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Segunda predicación de cuaresma del capuchino Cantalamessa. El Santo Padre participa. 17 marzo 2017 (ZENIT- Ciudad del Vaticano, 17 Mar. 2017)

 

P. Raniero Cantalamessa

Cuaresma 2017 – Segunda predicación

El Espíritu Santo nos introduce

En el misterio de la divinidad de Cristo

1. La fe de Nicea

Proseguimos nuestra reflexión sobre el papel del Espíritu Santo en el conocimiento de Cristo. A este respecto no se puede callar una confirmación en curso hoy en el mundo. Existe desde hace tiempo un movimiento llamado «Judíos mesiánicos», es decir, judeo-cristianos. (¡«Cristo» y «cristiano» no son más que la traducción griega del hebreo Mesías y mesiánico!). Una estimación por defecto habla de 150.000 adheridos, separados en grupos y asociaciones diferentes entre sí, difundidos sobre todo en los Estados Unidos, Israel y en varias naciones europeas.

Son judíos que creen que Jesús, Yeshua, es el Mesías prometido, el Salvador y el Hijo de Dios, pero en absoluto no quieren renunciar a su identidad y tradición judía. No se adhieren oficialmente a ninguna de las Iglesias cristianas tradicionales porque quieren vincularse y hacer revivir la primitiva Iglesia de los judeo-cristianos, cuya experiencia fue interrumpida bruscamente por conocidos sucesos traumáticos.

La Iglesia católica y las otras Iglesias siempre se han abstenido de promover, e incluso mencionar, este movimiento por razones obvias de diálogo con el judaísmo oficial. Yo mismo nunca he hablado de ello. Pero ahora se está abriendo camino la convicción de que no es justo seguir ignorándolos o, peor aún, dejarlos en el ostracismo por una y otra parte. Hace poco ha salido en Alemania un estudio de varios teólogos sobre el fenómeno1. Si hablo de ello en este lugar es por un motivo concreto, que tiene que ver con el tema de estas meditaciones. En una investigación sobre los factores y las circunstancias que estuvieron en el origen de su fe en Jesús, más del 60% de los interesados respondió: «La acción interior del Espíritu Santo»; en segundo lugar está la lectura de la Biblia y en el tercero, los contactos personales2. Es una confirmación de la vida de que el Espíritu Santo es aquel que da el verdadero e íntimo conocimiento de Cristo.

Reanudamos pues el hilo de nuestras consideraciones históricas. Mientras la fe cristiana permaneció restringida al ámbito bíblico y judío, la proclamación de Jesús como Señor («Creo en un solo Señor Jesucristo»), cumplía todas las exigencias de la fe cristiana y justificaba el culto de Jesús «como Dios». En efecto, Señor, Adonai, era para Israel un título inequívoco; pertenece exclusivamente a Dios. Llamar a Jesús Señor, equivale, por ello, a proclamarlo Dios. Tenemos una prueba cierta del papel desarrollado por el título Kyrios en los primeros días de la Iglesia como expresión del culto divino reservado a Cristo. En su versión aramea Mara-atha (el Señor viene) o Maràna-tha (¡Ven Señor!), san Pablo testimonia el título como fórmula ya en uso en la liturgia (1 Cor 16,22) y es una de las pocas palabras conservadas hasta hoy en la lengua de la primitiva comunidad 3.

Al mártir san Policarpo que era conducido ante el juez romano, el jefe de los guardias le hace entender que es suficiente que diga: «¡César es el Señor!» (Kyrios Kaisar) para ser puesto en libertad. Policarpo4 —lo sabemos por el relato de un testigo ocular enviado a las iglesias de la región— se niega para no traicionar su fe en el único Señor y sube a la hoguera bendiciendo a Cristo. El título de Señor bastaba para afirmar la propia fe de Cristo.

Sin embargo, apenas se asomó el cristianismo sobre el mundo greco romano circundante, el título de Señor, Kyrios, ya no bastaba. El mundo pagano conocía muchos y distintos «señores», primero entre todos, precisamente, el emperador romano. Había que encontrar otro modo para garantizar la plena fe en Cristo y su culto divino. La crisis arriana ofreció la ocasión para ello.

Esto nos introduce en la segunda parte del artículo sobre Jesús, la que fue añadida al símbolo de fe en el concilio de Nicea del 325:

«Nacido del Padre antes de todos los siglos:

Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero,

engendrado, no creado,

de la misma sustancia (homoousios) del Padre».

El Obispo de Alejandría, Atanasio, campeón indiscutible de la fe nicena, está muy convencido de que no es él, ni la Iglesia de su tiempo, quien descubre la divinidad de Cristo. Toda su obra consistirá, por el contrario, en mostrar que esta ha sido siempre la fe de la Iglesia; que la verdad no es nueva, que la herejía es contraria. Su convicción, a este respecto, encuentra una confirmación histórica indiscutible en la carta que Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, escribió al emperador Trajano alrededor del año 111 d.C. La única noticia cierta que dice que posee respecto de los cristianos es que «suelen reunirse antes del alba, en un día establecido de la semana, y cantar a Cristo como a Dios» («carmenque Christo quasi Deo dicere»)5.

La fe en la divinidad de Cristo ya existía, pues, y sólo ignorando completamente la historia alguien ha podido afirmar que la divinidad de Cristo es un dogma querido e impuesto por el Emperador Constantino en el concilio de Nicea. La aportación de los padres de Nicea y en particular la de de Atanasio, fue, más nada, la de eliminar los obstáculos que habían impedido hasta entonces un reconocimiento pleno y sin reticencias de la divinidad de Cristo en las discusiones teológicas.

Uno de tales obstáculos era la costumbre griega de definir la esencia divina con el término agennetos, engendrado. ¿Cómo proclamar que el Verbo es Dios verdadero, desde el momento en que es Hijo, es decir, engendrado por el Padre? Para Arrio era fácil establecer la equivalencia: engendrado, igual a hecho, es decir, pasar gennetos a genetos, y concluir con la célebre frase que hizo estallar el caso: «¡Hubo un tiempo en que no existía!» (en ote ouk en). Esto equivalía a hacer de Cristo una criatura, aunque no «como las demás criaturas». Atanasio resuelve la controversia con una observación elemental: «El término agenetos fue inventado por los griegos porque no conocían todavía al Hijo»6 y defendió a capa y espada la expresión «engendrado, pero no hecho», genitus no factus, de Nicea,

Otro obstáculo cultural para el pleno reconocimiento de la divinidad de Cristo, sobre el cual Arrio podía apoyar su tesis, era la doctrina de una divinidad intermedia, el deuteros theos, antepuesto a la creación del mundo. Desde Platón en adelante, la creación se había convertido en un dato común a muchos sistemas religiosos y filosóficos de la antigüedad. La tentación de asimilar el Hijo, «por medio del cual fueron creadas todas las cosas», a esta entidad intermedia había permanecido creciente en la especulación cristiana (apologistas, Orígenes), aunque ajena a la vida interna de la Iglesia. De ello resultaba un esquema tripartito del ser: en la cumbre, el Padre no engendrado; después de él, el Hijo (y más tarde también el Espíritu Santo); en tercer lugar, las criaturas.

La definición del «genitus no factus» y del homoousios, elimina este obstáculo y obra la catarsis cristiana del universo metafísico de los griegos. Con tal definición, se traza una sola línea de demarcación en la escala del ser. Existen dos únicos modos de ser: el del Creador y el de las criaturas, y el Hijo se sitúa en la parte del primero, no de las segundas.

Queriendo encerrar en una frase el significado perenne de la definición de Nicea, podríamos formularla así: en cada época y cultura, Cristo debe ser proclamado «Dios», no en alguna acepción derivada o secundaria, sino en la acepción más fuerte que la palabra «Dios» tiene en dicha cultura.

Es importante saber qué motiva a Atanasio y a los demás teólogos ortodoxos en la batalla, es decir, de dónde les viene una certeza tan absoluta. No de la especulación, sino de la vida; más concretamente, de la reflexión sobre la experiencia que la Iglesia, gracias a la acción del Espíritu Santo, hace de la salvación en Cristo Jesús.

El argumento soteriológico no nace con la controversia arriana; está presente en todas las grandes controversias cristológicas antiguas, desde la antignóstica hasta la antimonoteleta. En su formulación clásica reza así: «Lo que no es asumido, no es salvado» («Quod non est assumptum non est sanatum»)7. En el uso que hace Atanasio de ella, se puede entender así: «Lo que no es asumido por Dios no es salvado», donde toda la fuerza está en ese breve añadido «por Dios». La salvación exige que el hombre no sea asumido por un intermediario cualquiera, sino por Dios mismo: «Si el Hijo es una criatura —escribe Atanasio— el hombre seguiría siendo mortal, al no estar unido a Dios», y también: «El hombre no estaría divinizado, si el Verbo que se hizo carne no fuera de la misma naturaleza del Padre»8.

Pero hay que hacer una precisión importante. La divinidad de Cristo no es un «postulado» práctico, como para Kant lo es la existencia misma de Dios9. No es un postulado, sino la explicación de un dato de hecho. Sería un postulado —y por tanto una deducción teológica humana—- si se partiera de una cierta idea de salvación y de ella se dedujera la divinidad de Cristo como la única capaz de obrar dicha salvación; por el contrario, es la explicación de un dato si se parte, como hace Atanasio, de una experiencia de salvación y se demuestra que ella no podría existir si Cristo no fuera Dios. En otras palabras, la divinidad de Cristo no se basa en la salvación, sino la salvación en la divinidad de Cristo.

2. «Vosotros, ¿quién decís que soy yo?»

Pero es tiempo de venir a nosotros e intentar ver qué podemos aprender hoy de la épica batalla sostenida en su tiempo por la ortodoxia. La divinidad de Cristo es la piedra angular que sostiene los dos misterios principales de la fe cristiana: la Trinidad y la Encarnación. Ellos son como dos puertas que se abren y se cierran a la vez. Existen edificios o estructuras metálicas hechos de tal modo que si se toca un cierto punto, o se quita una cierta piedra, todo se derrumba. Así es el edificio de la fe cristiana, y su piedra angular es la divinidad de Cristo. Quitado esta, todo se disgrega y antes que nada la Trinidad. Si el Hijo no es Dios, ¿por quién está formada la Trinidad? Ya lo había denunciado con claridad san Atanasio, escribiendo contra los arrianos:

«Si el Verbo no existe junto con el Padre desde toda la eternidad, entonces no existe una Trinidad eterna, sino que fue la unidad y luego, con el paso del tiempo, por adición, comenzó a existir la Trinidad»10.

San Agustín decía: «No es gran cosa creer que Jesús ha muerto; esto lo creen también los paganos, los judíos y los réprobos; todos lo creen. Pero es algo verdaderamente grande creer que Él ha resucitado. La fe de los cristianos es la resurrección de Cristo»11. Además de sobre la muerte y la resurrección, lo mismo se debe decir de la humanidad y divinidad de Cristo, cuyas respectivas manifestaciones son muerte y resurrección. Todos creen que Jesús sea hombre; lo que diferencia a creyentes y no creyentes es creer que él es Dios. ¡La fe de los cristianos es la divinidad de Cristo!

Debemos plantearnos una pregunta seria. ¿Qué lugar ocupa Jesucristo en nuestra sociedad y en la misma fe de los cristianos? Pienso que se puede hablar, a este respecto, de una presencia-ausencia de Cristo. A un cierto nivel —el del espectáculo y los medios de comunicación social en general— Jesucristo está muy presente. En una serie interminable de relatos, películas y libros, los escritores manipulan la figura de Cristo, a veces bajo el pretexto de nuevos documentos históricos imaginarios sobre él. Se ha convertido en una moda, un género literario. Se especula sobre la amplia resonancia que tiene el nombre de Jesús y sobre lo que él representa para gran parte de la humanidad, para asegurarse una gran publicidad a bajo coste. Yo llamo a todo esto parasitismo literario.

Desde cierto punto de vista podemos decir, pues, que Jesucristo está muy presente en nuestra cultura. Pero si miramos al ámbito de la fe, al cual pertenece en primer lugar, observamos, por el contrario, una inquietante ausencia, cuando no incluso rechazo de su persona. ¿En qué creen, en realidad, los que se definen como «creyentes» en Europa y en otros lugares? La mayoría de las veces creen en la existencia de un Ser supremo, de un Creador; creen que existe un «más allá». Sin embargo, esta es una fe deísta, no todavía una fe cristiana. Diferentes indagaciones sociológicas constatan este dato de hecho también en países y regiones de antigua tradición cristiana. Jesucristo está prácticamente ausente en este tipo de religiosidad.

También el diálogo entre ciencia y fe lleva, sin quererlo, a poner a Cristo entre paréntesis. En efecto, tiene por objeto a Dios, el Creador. La persona histórica de Jesús de Nazaret no tiene en ese diálogo ningún puesto. Pasa lo mismo también en el diálogo con la filosofía a la que le gusta ocuparse de conceptos metafísicos, y no de realidades históricas, por no hablar del diálogo interreligioso en el que se discute de paz, ecologismo, pero ciertamente no de Jesús.

Basta una simple mirada al Nuevo Testamento para entender lo lejos que estamos, en este caso, del significado original de la palabra «fe» en el Nuevo Testamento. Para Pablo, la fe que justifica a los pecadores y confiere el Espíritu Santo (Gál 3,2), en otras palabras, la fe que salva, es la fe en Jesucristo, en su misterio pascual de muerte y resurrección.

Ya durante la vida terrena de Jesús, la palabra fe indica fe en él. Cuando Jesús dice: «Tu fe te ha salvado», al reprochar a los Apóstoles llamándolos «hombres de poca fe», no se refiere a la fe genérica en Dios que se daba por descontada entre los judíos; ¡Habla de fe en Él! Esto desmiente por sí solo la tesis según la cual la fe en Cristo empieza sólo con la Pascua y antes sólo existe el «Jesús de la historia». El Jesús de la historia es ya uno que postula fe en Él y si los discípulos le han seguido es precisamente porque tenían una cierta fe en él, aunque muy imperfecta antes de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.

Debemos dejarnos investir en pleno rostro, pues, por la pregunta que Jesús dirigió un día a sus discípulos, después de que estos le han referido las opiniones de la gente en torno a él: «Pero vosotros, ¿quién creéis que soy yo?», y por la aún más personal: «¿Crees tú?» ¿Crees realmente? ¿Crees con todo el corazón? San Pablo dice que «con el corazón se cree para obtener la justicia y con la boca se hace la profesión de fe para tener la salvación» (Rom 10,10). «De las raíces del corazón es de donde sube la fe», exclama san Agustín12.

En el pasado, el segundo momento de este proceso —es decir, la profesión de la recta fe, la ortodoxia —ha tomado a veces tanto relieve que ha dejado en la sombra a ese primer momento que es el más importante y que se desarrolla en las profundidades recónditas del corazón. Casi todos los tratados «Sobre la fe» (De fide) escritos en la antigüedad, se ocupan de las cosas que hay que creer, y no del acto de creer.

3. ¿Quién es el que vence al mundo?

Tenemos que recrear las condiciones para una fe en la divinidad de Cristo sin reservas y sin reticencias. Reproducir el impulso de fe del que nació la fórmula de fe. El cuerpo de la Iglesia ha producido una vez un esfuerzo supremo, con el que se ha elevado, en la fe, por encima de todos los sistemas humanos y de todas las resistencias de la razón. Más adelante, quedó el fruto de este esfuerzo. La marea se elevó una vez a un nivel máximo y dejó su signo sobre la roca. Este signo es la definición de Nicea que proclamamos en el Credo. Sin embargo, es preciso que se repita el levantamiento, no basta con el signo. No basta con repetir el Credo de Nicea; hay que renovar el impulso de fe que se tuvo entonces en la divinidad de Cristo y del que no ha habido otro igual a lo largo de los siglos. De él hay necesidad nuevamente.

Hay necesidad de ello ante todo de cara a una nueva evangelización. San Juan, en su Primera Carta, escribe: «Quién es el que vence al mundo si no quien cree que Jesús es el Hijo de Dios? (1 Jn 5,4-5). Debemos entender bien qué quiere decir «vencer al mundo». No quiere decir conseguir más éxito, dominar la escena política y cultural. Este sería más bien lo contrario: no vencer al mundo, sino mundanizarse. Lamentablemente no han faltado épocas en que se ha caído, sin darse cuenta de ello, en este equívoco. Piénsese en las teorías de las dos espadas o del triple reino del Soberano Pontífice, aunque siempre debemos estar atentos a no juzgar el pasado con los criterios y las certezas del presente. Desde el punto de vista temporal, ocurre más bien lo contrario, y Jesús lo declara anticipadamente a sus discípulos: «Vosotros lloraréis, pero el mundo se alegrará» (Jn 16,20).

Queda excluido, pues, todo triunfalismo. Se trata de una victoria de un tipo muy distinto: de una victoria sobre lo que también el mundo odia y no acepta de sí mismo: la temporalidad, la caducidad, el mal, la muerte. En efecto, esto es lo que significa, en su acepción negativa, la palabra «mundo» (kosmos) en el evangelio. En este sentido Jesús dice: «Tened ánimo: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).

¿Cómo ha vencido Jesús al mundo? Ciertamente no apaleando a los enemigos con «diez legiones de ángeles», sino, como dice san Pablo «venciendo a la enemistad» (cf. Ef 2,16), es decir, todo lo que separa al hombre de Dios, el hombre del hombre, a un pueblo de otro pueblo. Para que no hubiera dudas sobre la naturaleza de esta victoria sobre el mundo, ésta es inaugurada con un triunfo muy especial, el de la cruz.

Jesús dijo: «Yo soy la luz del mundo, quien me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Son las palabras más frecuentemente reproducidas en la página del libro que el Pantocrátor tiene abierto entre las manos en los mosaicos antiguos, como en el famoso de la catedral de Cefalù. De él el evangelista afirma: «En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1,4). Luz y Vida, Phos y Zoè: estas dos palabras tienen en griego la letra central (una omega) en común y a menudo se encuentran cruzadas, escritas una horizontalmente y la otra verticalmente, formando un monograma de Cristo poderoso y muy difundido.

¿Qué desea el hombre con más intensidad si no estas dos cosas: luz y vida? De un gran espíritu moderno, Goethe, se sabe que murió susurrando: «¡Más luz!». Quizás él se refería a la luz natural que quería que entrara en mayor medida en su habitación, pero a la frase siempre se le ha atribuido, justamente, un significado metafórico y espiritual. Un amigo mío que ha vuelto a la fe en Cristo, después de haber atravesado todas las experiencias religiosas posibles e imaginables, ha contado su historia en un libro titulado «Mendigo de luz». El momento crucial fue cuando, en medio de una meditación profunda, sintió que retumbaba en su mente, sin poderlas acallar, las palabras de Cristo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida»13. En la línea de lo que el apóstol Pablo dijo a los atenienses en el Areópago, nosotros estamos llamados a decir con toda humildad al mundo de hoy: «Lo que buscáis, yendo a tientas, nosotros os lo anunciamos» (cf. Hch 17,23.27).

«Dadme un punto de apoyo —habría exclamado el inventor de la palanca, Arquímedes— y yo levantaré el mundo». Quien cree en la divinidad de Cristo es uno que ha encontrado este punto de apoyo. «Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se abatieron en aquella casa, pero no cayó, porque estaba fundada sobre roca» (Mt 7,25).

4. «¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis!»

Pero no podemos terminar nuestra reflexión sin recoger también el llamamiento que contiene, no sólo de cara a la evangelización, sino también de nuestra vida y testimonio personal. En el drama de Claudel «El padre humillado», ambientado en Roma en la época del beato Pío IX, hay una escena muy sugestiva. Una muchacha judía, bellísima pero ciega, pasea por la tarde en el jardín de una villa romana, con el sobrino del papa Orian enamorado de ella. Jugando son el doble significado de la luz, el físico y el de la fe, en un cierto momento, «en voz baja y con ardor», le dice ella a su amigo cristiano:

«Pero vosotros que veis, ¿qué hacéis vosotros con la luz? […]

Vosotros que decís que vivís, qué hacéis con la vida?»14

Es una pregunta que no podemos dejar caer en el vacío: ¿qué hacemos, nosotros cristianos, con nuestra fe en Cristo? Más aún, ¿qué hago yo de mi fe en Cristo? Jesús un día dijo a sus discípulos: «Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis» (Lc 10,23; Mt 13,16). Es una de esas afirmaciones con las que Jesús, en varias ocasiones, trata de ayudar a sus discípulos a que descubran por sí solos su verdadera identidad, no pudiendo revelarla de forma directa a causa de su falta de preparación para acogerla.

Nosotros sabemos que las palabras de Jesús son palabras que «no pasarán jamás» (Mt 24, 35), es decir, son palabras vivas, dirigidas a cualquiera que las escucha con fe, en cualquier momento y lugar de la historia. A nosotros, por eso, nos dice aquí y ahora: «¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis!». Si nunca hemos reflexionado seriamente sobre lo afortunados que somos nosotros que creemos en Cristo, quizás es la ocasión para hacerlo.

¿Por qué «dichosos», si los cristianos no tienen ciertamente más motivo que los demás para alegrarse en este mundo e incluso en muchas regiones de la tierra están continuamente expuestos a la muerte, precisamente por su fe en Cristo? La respuesta no la da él mismo: «¡Porque veis!». Porque conocéis el sentido de la vida y de la muerte, porque «vuestro es el reino de los cielos». No en el sentido de «vuestro y de nadie más» (sabemos que el reino de los cielos, en su perspectiva escatológica, se extiende mucho más allá de los confines de la Iglesia); «vuestro» en el sentido de que vosotros sois ya parte de él, disfrutáis de sus primicias. ¡Vosotros me tenéis a mí!

La frase más hermosa que una esposa puede decir al esposo, y viceversa, es: «¡Me has hecho feliz!» Jesús merece que su esposa, la Iglesia, se lo diga desde lo hondo del corazón. Yo se lo digo y os invito a vosotros, venerables Padres, hermanos y hermanas, a hacer lo mismo. Hoy mismo, para que no lo olvidemos.

© De la traducción Pablo Cervera Barranco

1 Ulrich Laepple (ed.), Messianische Juden. Eine Provokation (Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga 1916).

2 Laepple, o.c., 34.

3 Cf. Didachè, X, 6; en Ap 22,20, la exclamación: «Ven, Señor Jesús» es la traducción de Marana-tha.

4 Martyrium Polycarpi, VIII,2

5 Plinio el Joven, Relatio de Christianis ad Traianum, Epistulae X, 96, en C. Kirch, Enchiridion Fontium Historiae Ecclesiasticae Antiquae (Herder, Barcelona 1965) 23.

6 San Atanasio, De decretis Nicenae synodi, 31.

7 San Gregorio Nacianceno, Carta a Cledonio: PG 37,181.

8 San Atanasio, Contra Arianos, II, 69 y I, 70.

9 I. Kant, Crítica de la razón práctica, cap. III, VI

10 San Atanasio, Contra Arianos I, 17-18: PG 26, 48.

11 San Agustín, Comentario a los Salmos, 120, 6: CCL 40, 1791.

12 San Agustín, Comentario al evangelio de Juan, 26,2: PL 35,1607.

13 Masterbee, Mendigo de luz. Del Tíbet al Ganges y además (San Pablo, Cinisello B. 2006) 223ss.

14 Paul Claudel, Le père humilié, acto I, esc. 3 (Paul Claudel, Les théatre, Gallimard, París 1956) 506.

LEER LA PRIMERA PREDICACIÓN


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Viernes, 17 de marzo de 2017

Reflexión a las lecturas del domingo tercero de Cuaresma  A ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"

Domingo 3º de Cuaresma A

 

¡Agua, luz y vida! Estas tres realidades centrarán nuestra atención los tres domingos de Cuaresma que quedan. Son signos que nos hablan del Bautismo, de Jesucristo, de nuestra condición de bautizados. Agua, luz y vida corresponden al Domingo de la Samaritana –el agua- al Domingo del Ciego de Nacimiento –la luz- y al Domingo de la Resurrección de Lázaro – la vida.

Por tanto, después de los Evangelios comunes a todos los años (1º y 2º domingos), la Cuaresma da un giro, y se centra en estos textos del Evangelio de S. Juan, que han servido, durante siglos, para guiar a los adultos que se preparan al Bautismo –los catecúmenos-, que intensifican su preparación durante la Cuaresma, para la Noche Santa de Pascua, que es la Noche de los sacramentos de Iniciación Cristiana: El Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía.

Este domingo centra nuestra atención en el agua,  el principal signo bautismal, y que constituye la materia del Sacramento del Bautismo.

Donde se experimenta el rigor de la sed y la necesidad del agua es, sobre todo, en el desierto. La primera lectura nos presenta al pueblo de Israel, liberado de la esclavitud de Egipto, que, en su marcha por el desierto, se queda sin agua y se desespera… Y protesta contra Moisés y contra Dios. En medio del desierto, el Señor le ofrece agua abundante, que le salva de la muerte y que garantiza la vida y la limpieza, la alegría.

El agua salía de una roca. “Y la roca era Cristo”, dirá S. Pablo. (1Co 10, 4). El agua del desierto prefigura el agua del Bautismo, que nos libera de la muerte eterna, y nos da la vida de Dios, por el Espíritu Santo. Éste llega a nosotros por los méritos de la Cruz del Señor.

Y de agua nos habla, sobre todo, el Evangelio. La samaritana, el icono de este domingo, era una mujer sedienta. Y no sólo del agua del pozo de Jacob, sino de una vida  más feliz. Había tratado de saciar su sed por el camino del sexo desordenado -eran ya seis los maridos- pero no lo había conseguido. Junto al pozo de Jacob, Jesús, “cansado del camino”, la espera. También Él tiene “sed de la fe de aquella mujer” (Prefacio), a la que revela su condición de Mesías. En una conversación impresionante, Jesucristo le ofrece un agua nueva, “un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna”, de modo que el que tome de esa agua “nunca más tendrá sed”. Es el don del Espíritu Santo,  que se nos da, de un modo inicial, en el Bautismo y, en plenitud, en la Confirmación.

El Espíritu Santo, como decía antes, es el que crea en nosotros una vida nueva, la vida de Dios, la vida de la gracia, que implica una forma nueva de ser y de vivir: “El ser cristiano”. Hay que nacer del agua y del Espíritu le dice Jesús a Nicodemo (Jn 3, 2-6).

Nosotros, los ya bautizados, nos preparamos para la Pascua, recordando nuestro Bautismo, mirando a ver si seremos capaces de renovarlo la Noche Santa de la Pascua, como si esa noche fuéramos a ser bautizados de nuevo, como si comenzáramos de nuevo a ser cristianos. Por eso, a la luz de los textos de este domingo, tendríamos que preguntarnos hoy muchas cosas: Si nos interesa el agua que Cristo nos ofrece, si nos interesa el Bautismo que hemos recibido, si estamos dispuestos a renovarlo, y si, en definitiva, queremos seguir siendo cristianos, más cristianos, mejores cristianos.

Y ya sabemos que la mejor forma de renovar el Bautismo, es recibir el Sacramento de la Reconciliación o Penitencia, al que los Santos Padres llamaban “el segundo bautismo”. Por eso, este sacramento es muy importante, fundamental, en la Cuaresma.

 Acojamos, por tanto, este domingo, el agua viva que nos ofrece el Señor. ¡Él es el Dios de la vida y de la alegría!                       

¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!


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DOMINGO 3º DE CUARESMA A   

MONICIONES 

 

PRIMERA LECTURA

      En esta primera lectura, recordamos otro de los acontecimientos más importantes de la Historia de la Salvación: El pueblo de Israel, liberado de Egipto, se encuentra en el desierto. Y una vez más se rebela contra Dios. Pero el Señor, a través de Moisés, mantiene su fidelidad y les da el agua que necesitaban para calmar su sed. 

SALMO

      La palabra de Dios es la que trae la salvación para el pueblo. Por eso, como respuesta a la primera lectura, decimos todos: “Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor. No endurezcáis vuestro corazón”. 

SEGUNDA LECTURA

      Recordemos ahora, en palabras de S. Pablo, que el perdón y la justificación nos vienen del gran amor que Dios nos tiene, que se ha manifestado en Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros,   y que se nos da, en primer lugar, en el Bautismo, el sacramento del agua y del Espíritu Santo. Escuchemos. 

TERCERA LECTURA

      Dispongámonos a escuchar a Jesús, que se acerca a nosotros, como se acercó a la mujer samaritana. Él es la fuente del agua de la vida. Recibámoslo con corazón abierto. Pongámonos de pie. 

COMUNIÓN

      En la Comunión nos acercamos a Jesucristo, fuente de agua viva para todos. Démosle gracias por el agua del Bautismo que nos liberó del pecado y nos dio una nueva vida. Que la Eucaristía que recibimos nos ayude a vivir siempre y en cada momento, como verdaderos bautizados en Cristo, como auténticos cristianos.   

 


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Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio del domingo tercero de Cuaresma A 

A GUSTO CON DIOS

La escena es cautivadora. Cansado del camino, Jesús se sienta junto al manantial de Jacob. Pronto llega una mujer a sacar agua. Pertenece a un pueblo semipagano, despreciado por los judíos. Con toda espontaneidad, Jesús inicia el diálogo con ella. No sabe mirar a nadie con desprecio, sino con ternura grande. «Mujer, dame de beber».

La mujer queda sorprendida. ¿Cómo se atreve a entrar en contacto con una samaritana? ¿Cómo se rebaja a hablar con una mujer desconocida? Las palabras de Jesús la sorprenderán todavía más: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, sin duda tú misma me pedirías a mí, y yo te daría agua viva».

Son muchas las personas que, a lo largo de estos años, se han ido alejando de Dios sin apenas advertir lo que realmente estaba ocurriendo en su interior. Hoy Dios les resulta un «ser extraño». Todo lo que está relacionado con él les parece vacío y sin sentido: un mundo infantil cada vez más lejano.

Los entiendo. Sé lo que pueden sentir. También yo me he ido alejando poco a poco de aquel «Dios de mi infancia» que despertaba, dentro de mí, miedos, desazón y malestar. Probablemente, sin Jesús nunca me hubiera encontrado con un Dios que hoy es para mí un Misterio de bondad: una presencia amistosa y acogedora en quien puedo confiar siempre.

Nunca me ha atraído la tarea de verificar mi fe con pruebas científicas: creo que es un error tratar el misterio de Dios como si fuera un objeto de laboratorio. Tampoco los dogmas religiosos me han ayudado a encontrarme con Dios. Sencillamente me he dejado conducir por una confianza en Jesús que ha ido creciendo con los años.

No sabría decir exactamente cómo se sostiene hoy mi fe en medio de una crisis religiosa que me sacude también a mí como a todos. Solo diría que Jesús me ha traído a vivir la fe en Dios de manera sencilla desde el fondo de mi ser. Si yo escucho, Dios no se calla. Si yo me abro, él no se encierra. Si yo me confío, él me acoge. Si yo me entrego, él me sostiene. Si yo me hundo, él me levanta.

Creo que la experiencia primera y más importante es encontrarnos a gusto con Dios porque lo percibimos como una «presencia salvadora». Cuando una persona sabe lo que es vivir a gusto con Dios, porque, a pesar de nuestra mediocridad, nuestros errores y egoísmos, él nos acoge tal como somos, y nos impulsa a enfrentarnos a la vida con paz, difícilmente abandonará la fe. Muchas personas están hoy abandonando a Dios antes de haberlo conocido. Si conocieran la experiencia de Dios que Jesús contagia, lo buscarían. Si, acogiendo en su vida a Jesús, conocieran el don de Dios, no lo abandonarían. Se sentirían a gusto con él.

José Antonio Pagola

3 Cuaresma – A (Juan 4,5-42)

Evangelio del 19 / Mar / 2017

Publicado el 13/ Mar/ 2017

por Coordinador Grupos de Jesús


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Martes, 14 de marzo de 2017

La cruz cristiana, no es “un objeto de la casa o un adorno para llevar” sino “un recordatorio del amor” de Jesús “el símbolo de la fe cristiana”, ha declarado el papa Francisco en el ángelus de este domingo 12 de marzo de 2017. (ZENIT- Ciudad del Vaticano)

¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!

El evangelio de este segundo domingo de cuaresma, nos presenta el trozo de la Transfiguración de Jesús (cf. Mt. 17, 1-9). Toma Jesús consigo a sus apóstoles, Pedro, Santiago y Juan y les lleva aparte a un monte alto, allí se ve este fenómeno, el rostro de Jesús “brilla como el sol y sus vestidos se volvieron blanquísimos como la luz” (v.2), de tal manera el Señor hace resplandecer en su persona esta gloria divina que se podría acoger con la fe en su predicación y también en sus gestos milagrosos. Y la transfiguración se acompaña, sobre el monte, con la aparición de Moisés y Elias “que conversaban con El” (v.3). La luminosidad que caracteriza este evento extraordinario simboliza el desafío de iluminar los espíritus y corazones de los discípulos para que puedan comprender claramente quién es su Maestro. Y es una chispa de luz que se abre improvisadamente sobre el misterio de Jesús e ilumina toda su persona y toda su historia.

Desde ahora firmemente comprometido hacía Jerusalén  donde deberá sufrir la condenación a muerte por la crucifixión Jesús quiere preparar a los suyos para el escándalo de la cruz, demasiado fuerte para su fe, y al mismo tiempo anunciar con antelación su resurrección, que se manifiesta como el Mesías, el Hijo de Dios. Y Jesús les prepara para ese momento triste y (portador) de tanto sufrimiento. En efecto, Jesús  muestra unas expectativas diferentes a lo que imaginaron del Mesías, sobre cómo sería el Mesías; no es un rey poderoso y glorioso, sino un siervo humilde y desarmado, no es un señor de una gran riqueza signo de bendición, sino un hombre pobre que no tiene donde reclinar la cabeza, no un patriarca con una numerosa descendencia, sino como uno más, sin casa y sin nido. Es verdaderamente una revelación de Dios invertida y el signo más desconcertante de esta inversión escandalosa, es la cruz. Pero es a través de la cruz cómo Jesús va a llegar a la resurrección gloriosa, que será definitiva, no como esta transfiguración que ha durado un momento, un instante.

Jesús transfigurado en el monte Tabor, ha querido mostrar a sus discípulos su gloria, no para evitarles pasar por la cruz, sino para indicar a dónde conduce la cruz. Quien muere con Cristo con Cristo resucitará. La cruz es la puerta de la resurrección. Quién lucha con El, con El triunfará. Es el mensaje de la esperanza que la cruz de Jesús contiene, exhortando en la fuerza, en nuestra existencia.

La cruz cristiana no es un objeto de la casa o un ornamento para llevar, sino que la cruz cristiana es un recordatorio del amor con el cuál Jesús se ha sacrificado para salvar a la humanidad del mal y del pecado. En este tiempo de cuaresma, contemplemos con devoción la imagen del crucifijo: Jesús en la cruz marca las etapas de nuestro itinerario de cuaresma para comprender cada vez más la gravedad del pecado y el valor del sacrificio con el cuál el Redentor, nos ha salvado a todos.

La Virgen Santa, ha sabido contemplar , la gloria de Dios escondido en su humanidad. Que ella nos ayude a permanecer con El en la oración silenciosa, a dejarnos iluminar por su presencia, para llevar en nuestro corazón , a través de las más oscuras noches, un reflejo de su gloria.

 


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S?bado, 11 de marzo de 2017

Reflexión a las lecturas del domingo segundo de Cuaresma A ofrecida por el sacerdote Don Juan manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"  

Domingo 2º de Cuaresma A

 

Después de que el hombre y la mujer fueron arrojados del Paraíso, la vida del hombre es una lucha, a veces desesperada, por alcanzar la felicidad perdida.

Lo fundamental es descubrir el camino por donde se puede encontrar… ¡Y son tantos los que no lo encuentran! Por supuesto, que, enseguida, se descarta el camino que nos ha señalado el Señor, “el camino del Evangelio”. Y, en realidad y, a primera vista, parece que  es todo lo contrario a un camino de dicha y alegría.

De ahí la importancia del mensaje de este domingo. El prefacio de la Misa lo resume y lo expresa de un modo precioso:  (Jesucristo) “después de anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo el esplendor de su gloria, para testimoniar, de acuerdo con la Ley y los Profetas, que la Pasión es el camino de la Resurrección”.

Los discípulos, imbuidos de la mentalidad de un Mesías-Rey, no podían entender que Jesucristo tuviera que padecer:  Ser detenido, despreciado, condenado,  y morir en una cruz. Y era lógico. Si esperaban del Mesías la liberación y el Reino, ¿cómo iban a comprender y a aceptar que  todo terminara en un fracaso, en una cruz, en nada? Porque lo de resucitar, ellos no lo entendían.

Por eso Jesús les lleva a lo alto de una montaña y se transfigura, es decir, les concede vislumbrar  la grandeza divina, que ocultaba su Humanidad, y les hace esta gran revelación: “Que la pasión es el camino de la resurrección”, es decir, que aquellos sufrimientos y la misma muerte, que les había anunciado, no iban a ser el fin de todo. Sólo serían camino, paso, pascua.

Y allí aparecieron Moisés y Elías como testigos de que todo eso estaba anunciado en la Ley (Moisés), y en los Profetas (Elías), es decir, en todo el Antiguo Testamento.  Por eso Jesús la tarde de la Resurrección, les reprocha a los discípulos de Emaús: "¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria? Y, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a Él en todas las Escrituras” (Lc 24,26-28).

Cristo, por tanto, siguiendo el camino del sufrimiento y de la cruz, alcanza su perfecta glorificación como hombre y la salvación del mundo entero. Jamás nadie ha extraído del mal un bien más grande. Y esto es un reto para nosotros, llamados  a convertir el sufrimiento en bien (Rom 8, 28).

Y a seguir este camino nos invita Él, cuando dice: “El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mc 8, 34).

Y el Padre, desde la nube, nos urge a aceptarle, acogerle y seguirle: “Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadle”.

Y este ha sido siempre el camino de todo verdadero creyente, como contemplamos este domingo, en Abrahán y en Pablo.

¡He ahí el camino! ¡Lo hemos encontrado! ¡Nos lo ha revelado el Señor en la Montaña de la Transfiguración! ¡Por aquí se llega a la alegría desbordante de la Pascua, que es temporal y eterna, a la dicha sin fin…! ¡Este es el camino de la verdadera felicidad!

¿Y por qué todos los años, en el segundo domingo de Cuaresma, se nos presenta el Misterio de la Transfiguración?

Porque el camino de la verdadera Cuaresma es difícil; y puede venir el desánimo y podemos entrar en crisis como los discípulos. Y entonces necesitamos, como ellos, la experiencia del Tabor, que prefigura la vida del Cielo, donde estaremos, por toda la eternidad, repitiendo lo que Pedro balbucía en lo alto de la Montaña: “Señor, ¡qué hermoso es estar aquí!”.            

                                                                  

¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!


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DOMINGO 2º DE CUARESMA A      

MONICIONES 

 

 

PRIMERA LECTURA

Continuando con la narración de los principales hechos de la Historia de la Salvación, que iniciábamos el domingo pasado, hoy se nos narra la llamada de Dios a Abrahán, nuestro padre en la fe. Es ésta una llamada y una respuesta que son modelo para todos los creyentes de todos los tiempos. Escuchemos con atención.

 

SEGUNDA LECTURA

         S. Pablo, desde la cárcel, urge a su discípulo Timoteo a comprometerse  en los duros trabajos del Evangelio. Este texto se dirige hoy a nosotros, como segunda lectura de Palabra de Dios de este domingo, y debe animarnos en nuestro esfuerzo por anunciar el Evangelio de Jesucristo con palabras y obras.

 

TERCERA LECTURA

         En el Evangelio acompañaremos a Jesucristo  a lo alto de la Montaña de la Transfiguración como los discípulos predilectos. En nuestro camino cuaresmal, también nosotros necesitamos la experiencia del Tabor.

Pero antes, aclamemos con fe al Señor. 

 

COMUNIÓN

         En la Comunión Jesucristo, el Señor, nos ofrece fuerza sobreabundante para seguirle, con prontitud y generosidad, por el camino, que nos señala, con la certeza de haber encontrado la senda que nos conduce a la vida, a la auténtica felicidad, a la verdadera grandeza. ¡Por la cruz a la gloria de la Resurrección! 

 


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Viernes, 10 de marzo de 2017

Segundo domingo de Cuaresma por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor de Humanidades Clásicas en el Centro de Noviciado y Humanidades y Ciencias de la Legión de Cristo en Monterrey (México). 7 marzo 2017 (zenit)

Ciclo A – Textos: Génesis 12, 1-4; 2 Timoteo 1, 8-10; Mateo 17, 1-9

Ciclo A Textos: Génesis 12, 1-4; 2 Timoteo 1, 8-10; Mateo 17, 1-9

P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor de Humanidades Clásicas en el Centro de Noviciado y Humanidades y Ciencias de la Legión de Cristo en Monterrey (México).

Idea principal: pedagogía de la fe, es decir, el modo como Dios nos comunica sus misterios durante nuestro peregrinar terreno.

Resumen del mensaje: en esta Cuaresma, Cristo nos invita a subir con Él al monte Tabor donde nos revelará su gloria y su belleza, y nos dará ánimo antes de subir la escalada del Calvario (evangelio). Sólo a través de la fe podemos descubrir, sin escandalizarnos, la divinidad de Jesús a través de su humanidad sufriente (segunda lectura). Como sólo gracias a la fe, Moisés se fió de Dios y salió de su tierra cómoda y fértil para comunicarle el Señor sus misterios y su plan (primera lectura).

Puntos de la idea principal:

En primer lugar, la cuaresma es una invitación de Dios para dejar, como Abraham, nuestro “modus vivendi” tranquilo, cómodo y sosegado, y echarnos al camino guiados por la luz de la fe y subir al monte santo de la Pascua, no sin antes pasar por el doloroso sendero de la cruz de Cristo. Esa luz de la fe es suficientemente clara como para guiarnos por el recto camino que Jesús nos ha trazado para llegar a la vida eterna. Y es, asimismo, suficientemente oscura para que tengamos mérito en el creer, para que podamos desplegar libremente nuestra confianza en su palabra, aun cuando aquello que Dios nos pida nos resulte humanamente incomprensible.

En segundo lugar, sólo desde la fe tendré en este domingo un encuentro místico con Cristo en el Tabor donde Él se me revelará en todo su esplendor y encanto, como lo tuvieron estos tres apóstoles íntimos, Pedro Santiago y Juan. Montemos el cuadro escénico: una montaña y una noche, luz y sonido, tres espectadores, dos actores y un protagonista, Jesús. Argumento de la obra: la divinidad de Dios. Título de la obra: Jesús es Dios. Cayó el telón. Esta experiencia mística también la tuvo Ignacio de Loyola: “Muchas veces y por mucho tiempo, estando en oración, veía con los ojos interiores la humanidad de Cristo y la figura, que le parecía era como cuerpo blanco” (Autobiografía III,29), “como sol” (ib. XI,99). “Si no hubiese Escritura que nos enseñase estas cosas de la fe, él –Ignacio- se determinaría a morir por ellas, solamente por lo que ha visto” (ib.).

Finalmente, necesitamos este encuentro místico con Cristo, como Pedro, Santiago, Juan, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Teresa de Calcuta. Desde la fe, claro. Lo necesitó Moisés para acaudillar al pueblo de Israel de Egipto a Palestina por cuarenta años de desastres, batallas, crisis religiosas, castigos de Dios, fidelidades de Dios…Lo necesitó Ignacio de Loyola para fundar la Compañía de Jesús contra viento y marea de príncipes, teólogos y Papas. Lo necesitaban esos tres apóstoles que en unos meses entrarían con Jesús en Getsemaní y se escandalizarían de Él y lo dejarían solo. Y sólo después de la Resurrección renovaron esta fe en Cristo Dios que brilló en el Tabor. Y yo necesito de este encuentro místico para no descafeinar la religión buscando achicorias, malta y demás sucedáneos de la fe.

Para reflexionar: ¿Cómo está mi fe en Cristo? ¿Mi fe sigue firme también cuando vea a Jesús ultrajado y colgado en la cruz? ¿Me espantan los silencios de Dios? Sube a la mística de la oración, no te quedes en el llano. Y después baja al llano, lleno del resplandor místico de Cristo, hecho caridad y ternura, como ama dice el papa Francisco.

Para rezar: Señor, invítame a subir al monte Tabor, envuélveme en tu luz y abre mis oídos para escuchar la voz del Padre que me dice: “Este es mi Hijo muy amado, escuchadlo”. Y después de haber hecho esta experiencia en la fe, bajar del monte para contagiar la luz de mi fe a mis hermanos. Amén.

 


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Texto completo de las palabras del papa Francisco en el ángelus del 5 de marzo de 2017 (ZENIT- Ciudad del Vaticano, 5 Mar. 2017)

“Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este primer domingo de Cuaresma, el Evangelio nos introduce en el camino hacia la Pascua y nos muestra a Jesús que permanece durante cuarenta días en el desierto, sujeto a las tentaciones del diablo (cf. Mt 4,1-11).

Este episodio se coloca en un momento preciso de la vida de Jesús: inmediatamente después de su bautismo en el río Jordán y antes del ministerio público. Él acaba de recibir la investidura solemne: el Espíritu de Dios descendió sobre Él, el Padre del cielo lo declaró “Mi Hijo amado” (Mateo 3:17).

Jesús está ya listo para comenzar su misión; y porque tiene un enemigo declarado, es decir, Satanás, Él lo afronta de inmediato, “cuerpo a cuerpo”. El diablo hace presión sobre el título de “Hijo de Dios” para alejar a Jesús del cumplimiento de su misión: “Si eres Hijo de Dios …”, le repite tres veces(v 3.6), y le propone hacer gestos milagrosos, de hacer ‘el mago’, como convertir las piedras en pan para satisfacer su hambre, y saltar de los muros del templo haciéndose salvar por los ángeles. A estas dos tentaciones, sigue la tercera: adorarlo a él, el diablo, para tener el dominio sobre el mundo (cf. v. 9)”.

“Mediante esta triple tentación, Satanás quiere desviar a Jesús del camino de la obediencia y la humillación – porque sabe que así, por este camino, el mal será derrotado – y llevarlo por el falso atajo del éxito y la gloria.

Pero las flechas venenosas del diablo son todas los “paradas” por Jesús con el escudo de la Palabra de Dios (vv. 4.7.10) que expresa la voluntad del Padre.

Jesús no dice alguna palabra propia: responde con la Palabra de Dios. Y así el Hijo, lleno de la fuerza del Espíritu Santo, sale victorioso del desierto”.

“Durante los cuarenta días de la Cuaresma, como cristianos estamos invitados a seguir los pasos de Jesús y a hacer frente a la batalla espiritual contra el maligno con la fuerza de la Palabra de Dios. No con nuestra palabra: no sirve. La Palabra de Dios: aquella que tiene la fuerza para derrotar a Satanás. Para ello hay que familiarizarse con la Biblia: leerla menudo, meditarla, asimilarla.

La Biblia contiene la Palabra de Dios, que siempre es actual y eficaz. Alguien dijo: ¿qué pasaría si tratamos la Biblia como tratamos a nuestro teléfono móvil? Si la lleváramos siempre con nosotros, o al menos el pequeño Evangelio de bolsillo, ¿qué sucedería? Si nos volviéramos cuando nos la olvidamos: tú te olvidas el teléfono celular… “¡No lo tengo, vuelvo a buscarlo!”. Si la abriéramos varias veces al día; si leyéramos los mensajes de Dios contenidos en la Biblia como leemos los mensajes del teléfono… ¿qué sucedería?

Claramente la comparación es paradójica, pero hace reflexionar. De hecho, si tuviéramos la Palabra de Dios siempre en el corazón, ninguna tentación podría alejarnos de Dios y ningún obstáculo podría desviarnos del camino del bien;

sabríamos vencer las sugerencias diarias del mal que está en nosotros y fuera de nosotros; seríamos más capaces de vivir una vida resucitada según el Espíritu, recibiendo y amando a nuestros hermanos, especialmente a los más vulnerables y necesitados, y también a nuestros enemigos”.

“Que la Virgen María, imagen perfecta de la obediencia a Dios y de la confianza incondicional a su voluntad, nos sostenga en nuestro camino cuaresmal, a fin de que nos pongamos en dócil escucha de la Palabra de Dios para hacer una verdadera conversión del corazón.

El Papa reza la oración del ángelus y después dice:

“Queridos hermanos y hermanas, dirijo un cordial saludo a las familias, a los grupos parroquiales, a las asociaciones y a todos los peregrinos que llegaron de Italia y de diversos Países.

Saludó también a los fieles provenientes de las diócesis de Madrid, Córdoba y Varsovia, así como a los de Belluno y Mestre. Saludo a los jóvenes del decanato de Biaggio (Milán), y a los participantes el encuentro promovido por las Maestra Pías Filipinas.

Hace pocos días hemos iniciado la Cuaresma, que es el camino del Pueblo de Dios hacia la Pascua, un camino de conversión, de lucha contra el mal con el arma de la oración, del ayuno y de las obras de caridad.

Les deseo a todos que el camino cuaresmal sea rico de frutos; y les pido que se recuerden en sus oraciones de mí y de mis colaboradores de la Curia Romana, que esta tarde iniciaremos la semana de Ejercicios Espirituales. Gracias de corazón por esta oración que harán. Y por favor no se olviden, no se olviden: ¿Qué pasaría si tratáramos la Biblia como tratamos a nuestro teléfono celular?

Piensen en esto. ¡La Biblia siempre con nosotros, cerca de nosotros! Les deseo un buen domingo, ‘Buon pranzo e arrivederci’!

 


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Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio del domingo segundo de Cuaresma A 

ESCUCHAR A JESÚS

 

El centro de ese relato complejo, llamado tradicionalmente la «transfiguración de Jesús», lo ocupa una voz que viene de una extraña «nube luminosa», símbolo que se emplea en la Biblia para hablar de la presencia siempre misteriosa de Dios, que se nos manifiesta y, al mismo tiempo, se nos oculta.

La voz dice estas palabras: «Este es mi Hijo, en quien me complazco. Escuchadlo». Los discípulos no han de confundir a Jesús con nadie, ni siquiera con Moisés o Elías, representantes y testigos del Antiguo Testamento. Solo Jesús es el Hijo querido de Dios, el que tiene su rostro «resplandeciente como el sol».

Pero la voz añade algo más: «Escuchadlo». En otros tiempos, Dios había revelado su voluntad por medio de los «diez mandamientos» de la Ley. Ahora la voluntad de Dios se resume y concreta en un solo mandato: «Escuchad a Jesús». La escucha establece la verdadera relación entre los seguidores y Jesús.

Al oír esto, los discípulos caen por los suelos «aterrados de miedo». Están sobrecogidos por aquella experiencia tan cercana de Dios, pero también asustados por lo que han oído: ¿podrán vivir escuchando solo a Jesús, reconociendo solo en él la presencia misteriosa de Dios?

Entonces Jesús «se acerca, los toca y les dice: “Levantaos. No tengáis miedo”». Sabe que necesitan experimentar su cercanía humana: el contacto de su mano, no solo el resplandor divino de su rostro. Siempre que escuchamos a Jesús en el silencio de nuestro ser, sus primeras palabras nos dicen: «Levántate, no tengas miedo».

Muchas personas solo conocen a Jesús de oídas. Su nombre les resulta tal vez familiar, pero lo que saben de él no va más allá de algunos recuerdos e impresiones de la infancia. Incluso, aunque se llamen cristianos, viven sin escuchar en su interior a Jesús. Y sin esa experiencia no es posible conocer su paz inconfundible ni su fuerza para alentar y sostener nuestra vida.

Cuando un creyente se detiene a escuchar en silencio a Jesús, en el interior de su conciencia escucha siempre algo como esto:

«No tengas miedo. Abandónate con toda sencillez en el misterio de Dios.
Tu poca fe basta. No te inquietes. Si me escuchas, descubrirás que el amor
de Dios consiste en estar siempre perdonándote. Y, si crees esto,
tu vida cambiará. Conocerás la paz del corazón».

En el libro del Apocalipsis se puede leer así: «Mira, estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa». Jesús llama a la puerta de cristianos y no cristianos. Podemos abrirle la puerta o rechazarlo. Pero no es lo mismo vivir con Jesús que sin él.

José Antonio Pagola

2 Cuaresma – A (Mateo 17,1-9)

Evangelio del 12 / Mar / 2017

Publicado el 06/ Mar/ 2017

por Coordinador Grupos de Jesús


Publicado por verdenaranja @ 20:36  | Espiritualidad
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S?bado, 04 de marzo de 2017

Reflexión de monseñor Felipe Arizmendi Esquivel. 2 marzo 2017 (zenit)

Cuaresma para conversión

 

Estamos iniciando la Cuaresma, que es un tiempo de gracia que Dios nos concede para revisarnos, para morir con Cristo a cuanto sea contrario a su Evangelio, y resucitar con El a una vida centrada en el amor a Dios y al prójimo. ¿Qué tiene esto que ver con los acontecimientos actuales?

Con el incremento de medidas racistas y antimigrantes en los Estados Unidos, y con la ampliación del muro que divide nuestros países, aumentarán las deportaciones, pero las migraciones no se van a detener. Disminuirán las personas que intentan pasar, pero la pobreza, el hambre, la violencia y la inseguridad en el Sur, impulsan a muchos a exponerse a todos los peligros imaginables, con tal de encontrar una oportunidad de un trabajo mejor remunerado, huir de la miseria y de las pandillas de los “maras” y, sobre todo, para reencontrarse con sus familias que ya viven allá.

¿Qué nos pide Dios que hagamos por los deportados y por los migrantes que siguen pasando por nuestro territorio?

PENSAR

El Papa Francisco, en su mensaje para esta Cuaresma, nos dice:

“El otro es un don, un tesoro de valor incalculable, un ser querido, amado, recordado por Dios, aunque su condición concreta sea la de un desecho humano. La primera invitación es abrir la puerta de nuestro corazón al otro, porque cada persona es un don, sea vecino nuestro o un pobre desconocido.

La Cuaresma es un tiempo propicio para abrir la puerta a cualquier necesitado y reconocer en él o en ella el rostro de Cristo. Cada uno de nosotros los encontramos en nuestro camino. Cada vida que encontramos es un don y merece acogida, respeto y amor”.

El Papa nos advierte de lo que puede estar en el fondo de estos problemas: “La corrupción del pecado: el amor al dinero, la vanidad y la soberbia. El dinero puede llegar a dominarnos hasta convertirse en un ídolo tiránico. El dinero puede someternos, a nosotros y a todo el mundo, a una lógica egoísta que no deja lugar al amor e impide la paz. La codicia del rico lo hace vanidoso. El peldaño más bajo de esta decadencia moral es la soberbia. Para el hombre corrompido por el amor a las riquezas, no existe otra cosa que el propio yo, y por eso las personas que están a su alrededor no merecen su atención. El fruto del apego al dinero es una especie de ceguera: el rico no ve al pobre hambriento, llagado y postrado en su humillación.

La raíz de sus males está en no prestar oído a la Palabra de Dios; esto es lo que lleva a no amar a Dios y, por tanto, a despreciar al prójimo. La Palabra de Dios es una fuerza viva, capaz de suscitar la conversión del corazón de los hombres y orientar nuevamente a Dios. Cerrar el corazón al don de Dios que habla tiene como efecto cerrar el corazón al don del hermano”.

ACTUAR

¿Qué hacer ante las deportaciones y las migraciones que no se detienen? Ante todo, que en nuestros países se generen mejores condiciones de vida, más empleo y más oportunidades de desarrollo. Que se apoye más al campo, para que nuestro potencial agrícola sea una fuente no sólo de sobrevivencia, sino de autosuficiencia. Aunque sea con limitaciones, se puede vivir dignamente en familia.

Si el presidente de los Estados Unidos quiere proteger la seguridad de su país y su economía, que encuentren formas de evitar que haya tantos consumidores de drogas allá, pues son ellos quienes la solicitan desde el Sur y la pagan. La culpa no es sólo del Sur; es sobre todo del Norte. Y que controlen la venta de armas, para que tengan más seguridad. No la quieren restringir, porque su producción es uno de los soportes fuertes de su economía. Por otra parte, si todos los recursos económicos que van a emplear para defender su frontera, los invirtieran en generar empleos en nuestros países, disminuiría la migración clandestina. Y si, como hace Canadá, Estados Unidos ampliara más la cuota de trabajadores temporales documentados, otro sería el panorama.

Mientras tanto, seguiremos ofreciendo a los migrantes centroamericanos que pasan por nuestro territorio, una estancia digna y segura en nuestros albergues que hemos implementado para ellos. Y que seamos más solidarios con quienes encontremos en la calle.

“Que el Espíritu Santo nos guie a realizar un verdadero camino de conversión, para redescubrir el don de la Palabra de Dios, ser purificados del pecado que nos ciega y servir a Cristo presente en los hermanos necesitados”.


Publicado por verdenaranja @ 23:02  | Hablan los obispos
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Reflexión a las lectruras del domingo primero de Cuaresma A ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñwero bajo el epígrafe "ECOS DEL DIA DEL SEÑOR"

Domingo 1º de Cuaresma A

 

En todos los trabajos, ocupaciones, realidades de la vida,  hay épocas de mayor esfuerzo, preocupación e intensidad. Pensemos, por ejemplo, en los trabajos del campo o en los estudios. Lo mismo pasa en la vida cristiana. Es lo que sucede ahora, por ejemplo, en el tiempo de Cuaresma.

¡Se trata de preparar una fiesta! La más grande e importante de los cristianos: la Pascua. Y si es la más importante, será la que más y mejor se prepara. ¡Se nos exige, por tanto, un mayor esfuerzo!

¡En ese sentido, cuánto nos ayudan las lecturas de la Palabra de Dios de este domingo! Podríamos decir que la Liturgia de la Palabra de hoy nos presenta dos hechos de la historia y un comentario.

En la primera lectura, contemplamos cómo nuestros primeros padres sucumben ante la tentación, que se presenta como un engaño: “Seréis como Dios”. Es la tentación fundamental del hombre de todos los tiempos: ¡Ocupar en la vida el puesto de Dios! ¡Ser grande y feliz, al margen de Dios o en contra de Dios!

¿Y qué es lo que consiguen nuestros primeros padres? Su desgracia y la nuestra. Se meten en un callejón sin salida: Pudieron alejarse libremente de Dios, pero ahora, por si mismos, no pueden volver a Él. Tendrá que venir Dios mismo a salvarnos.

El segundo hecho histórico, es la “Tentación del Desierto”. Jesucristo es llevado al desierto por el Espíritu, y allí es tentado por el diablo. La tentación aparece de nuevo, como una trampa, un engaño. El diablo que tiene un conocimiento perfecto de Jesucristo y de la Sagrada Escritura, se atreve a acercarse a Jesús para tentarle.  

Hay comentarios interesantes sobre cada una de las tentaciones. A mí me gusta contemplarlas en su conjunto, ir a lo fundamental. El diablo no se anda por las ramas. ¡Va a la raíz de la misión de Jesucristo! Ahora, que va a comenzar su Vida Pública, le presenta, con todos sus halagos, otro tipo de mesianismo, otra forma de ser Mesías. ¡Distinta, por supuesto, de la que el Padre le había encomendado! Es un mesianismo más brillante y más atrayente que el otro, un mesianismo espectacular, que consiste, por ejemplo, en convertir las piedras en pan, o en tirarse por el alero del templo sin  miedo, porque le recogerán los ángeles; un mesianismo de poder y de gloria, que quedaría garantizado hasta con un pacto con el mismo diablo: “Todo esto te daré si te postras y me adoras”, le dice Satanás.

¡Pero Jesucristo no se deja engañar! ¡Es más fuerte y más sabio que el diablo! ¡Y sale vencedor en la tentación! ¡El enemigo queda derrotado!

La segunda lectura, es como un comentario de las otras dos, y nos presenta las consecuencias tan graves que  tuvo para todos el primer pecado, y la grandeza de la Redención, por la que hemos conseguido más bienes que los que habíamos perdido por “la envidia del diablo”. S. Pablo se nos presenta así como testigo de la existencia de un pecado que no es personal, y que se conoce, en la fe de la Iglesia, como “el pecado original”. ¡La necesidad de un Salvador es evidente!

Son, pues, muchas las cosas que nos enseñan estas lecturas. Retengamos esa imagen de “Cristo Vencedor”. La Cuaresma es tiempo de lucha y de esfuerzo, y, por eso mismo, de tentación. El Señor nos ofrece en la oración y en los sacramentos, especialmente, en la Eucaristía, alimento y fortaleza sobreabundante para luchar y vencer. Él nos ha dado su Espíritu que nos acompaña, nos impulsa y nos guía. ¡Él es la garantía de nuestra victoria!        

¡BUENA CUARESMA! ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!


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DOMINGO 1º  DE CUARESMA A   

MONICIONES 

 

PRIMERA LECTURA

         En el camino hacia la Pascua que hemos iniciado, la primera lectura de cada domingo, nos irá recordando los principales acontecimientos de la Historia de la Salvación. Comenzamos hoy por la Creación y el pecado original. Recordaremos así como apareció entre los hombres la primera semilla del pecado y del mal. 

SALMO RESPONSORIAL

         También nosotros somos pecadores; herederos y continuadores de este mal que entró desde el principio, en el mundo por el pecado. Expresemos en el salmo nuestro arrepentimiento y pidamos el auxilio de Dios. 

SEGUNDA LECTURA

         Escuchemos ahora, en la segunda lectura, la respuesta salvadora de Dios ante el pecado de los hombres.

Escuchemos con atención. 

TERCERA LECTURA

         Jesús sale vencedor de las tentaciones, que tratan de conducirle por el camino de un mesianismo terreno y triunfalista, que tanto atraía a sus discípulos y a sus contemporáneos. Pero Jesús quiere seguir el camino que el Padre le ha trazado, y que lleva consigo la contradicción, la persecución y la cruz. 

COMUNIÓN

         La Comunión es el alimento de los que se esfuerzan y luchan por llevar a la práctica la Palabra de Dios. Al ofrecernos su Cuerpo y su Sangre, Jesucristo nos ofrece auxilio sobreabundante para luchar y vencer como Él.

Decía S. Juan Crisóstomo: “Salimos de esa Mesa como leones espirando llamas, haciéndonos temibles hasta al mismo diablo”. 

 


Publicado por verdenaranja @ 22:48  | Liturgia
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Reflexión de josé Antonio Pagola al evangelio del domingo primero de Cuaresma A. 

NUESTRA GRAN TENTACIÓN

La escena de las «tentaciones de Jesús» es un relato que no hemos de interpretar ligeramente. Las tentaciones que se nos describen no son propiamente de orden moral. El relato nos está advirtiendo de que podemos arruinar nuestra vida si nos desviamos del camino que sigue Jesús.

La primera tentación es de importancia decisiva, pues puede pervertir y corromper nuestra vida de raíz. Aparentemente, a Jesús se le ofrece algo inocente y bueno: poner a Dios al servicio de su hambre. «Si eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes».

Sin embargo, Jesús reacciona de manera rápida y sorprendente: «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios». No hará de su propio pan un absoluto. No pondrá a Dios al servicio de su propio interés, olvidando el proyecto del Padre. Siempre buscará primero el reino de Dios y su justicia. En todo momento escuchará su Palabra.

Nuestras necesidades no quedan satisfechas solo con tener asegurado nuestro pan material. El ser humano necesita y anhela mucho más. Incluso, para rescatar del hambre y la miseria a quienes no tienen pan, hemos de escuchar a Dios, nuestro Padre, y despertar en nuestra conciencia el hambre de justicia, la compasión y la solidaridad.

Nuestra gran tentación es hoy convertirlo todo en pan. Reducir cada vez más el horizonte de nuestra vida a la satisfacción de nuestros deseos; vivir obsesionados por un bienestar siempre mayor o hacer del consumismo indiscriminado y sin límites el ideal casi único de nuestras vidas.

Nos engañamos si pensamos que ese es el camino que hay que seguir hacia el progreso y la liberación. ¿No estamos viendo que una sociedad que arrastra a las personas hacia el consumismo sin límites y hacia la autosatisfacción no hace sino generar vacío y sinsentido en las personas y egoísmo, insolidaridad e irresponsabilidad en la convivencia?

¿Por qué nos estremecemos de que vaya aumentando de manera trágica el número de personas que se suicidan cada día? ¿Por que seguimos encerrados en nuestro falso bienestar, levantando barreras cada vez más inhumanas para que los hambrientos no entren en nuestros países, no lleguen hasta nuestras residencias ni llamen a nuestra puerta?La llamada de Jesús nos puede ayudar a tomar más conciencia de que no solo de bienestar vive el ser humano. También los hombres y mujeres de hoy necesitamos cultivar el espíritu, conocer el amor y la amistad, desarrollar la solidaridad con los que sufren, escuchar nuestra conciencia con responsabilidad, abrirnos al Misterio último de la vida con esperanza.

José Antonio Pagola

1 Cuaresma – A (Mateo 4,1-11)


Publicado por verdenaranja @ 22:46  | Espiritualidad
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Viernes, 03 de marzo de 2017

Primer domingo de cuaresma por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor de Humanidades Clásicas en el Centro de Noviciado y Humanidades y Ciencias de la Legión de Cristo en Monterrey (México). 1 marzo 2017 (zenit)

Ciclo A – Textos: Génesis 2, 7-9; 3, 1-7: Romanos 5, 12-19; Mateo 4, 1-11

Idea principal: la tentación es compañera de viaje aquí en la tierra.

Resumen del mensaje: Dios por amor crea al hombre y a la mujer para hacerles partícipes de su amor. El enemigo, envidioso del amor que Dios tenía a estas primeras creaturas humanas, les asedió con la más terrible de las tentaciones, la soberbia, “seréis como dioses”, invitándoles a que se desligaran de Dios como él había hecho. Ellos cayeron. Y las consecuencias fueron desastrosas, no sólo para ellos, sino para toda la humanidad, pues de ellos heredamos el pecado original, y los frutos del mismo: pecado y más pecado (primera lectura). Si creció el pecado, más abundante fue la gracia en Cristo Jesús que nos justificó (segunda lectura), venciendo al enemigo y haciéndonos partícipes de su victoria (evangelio).

Puntos de la idea principal:

En primer lugar, la tentación de nuestros primeros padres, Adán y Eva, fue diabólica. Nada menos que desterrar a Dios de sus vidas para ser como Dios, sin depender de nadie ni obedecer a nadie. Es el pecado de la soberbia que el enemigo inoculó en las facultades nobles que Dios había puesto en sus primeras creaturas para hacerles partícipes de su amor y ternura: mente para conocer a Dios, voluntad para elegir a Dios y servirle, y corazón para amarlo. La tristeza y la decepción de Dios Padre fue inmensa. No se esperaba eso. No se merecía eso.

En segundo lugar, menos mal que vino Jesús para enseñarnos a luchar contra las tentaciones y para darnos la fuerza para vencerlas. Las tres tentaciones de Jesús abarcan los tres campos atractivos para todos: el ansia de disfrutar, el deseo de vanidad y la ambición del poder. Tentaciones que atentaban su misión como Mesías y Salvador: llevarle a un mesianismo triunfal, fácil, favorable a sí mismo, con prestigio y poder. De todas estas tentaciones Jesús sale vencedor y se mantiene fiel y totalmente disponible al plan salvador de Dios, dándonos el ejemplo a seguir y la gracia para vencer, que pasará por la oración, el sacrificio y los sacramentos.

Finalmente, la Cuaresma es tiempo propicio para ir con Jesús al desierto y fortalecer los músculos de nuestra alma y así estar preparados para los embates de las tentaciones de nuestro enemigo. Nuestras tentaciones tienen el mismo sabor que las de Jesús, pues el enemigo conoce muy bien nuestro talón de Aquiles. ¿Queremos vencer las tentaciones? Aliémonos, como Jesús, a la Palabra de Dios que es espada bien afilada, hagamos ayuno de todo aquello que nos corrompe la voluntad y mancha la afectividad; alimentémonos con los sacramento, y no hagamos caso a las mentiras y propuestas del enemigo.

Para reflexionar: Dice san Agustín: “¿Te fijas en que Cristo fue tentado, y no te fijas que venció la tentación? Reconócete a ti mismo tentado en él, y reconócete a ti mismo victorioso en él”. ¿Cuáles son tus tentaciones más frecuentes? ¿Qué medios pones para vencerlas?

Para rezar: recemos con el salmo 140, 1-9

1Señor, te estoy llamando, ven de prisa,

escucha mi voz cuando te llamo.
2Suba mi oración como incienso en tu presencia,
el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde.

3Coloca, Señor, una guardia en mi boca,
un centinela a la puerta de mis labios;
4no dejes inclinarse mi corazón a la maldad,
a cometer crímenes y delitos;
ni que con los hombres malvados
participe en banquetes.

5Que el justo me golpee, que el bueno me reprenda,
pero que el ungüento del impío no perfume mi cabeza;
yo seguiré rezando en sus desgracias.

6Sus jefes cayeron despeñados,
aunque escucharon mis palabras amables;
7como una piedra de molino, rota por tierra,
están esparcidos nuestros huesos a la boca de la tumba.

8Señor, mis ojos están vueltos a ti,
en ti me refugio, no me dejes indefenso;
9guárdame del lazo que me han tendido,
de la trampa de los malhechores.

 


Publicado por verdenaranja @ 13:26  | Espiritualidad
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El papa Francisco realizó este miércoles 1 de marzo de 2017, durante la audiencia general en la plaza de San Pedro, la catequesis, cuyo texto publicamos a continuación. (ZENIT)

 

“Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este día, Miércoles de Ceniza, entramos en el Tiempo litúrgico de la Cuaresma. Y ya que estamos desarrollando el ciclo de catequesis sobre la esperanza cristiana, hoy quisiera presentarles la Cuaresma como camino de esperanza.

De hecho, esta perspectiva se hace enseguida evidente si pensamos que la Cuaresma ha sido instituida en la Iglesia como tiempo de preparación para la Pascua, y por lo tanto, todo el sentido de este periodo de cuarenta días es iluminado por el misterio pascual hacia el cual está orientado. Podemos imaginar al Señor Resucitado que nos llama a salir de nuestras tinieblas, y nosotros nos ponemos en camino hacia Él, que es la Luz. Y la Cuaresma es un camino hacia Jesús Resucitado. La Cuaresma es un periodo de penitencia, también de mortificación, pero no un fin en sí mismo, sino finalizado a hacernos resurgir con Cristo, a renovar nuestra identidad bautismal, es decir, a renacer nuevamente “desde lo alto”, desde el amor de Dios (Cfr. Jn 3,3). Por esto es que la Cuaresma es, por su naturaleza, tiempo de esperanza.

Para comprender mejor que cosa significa esto, debemos referirnos a la experiencia fundamental del éxodo de los Israelitas de Egipto, narrada en la Biblia en el libro que lleva este nombre: Éxodo. El punto de partida es la condición de esclavitud en Egipto, la opresión, los trabajos forzados. Pero el Señor no se ha olvidado de su pueblo y de su promesa: llama a Moisés y, con brazo poderoso, hace salir a los Israelitas de Egipto y los guía a través del desierto hacia la Tierra de la libertad. Durante este camino de la esclavitud a la libertad, el Señor da a los Israelitas la ley, para educarlos en el amor a Él, el único Señor, y para amarse entre ellos como hermanos. La Escritura muestra que el éxodo es largo y fatigoso: simbólicamente dura 40 años, es decir, el tiempo de vida de una generación. Una generación que, ante las pruebas del camino, es siempre tentada a añorar Egipto y volver atrás. También todos nosotros conocemos la tentación de regresar atrás, todos. Pero el Señor permanece fiel y esta pobre gente, guiada por Moisés, llega a la Tierra prometida. Todo este camino es realizado en la esperanza: la esperanza de alcanzar la Tierra, y justamente en este sentido es un “éxodo”, una salida de la esclavitud a la libertad. Y estos 40 días son también para todos nosotros una salida de la esclavitud del pecado a la libertad, al encuentro del Cristo Resucitado. Cada paso, cada fatiga, cada prueba, cada caída y cada salida, todo tiene sentido solo dentro del designio de salvación de Dios, que quiere para su pueblo la vida y no la muerte, la alegría y no el dolor.

La Pascua de Jesús es su éxodo, con el cual Él nos ha abierto la vía para alcanzar la vida plena, eterna y gozosa. Para abrir esta vía, este camino, Jesús ha debido despojarse de su gloria, humillarse, hacerse obediente hasta la muerte y la muerte de cruz. Abrirnos el camino a la vida eterna le ha costado toda su sangre, y gracias a Él nosotros somos salvados de la esclavitud del pecado. Pero esto no quiere decir que Él ha hecho todo y nosotros no debemos hacer nada, que Él ha pasado por medio de la cruz y nosotros “vamos al paraíso en un carruaje”. No, no quiere decir esto. No es así. Nuestra salvación es ciertamente un don suyo, pero, como es una historia de amor, requiere nuestro “si” y nuestra participación en su amor, como nos demuestra nuestra Madre María y después de ella todos los santos.

La Cuaresma vive de esta dinámica: Cristo nos precede con su éxodo, y nosotros atravesamos el desierto gracias a Él y detrás de Él. Él es tentado por nosotros, y ha vencido al Tentador por nosotros, pero también nosotros debemos con Él afrontar las tentaciones y superarlas. Él nos dona el agua viva de su Espíritu, y a nosotros corresponde tomar de su fuente y beber, en los Sacramentos, en la oración, en la adoración; Él es la luz que vence las tinieblas, y a nosotros se nos pide alimentar la pequeña llama que nos ha sido confiada el día de nuestro Bautismo.

En este sentido la Cuaresma es «signo sacramental de nuestra conversión» (Misal Romano, Oración colecta I Dom. de Cuaresma), quien realiza el camino de la Cuaresma esta siempre en el camino de la conversión. Es un signo sacramental de nuestro camino de la esclavitud a la libertad, siempre por renovar. Un camino ciertamente difícil, como es justo que sea, porque el amor es arduo, pero es un camino lleno de esperanza. Es más, diría además: el éxodo cuaresmal es el camino en el cual la esperanza misma se forma. La fatiga de atravesar el desierto – todas las pruebas, las tentaciones, las ilusiones, las visiones… – todo esto vale para forjar una esperanza fuerte, sólida, en el modelo de la Virgen María, que en medio a las tinieblas de la pasión y de la muerte de su Hijo continuó creyendo y esperando en su resurrección, en la victoria del amor de Dios.

Con el corazón abierto a este horizonte, entramos hoy en la Cuaresma. Sintiéndonos parte del pueblo santo de Dios, iniciamos con alegría hoy este camino de esperanza. Gracias”.


Publicado por verdenaranja @ 13:21  | Habla el Papa
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Texto completo de la homilía en la basílica de Santa Sabina. 1 marzo 2017 (ZENIT- Roma, 1º marzo 2017)

 

«Volved a mí de todo corazón… volved a mí» (Jl 2,12), es el clamor con el que el profeta Joel se dirige al pueblo en nombre del Señor; nadie podía sentirse excluido: llamad a los ancianos, reunid a los pequeños y a los niños de pecho y al recién casado (cf. v. 6).

Todo el Pueblo fiel es convocado para ponerse en marcha y adorar a su Dios que es «compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad» (v.13). También nosotros queremos hacernos eco de este llamado; queremos volver al corazón misericordioso del Padre.

En este tiempo de gracia que hoy comenzamos, fijamos una vez más nuestra mirada en su misericordia. La cuaresma es un camino: nos conduce a la victoria de la misericordia sobre todo aquello que busca aplastarnos o rebajarnos a cualquier cosa que no sea digna de un hijo de Dios.

La cuaresma es el camino de la esclavitud a la libertad, del sufrimiento a la alegría, de la muerte a la vida. El gesto de las cenizas, con el que nos ponemos en marcha, nos recuerda nuestra condición original: hemos sido tomados de la tierra, somos de barro.

Sí, pero barro en las manos amorosas de Dios que sopló su espíritu de vida sobre cada uno de nosotros y lo quiere seguir haciendo; quiere seguir dándonos ese aliento de vida que nos salva de otro tipo de aliento: la asfixia sofocante provocada por nuestros egoísmos; asfixia sofocante generada por mezquinas ambiciones y silenciosas indiferencias, asfixia que ahoga el espíritu, reduce el horizonte y anestesia el palpitar del corazón.

El aliento de la vida de Dios nos salva de esta asfixia que apaga nuestra fe, enfría nuestra caridad y cancela nuestra esperanza. Vivir la cuaresma es anhelar ese aliento de vida que nuestro Padre no deja de ofrecernos en el fango de nuestra historia.

El aliento de la vida de Dios nos libera de esa asfixia de la que muchas veces no somos conscientes y que, incluso, nos hemos acostumbrado a «normalizar», aunque sus signos se hacen sentir; y nos parece «normal» porque nos hemos acostumbrado a respirar un aire cargado de falta de esperanza, aire de tristeza y de resignación, aire sofocante de pánico y aversión.

Cuaresma es el tiempo para decir «no». No, a la asfixia del espíritu por la polución que provoca la indiferencia, la negligencia de pensar que la vida del otro no me pertenece por lo que intento banalizar la vida especialmente la de aquellos que cargan en su carne el peso de tanta superficialidad.

La cuaresma quiere decir «no» a la polución intoxicante de las palabras vacías y sin sentido, de la crítica burda y rápida, de los análisis simplistas que no logran abrazar la complejidad de los problemas humanos, especialmente los problemas de quienes más sufren. La cuaresma es el tiempo de decir «no»; no, a la asfixia de una oración que nos tranquilice la conciencia, de una limosna que nos deje satisfechos, de un ayuno que nos haga sentir que hemos cumplido.

Cuaresma es el tiempo de decir no a la asfixia que nace de intimismos excluyentes que quieren llegar a Dios saltándose las llagas de Cristo presentes en las llagas de sus hermanos: esas espiritualidades que reducen la fe a culturas de gueto y exclusión.

Cuaresma es tiempo de memoria, es el tiempo de pensar y preguntarnos: ¿Qué sería de nosotros si Dios nos hubiese cerrado las puertas? ¿Qué sería de nosotros sin su misericordia que no se ha cansado de perdonarnos y nos dio siempre una oportunidad para volver a empezar?

Cuaresma es el tiempo de preguntarnos: ¿Dónde estaríamos sin la ayuda de tantos rostros silenciosos que de mil maneras nos tendieron la mano y con acciones muy concretas nos devolvieron la esperanza y nos ayudaron a volver a empezar?

Cuaresma es el tiempo para volver a respirar, es el tiempo para abrir el corazón al aliento del único capaz de transformar nuestro barro en humanidad.

No es el tiempo de rasgar las vestiduras ante el mal que nos rodea sino de abrir espacio en nuestra vida para todo el bien que podemos generar, despojándonos de aquello que nos aísla, encierra y paraliza.

Cuaresma es el tiempo de la compasión para decir con el salmista: «Devuélvenos Señor la alegría de la salvación, afiánzanos con espíritu generoso para que con nuestra vida proclamemos tu alabanza»; y nuestro barro –por la fuerza de tu aliento de vida– se convierta en «barro enamorado».


Publicado por verdenaranja @ 13:14  | Habla el Papa
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